Diario de Zsuzsanna Tsepesh

6 de abril.

Escribo esto cuando ya ha pasado la medianoche, así que supongo que en realidad es 7 de abril. Ansío dormir, estoy tan agotada. El día en que murió padre, me pasé la noche entera llorando y tampoco pude descansar bien la noche siguiente. Ahora que el dulce sueño por fin ha llegado, me han despertado los ladridos de Brutus. No deja de arremeter contra la ventana. Ahora está tranquilo, pero si vuelve a hacerlo, lo encerraré en la cocina antes de que despierte a toda la casa.

Cuando he abierto los ojos y he mirado hacia la ventana, me ha parecido ver reflejado el rostro de tío, pero no era más que una imagen que aún pendía del sueño que estaba teniendo antes de despertar. Brutus estaba tan nervioso que al final me he levantado y he abierto los postigos para investigar, y he visto algo agachado y gris corriendo por el jardín: un lobo.

Había pensado que no sería capaz de dormir después del susto y se me había ocurrido sentarme a escribir sobre la llegada de Kasha y Mary, pero el agotamiento vuelve a superarme. De modo que a la cama. ¡Dulces sueños, Brutus!

Diario de Mary Windham Tsepesh

7 de abril.

Este país es bello, salvaje y extraño al igual que su gente y, según parece, los familiares de mi esposo son los más extraños de todos.

Me siento culpable al escribir semejantes palabras, pero debo aligerar de algún modo la carga que me supone el saber esto y no puedo decírselo a mi buen esposo, ni mucho menos a su familia. Sin embargo, en el momento en que empiezo a escribir me veo tentada a atribuir mis inquietantes percepciones a un error, causado por mi estado. Tal vez todas las mujeres embarazadas sufren las mismas preocupaciones…

Bobadas. Nunca he sido una mujer delicada, nunca he sido propensa a los males provocados por los nervios. Arkady está orgulloso de mi sensatez y es cierto, provengo de una familia muy fría. Amo a mi esposo por su calidez, por su pasión, por sus atrevidos comentarios, que no brotan con tanta facilidad de mis labios. La mayor parte del tiempo envidio esas cualidades.

Pero su tío abuelo y su hermana las poseen hasta el extremo de la locura.

No puedo decirle nada a mi pobre y querido Arkady, ya está demasiado afectado por la muerte de su padre. No tengo la más mínima intención de aumentar su pena, porque creo que ya es demasiada. Me quedé huérfana cuando tenía trece años. Tengo cuatro hermanas y tres hermanos, aunque todos crecimos separados en casas de familiares lejanos cuando madre y padre murieron prematuramente en aquel fuego. Desde entonces he deseado tanto volver a formar parte de una familia de verdad que se me saltaron las lágrimas cuando en Londres leí las cordiales cartas del padre, de la hermana y del tío abuelo de Arkady dándome la bienvenida a la suya. Me sentí honrada de ser parte de una familia que se remonta siglos atrás; fue como una bendición para mí. Supe que mis hijos crecerían sintiéndose orgullosos.

Cuando por fin llegué a Transilvania, la exuberante belleza del paisaje me cautivó y la magnificencia de los dominios de la familia prácticamente me corta la respiración cada vez que centro mi atención en lo que me rodea. Apenas puedo creer que yo forme parte de esto, que ahora sea considerada la señora de esta inmensa mansión construida hace cuatrocientos años. Mientras escribo estas palabras, puedo alzar la vista y ver por la ventana etéreas nubes de flores donde los huertos de cerezos y de ciruelos se extienden hacia la ladera de la montaña, junto al gran castillo de piedra del príncipe que se erige contra el telón de fondo de los Cárpatos. Al otro lado de la ventana de enfrente, unos campesinos ataviados de forma extraña se ocupan de unos rebaños en el prado que linda con el frondoso bosque, una imagen que no debe de ser distinta de la que contemplaron los habitantes de esta misma habitación hace siglos. Arkady dice que también hay un viñedo, y cuando veníamos desde Bistritz señaló los extensos campos que poseía su tío abuelo cerca de la aldea que hay en el valle y dijo que cuando llegara el otoño, el trigo los cubriría y los haría parecer de oro. La propiedad de los Tsepesh sustenta a todo el lugar… y bastante bien, pienso, ya que los campesinos parecen mucho mejor vestidos y alimentados que cualquiera que haya visto por otras zonas de este imperio.

Me siento abrumada y deseosa de demostrarme a mí misma que soy digna de formar parte de esta familia. Otra puñalada de culpabilidad me atraviesa mientras escribo esto, ya que no me han pedido nada a cambio, no han hecho sino recibirme con los brazos abiertos. En el momento en que conocí a Zsuzsanna, mi corazón se unió al suyo. Es tan amable y una criatura tan frágil y solitaria…, lisiada, como parecen estar muchos de los campesinos. Arkady dice que se debe a su aislamiento y al matrimonio endogámico, una de las razones por las que su distinguida familia corre el peligro de desaparecer. He sentido lástima por Zsuzsanna, sola ahora en esta enorme e inquietante casa. Me ha entristecido la muerte de su padre, pero me siento dichosa de haber venido. Creo que nada la haría más feliz que ejercer de tía de una horda de niños (y a mí nada me haría más feliz que ejercer de madre de uno). Ella en sí es un poco como una niña al haber estado, igual que su gente, aislada del exterior demasiado tiempo. Aunque es extraordinariamente inteligente; practicaba el inglés «por diversión» con Arkady antes de que él se marchara a Inglaterra, y las cartas que nos mandaba demostraron que ella, al igual que su hermano, había heredado la brillantez en el lenguaje de su madre poetisa. Además, es absolutamente inocente.

Pero el tío abuelo, Vlad…

De él no sé qué decir, excepto que me asusta, me desagrada y me cautiva. No quiero que esté cerca de mis hijos y tal vez vea mi deseo concedido, ya que se le ve terriblemente débil y pálido, y que, según Arkady, tiene tantos años que resulta imposible calcular su edad.

Cuando salimos de Bistritz, vi miedo en el viejo cochero y hoy lo veo a diario en los ojos de mi doncella, Dunya. Ella y el resto de sirvientes se encogen cuando yo o algún otro miembro de la familia nos acercamos a ellos y nunca nos miran a los ojos. Después de ver al príncipe, comprendo por qué. Hay algo en él que resulta terriblemente perturbador, algo que da pavor. No puedo calificarlo, ya que todo tiene que ver con el instinto y nada con la razón. Incluso el perro, Brutus, lo siente y huye de la presencia del príncipe.

Pero Arkady y Zsuzsanna no. Lo miran con tanto amor, con tanta devoción. Hablan de él con la misma veneración que otros se reservan para Dios y no le dan importancia a eso que ellos llaman «pequeñas extravagancias». Vlad ni siquiera asistió al funeral, pero nadie se ofendió. Es como si los tuviera hipnotizados.

Por el contrario, la noche siguiente a nuestra llegada sí que asistió a la pomana de Petrus, una «comida tradicional celebrada en honor de los muertos», para la que se prepararon todos los platos favoritos del difunto: mamaliga, que son gachas de maíz cubiertas de huevos escalfados, col rellena y pollo con una salsa roja picante. Fue una reunión pequeña y triste. En el grande y tenebroso salón estuvimos esperando Arkady, Zsuzsanna y yo, los apenados beneficiarios de un exceso de opulencia, rodeados de candelabros de plata de cientos de brazos, de una cubertería de oro puro y del más fino cristal tallado cuyas caras reflejaban miles de relucientes lenguas de fuego. Estábamos sentados a una larga y amplia mesa de madera en la que fácilmente habrían cabido treinta personas, y en el otro extremo del salón había una segunda mesa de la misma longitud, pero de menor altura que, supuse, era para niños. No pude evitar pensar que resultaba muy triste que la familia hubiera quedado reducida a nosotros tres, además del tío. Al parecer, no fui la única que pensó en ello, ya que Zsuzsanna se volvió hacia Arkady y con una leve alegría forzada dijo:

—Kasha, ¿recuerdas cuando éramos pequeños y tío Radu venía a visitarnos desde Viena?

Mi esposo asintió, mientras respondía con una voz aún aplacada por el dolor:

—Lo recuerdo. Traía a nuestras primas con él.

—Seis hijas —dijo Zsuzsanna con una sonrisa temblorosa. Sus grandes ojos negros resplandecieron con la luz de las velas y unas lágrimas contenidas. Se supone que la pomana tiene que ser una celebración alegre, el recuerdo de lo bueno de la vida del difunto, pero ella parecía estar tambaleándose al borde de un precipicio emocional, no segura de si reír o llorar.

—Todas tan joviales, ¡y tan precoces! Nos sentábamos con ellas en esa pequeña mesa de ahí —dijo señalando—, y empezaban a cantarle a los mayores. ¿Te acuerdas? —Y cantó una estrofa que a mí me pareció parte de una canción de cuna típica de Transilvania; su voz era clara y hermosa—. Y papá guiaba a los mayores para cantarles el estribillo a ellas. —Volvió a cantar y, al hacerlo, una única lágrima se deslizó sobre su mejilla. Cuando terminó, su vacilante sonrisa se hizo más amplia y, con la misma generosidad emocional que me hace amar a su hermano, se volvió hacia mí y exclamó—: ¡Estoy tan feliz de que hayáis venido! Me ha entristecido tanto ver a nuestra familia separada por la distancia… ¡Pero ahora volveremos a tener niños riéndose por estas habitaciones!

Conmovida, le agarré con fuerza su delgada mano. Antes de poder responder, Arkady se giró sobre su silla y Zsuzsanna miró hacia la entrada. Al instante supe que el príncipe había llegado y seguí sus miradas, impaciente por ver, al fin, al benefactor que nos había prodigado tanta amabilidad a su familia y a mí.

Al verlo, apenas pude contener un grito ahogado de pavor. Su aspecto era bastante tétrico. Estaba en la puerta; una figura alta y majestuosa que representaba, de pies a cabeza, al típico príncipe. Pero se le veía consumido, medio hambriento, y tenía una lividez tan horrorosa que parecía que no tuviera sangre. A su lado, la pálida y extenuada Zsuzsanna parecía una rosa floreciente. Mi primera impresión fue que sufría de anemia o de alguna de esas espantosas enfermedades que consumen a la gente. Su tez combinaba casi a la perfección con su cabello plateado y, bajo la titilante luz de las velas, su piel se teñía de un extraño tono fosforescente. Tuve la impresión de que si hubiéramos apagado todas las velas y nos hubiéramos quedado a oscuras, él habría relucido como una luciérnaga. No obstante, a pesar de su palidez, sus labios eran de un intenso rojo oscuro y cuando se separaron en una sonrisa al vernos, por debajo aparecieron unos dientes de marfil excesivamente largos y afilados.

Aunque parezca mentira, ni Arkady ni su hermana parecían atribulados ni por el extraño aspecto de su tío, ni por sus ojos terriblemente atrayentes. Esos ojos me recorrieron con una intensidad tan depredadora que me hicieron temblar, sentí frío, como si una repentina corriente de aire hubiera entrado en la sala, y mi mente pensó: está hambriento, terriblemente hambriento.

No dijo nada, pero se quedó allí quieto como una estatua hasta que Zsuzsanna gritó: «¡Tío! ¡Tío!», con tanto entusiasmo y júbilo que cualquiera había dicho que su padre acababa de regresar de la tumba. Con dificultad retiró su pesada silla, como si pretendiera salir corriendo hacia él como una niña pequeña.

—¡Por favor, pasa!

Ante la invitación, él cruzó el umbral de la puerta. Tanto Arkady como Zsuzsanna se levantaron e intercambiaron besos con él, uno en cada mejilla. Él se quedó junto a Zsuzsanna, la rodeó por la cintura con los brazos y…

Que Dios me perdone por pensar mal si es inocente, pero yo no soy una persona dada ni a la fantasía ni a las habladurías. Sé lo que vi. Ella alzó la vista hacia él, con los ojos brillantes de adoración, y Vlad la miró con unas ansias claras e inconfundibles. Por un momento me pareció que le costaba controlarse y entonces me miró, vio mi expresión crítica y sus labios se curvaron hacia arriba.

Bajo el escrutinio de esos ojos verde oscuro, sentí una repentina confusión, como si mi comprensión de la realidad parpadeara por un instante al igual que las velas. Un nuevo pensamiento sustituyó al primero, pero fue como el de un extraño, no fue un pensamiento que me perteneciera a mí: Seguro que estás completamente confundida. Mira, la ama simplemente como un padre ama a una hija

Esos ojos me arrastraron como una marea. Sentí una sensación extraña, sentí cómo tiró de mí para luego soltarme. El pulso se me aceleró… aún no sé si de excitación o si de miedo, y el niño que llevo dentro se revolvió. De manera instintiva, me puse la mano sobre la tripa y en ese momento vino hacia mí, me cogió la otra mano y se inclinó para besarla.

Su tacto era tan gélido que luché por no temblar, pero me fue imposible cuando al momento sentí sus labios separarse y su lengua recorrer suavemente el dorso de mi mano, como si estuviera probando mi piel al igual que lo haría un animal. Se puso derecho y de nuevo vi el brillo del apetito reflejado en esos ojos de encantador de serpientes.

Pero estás confundida…

—Querida Mary —dijo con un marcado acento inglés y una voz tan cadenciosa, tan musical, tan absolutamente encantadora queme derretí al instante y sentí una enorme oleada de culpabilidad por haber pensado cosas tan terribles sobre un anciano verdaderamente amable y generoso. Me miró la tripa, y con esa misma ansia…

¿O se trataba de un calurosísimo amor?

—Querida Mary, ¡qué gran placer conocerte! —Aún tenía mi mano entre las suyas, tan frías y grandes. Lo único que quería era soltarme y limpiármela con la falda de mi vestido, pero me quedé quieta educadamente mientras me recorría atentamente con la mirada—. Arkady tenía razón al decir que eres muy bella: ojos como zafiros y cabello como el oro. ¡Una joya de mujer!

Me sonrojé y tartamudeé al darle las gracias. Esas palabras tan insinuantes me sorprendieron, pero Zsuzsanna y Arkady nos miraron con sonrisas de aprobación, como si el comportamiento de su tío abuelo no fuera el de una persona libidinosa, sino uno perfectamente apropiado. Decidí que tal vez las pautas de conducta británicas eran muy distintas a las de Transilvania.

Al finalizar su momento de fluidez en inglés (al parecer, su poético cumplido había sido cuidadosamente ensayado), Vlad pasó a hablar en rumano y Arkady lo tradujo:

—Qué agradable es conocerte por fin y poder agradecerte en persona la fresca alegría que has traído a nuestra familia. ¿Cómo te sientes tras el largo viaje?

—Bastante bien, señor —respondí, y escuché los extraños y sibilantes sonidos que Arkady empleó para comunicarle mi respuesta a Vlad. He estudiado algo de latín y de francés, y pude captar algunos significados. La verdad era que no me sentía del todo bien ya que empecé a marearme y lo único que deseaba era sentarme.

—¡Me alegro! —exclamó Vlad efusivamente—. Tenemos que cuidarte mucho y asegurarnos de que estés bien en todo momento porque eres la madre del heredero Tsepesh.

Durante el resto de la noche, Vlad habló principalmente en rumano y Arkady fue traduciéndolo, aunque en alguna ocasión nos atrevimos a comunicarnos directamente en un pobre alemán. Por comodidad redactaré nuestra conversación como si se hubiera desarrollado totalmente en inglés.

Le di las gracias por sus amables cartas e intercambiamos más comentarios educados antes de tomar asiento en la mesa. El perro, Brutus, que se había acurrucado a los pies de Zsuzsanna, gruñó sin piedad a Vlad y después salió de la habitación para no volver a aparecer por allí en toda la noche.

A pesar de todo, Vlad demostró ser tan encantador como aterrador. Pronunció un pequeño discurso sobre su sobrino fallecido y fue tan conmovedor y sincero que a los cuatro se nos saltaron las lágrimas. Después se sirvió la cena, durante la cual cada uno contó entrañables historias sobre Petru y se hicieron muchos brindis. Los sorbos que le di al vino fueron más bien simbólicos ya que beber no me sienta bien por lo general y peor incluso desde que estoy embarazada. Me llamó la atención que, durante los brindis, Vlad se llevara la copa a los labios, pero fingiera beber. Tampoco comió, aunque sí que alzó el tenedor en varias ocasiones. Al terminar la noche, tanto su vino como su plato de comida estaban intactos y lo más sorprendente fue que ni los sirvientes ni la familia parecieron darse cuenta. Estaba segura de que la familia lo interpretaba y aceptaba como una más de las excentricidades del príncipe, pero cuando más tarde le hice a Arkady un tímido comentario al respecto, pareció que pensara que estaba bromeando:

—Por supuesto que tío ha comido su cena. —¡Le había visto comer y beber con sus propios ojos!

Me resultó increíblemente extraño, pero no le dije nada, no fuera a ser que pensara que el embarazo me estaba haciendo perder el juicio y creándome ideas descabelladas.

¿Marca el principio de la locura creer que yo soy la única que está cuerda?

En un momento de la cena, Vlad sacó una carta para Arkady y se mostró muy impaciente porque la tradujera ya que estaba en inglés. Al parecer, era de un caballero británico que había estado planeando visitar la propiedad antes de la muerte de Petru. Me pareció que no era el momento apropiado, teniendo en cuenta las solemnes circunstancias, pero Arkady se la tradujo de muy buen grado y le prometió que más tarde le ayudaría a escribir una respuesta. Vlad se giró hacia mí sonriendo y me dijo:

—¡Los dos tenéis que ayudarme a aprender inglés!

Halagada, le respondí:

—Y usted tiene que ayudarme a aprender rumano.

Vlad dijo que eso no sería necesario, ya que ahora que Petru se había ido, su intención era viajar a Inglaterra. Petru se había sentido muy vinculado a la tierra, dijo, pero él, por su parte, estaba impaciente por salir de allí. Transilvania era un país atrasado y supersticioso, además de pequeño, y la aldea estaba convirtiéndose en un lugar solitario ahora que tantos campesinos estaban marchándose a las ciudades. Sentía que ya no podía confiar en el entretenimiento ocasional proporcionado por los visitantes, que le contaban historias sobre lo deprisa que estaba cambiando el mundo al otro lado del bosque.

—Es mejor no quedarse atrás con respecto a esos cambios —dijo alegremente—, que quedarse aquí aislado. ¡La supervivencia la consiguen los que se adaptan a las exigencias de los tiempos! —Se apresuró a añadir que el traslado se llevaría a cabo en un año aproximadamente, después de que naciera el bebé y hubiera crecido lo suficiente para viajar. Además, para entonces su inglés ya sería fluido.

—Bueno —dije yo, pensando que la actitud progresista de Arkady era hereditaria—, sin duda me alegraría y me sentiría una privilegiada por servirle como instructora y guía de viaje. Pero ya que después regresaremos a Transilvania, me vendría bien aprender el idioma…

—Ah —replicó él—, pero esa no es mi intención. Pretendo instalarme en Inglaterra probablemente de manera definitiva… aunque, por supuesto, la nostalgia me hará regresar de tanto en tanto para visitar la propiedad familiar…

A decir verdad, mi corazón se alegró ante la idea de volver a casa, pero en ese momento Zsuzsanna se levantó de su asiento en un arrebato de genio que nos sorprendió a todos.

—¡Lo prohíbo! —gritó con una extraña mezcla de inglés y rumano, como sí no pudiera decidir si quería que la entendiera Vlad o yo. Lo que escribo aquí es lo que fundamentalmente logré captar—. ¡No podéis iros! Sabéis que estoy demasiado débil como para viajar con vosotros y si me dejáis, ¡moriré!

Él volvió la cabeza hacia ella rápidamente. La luz de las velas se reflejó en sus ojos haciéndolos parecer rojos, como los de un animal, y por un instante sus duras facciones se contrajeron de ira haciéndome creer que estaba mirando la cara de un monstruo. Pero se recompuso enseguida y su tono sonó calmado mientras habló con dulzura. Cuando más tarde le pregunté a Arkady sobre ese momento, dijo que Vlad le aseguró a Zsuzsa que jamás nos marcharíamos a menos que ella estuviera lo suficientemente fuerte como para acompañarnos, y que si seguía sintiéndose así de débil, contrataría a un médico para que la hiciera recuperarse.

Ella rompió a llorar y su voz tembló al decir:

—¿Cómo podéis pensar en marcharos? Padre está aquí, Stefan está aquí. Todos nuestros recuerdos están aquí.

Él siguió reconfortándola con sus palabras hasta que finalmente ella se calmó y volvió a tomar asiento. La cena concluyó de manera cordial y sin más incidentes, pero yo me sentía muy inquieta.

He visto cómo la mira, y cómo ella lo mira a él. Está locamente enamorada y me temo que Vlad puede estar aprovechándose de ello. Mi inocente esposo no tiene la más mínima idea y no sé cómo decírselo.

Diario de Arkady Tsepesh

7 de abril.

¡Malditos campesinos! ¡Malditos sean todos! ¡Al infierno con ellos y con su superstición y estupidez!

Apenas puedo escribir sobre lo que ha sucedido… es demasiado monstruoso, demasiado doloroso, demasiado grotesco. Y aun así, debo hacerlo; alguien debe dejar constancia del mal causado por la ignorancia.

Ayer le dimos sepultura a padre junto a Stefan y madre en el panteón familiar, situado en el montículo entre la mansión y el gran castillo. No quería que Mary asistiera, ya que estaba pálida y cansada y que hacía un frío y ventoso día de primavera, pero ella se mantuvo firme alegando que era lo mínimo que podía hacer por el suegro que nunca había conocido. El panteón la impresionó profundamente y se detuvo para leer en la pared exterior la lista de nombres de cada una de las personas allí enterradas. A pesar de mi tristeza, sentí cierto orgullo ante el señorial panteón y el hecho de que, incluso las inscripciones más antiguas, las que databan de comienzos del mil setecientos, aún fueran legibles, ya que habían sido cuidadosamente grabadas en mármol blanco junto a las fechas para que el nombre de ese antepasado nunca fuera olvidado ni se perdiera con los años. (Algún día le mostraré la capilla y las criptas que datan del siglo XV).

Fue una pequeña ceremonia celebrada al mediodía. Enterramos a padre en un pequeño nicho junto a Stefan y la madre que nunca conocí. De acuerdo con sus deseos, no hubo ni sacerdote, ni lectura de las Sagradas Escrituras, ni funeral. La gran puerta del panteón no tenía el candado echado y los sirvientes portaron el ataúd hasta el interior para colocarlo sobre un catafalco rodeado de velas encendidas y decorado con fragantes flores blancas. Los seguimos, le dimos nuestro último adiós y pronuncié unas breves palabras, sintiendo una vez más el escrutinio y la palpable presencia de mis ancestros fallecidos. Casi me había esperado ver al pequeño Stefan entre el pequeño cortejo fúnebre. Vlad no vino, algo que no sorprendió especialmente a nadie, aunque costeó una inscripción de oro exquisitamente grabada (la cual decía: «PETRU TSEPESH, amado padre, esposo y sobrino»), otro par de cantantes de la Bocete y una bella cascada de rosas que adornaban el féretro y que dejamos en el sepulcro con padre.

El día pasó de forma tranquila, y también el siguiente. Desde mis previas anotaciones sobre el viaje, Mary y yo hemos discutido la conversación con Vlad y el hecho de que vaya a quedarme aquí para ocupar el lugar de padre, y casi ha logrado disipar mi sentimiento de culpa por pedirle a mi esposa, una mujer de ciudad, que pase el resto de su vida en el salvaje bosque carpatiano. Bistritz es la ciudad más cercana y no puede sustituir a Londres ni por lo más remoto; para enviar, recibir correo o comprar en los modestos establecimientos que hay allí, hay que hacer un viaje de ocho horas en carruaje (¡y eso sin mencionar el trayecto de vuelta!) por unas serpenteantes carreteras de montaña. Durante la época de las tormentas de invierno, estaremos verdaderamente aislados.

Mary dice que no tiene importancia, siempre que pueda permanecer a mi lado. Yo, por mi parte, no puedo imaginar qué clase de acto piadoso cometí en mi infancia para verme recompensado con semejante esposa.

Al día siguiente, Mary parecía físicamente exhausta y se quedó en la cama hasta bien avanzado el día. Yo descansé, leí una novela de la bien surtida biblioteca de padre y tomé la decisión de ir a hablar con Vlad esa misma noche. La pena aún me embargaba en momentos, pero supe que el aburrimiento no era el modo de disiparla. Deseaba estar ocupado con algo, y sabía que alegraría mi corazón al hacer algo que habría complacido a padre.

Así, partí hacia el castillo poco después del crepúsculo. Apenas es un paseo de quince minutos hacia el norte por la verdeante y poco inclinada pendiente, un simple estiramiento de piernas para un habitante de ciudad. La luz del sol se filtraba por las ramas de los altos pinos situados al oeste; el aire estaba cargado de una ligera calidez primaveral y del dulce y alto canto de los pájaros. A pesar de los idílicos alrededores, una cada vez más intensa inquietud fue embargándome, y no fue hasta que oí el frenético ladrido de un perro en la mansión que tenía tras de mí que pude determinar su causa: había olvidado por completo que los lobos deambulaban por allí al caer la noche.

No era tan peligroso como en invierno, cuando se agrupaban en mortíferas manadas, pero pensar en poder toparme siquiera con un único lobo me hizo aligerar el paso. No obstante, me permití desviarme hacia el panteón familiar para pasar un momento a solas con padre.

Pero según me acercaba a la verja negra de hierro, pude ver a través de las barras una extraña imagen: los cadáveres de dos lobos justo al otro lado del portón, que se encontraba completamente abierto. Enseguida supe que algo iba mal, espantosamente mal. Eché a correr y crucé la puerta abierta. Los lobos yacían de costado, el uno al lado del otro, con los ojos nublados por la muerte; uno de ellos tenía el cráneo hecho añicos y el estómago del otro estaba cubierto con sangre seca. Sin duda habían atacado a algún visitante que les había disparado y había huido con tanta prisa que no había cerrado el portón.

Pero había más. Alcé la vista de los lobos y vi que la puerta del panteón había sido abierta. Horrorizado, corrí hacia allí; la entrada estaba bloqueada por otro lobo muerto. Salté por encima del cuerpo y me apresuré al nicho donde yacía padre.

Habían entrado en el sepulcro y, efectivamente, la última morada de padre había sido profanada. Habían apartado a un lado las bellas rosas rojas y estaban esparcidas por el suelo de mármol blanco. En cuanto al féretro, habían desenroscado los tornillos y levantado la tapa, que estaba apoyada contra la pared más cercana. La cubierta de plomo estaba cortada y levantada.

Dentro del ataúd yacía el cuerpo de mi padre, destrozado. Una gruesa estaca de madera le atravesaba el pecho, como si la hubieran incrustado con un mazo. Le habían abierto la boca y le había metido algo dentro (en un principio pensé que se trataba de un pañuelo), y su cuello…

¡Oh, Dios! ¡Stefan! ¡Padre!

El autor de ese vil acto le había cortado tres cuartas partes del cuello, pero se había detenido antes de cercenar la cabeza por completo. Como padre llevaba dos días muerto, había poca sangre y en el rostro seguía teniendo una expresión de tranquilo reposo. Pero el peso de su cráneo, ahora separado de los músculos delanteros del cuello, había hecho que la cabeza se le fuera ligeramente hacia atrás y que tuviera la barbilla alzada, revelando así una enorme sonrisa carmesí por debajo de su mandíbula. El profanador había cortado tan profundamente que, incrustada dentro de la masa roja y purpurea de músculo y venas, pude ver su columna vertebral. Por un instante, me sentí como si me hubiera transportado dos décadas atrás para contemplar una vez más la garganta desollada de mi hermano Stefan.

El impacto me provocó una sobrecogedora visión que habría interpretado como un sueño con los ojos abiertos si su viveza no me hubiera convencido de que era real: de nuevo, mi hermano de cinco años miró a mi padre. Lo vi claramente como el hombre que había sido una vez, más joven y con el pelo negro. Vi, bajo la titilante luz de las velas, amor y sufrimiento en sus ojos mientras tomaba mi pequeño y fino brazo en su gran mano. Me di cuenta de que él ya no estaba en el bosque enjoyado de lluvia, a la luz del día y con el perro lobo a sus espaldas gruñendo sin cesar, sino que se encontraba en un lugar oscuro y enorme rodeado de temblorosas sombras. Un reflejo plateado destelló junto a su cara. Yo levanté la vista, indefenso como Isaac cuando Abraham alzó su cuchillo.

Un cepo pareció agarrar mis sienes con una fuerza tan implacable que me sujeté la cabeza; la imagen se desvaneció de inmediato y quedó relegada por un convincente pensamiento: seguro que estoy loco.

Caí al suelo, de rodillas y con las manos apoyadas sobre el frío suelo de mármol, y vacié mi estómago. Supongo que me desmayé, ya que por un momento fui incapaz de pensar. Cuando por fin logré ponerme en pie sobre unas piernas temblorosas y vacilantes, vi en el suelo, junto a mí, los instrumentos de profanación: un pesado mazo de hierro, un serrucho de acero oxidado y unas cabezas de ajo. Al parecer, el profanador los había dejado caer asustado y había huido antes de terminar su tarea.

Una nueva clase de locura se apoderó de mí, una triste combinación de furia e histeria. Si me hubiera encontrado con el autor en ese momento, sin problema lo hubiera matado sin más armas que mis manos. Sabía que no podía volver a la mansión… ¡Dios, no! No le he hablado a Mary de esto, y no lo haré, porque un impacto tan espantoso sin duda les haría daño a ella y al bebé. Por el contrario, subí la pendiente sur corriendo como un loco y al rato llegué, jadeando, a las enormes puertas de madera del castillo bajo el gran arco de piedra.

Estaba convencido de que V. era el único que podía ayudarme; solamente V. lo entendería.

Me eché contra ella y la aporreé con furia, ignorando las tachuelas metálicas que estaban rasgando mis puños. Al no recibir respuesta inmediata, comencé a gritar el nombre de tío.

Tras un momento que pareció una eternidad, la puerta se abrió lentamente unos treinta centímetros y ahí se quedó. Bajo las sombras de la lúgubre entrada, había una sirvienta rellenita y de pelo blanco vestida con el atuendo campesino tradicional: el largo mandil doble blanco, por delante y por detrás, encima de un vestido de colores vivos; sobre el pecho del delantal descansaba un gran crucifijo de oro. La mujer se me quedó mirando sin intentar disimular su confusión y consternación.

—¡Vlad! —grité—. ¡He de ver a Vlad inmediatamente!

Ella asomó la cabeza para responder y pude ver que su pelo no era blanco, sino rubio con mechones grises en las sienes, y que no era tan vieja como me había parecido en un principio, sino que padecía del mismo y peculiar envejecimiento que aquejó a mi padre y a mi hermana. Su cara me resultaba vagamente familiar, pero entre mi anterior pesar y mi actual desesperación, había olvidado por completo hasta ahora, mientras escribo estas palabras, que esa mujer había asistido al entierro de mi padre y que había visto su cara, de cuando en cuando durante mi niñez, entre las de los otros sirvientes.

—El voievod no recibe a nadie.

—¡A mí sí me recibirá! —le respondí con indignación—. Mi padre… —Me detuve, al borde del llanto, incapaz siquiera de hablar de lo que había sucedido.

Ella se inclinó hacia delante para verme mejor y contuvo el aliento al llevarse una mano a los labios.

—¡Pero si es el hijo de Petru! Buen señor, perdóneme. Mi visión es escasa, de lo contrario le habría reconocido inmediatamente. Se parece tanto a él. Por favor, pase… —Y me indicó que entrara.

—¡Tengo que ver a mi tío inmediatamente! —logré decir con una voz temblorosa, a lo que ella respondió:

—Joven señor, lamentablemente no es posible. Aún no se ha levantado.

—¡Pues entonces despiértalo! —exigí y su ojos grises claros se abrieron de par en par.

—Eso no es posible, señor —dijo con un tono que expresó asombro ante mi ignorancia—. Nadie debe perturbar su sueño ahora, y nadie, a excepción de Laszlo, tiene permitido verlo o hablar con él. Pero se levantará en breve y sé que le atenderá. Déjeme acompañarlo a su salón, allí podrá esperarlo más cómodo.

Estaba en un estado de nervios tal que no protesté, sino que la dejé acompañarme con su delicada mano empujándome por el hombro mientras recorríamos unos estrechos pasillos y una escalera de caracol de piedra. A pesar de todos los años que había jugado bajo la sombra del castillo, apenas había estado dentro, y esa novedad se sumó a mi nerviosismo y me dejó bastante abrumado.

Para cuando entramos en el salón que, a pesar de no tener ventanas, estaba confortablemente amueblado y tenía un ambiente alegre y cálido gracias a la chimenea encendida, estaba tan trastornado que no la oí invitarme a pasar y la pobre mujer tuvo que empujarme literalmente para llevarme hasta un sillón cerca del fuego.

—Arkady Tsepesh —dijo inclinándose hacia mí y yo reaccioné ante el sonido de una extraña voz que repetía mi nombre. Ante mi gesto de sorpresa, sonrió ligeramente y me explicó—: Conocí a su padre, joven señor. Era muy amable conmigo y hablaba de usted a menudo. —Su expresión se tornó sombría—. Me apena verle tan consternado. No puedo quedarme aquí mucho tiempo… el amo vendrá pronto…, pero deje que le traiga algo para calmarle. Té, o ¿tal vez algo más fuerte…?

—Brandi.

—Solo tenemos slivovitz, señor.

—Entonces tráeme slivovitz —dije, pero cuando se dispuso a marcharse, la toqué y se volvió hacia mí—. ¿Conociste bien a mi padre?

Ella asintió una sola vez, con tristeza y solemnidad. La mezcla de pesar y verdadero afecto en sus ojos grises atravesó esa capa de estremecimiento para llegar hasta mi corazón y le pregunté:

—¿Cómo te llamas?

—Masika, joven señor.

—Hablas con acento ruso, Masika, pero tu nombre es húngaro.

—Mi padre era ruso, señor.

—¿Y se llamaba…? —le pregunté, queriendo saber su patronímico. Por muy afligido que me encontrara, deseaba ser educado ya que ella estaba dirigiéndose a mí con tanta amabilidad.

Sus redondeadas mejillas se tiñeron de rosa.

—Ah, señor, solo Masika. No quisiera darme importancia delante de usted. No soy más que una vieja sirvienta.

—Eras amiga de mi padre. Por favor, me gustaría saberlo.

El tono de sus mejillas se intensificó hasta llegar al rojo, pero respondió diligentemente:

—Ivan, señor.

—Ah, Masika Ivanovna, ¡no puedes imaginarte el horror que acabo de presenciar! —Ante el recuerdo, me llevé una mano a la cara e intenté contener las lágrimas. Ella se arrodilló a mi lado y me tomó la mano, tal y como lo habría hecho una madre, mientras yo le relataba con la voz entrecortada, y sin detalles, el acto de profanación del sepulcro de padre.

Su expresión se endureció y me fue imposible interpretarla cuando los ojos se le humedecieron. Durante un rato estuvo acariciándome la mano en silencio; al final, habló con apasionada convicción.

—Sé que semejante panorama debe haberle partido el corazón, al igual que me sucede a mí. Pero no debe olvidar, joven señor, que su padre ahora duerme entre los bendecidos y que nada ni nadie puede perturbar su sueño. Está con Dios.

Habría objetado con respecto a esa última frase, pero la anterior me dio cierto desasosiego, al igual que lo hizo su sincera y maternal preocupación. Separó los labios para hablar y después vaciló, como sí hubiera algo más que deseara decir, pero a lo que no pudiera dar voz.

—¿Qué sucede? —le pregunté suavemente.

Me miró sobresaltada y en sus ojos vi arrepentimiento mezclado con un inconfundible pavor.

—Nada —respondió, bajando los párpados para ocultar su miedo—. Absolutamente nada. Ahora, deje que me vaya rápidamente, señor, y le traiga el slivovitz antes de que llegue el príncipe. —Se levantó bruscamente con un gemido y salió corriendo.

Me sequé las lágrimas con mi pañuelo e intenté recomponerme y organizar mis ideas mientras miraba al fuego. No sé exactamente por qué corrí hasta tío para suplicarle que me ayudara; aunque técnicamente nosotros, los Tsepesh, seguimos perteneciendo a la realeza, que posee ciertos derechos legales sobre el campesinado, el alcance de esos derechos se ha visto desdibujado con la llegada de los tiempos modernos. Mientras que Domnul Bíbescu de Valaquia puede reconocer la autoridad de V. como príncipe, Transilvania ahora está bajo el gobierno de Austria y la acusación de criminales suele dejarse a las autoridades de Bistritz; pero, por otro lado, en nuestros dominios nunca se ha producido un crimen del que hablar y nosotros, personalmente, nunca nos habíamos visto atacados de este modo.

Por la memoria de padre, no podía permitir que este acto quedara impune. No, aunque tuviera que encontrar al criminal yo mismo. Tuve la impresión de que el cuerpo de mi pobre padre se había convertido en un símbolo de cómo el campesinado ha injuriado nuestro apellido durante los últimos cuatro siglos, y me juré con vehemencia que pondría fin a sus difamaciones para siempre, que los obligaría a respetar el apellido Tsepesh.

Masika Ivanovna regresó enseguida con el slivovitz en una fina copa de cristal tallado, que dejó con una pequeña reverencia tras murmurar rápidamente:

—Que Dios le reconforte, joven señor. —Y se dio la vuelta para marcharse.

Le agarré la mano.

—Por favor, quédate un momento. —Su mera presencia me tranquilizaba y quería preguntarle sobre los últimos días de padre en la mansión y sobre lo que no había querido decirme.

Se quedó tensa por el pánico e involuntariamente sus ojos se movieron hacia la puerta situada enfrente de la otra por la que habíamos entrado. Delicadamente, pero con firmeza, se soltó.

—¡Oh, señor! No puedo. ¡El sol casi se ha puesto y debo marcharme a casa enseguida!

Dejé caer mi mano. Si no hubiera visto la inquieta mirada que había dirigido hacia la puerta, habría sospechado que tenía que atravesar el bosque para ir a su casa y que, con toda razón, temía toparse con los lobos. Pero ante el sonido de las pisadas que se aproximaban por la puerta más alejada, se santiguó, se alzó las faldas y salió corriendo por la puerta que daba al pasillo. La cerró tras ella con un brusco portazo.

El sonido resonante reavivó mi angustiada furia. Ya que tío es dado a viejos hábitos y que existe un malentendido en lo que concierne a nuestro apellido, los campesinos lo temen por considerarlo un monstruo y han generado muchos mitos sobre él incorporando sus ridículas supersticiones; las mismas supersticiones que les han hecho cometer ese espantoso crimen contra mi pobre padre muerto. Por un instante, mi afecto natural hacia Masika Ivanovna quedó reemplazado por el odio. A pesar de su amabilidad, temía a tío y probablemente pensaba que lo que había sucedido en el panteón familiar era necesario para que el alma de Petru descansara en paz.

La puerta se abrió con un chirrido y tras ella apareció tío, alto y grácil, pero con cierto aire de debilidad y con la misma inquietante palidez de las dos últimas noches. Al verme, y al ver mi agitada expresión, sus pobladas cejas blancas se enarcaron de asombro sobre esos ojos que tanto se parecían a los de padre y, una vez más, habló con su melodiosa voz, haciendo que me fuera mucho más difícil dar la noticia que tenía que comunicar.

—¡Arkady! ¡Querido sobrino! No había esperado verte tan pronto. ¿Pero qué sucede? Estás disgustado…

Rápidamente, me llevé la copa a los labios y le di un largo trago al slivovitz, que hizo que me ardieran las fosas nasales, la nariz y la garganta, pero que no me resultó del todo desagradable. Reprimiendo la necesidad de toser, dije con una naturalidad que me sorprendió:

—El sepulcro de padre ha sido profanado. Han mutilado el cuerpo con…

Él alzó una mano, incapaz de oír más, y se volvió hacia el fuego con la cabeza agachada y una mano contra el corazón. Me puse derecho en el sillón, dejé la copa y me levanté, pensando en un principio que tal vez había sufrido algún tipo de ataque y sintiéndome culpable por haberle dado la noticia tan bruscamente a un anciano tan frágil; pero se trataba solo de una profunda pena. Se quedó inmóvil y no emitió sonido alguno durante al menos dos minutos. Volví a sentarme en el sillón y di otro sorbo largo de slivovitz.

Por fin habló, con una voz tan tenue que fue casi un susurro; una voz que ya no reconocía, porque fue fría y dura como la tumba de mármol.

—Malditos sean —dijo lentamente sin dejar de mirar al fuego—. Malditos sean… —Se volvió hacia mí con tan repentina vehemencia que retrocedí y me cayó una pequeña cantidad de licor en el chaleco. Sus duras facciones se contrajeron y sus ojos, que ya no eran los de padre, sino los de Shepherd tendido sobre Stefan, ardieron con una furia tan maníaca y peligrosa que me asusté—. ¡Pagarán por esto! ¡Cómo se atreven a pensar que yo…! —Al parecer notó mi inquietud, ya que su expresión se relajó ligeramente volviéndose una de simple resentimiento; se giró hacia el fuego y continuó—. Yo quería a tu padre. No puedo soportar ver que le hacen daño, ni siquiera ahora.

—Lo sé —respondí—. Lamento traerte estas noticias porque sé que te causan mucho dolor, pero he pensado que tal vez podrías ayudarme a descubrir quién…

Una vez más, se giró hacia mí y alzó la mano.

—¡No digas nada más! Me ocuparé de que el autor de este repugnante acto sea llevado ante la justicia. Ya no tendrás que preocuparte por esto ni un momento más.

—No puedo evitarlo —dije—, porque no puedo entender cómo alguien ha podido cometer algo tan horroroso. Va más allá de mi comprensión. —Me llevé la copa a los labios y la terminé.

V. arrugó los labios, como si estuviera conteniendo disgusto o diversión. Se movió hacia una silla con siglos de antigüedad, acolchada y con brocado de hilo de oro, se sentó con actitud majestuosa y agarró los reposabrazos con unas manos fuertes ofreciendo el aspecto de un príncipe que ha subido al trono.

—¿Qué hay que entender? La ignorancia de los campesinos los arrastra hasta la locura.

—Supongo que me he quedado impactado. Siempre he creído en la bondad de la gente.

Sus labios se afinaron y su tono reflejó una afilada ironía que me resultó perturbadora.

—En ese caso, tienes mucho que aprender sobre el género humano, Arkady… y sobre ti mismo. —En ese punto, me sentí ligeramente insultado y más todavía cuando continuó diciendo—: ¡Dirigirse a los sirvientes por sus patronímicos! ¡Eso nunca! La realeza fluye por nuestras venas, eres un Tsepesh, ¡el sobrino nieto de un príncipe!

Me sonrojé al darme cuenta de que, de algún modo, había logrado oír mi conversación con Masika Ivanovna. Me pregunté si también habría oído lo que le pregunté sobre padre.

Debió de haber captado mi malestar, ya que su tono cambió bruscamente y se tornó más jovial.

—¡Vamos! Solucionado. Deja que yo me ocupe de esto y hablemos de cosas más alegres. ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte? ¿Está tu esposa descansando bien después de los agotadores acontecimientos de los últimos días?

De repente el slivovitz se me subió a la cabeza. Me sentí ligeramente mareado y un arrebato de calidez me recorrió la espalda y se quedó en mis pies, como un cosquilleo. Me relajé levemente y me di cuenta de que V. estaba cambiando de tema con tanta celeridad simplemente para ayudarme a recuperarme del impacto, para hacerme pensar en otra cosa que no fuera mi padre.

—Sí —respondí más calmado, aunque lo cierto era que estaba algo preocupado por Mary, ya que el extenuante viaje y el golpe de la muerte de padre la habían dejado exhausta y esa mañana me había dado la impresión de que, aunque lo negara, algo la inquietaba—. Pero sigue un poco cansada. Todo ha sido muy difícil para ella.

V. escuchaba con gesto serio.

—Si mañana sigue fatigada, entonces haré que un médico vaya a la mansión —dijo—, y que se quede allí para cuidarla hasta después de que nazca el bebé. —Cuando protesté diciendo que no podía permitir que hiciera un gasto tan grande sin que yo aportara nada, agitó una vez más esa imperiosa mano y añadió—: El asunto está arreglado. Es lo menos que puedo hacer por el nieto de Petru y por su hijo.

Su actitud volvía a ser cálida y, ya más reconfortado, le confesé:

—Antes de hacer el terrible descubrimiento en el cementerio esta noche, venía hacia aquí para hablar de ocupar el puesto de padre.

A lo que inmediatamente respondió:

—Sí, hijo, cuando hayas tenido oportunidad de superar el espantoso impacto que has vivido. Pero ahora no. Es demasiado pronto para hablar de negocios porque acabas de sufrir otro duro golpe.

—No —respondí firmemente—, me vendrá bien distraerme y me reconfortaría saber que estoy cumpliendo los deseos de padre. Estaba muy preocupado porque tú y tus asuntos fuerais atendidos.

En ese momento, los ojos de V. se empañaron.

—Ah, el nombre de tu padre era verdaderamente acertado: Petru, «la Roca». En realidad, para mí fue una roca, siempre leal y digno de confianza. Y tú, Arkady… debes saber que quiero al hijo de Petru como si fuera el mío propio.

Pronunció esas palabras con tanta calidez y convicción que me sentí embargado de afecto hacia él. No hay duda de que es extraño y mayor, con hábitos raros, pero siempre ha sido desmesuradamente generoso con mi familia. A pesar de su porte orgulloso, en cierto modo resulta una figura conmovedora. A pesar de toda su fortuna, está tan solo, tan aislado, dependía tanto de mi padre… y ahora de mí. Soy su único vínculo real con el mundo exterior.

Finalmente hablamos de trabajo y ello me ayudó a alejar mis pensamientos del reciente horror. Tío ha prometido mostrarme el despacho de padre mañana por la noche, donde están guardados todos los libros de contabilidad y del banco, y me pidió que fuera antes para conocer a los sirvientes (a quien, a excepción de Laszlo, el cochero, nunca ha visto). Al parecer, es muy importante que hable con el capataz y recorra los terrenos, ya que tío no tiene la más mínima idea de si se ha preparado la siembra de primavera. Le veo realmente desamparado.

Además, mostró mucho interés en dictarme una carta que escribí en rumano y que después traduje al inglés para un tal señor Jeffries. V. parece desesperado por notificarle al visitante que venga lo más rápido posible ahora que el funeral ya se ha celebrado; tal vez sea un ermitaño, pero es uno deseoso de tener una compañía educada más allá de la de su familia. Me ofrecí a llevarle la carta a Laszlo y a decirle que la enviara desde Bistritz, ya que de camino a casa pasaría por delante de las dependencias de los sirvientes, pero V. dobló la carta sin firmarla y dijo que deseaba darle esas instrucciones a Laszlo en persona.

Y así he ocupado el lugar de mi padre. La reunión con V. fue breve, sentí que estaba inquieto y ansioso porque me fuera. Creo que mi presencia le puso nervioso. Al marcharme, le mencioné mi preocupación por los lobos y le pregunté si, al igual que sucedía cuando yo era niño, seguían siendo un peligro. V. dijo que así era y, en lugar de pedir a Laszlo que me llevara a casa, me dio una calesa y dos caballos para que pudiera ir y venir por mí mismo sin preocuparme de la hora del día.

De modo que me marché, sintiéndome mucho más calmado que cuando había llegado. Pero mientras conducía hacia casa en la calesa, pasé por delante del panteón. Aunque la oscuridad ocultaba el indescriptible horror que allí había, el dolor y la furia por semejante profanación volvieron a invadirme.

¿Cómo puedo soportar vivir entre esta gente sabiendo las atrocidades de que son capaces?

Diario de Mary Windham Tsepesh

7 de abril (Anotaciones posteriores).

Esta tarde he vuelto a intentar conversar con mí doncella, Dunya. Al igual que la mayoría de campesinas que hay aquí, es pequeña pero fuerte. Como el resto, lleva el blanco mandil doble y, bajo él, un vestido blanco de burdo lino bastante impúdico que no llega a cubrirle los tobillos y que es completamente revelador con la luz oportuna. Los campesinos de por aquí parecen tener una actitud displicente en lo que concierne al uso de ropa interior.

La piel de Dunya es clara y su pelo oscuro, casi negro, con reflejos rojizos cuando le da el sol. Esto, junto a su nombre, me hace creer que tiene algo de rusa. No puede tener más de dieciséis años, pero parece inteligente y considerada, aunque muestre la misma reticencia que los otros sirvientes a mirarme a los ojos. Incluso percibo un cierto atrevimiento innato en ella, así que al querer saber si la actitud temerosa de los sirvientes es una característica de los transilvanos o si está inspirada por alguna otra cosa, he decidido abordar a Dunya mientras estaba ordenando el dormitorio. Se ha sobresaltado ligeramente cuando he pronunciado su nombre y he tenido que ocultar mis ganas de reír.

Habla un poco de alemán, y yo también, así que he dicho:

—Dunya, tengo costumbre de mantener una relación de amistad con mis empleados. Por favor, no me temas. —Mi inseguridad con el alemán me ha obligado a ser breve y directa.

Ante esto, me ha hecho una reverencia y ha respondido:

—Gracias, doamna. —He aprendido que esta es la palabra rumana para «señora»—. Pero no tengo miedo de usted.

—Bien —he respondido—, pero está claro que le tienes miedo a alguien. ¿A quién?

Se ha quedado pálida y ha mirado por detrás de su hombro como si temiera que alguien estuviera espiándonos. Y entonces se ha acercado a mí (tal vez demasiado, según las normas de comportamiento inglesas, pero viendo a mí marido y a su familia he aprendido que los transilvanos prefieren estar físicamente más cerca los unos de los otros cuando hablan que nosotros, los británicos) y me ha susurrado:

—Vlad. El voievod, el príncipe.

He sentido como si supiera la respuesta a mi propia pregunta, pero aun así he bajado la voz y le he preguntado:

—¿Por qué?

En respuesta, se ha santiguado y me ha dicho al oído:

—Es un strigoi.

¿Strigoi? —Sin duda se trata de una palabra rumana, pero nunca la había oído antes—. ¿Qué es eso?

Ha parecido sorprenderse ante mi ignorancia y no ha contestado; se ha limitado a apretar los labios ligeramente y ha sacudido la cabeza. Cuando he repetido mi pregunta, ha salido corriendo de la habitación.

Diario de Zsuzsanna Tsepesh

8 de abril.

Soy malvada, ¡malvada! Una mujer perversa con pensamientos perversos. Mi dulce padre apenas está frío y descansando en paz y yo ya he tenido el más vergonzoso de los sueños.

Ni siquiera sé rezar como es debido. Papá detestaba tanto a la Iglesia que jamás permitió que sus hijos aprendieran sus ritos. Tal vez Kasha y él tienen razón al decir que no hay ningún Dios. Los dos son muy inteligentes, pero yo no (a veces creo que mi pobre cerebro está tan dañado como mi espalda) y necesito desesperadamente el consuelo de lo divino.

Y así, esta mañana me he arrodillado a los pies de mi cama, como he visto hacer a los campesinos en los santuarios que hay en los bordes del camino, y he intentado pedir perdón. No sé si lo he conseguido (el solo acto de arrodillarme me ha mareado; me he encontrado muy débil durante los últimos días, sin duda consumida por la tristeza), pero sentía que no podía mirar a la cara a Kasha y a la buena y fuerte Mary sin librar primero mi conciencia de algún modo.

Cuando me he levantado (tan mareada que he tenido que agarrarme al dosel para no volver a caer de rodillas), he sentido una necesidad aplastante de escribirlo todo… de confesarme, por así decirlo. No tengo sacerdote; este diario me servirá como confesor, incluso aunque mis mejillas se enciendan ante la idea de dejar por escrito semejante maldad.

Anteanoche celebramos la pomana de papá. Era la primera vez desde hacía semanas que veía a tío y sentir su amabilidad y amorosa atención sin duda ha sido lo que ha provocado el sueño. He estado muy sola desde que Kasha se marchó. Papá también se había sentido muy triste, después había caído enfermo y siempre estaba tan preocupado con los asuntos del castillo que yo me he encontrado muy, muy sola. Si no fuera por las cartas de Kasha y por las visitas ocasionales de tío, creo que me habría vuelto loca.

Y tal vez lo estoy un poco. Durante un tiempo, después de que Kasha se marchara, solía hablar con él como si aún estuviera aquí (¡siempre pendiente de que no me oyeran los sirvientes! Nos tienen demasiado miedo como para confiar en ellos y tratarlos como confidentes y siempre encuentran algo sobre lo que rumorear). Últimamente he empezado a hablar con el pequeño Stefan. A veces me imagino que camina junto a mí y Brutus por los pasillos y que se sienta a mi lado con Brutus acurrucado a nuestros pies mientras yo coso. (Si alguien me oye, siempre puedo decir que estaba hablando con el perro).

En otras ocasiones finjo que es el hijo que nunca tendré.

Oh, ¡ya es bastante difícil tener un cuerpo enfermo y deforme! Pero el peor dolor que inflige esta condición es saber que siempre se me negará el amor de un esposo y de unos hijos. Me veo forzada a llevar una vida solitaria y a depender del afecto platónico de mi hermano y de mi tío. Y estoy enferma de celos por la felicidad que, sin duda, comparten mi hermano y su esposa, e incluso por las pequeñas atenciones que tío le mostró a Mary durante la pomana.

¡Qué Dios me salve de mi malvado corazón!

Brutus no dejó de ladrar anteanoche y anoche comenzó tan solo unos minutos después de que me hubiera quedado dormida, así que ¡a la cocina con él! Estaba tan cansada que cuando volví a la cama, caí inmediatamente en un sueño.

Me despertó un repiqueteo en la ventana de mi dormitorio. O mejor dicho, en el sueño me despertó ese sonido, suave pero insistente, como si un pájaro estuviera batiendo las alas contra el cristal. El aire de la noche se había vuelto especialmente frío y había cerrado la ventana antes de acostarme. En el sueño, me levanté y me dirigí hacia la fuente del sonido, en absoluto asustada ni sintiendo curiosidad, como si supiera exactamente qué o quién me esperaba allí; como si me estuviera atrayendo irrevocablemente.

Tiré de los postigos y abrí la ventana, pero no vi nada salvo un brillo de luz de luna que entraba en el dormitorio formando sobre el suelo un estanque blanco dorado de luz. En ese círculo de luz flotaban motas de brillante polvo; al principio vagamente y después más y más rápido hasta que comenzaron a girar, a fundirse y a tomar forma.

El movimiento me mareó y cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, tío estaba en ese cono de luz y al instante recordé que era el mismo sueño que había tenido la noche antes, siempre viendo la cara de tío en la ventana. Pero ahora que ya no estaba Brutus, se tomó la libertad de entrar.

Parecía más joven, más guapo, pero, de nuevo, esto no me sorprendió. No sentí ni impacto, ni miedo, ni consideré una falta de decoro verlo allí en mi alcoba en mitad de la noche. No. Como mujer perversa que soy, di un paso adelante y con atrevimiento lo rodeé con los brazos y le susurré:

—¡Tío! ¡Qué feliz me hace que hayas venido!

Él se quedó absolutamente quieto, como si se negara a moverse. Bajo mis manos, sus músculos (¡qué fuerte es!) resultaban tensos, rígidos y firmes como la piedra. Por un momento, ninguno de los dos hablamos, simplemente nos miramos a los ojos (¡sus ojos tan hermosos hacen que una mujer sienta envidia! Son profundos, de un verde vivo, grandes y me miran con intensidad). Bajo la luz de la luna, su piel brillaba como si estuviera invadida por un radiante fuego blanco.

Y entonces dijo:

—Zsuzsa, me temo que esto es un grave error. Me iré…

—¡No! —le supliqué y lo abracé con más fuerza, temiendo que se desintegrara en un brillante polvo dentro de mis brazos—. ¡Es lo que deseo! ¿No lo ves? ¡Te he atraído hasta aquí, noche tras noche! ¡Tan solo bésame…!

Bajo la fina seda de su capa, sus músculos temblaron antes de relajarse; alzó una fría mano por el aire de la noche hasta mi mejilla y la acarició. Mientras lo miraba a los ojos, embelesada, vi sus pupilas enrojecer, como si el bosque que había en su interior de pronto hubiera sido consumido por las llamas.

—Por favor —le susurré y se inclinó hacia delante para besarme en la mejilla. Oh, eran unos labios fríos, pero era un frío que quemaba. Me eché hacia atrás y me apoyé sobre un brazo tan rígido como el acero.

—Estoy tan hambriento, Zsuzsa —dijo entre suspiros—. No puedo resistirlo más…

Rozó los labios contra mi piel para que yo pudiera sentir su ardiente aliento sobre mí y los fue arrastrando hacia abajo, más abajo, sobre la línea de mi mandíbula, sobre la suave curva hasta llegar a la tierna carne de mi cuello. Temblé de puro éxtasis cuando se detuvo allí por un momento; después, levantó la mano que tenía libre y tiró de la cinta que sujetaba mi camisón por el cuello. Bajó hasta que la tela de gasa blanca quedó alrededor de mi cintura. Tengo la tez clara; mi piel nunca ha visto el sol, pero la suya era más clara todavía y cuando la luna se abrió paso entre las nubes, resplandeció con motas de oro y de un fuego rosa y azul como un ópalo.

Bajo mi blanco pecho cerró su todavía más blanca mano (Dios, ¡perdóname! Pero según escribo estas palabras, me siento angustiada porque la vergüenza rivaliza con el éxtasis. Si ahora estuviera aquí, ¡yo misma guiaría su mano!) y deslizó sus labios fríos y rojos sobre mi piel, más allá de mi clavícula hasta la zona que queda entre mis pechos. Allí permaneció durante un momento mientras yo hundía mis dedos en su tupido cabello y lo acercaba más a mí. De pronto se puso derecho, temblando como si no pudiera resistir más, y posó los labios sobre mi cuello. Sentí su lengua deslizarse ligera y lánguidamente contra mi piel y después la presión de sus dientes.

Y esperó.

Soy una mujer que ha vivido protegida del resto del mundo. No sé nada ni de la vida ni del amor y por ello, a partir de este momento, los detalles de mi sueño son imprecisos. Solo sé que sentí un dolor agudo y después una corriente de intensa calidez, como si estuviera derritiéndome como la cera en presencia de un calor tan salvaje. Sentí que él y yo éramos uno, que la esencia de mi ser creció como una ola y avanzó hacia él a medida que llegaba a la cresta y rompía. Grité y, no sin dificultad, me liberé de mi camisón; después entrelacé mis brazos y piernas a su alrededor y me aferré a él con tanta fuerza que entre nuestros cuerpos no quedó ni un milímetro de espacio.

Cuánto se prolongó este éxtasis es algo que no puedo decir, pero sé que me sentía abrumada en sus brazos, y que lo único de lo que era consciente era de un lánguido placer que palpitaba al ritmo de mi acelerado corazón. Cuando finalmente se alejó de mí, sentí que lo hizo sin estar saciado por completo y que, por mi bien, había elegido mitigar su deseo en lugar de aplacarlo por completo.

¡En este momento me arden las mejillas como a una recién casada recordando su noche de bodas! El suceso pareció tan real que incluso ahora estoy confundida y no sé si en realidad sucedió o no. Esta mañana me he despertado temblando y me he visto completamente desnuda sobre la cama, con las sábanas apartadas y el camisón tirado en el suelo, junto a la ventana.

Me siento más cerca de tío que nunca, como si los dos verdaderamente compartiéramos este maravilloso y perverso secreto.

Al escribir esto me siento igual de descarada que una ramera. ¿He dicho que quería perdón? ¡Ya no! Mi vida ha sido tan aburrida y triste que tanto si se trata o no del mal más terrible, de una enfermedad, de locura o delirios, no me negaré el mayor disfrute que he conocido nunca. Semejante felicidad bien merece el riesgo de ir al infierno. Brutus se quedará en la cocina esta noche y yo dormiré con las ventanas abiertas… «Tal vez soñar[1]».

Si se marcha a Inglaterra, ¡moriré!