Diario de Arkady Dracul

Fecha desconocida. Noche.

Ha pasado una eternidad desde la última vez que escribí en este diario, pero dejad que empiece por el momento en que dejé de escribir.

Los gritos de Mary se volvieron tan desesperados que entré corriendo en la habitación para reconfortarla y tiré el diario sobre la mesilla que había junto a la cama. Cuando disminuyeron, no me quedé, sino que volví a ocupar mi lugar en el pasillo, esperando, hasta que estuve seguro de que las dos mujeres estaban demasiado distraídas como para darse cuenta de que me había ido y entonces recorrí en silencio el oscuro y claustrofóbico pasillo, pasando por delante de la entrada de piedra, para regresar a la cámara exterior de V., donde se encontraban el trono y el escenario de la muerte.

Ya había entrado en esa habitación dos veces esa mañana, y en ambas ocasiones lo había hecho rápidamente y evitando mirar a mi alrededor. En esa ocasión, entré y me fijé detalladamente en lo que me rodeaba.

El aire parecía viciado, sin vida, cargado de muerte y de todo el dolor padecido allí. A mi izquierda, el gran trono se encontraba vacío; ante mí, la cortina de terciopelo seguía descorrida y revelaba el estrapado y otros instrumentos de tortura. El cuchillo de carnicero que había arrojado Laszlo había sido colocado cuidadosamente en el bloque de madera junto a las otras herramientas propias de un carnicero.

Me coloqué detrás de la mesa sobre la que había yacido herr Mueller y saqué del bloque el cuchillo más largo y grueso, después cogí una estaca corta y afilada y el pesado mazo. Armado, me dirigí hacia el santuario más recóndito. Esa puerta también seguía ligeramente abierta. La empujé con la punta de mi bota y la oí abrirse con un gemido similar al de un hombre que está muriendo.

Me sorprendió que V. hubiera confiado tanto en mí como para dejar la puerta desatrancada. Pensé en lo indignada que se había mostrado Zsuzsa al hablar de su arrogancia. Él le había dejado vislumbrar su crueldad y, aun así su egoísmo no podía permitirle creer que ella no seguiría adorándolo de todos modos. ¿Era tan estúpido que también estaba seguro de mi amor y no temía que lo traicionara?

Entré. De nuevo, el olor a polvo y a ligera descomposición. Fui inmediatamente hacia el ataúd más grande de los dos, dejé el cuchillo de Laszlo en el suelo, sin hacer ruido, y con una estaca y el mazo en una mano, abrí la tapa del ataúd con la otra.

Se alzó fácilmente, sin oponer resistencia, y en el instante en que se levanto, mi corazón dejó de latir por un momento en respuesta a la más fría e intensa sensación de pavor que había experimentado en mi vida. Por otro lado, resultó extrañamente excitante, como estar de pie junto al punto donde rompen las olas en un mar ártico, y en ese instante supe que no me acobardaría ante mi deber.

Levanté completamente la tapa y en la penumbra pude ver el forro escarlata, raído y que mostraba las marcas hechas a lo largo de innumerables años por el peso de la cabeza y del torso sobre la tela.

Vacío.

Una voz masculina distante que no me era familiar y que tenía un extraño acento, rompió el silencio.

—¡Hooola!

El sonido me sobresaltó tanto que el mazo y la estaca se me cayeron de la mano e hicieron ruido al chocar contra el suelo de piedra. El corazón me latía frenéticamente; ¿se habría lamentado Zsuzsanna de la confesión que me había hecho y, al darse cuenta de que V. podría ser destruido pronto, había acudido de inmediato a él para advertirlo?

Corrí hacía la cámara exterior, sin mirar el escenario de muerte que seguía al descubierto.

—¡Hooola!

El grito se hizo más fuerte, más insistente. Sobresaltado, me di cuenta de que procedía de los muros interiores de la planta baja. Un extraño había entrado en el castillo.

Dirigí una desesperada mirada hacia la entrada de la refinada prisión de mi esposa, desde donde los gritos se mantenían incesantes. No deseaba dejarla en compañía de Dunya, ya que no era de fiar y menos cuando no estaba seguro de dónde se encontraba V. Tampoco podía ignorar la llamada del extraño, porque supe, con triste certeza, de quién se trataba.

Corrí desde la cámara y bajé apresuradamente la escalera de caracol. Cerca de la entrada principal me topé con el extraño, que acaba de empezar a subir las escaleras. Nos detuvimos y quedamos separados por varios escalones, yo arriba y él más abajo. Nos observamos el uno al otro.

Él era un hombre alto y fornido con gafas y pelo claro y escaso; tenía una tez rubicunda que se podía ver bajo su bigote y barba, y unos ojos claros. Por su atuendo, me dio la impresión de ser alguien que había recibido una buena educación y que pertenecía a la clase alta. Por su actitud, me dio la impresión de ser atento y formal. Al verme, retrocedió y casi perdió el equilibrio sobre los escalones, pero después lo recuperó con una nerviosa sonrisa y dijo en alemán con un extraño acento:

—Perdóneme por llegar sin avisar, pero tengo mi propio carruaje y deseaba llegar lo antes posible.

Por un momento me quedé en blanco, no dije nada. Mi expresión debió de alarmarlo, ya que preguntó vacilante:

—¿Es el castillo del príncipe Vlad Dracul, verdad?

—Sí —dije cuando por fin volví en mí—. Sí, pero debe marcharse inmediatamente, señor ¡ahora mismo!

Sus cejas claras se juntaron y arrugaron sobre sus anteojos mientras me miraba. Con un gesto de ligera indignación, se puso derecho.

—Pero soy Erwin Kohl, ¡su invitado! Seguro que le ha hablado a alguien de mi llegada…

—Desde luego, señor —respondí, más cordialmente mientras recobraba la compostura—. Y lamentamos que nadie haya podido reunirse con usted en Bistritz por la misma razón por la que ahora debe marcharse. Hay una enfermedad en el castillo. Una enfermedad terrible.

Aún con el ceño fruncido, Kohl estrechó los ojos y ladeó la cabeza sin dejar de examinar mi cara. En el momento supe, por la penetrante inteligencia de su mirada y su expresión, que era un hombre muy perspicaz.

Como también supe que sentía que le estaba mintiendo.

Enarcó una ceja y bajo su incredulidad, vi un brillo de preocupación.

—¿Quién está enfermo? Tal vez yo pueda ayudar…

—Todo el mundo —dije bajando un escalón—, excepto yo.

—Eso explicaría la ausencia de sirvientes —susurró para sí, y después me dijo en voz alta—: Y el príncipe… ¿también está enfermo?

—El príncipe es el más afectado de todos. —Bajé un escalón más y mi tono se volvió estridente—. Señor, ¡muchos han muerto ya! ¡Por su propio bienestar, debo pedirle que se marche de inmediato!

Pronuncié esas palabras con verdadero pánico y frustración porque las dije totalmente en serio y creo que él lo supo. Debería haber reaccionado con miedo y haberse marchado con prontitud, pero para mi desgracia, se puso derecho y permaneció donde estaba; después, apretó la mandíbula, alzó ligeramente la barbilla y en esos gestos sutiles y tercos vi mi derrota.

Estaba determinado a quedarse… por una razón que yo no podía comprender.

—No importa. Déjeme ver al príncipe. —Su voz fue como el terciopelo sobre la piedra: suave en la superficie y con la dureza del sílex por debajo.

—No. Debe marcharse ahora. —Descendí rápidamente los escalones que me separaban de él y lo agarré por los hombros, pensando en darle la vuelta y sacarlo del castillo. Pero era un hombre más grande que yo y se resistió. Nos enfrentamos con torpeza, apenas exaltados (estaba claro que ninguno de los dos éramos hombres violentos) y terminamos con él dos escalones por encima de mí y con una pistola asida firmemente en la mano.

—Lléveme con el príncipe —volvió a decir y con cuidado me apuntó a la frente.

Lo miré a los ojos. Eran azul claro; tenía una mirada razonable, la de un hombre compasivo. No lo creía capaz de actuar con crueldad, pero parecía haber alcanzado un nivel de desesperación que se igualaba al mío.

Me senté en el escalón, apoyé los codos sobre las rodillas, me llevé las manos a los ojos y me reí hasta que se me saltaron las lágrimas mientras pensaba: ahora me disparará, el pacto se romperá y mi familia estará a salvo.

El supuesto señor Kohl no disparó, sino que se quedó en silencio ante mi histérico alborozo, tal vez tan sorprendido por mi reacción como a mí me había sorprendido la suya.

Miré arriba y le pedí, ligeramente irritado:

—Bueno, entonces máteme y acabemos con esto. —Después, me quedé en silencio al darme cuenta de que precipitar mi propia muerte podría constituir un suicidio y completar el pacto de Vlad.

El extraño me preguntó, algo desconcertado:

—¿Quién es usted?

—Arkady Tsepesh, su sobrino nieto. —Volví a reírme con una carcajada aguda y forzada—. O mejor dicho, soy su tatara tatarata tara nieto multiplicado por muchas veces más.

—Debe llevarme con él.

Una vez más, intenté reír, pero lo que salió de mí fue un sollozo.

—Si pudiera, lo haría. Se ha escondido. —Bajé la voz hasta un susurro apremiante—. Es un asesino… es peor que un asesino. ¡Por eso debe marcharse inmediatamente! ¡Por favor… se lo suplico! ¡Márchese! ¡No está seguro!

Tras sus gafas, los ojos de Kohl se abrieron con asombro y esa emoción pronto dio paso a la confianza. A pesar de ello, permaneció allí, terco e inamovible sobre las escaleras, con el revólver aún apuntándome a la cabeza.

—Le creo —dijo con tono calmado—. Y no deseo hacerle daño, pero debo insistir…

¡Domnule! ¡Domnule!

Dunya bajaba las escaleras gritando, con su cabello oscuro escapándose bajo su pañuelo y una brillante mancha roja sobre su mandil de lino. Tan nerviosa estaba que no reaccionó ante la imagen de Kohl de pie apuntándome con su pistola mientras yo estaba sentado dos escalones más abajo. En alemán, la lengua que compartía con su señora y que sin duda había estado hablando durante toda la noche anterior y esa mañana, gritó:

—¡Venga a ayudarme! ¡El niño se ha dado la vuelta y no puedo moverlo! ¡La señora está sangrando! ¡Temo que mueran los dos!

Las lágrimas y el pánico reflejados en sus ojos eran auténticos. Sin importarme el cañón que estaba apuntándome a la frente, me levanté y empujé a Kohl para pasar. Ni V. ni todos los demonios del infierno podrían haberme retenido. Dunya y yo subimos las escaleras corriendo, atravesamos la cámara interior y fuimos hasta la elegante prisión, al lado de Mary.

Las sábanas estaban teñidas de un color carmesí y mi esposa estaba desvanecida y tan pálida que hasta que no se movió y gritó, pensé que había muerto. Me puse de rodillas a su lado y le tomé su fría mano. Su sufrimiento era tal que no me reconoció y el mío al mirar impotente a mi esposa, con esos labios grises, fue tal que no pensé en el extraño y no me di cuenta de que nos había seguido hasta que oí su voz detrás de Dunya decir:

—Manténganla caliente y presionen ahí. Vuelvo enseguida.

Aunque escuché sus palabras, no las creí verdaderamente. Dunya obedeció de manera incondicional las órdenes del extraño y sollozaba suavemente mientras yo, por primera vez en mi vida, comencé a rezar. No estoy seguro de si recé a Mary, a mi padre, a Dios o un bien abstracto, pero sé que la absoluta desesperación en que se encontraba mi corazón desgarró el velo que existe entre este mundo y el mundo que no podemos ver y me permitió tocar algo, tocar una fuerza muy real, muy viva.

Ofrecí mi vida, mi alma a cambio de que mi esposa pudiera sobrevivir, a cambio de poder evitarle a mi hijo el destino de su padre. Recé porque hubiera un bien en el mundo y porque fuera lo suficientemente fuerte como para vencer al mal que había regido a mi familia; juré porque el legado de sangre terminara conmigo.

Tan absorta estaba mi alma en su petición, que en ningún momento me di cuenta de si el extraño se había marchado o había vuelto. Solo sé que, finalmente, una gran sombra se avecinó sobre el pálido rostro de Mary; alcé la vista, temiendo que se tratara de V.… pero en su lugar vi al extraño, como un gran oso de pelo claro a los pies de la cama; se había quitado la chaqueta y se había subido las mangas por encima de los codos. Dunya tenía velas encendidas en esa habitación sin ventanas y unas diminutas llamas danzaron reflejándose en sus anteojos.

—No mencioné en mi carta que soy médico —dijo él poniendo un gran maletín negro sobre la cama—. Tal vez pueda ayudar. —Se agachó y, con un discreto movimiento de las sábanas, examinó a mi mujer—. En efecto, el bebé se ha dado la vuelta, pero lo colocaremos…

Se puso a trabajar y sucedió poco después: al penetrante grito de Mary le siguió el del bebé, y después el extraño alzó en sus enormes manos a mi resbaladizo y ensangrentado hijo.

—Un varón —anunció y nos sonreímos con desmedida alegría, como si no fuéramos dos desconocidos, sino unos viejos amigos que se apreciaban y que estaban compartiendo esa felicidad; como si minutos antes no me hubiera apuntado a la cabeza con una pistola.

Mi hijo. Mi diminuto y enfadado hijo que no dejaba de llorar.

Mi esposa se quedó dormida al instante mientras su inesperado médico la atendía. Me senté en una silla cercana y lloré ante la belleza y el horror de lo sucedido.

Cuando el extraño hubo terminado y se lavó las manos en una palangana, se volvió hacia mí mientras se las secaba con un paño y me dijo en voz baja:

—El niño es pequeño, pero está sano. Ha nacido antes de lo esperado, ¿verdad?

Yo asentí y me pasé una temblorosa mano por los ojos.

—No hay duda de que la madre ha sufrido un impacto reciente.

Le lancé una oscura mirada a Dunya, que había terminado de bañar al niño y ahora lo tenía envuelto en unas sábanas, porque deseaba poder hablar libremente con ese extraño, pero no me atrevía a hacerlo en su presencia. El doctor lo vio y pareció captar mi reticencia, aunque sonrió a Dunya cuando esta le entregó al bebé ya aseado.

Yo asentí con la cabeza rápidamente, para que Dunya no se diera cuenta.

Él colocó al bebé bajo el brazo de mi mujer, que seguía durmiendo, y dijo suavemente:

—Es joven y fuerte, pero ha perdido una cantidad de sangre que resulta peligrosa. Necesitará muchos cuidados.

En ese momento, Mary se movió, y la sonrisa que nos regaló cuando encontró al bebé en sus brazos, permanecerá por siempre como el más dulce de mis recuerdos.

—Su nombre —me susurró—. ¿Cómo va a llamarse?

—Stefan —respondí—. Por mi hermano.

—Stefan George —dijo ella lentamente, como saboreando el sonido.

—Un nombre muy bonito —añadió el doctor sonriendo. Mary se sobresaltó débilmente al ver al extraño y yo lo hice al oír sus palabras, ya que los tres acabábamos de hablar en la lengua nativa de mi esposa.

—Habla inglés —le dije.

—Sí. ¿Hay algo que quiera decir y que no quiere que oiga la chica? —Aún sonriendo, asintió hacia el bebé como si estuviera dirigiéndole un cumplido a los orgullosos padres.

Yo miré a mi colorado y arrugado pero hermoso hijo.

—Está aliada con el príncipe. Ahora él sabrá que usted está aquí. Su vida corre un gran peligro. Debe marcharse inmediatamente…

—¿Y qué será de usted y de su familia? —El extraño se inclinó sobre el bebé y estiró un largo y grueso dedo que el pequeño Stefan agarró con fuerza—. No sería nada sensato que su esposa viajara. Pero este lugar… he visto los horrores que alberga la habitación que conduce hasta aquí. Parecen gente bondadosa, ¿debo abandonarles aquí?

En ese momento supe que mi oración había tenido respuesta en forma de ese hombre, que había salvado a mi esposa y que ahora podría salvar a mi hijo.

Lo miré esperanzado.

—Tal vez pueda ayudarnos. —Me puse de pie y fui hacia la puerta, dejando a Mary con el niño. Lo último que deseaba era minar su felicidad en ese momento.

Kohl pareció entenderlo; sonrió a mi mujer y dijo en alemán:

—No hay duda de que el bebé está hambriento, señora. Le dejaré un momento de intimidad para que le dé de comer.

Me siguió hasta el pasillo y cerró la puerta tras él.

En inglés y en voz baja le dije:

—¿Por qué está aquí?

El extraño vaciló; su expresión reveló que la confianza y la sospecha combatían en su interior.

—Primero, debo saber por qué está usted aquí. ¿Qué hace que un hombre esté en la casa de un asesino, aunque sean familia?

—Somos sus prisioneros —dije sin molestarme en ocultar mi sufrimiento—. Como lo será usted si no se marcha. Ha amenazado a mi mujer y a mi hijo con la esperanza de que yo me derrumbe y lo ayude en sus actos maléficos. —Me llevé a los ojos una mano temblorosa emborronando así la imagen del extraño y deseando poder emborronar también y eliminar el recuerdo de lo que acababa de revelar.

El extraño suspiró profundamente y dijo:

—Mi padre visitó este mismo castillo hace veinticinco años.

Bajé la mano y lo miré a los ojos.

—Y desapareció.

Una profunda pena brilló en sus ojos antes de apartar la mirada.

—Sin dejar rastro —dijo con tono grave—. Por supuesto en esa época yo no era más que un chiquillo. La última carta que recibimos de él fue enviada desde Bistritz, el día antes de visitar a su tío abuelo. Durante años, mi familia ha intentado reconstruir lo que le pudo suceder, pero nos veíamos coartados en cada movimiento. Nadie nos ayudó, ni la policía de Bistritz ni el gobierno local. Nos gastamos una gran cantidad de dinero en abogados, incluso en un detective privado, para intentar encontrarlo. Los abogados no tuvieron suerte y el detective también desapareció y no se volvió a saber de él.

»Finalmente mi pobre madre se rindió y renunció a toda esperanza, ya que estaba claro que había sido víctima de un vil juego y que alguna clase de conspiración rodeaba su desaparición. Yo también dejé de buscar, hasta que unos sueños en los que mi padre me suplicaba que lo ayudara, me llegaron a inquietar tanto que ya no pude ignorarlos más. He jurado vengarlo. Y así, movido por la desesperación, he viajado hasta aquí y me he enterado de multitud de cosas gracias a unos aldeanos de buen corazón. He oído muchas, muchas historias, algunas de ellas realmente fantásticas, pero todo indica que su tío ha asesinado a mucha gente y no tengo duda de que mi padre fue una de sus víctimas.

—Todas las historias son ciertas —dije con tristeza—. Incluso hasta las más fantásticas…

Kohl dejó escapar una carcajada de asombro.

—¡No lo creo! Dicen… —Bajó la voz—. Dicen que es un vampiro. Que bebe la sangre de los hombres. Usted parece un hombre inteligente y cultivado, Seguro que no cree…

—Su cuello —le dije—. Examine el cuello de la chica.

—Está bromeando —respondió, algo menos convencido, y me ofreció una sonrisa que fue desvaneciéndose poco a poco según observaba su rostro—. Es imposible.

—Sí, imposible…, pero cierto.

No dije nada más; simplemente me quedé en silencio hasta que por fin Kohl se giró, llamó a la puerta y esperó hasta que Dunya dijo que podía entrar.

Desde la puerta lo vi volver a examinar a mi esposa y a mi hijo mientras les hablaba animadamente a los dos en alemán. Posó la mirada sobre los papeles cubiertos de mis garabatos, que seguían sobre la mesa situada junto a mi mujer. Tal vez vio algo inquietante en ellos, ya que su expresión se oscureció brevemente. Y entonces volvió a sonreír y se giró hacia Dunya diciendo:

—Señorita, ¡se la ve muy demacrada! ¿Está segura de que no está enferma?

Ella se sonrojó y respondió tartamudeando:

—No, es solo que estoy cansada. —Pero él hizo caso omiso de su respuesta e insistió en que abriera la boca para poder mirarle la garganta—. Ha habido un brote de difteria en la región. —Con destreza, él hombre le palpó los ganglios del cuello y le bajó el cuello del vestido lo suficiente como para poder ver las incriminatorias marcas.

—Bien, bien —murmuró con expresión serena, aunque su espalda reaccionó tensándose ligeramente.

Crucé el umbral de la puerta y dije, por el bien de Dunya:

Herr Kohl, deje que le enseñe el dormitorio de invitados y que le ayude con su equipaje. No hay duda de que deseará descansar.

—Ah. —Se giró con sus ojos claros aún brillantes de asombro, y me siguió hasta el pasillo. Cuando estuvimos lo suficientemente lejos como para que nos oyeran, dijo—: No es una prueba concluyente, las marcas las podría haber hecho un animal…

Me mordí la lengua y lo llevé hasta la gran cámara exterior pasando por delante del trono. Lo contempló todo con los ojos completamente abiertos a la vez que sacudía la cabeza con incredulidad.

—Lo he visto antes, cuando le he seguido hasta la habitación donde se encuentra su mujer, aunque apenas podía creer lo que estaba viendo —susurró—. ¿Qué clase de monstruo…? —Señaló hacia el escenario de la muerte—. Y sin duda ahí es donde…

Se detuvo, incapaz de continuar. Le puse una mano en el hombro al comprender demasiado bien su sensación de horror y de pérdida.

Lo llevé hasta el santuario donde se encontraban los ataúdes, cuyas tapas seguían abiertas y revelaban las huellas de los cuerpos sobre la seda carmesí. Junto a ellos, en el suelo, estaban la estaca, el mazo y el cuchillo que yo había tirado. Kohl miró la imagen y el altar negro con una expresión de asombro y espanto, pero no pudo hablar.

—Duerme durante el día, como cuenta la leyenda —le dije—. Normalmente lo hace aquí pero se ha escondido… en alguna parte en los alrededores del castillo, estoy seguro. Pretendo destruirlo y su llegada ha interrumpido mi búsqueda. ¿Me ayudará?

La mirada de Kohl, de una intensidad poco común, se posó en la mía al instante.

—Sí.

Esbocé una sonrisa carente de alegría.

—No me importa si cree que mi tío abuelo es un vampiro o un monstruo completamente humano, pero debo insistir, por su propia seguridad, en que tome esto y lo lleve con usted. Su pistola no le dará ninguna protección dentro de esta casa.

Le di el crucifijo de Ion, que se colgó alrededor del cuello sin dudarlo.

—¿Y usted? —preguntó.

—Me necesita —dije—. A mí no me hará daño.

Kohl me miró con recelo, pero no le di más explicaciones. Nos equipamos con la estaca, el mazo, el cuchillo y un farol y dimos comienzo a la caza.

Durante las siguientes horas, recorrimos las cuarenta o cincuenta habitaciones, minuciosa y lentamente, mirando bajo las camas, en los aparadores, en la despensa, en los armarios, en los establos, en la bodega, en todos los sitios que pudieran, ofrecerle un lugar de descanso a V. y a Zsuzsa.

Fuera, las nubes se habían ennegrecido y tronaban. Por fin había llegado la tormenta, con una ráfaga de viento que arrojaba con furia agua contra las ventanas; un telón de fondo apropiado para nuestra búsqueda. Tras un examen exhaustivo de las plantas superiores, bajamos hasta el sótano y descubrimos, bajo una capa de polvo tan espesa que casi la ocultaba completamente, una puerta que conducía a una escalera. Esas escaleras conducían, a su vez, a una serie de catacumbas subterráneas excavadas en la tierra húmeda y cubiertas de telarañas. Casi me esperaba encontrar los huesos de cristianos martirizados pero las primeras cámaras estaban vacías, a excepción de las ratas que salieron correteando al acercarnos y de una floreciente población de escarabajos; los bordes del haz de luz producido por mi farol parecían estar vivos con pequeñas y oscuras criaturas que se arrastraban.

Pero sentí que estábamos acercándonos al objetivo de nuestra búsqueda y creo que Kohl pensaba lo mismo, ya que su expresión se volvió más tensa todavía. Con el farol en alto, avancé con él cámara tras cámara. El suelo se inclinaba ligeramente hacia abajo y tuve la sensación de estar adentrándome más y más en el interior de la tierra según el aire se volvía más frío y húmedo a cada paso.

Entonces entramos en un pasillo largo y estrecho que se alargaba hacia una infinita oscuridad. De pronto, Kohl me tocó el hombro y dijo:

—¡Mire!

Seguí la dirección de su mirada y vi a mi izquierda, en el borde de la titilante luz que proyectaba mi farol, unos cubículos del tamaño de un gran armario excavados en la tierra. Dentro había mantas de lana, tazas de hojalata, cuencos, cadenas y algún que otro taburete de madera, todos ellos podridos.

Y cada uno estaba sellado con barras de hierro y con candados oxidados.

Un cubículo tras otro, una docena en total, tal vez. Una prisión.

Gottin Himmel —susurró Kohl.

—Por supuesto —murmuré yo—. Cuando las nieves cierran el desfiladero de Borgo, no pueden llegar más visitantes, pero él tiene que seguir alimentándose…

¿Esa también tendría que ser mi labor? ¿Llenar su prisión durante el otoño para que él pudiera beber a su antojo en el invierno?

Apartamos la cara de ese horror y logramos seguir moviéndonos. Las celdas por fin se acabaron y el túnel terminó en una abrupta pared de tierra surcada por las raíces muertas de los árboles y de los nidos de pequeños animales. A los pies de esa pared había una gran trampilla de madera delimitada por anchas bandas de metal oxidado y tachonada con estacas de hierro.

Corrí hacia ella, dejé el farol en el suelo y agarré el gran tirador de metal con las dos manos. Kohl tiró nuestras armas al suelo, se unió a mí y juntos tiramos.

Pero la puerta estaba cerrada desde el interior y por fuera tenía una gruesa cadena unida a una larga estaca que atravesaba el duro suelo; ninguna criatura podría atravesar ese portal a menos que empleara medios sobrenaturales.

Cogí el mazo y aporreé la madera, pero estaba petrificada, era como golpear una roca, Ni siquiera logré abollarla. Intenté golpear la cadena obteniendo el mismo resultado, y después intenté introducirla estaca entre la tierra y la madera a modo de palanca; eso también falló. Cuando ya estaba agotado, Kohl hizo todo lo que pudo por abrir la puerta a golpes, pero tras una frustrante media hora, nos rendimos y regresamos por el largo y serpenteante camino que habíamos recorrido antes.

—Se levantará cuando se ponga el sol —le dije a mi compañero—. Debe marcharse con bastante antelación o perderá la vida.

—En ese caso, usted y su familia deben acompañarme —insistió Kohl—. Viajar es peligroso para su mujer, pero parece mucho más peligroso quedarse aquí.

Asentí mostrando mi acuerdo, simplemente para evitar discutir, aunque tenía la intención de quedarme y entretener a V. todo lo posible. Ya era por la tarde. Le expliqué que V. se despertaría con el crepúsculo y que no tendríamos más que un par de horas para adelantarnos. La rapidez imperaba.

—Y está el problema de la doncella, Dunya —dije—. Vlad sabe todo lo que ella sabe y si está despierta y no la tenemos controlada cuando nos marchemos, sabrá cuándo y en qué dirección nos hemos ido… Si hay alguna forma de evitar que Dunya…

—Déjemelo a mí —respondió firmemente Kohl.

Regresamos a la prisión de mi esposa y la encontramos con el bebé todavía acurrucado bajo su brazo y unos papeles en su regazo; Dunya estaba sentada a su lado. Mi mujer alzó la vista y nuestras miradas se fundieron. Vi que estaba conteniendo las lágrimas. Al acercarme y quedarme de pie a su lado, enfrente de Dunya, vi que los papeles estaban escritos por mí; Mary había leído mis anotaciones sobre las revelaciones de Zsuzsa.

Aparté los ojos de esa mirada desolada y me partió el corazón pensar que una vez más había hecho sufrir a mi mujer. Ninguno de los dos dijo nada por estar Dunya delante, aunque tampoco tuvimos que hacerlo. Los ojos afectuosos y horrorizados de Mary lo dijeron todo.

Kohl se situó a mi lado y le dijo a Dunya animadamente:

—Señorita, se la ve muy cansada y pálida. Váyase a dormir. Yo puedo cuidar de la señora.

Ella bajó la mirada con timidez, avergonzada porque se le hubiera notado el cansancio, pero su voz fue decidida al responder:

—No, señor. Usted es un invitado. Es mí deber permanecer despierta y ayudar a mi señora y al bebé.

Kohl pensó en ello y después asintió indulgentemente.

—Bien, entonces, déjeme darle un tónico para que se sienta con más fuerza.

Por un momento, el rostro se le iluminó y pareció que iba a aceptar de buen grado, pero entonces sus ojos se apagaron horrorosamente, como lo habían hecho cuando Dunya había visto a V., y su expresión pasó a ser una de desconfianza.

—Gracias, señor, pero me siento lo suficientemente fuerte.

Él se encogió de hombros y dijo afablemente:

—Como desee. Pero le prepararé un remedio a su señora. —Dejó su bolsa sobre el aparador situado en la pared más cercana a los pies de la cama. Nos dio la espalda y ninguno pudimos ver qué estaba haciendo. Después se volvió hacia nosotros, sonriendo, y corrió hacia el lado de la cama donde estaba sentada Dunya.

Ella no sospechaba nada, estaba observando a su señora, que no dejaba de llorar, con preocupación y desconcierto. Kohl se inclinó sobre la cama como si fuera a administrarle algún medicamento a Mary, pero en el último momento se giró y le puso un pañuelo a Dunya sobre la nariz y la boca.

Ella se puso en pie al instante y dejó escapar un grito amortiguado por la tela. Por encima del pañuelo, sus ojos mostraban indignación y sorpresa, pero en cuestión de segundos se cerraron y ella cayó, inconsciente, en los fuertes y firmes brazos de Kohl.

—¡No le haga daño! —gritó Mary—. No puede evitar lo que ha sucedido. —En su angustia, me agarró la mano y finalmente estalló en lágrimas. Yo también lloré y así estuvimos mientras Kohl tendía suavemente a la chica sobre el suelo.

Rápidamente volvió al lado de Mary y la calmó.

—No le he hecho ningún daño. Simplemente dormirá durante unas horas.

—Mary —dije—, tú y el bebé debéis marcharos inmediatamente con el doctor. Es la única esperanza que tengo de manteneros a salvo.

—¡No puedes quedarte! —Aterrada, intentó incorporarse y sentarse; el bebé, que dormía en su brazo, se movió. Kohl, con firmeza, pero delicadamente, volvió a echarla sobre las almohadas.

—Si has leído eso —asentí hacia los papeles apilados en su regazo—, entonces sabrás que no hará nada que pueda hacerme daño. Puedo distraerlo hasta que estéis a salvó. Cuando llegue el momento, me reuniré con vosotros.

A pesar de su debilidad, habló con virulencia.

—Saber que tu vida ya no corre peligro no es un gran alivio; no se detendrá hasta que te haya corrompido y entonces habrás perdido algo más que tu vida.

Le deslicé una mano sobre la frente y le eché atrás su cabello húmedo.

—Mary…, ya no estás a salvo a mi lado.

—Tal vez no —dijo ella—. Tal vez me mate. Ya no me importa que pueda ser de mí, con tal de estar a tu lado. Pero no voy a perder a mi marido y a mi hijo.

»Vlad sabe que la única forma de tener poder sobre ti es a través de mí y del bebé. No podrás retenerlo aquí; irá tras nosotros porque solo si estamos vivos y a su alcance, puede sobornarte.

»No puedo dejar que te destruya por nosotros. Debes aceptarlo, debes ser valiente. Eres mi marido y no te abandonaré. Me quedaré contigo hasta que estés libre de su maldición.

Volví la cara, no quería que viera mi pesar, porque sabía que lo que me había dicho era verdad. Si los alejaba a los dos juntos, Y, los seguiría… y con terribles consecuencias, me temía. No importaba si yo los acompañaba o no.

Pero los mismos horrores caerían sobre ellos si se quedaban.

No parecía haber solución para las dificultades que afligían a nuestra pequeña familia. Sin embargo, en ese momento tuve una revelación: con una claridad mágica, vi lo que había que hacer, aunque no podía ponerle voz ya que sabía el indescriptible dolor que le ocasionaría a la persona que más cerca estaba de mi corazón.

Pero ella era fuerte; me volví hacia Mary cuando me dijo con una dulzura amargamente conmovedora:

»Pero los dos queremos que nuestro hijo sea libre. Creo que Dios ha enviado a este hombre para apartar a nuestro hijo del mal. Confío en él. —Asintió hacia el extraño mientras habló y su pálido rostro, que irradiaba esa serenidad y armonía, sin duda lo conmovió ya que el hombre se arrodilló a su lado y la miró con perceptible admiración.

—Señora —dijo, y posó su ancha mano sobre esa otra frágil mano con la que ella sujetaba al bebé—. Le demostraré que soy digno de esa confianza. Su valor es excepcional; tan solo pida lo que quiere y lo tendrá.

—¿Nos ayudará? —preguntó, repitiendo la pregunta que yo le había hecho en el santuario del strigoi.

Y una vez más, Kohl se apresuró a responder con su inquebrantable y grave voz:

—Sí.

Y así se decidieron nuestros destinos. No pude hacer otra cosa que besar la mano de mi mujer y agarrarla con fuerza mientras trazábamos unos planes que nos partieron el corazón.

‡ ‡ ‡

En cuestión de una hora, ya habíamos abandonado el castillo, llevándonos únicamente lo más necesario en caso de que sobreviviéramos. Dirigí al extraño hacia el norte, mientras que nosotros tomamos la ruta más obvia hacia el suroeste, hacia Bistritz. Para entonces, la tarde ya estaba bien entrada; la lluvia había cesado, pero el aire era húmedo y frío. Unas nubes oscuras aún llenaban el cielo y sumieron el día en la penumbra de un prematuro crepúsculo. De los altos árboles colgaban gotas de lluvia y me traían recuerdos de otro tiempo, de otro Stefan. Había soñado con mi hermano al volver a entrar en este oscuro bosque; pensé en él ahora que estábamos huyendo. Y en Shepherd, en quien habíamos confiado, pero que demostró tener el corazón de un lobo.

Conduje la calesa con el Colt de padre bajo mi cinturilla para protegernos de los lobos. Mary estaba tendida detrás de mí en el asiento del pasajero, reclinada sobre unas almohadas y cubierta por mantas de lana, con un pequeño bulto que sujetaba tiernamente junto a su pecho.

Apenas teníamos una hora antes de la puesta de sol. Para entonces, el extraño estaría cruzando una corriente de agua que, según me había contado Mary, hacía que el vampiro fuera incapaz de seguirlo, a menos que estuviera dentro de su ataúd o que el agua estuviera mansa.

Pero debido a la ruta que habíamos elegido, mi esposa y yo no llegaríamos al arroyo más cercano hasta que no hubieran pasado dos horas. Era un peligro que aceptamos por voluntad propia, para que el otro carruaje estuviera a salvo.

Aun así, me embargaba el mismo pánico que había sentido veinte años antes, cuando era un niño de cinco años que corría por el bosque cubierto de agua en busca de su hermano. Me calmé tratando de animar a Mary. Temía que tuviera una hemorragia, una posibilidad sobre la que el extraño nos había advertido, pero para la que también nos había dado instrucciones.

Respondió débilmente, pero con ánimo, que todo iba bien. Y así seguí conduciendo, forzando a los caballos a correr con tanta fuerza como pudieran, estremeciéndome ante cada bache sobre la irregular calzada y mirando por encima de mi hombro a Mary que, aunque en silencio, estaba pálida y tenía los labios apretados de dolor mientras sujetaba con fuerza el pequeño fardo contra su pecho.

Tras un rato, el bosque dio paso a una aldea (donde miré por última vez la pequeña casa de Masika Ivanovna y el cementerio de la iglesia) y después volvimos a salir al bosque en dirección al desfiladero de Borgo. Pronto el sol se puso y el tortuoso camino de arena se estrechó hasta que quedamos atrapados por la oscuridad y por las negras siluetas de los árboles y de las lejanas montañas, la luna se alzó y cubrió las ramas salpicadas de lluvia con una luz plateada.

La noche trajo consigo más miedo; me sumí en el mismo pánico sofocante que había experimentado al verme atrapado a ciegas con los caballos y los lobos, que intentaban mordernos, en el bosque a medianoche.

Silencio. Todo estaba en silencio, a excepción de la respiración entrecortada de los caballos y del rugido de la tierra bajo las ruedas. Seguimos avanzando por espacio de una hora, hasta que nos aventuramos a pensar que podríamos escapar.

Y entonces, un aullido. Lejano al principio, después más cerca, y a ese se le unió otro. Y otro. Y otro.

Sacudí las riendas y grité a los asustados caballos que fueran más rápido, más rápido, aun sabiendo que no serviría para nada: el arroyo que sería nuestra salvación estaba a media hora más al oeste.

A pesar de ello, seguí conduciendo a la vez que rezaba porque el otro carruaje ya hubiera encontrado su liberación en el agua, porque nuestro sacrificio no hubiera sido en vano.

Los aullidos se acercaban. Saqué el revólver de padre. Como si hubieran sido evocados por esa acción, los lobos surgieron de la oscuridad en todas las direcciones. Una manada de seis corrió hasta la calesa y atacó a los caballos con una apremiante ferocidad que nos hizo a Mary y a mí gritar a la vez.

Al mismo tiempo, sentí pena por ellos al saber que no eran más que las marionetas de V., al igual que lo había sido yo, pero la pena no pudo con el instinto de supervivencia. Disparé, intentando que no me temblara la mano, porque habría más lobos que balas. Maté a uno hábilmente cuando se hizo con la pata de uno de los caballos, que no dejaban de relinchar. Y entonces vi dos criaturas más salir gruñendo de la oscuridad para ocupar el puesto de su camarada caído.

En ese momento, el objetivo del ataque de los lobos pasó de los temblorosos caballos a nosotros. Cuando otra bala alcanzó a un segundo lobo, otro salió de la oscuridad y saltó al asiento del pasajero, donde estaba tendida mi esposa.

El miedo y el instinto me hicieron perder el sentido. Me giré con una velocidad sobrenatural y apreté el gatillo un segundo antes de que el animal hundiera sus dientes en el cuello de Mary. Murió con un vibrante sonido y, con sus fauces babeantes y abiertas para su presa, cayó a los pies de mi mujer justo cuando ella se incorporó, sin habla ante la impresión, y sujetando con fuerza el pequeño bulto. Con asco, empujamos a la criatura muerta hasta sacarla del carruaje.

De pronto los lobos cesaron su ataque. Durante unos instantes, caminaron aullando suavemente, y después se agazaparon bajo la luz de la luna como si unas silenciosas esfinges grises estuvieran rodeándonos, con las orejas levantadas y una extraña y agitada impaciencia. Los caballos, temblorosos y ensangrentados, aunque ninguno de ellos estaba seriamente herido, daban patadas en el suelo y relinchaban inquietos. Dejé el arma sobre el asiento del conductor, a mi lado, sabiendo que la bala que quedaba en la recámara sería inútil contra el mal que estaba por llegar.

Desde la perturbadora oscuridad, una fina columna de bruma salió por el cielo del este y voló sobre nuestras cabezas para posarse delante de la calesa, justo dentro del círculo formado por los lobos. Mientras observábamos, la bruma, que destellaba con reflejos de una sobrenatural luz azul y rosa, comenzó lentamente a solidificarse y a tomar la forma de un hombre hasta que finalmente V. estuvo ante nosotros.

Estaba joven, con el cabello negro azabache, y poseía la misma deslumbrante belleza leonina que había visto en el Empalador cuando mi padre me había llevado hasta su trono; en esos penetrantes ojos verdes brillaba un burlón desdén. Al ver a su amo, los animales gimotearon, y colocaron la barbilla entre las patas en señal de triste obediencia.

—Arkady —dijo suavemente, pero su voz llenó el bosque entero—. No creía que pudieras ser tan tonto. ¿De verdad creías que podíais escapar de mí?

Se movió hacia el carruaje, no andando, sino simplemente haciéndose cada vez más grande en mi campo de visión, y alargó su mano hacia Mary, que estaba sentada y apretaba contra su pecho el bulto de lana blanca.

—Dámelo. ¡Rápido! Hace mucho tiempo que perdí la paciencia.

Inmediatamente, mis ojos buscaron los de Mary y nos quedamos mirándonos el uno al otro sintiendo un secreto triunfo en mitad de nuestro miedo. Se levantó y, con una expresión de odio intenso que jamás antes había visto en ella, arrojó el bulto a los lobos gritando:

—¡Jamás tendrás a mi hijo, monstruo! ¡Jamás!

Y dejo escapar un grito ahogado. Antes de que pudiera reaccionar, el lobo más cercano al carruaje sorprendido y cediendo a su instinto, había hundido sus colmillos en la suave manta del niño y la sacudía como si estuviera retorciendo el cuello de un conejo. Ese movimiento reveló que la manta estaba vacía y la criatura, después de olfatearla con desconcierto, se sentó con la manta blanca entre las patas.

V. se volvió para mirarnos; su rostro brillaba bajo la luz de la luna como la ceniza candente, sus ojos ardían con una furia que nunca sería aplacada.

—¡Ramera! ¡Impostora! —gritó y sus labios se arrugaron dejando ver unos afilados dientes—. ¿Crees que eres indispensable? ¡Si no es contigo, tu marido tendrá el hijo de otra!

Y entonces su ira se calmó y una sonrisa cruel y sensual jugueteó sobre sus labios rojos.

—Mary, hermosa Mary —cantó con voz suave, como si estuviera recitando una rima infantil, y de pronto se posó sobre el escalón del carruaje—. Cabello de oro, ojos de zafiro. Crees que puedes engañarme, esconder a tu hijo, pero la verdad está en tu sangre. No tengo más que probarla…

Y alargó un dedo hacia ella, como si fuera a acariciarle la piel de debajo de la barbilla. Ella se echó hacia atrás y cayó contra el asiento.

—¡No! —grité—. Haré lo que sea, lo que me pidas. Iré a Bistritz ahora mismo, te traeré a tu víctima, te ayudaré a que te hagas con él, tendré otros hijos con otras mujeres, lo que me pidas. ¡Pero déjala vivir! —Pronuncié esas palabras con absoluta sinceridad porque ya no me importaba lo que pudiera a ser de mi alma eterna, con tal de que mi hijo y mi esposa estuvieran a salvo. Ahora que sabía que el pequeño Stefan había logrado huir, estaba dispuesto a hacer lo que fuera que V. me pidiera para salvar la vida de Mary. Me había preparado para ello desde el momento en que huimos del castillo, pero no había podido confiárselo a Mary, ya que nunca lo habría aceptado.

V. retrocedió y sonrió complacido ante mis palabras, pero Mary abrió la boca y gritó:

—Arkady, no lo hagas. ¡Perderás tu alma y esto nunca acabará! ¡Irá tras Stefan!

Y con un movimiento firme y veloz, cogió la pistola de mi padre.

V. echó la cabeza hacia atrás y se rio con arrogante deleite mientras alargaba los brazos y se ofrecía como blanco.

—Adelante, querida. ¡Dispara! ¡Dispara y mira de qué te servirá!

Y mi valiente esposa disparó. Mary, mi alma, mi salvadora, mi amada asesina.

Pasó menos de un segundo antes de que la última bala golpeara mi pecho, pero en ese fugaz instante vi a mi esposa apuntar y la miré a los ojos. Esos ojos contenían tanto amor que el mal que nos rodeaba pareció desvanecerse y volverse insignificante; y yo le sonreí con adoración y con absoluta dicha, porque sabía que mi vida no había estado marcada por una maldición, sino por una bendición, la bendición de haber amado a alguien que mancharía su propia alma por salvar la mía.

No había hablado con ella sobre ponerle fin al pacto perdiendo mi vida, porque de haberlo hecho, eso se habría considerado un suicidio y una victoria para el strigoi. No pude hacer más que dejar las anotaciones del diario donde ella pudiera encontrarlas y leerlas, y después rezar porque tuviera la fortaleza suficiente para hacer lo necesario.

Y no me decepcionó.

El impacto me lanzó del carruaje contra los caballos y caí entre los lobos. El dolor aumentó y consumió mi corazón y mis pulmones como un virulento fuego, pero no me importó. Miré hacia el cielo de terciopelo negro, vi que las estrellas habían desaparecido… y supe que no se trataba de la noche, sino de la dulce oscuridad de la muerte avecinándose.

Un silencio me envolvió. El mundo fue desvaneciéndose a medida que yo, agradecido y somnoliento, me iba hundiendo más y más en una felicidad absoluta. Pasó una eternidad… o tal vez solo un instante.

Esa placentera tranquilidad quedó resquebrajada por los gritos de los caballos, el estruendo de los cascos y el rugido de las ruedas. Y en medio de estos sonidos oí un grito de horror, apagado, distante, aunque cuando abrí los ojos vi a V. arrodillado sobre mí y llorando aterrorizado.

Se agachó para abrazarme, me tomó en sus brazos y me besó en la frente, suave y tiernamente, como lo haría un amante.

Gemí, intenté resistirme, pero mi herida mortal me dejó incapaz siquiera de levantar la cabeza. Recé, no con palabras, ya qué estaba demasiado débil como para suplicar con otra cosa que no fuera mi corazón, para que la muerte me llevara a mí primero porque, aunque permaneció un rato sobre mi cuello, la visión me falló y todo se sumió en una arrolladora oscuridad. En la muerte encontré felicidad y victoria porque sabía que los caballos se habían desbocado llevándose a Mary con ellos. Dios había oído mi súplica: mi hijo y mi esposa estaban a salvo.

Pero en mitad de esa oscuridad sentí un pequeño y punzante dolor, menos intenso que el del disparo que había penetrado en mi torso, pero brillante, agudo y plateado como la luz de la luna sobre el agua. Sentí una oleada de angustia, aunque antes de desvanecerse se convirtió en una emoción dulcemente sensual. Mi quejido de consternación se volvió uno de placer; la angustia de mi pecho desapareció, quedó olvidada, y me dejé vencer por la embriagadora sensación de mi sangre viva fluyendo para encontrarse con la de él.

Sentí su profunda satisfacción y mis propios pensamientos flotando hacia él con ese flujo carmesí:

El recuerdo de Kohl, cada detalle de su ancho y rubicundo rostro, su nariz redonda, su escaso y rubio cabello, el brillo de sus ojos azules claros bajo sus gafas.

Las lágrimas de Mary y las mías mientras Kohl nos juraba solemnemente que criaría a nuestro hijo como si fuera suyo, si no lográbamos sobrevivir.

Esos recuerdos se desvanecieron, y entonces no tuve conocimiento de nada más que de mi propio placer. Con un último arrebato de fuerza, alcé un brazo y agarré la nuca de V. para hundirlo más dentro de mi carne.

Y entonces dejé caer el brazo y la oscuridad descendió por completo. Fue el instante de éxtasis más profundo que he conocido en mi vida; incluso ahora no puedo escribir sobre mi propia muerte, no puedo recordarla, sin un escalofrío de placer, sin el deseo de regresar una vez más a ese infinito momento.

Cuando desperté era de noche, aunque podía ver como si fuera de día. Estaba solo, en el panteón familiar, tendido en el ataúd abierto del que mi hermana se había levantado.

Fui al castillo y descubrí que no necesitaba viajar a pie, sino que podía deslizar mi esencia por el aire y moverme como el viento.

V. y Zsuzsa se habían ido; sin duda el cobarde sabía que ahora soy tan fuerte como él y que lo destruiré con mucho gusto. De mi querida Mary, no encontré rastro.

Ahora voy en busca de un mortal que me libere con una estaca y un cuchillo y que le ponga fin al pacto. Ojalá pudiera morir siendo inocente, sin haber probado la sangre humana, sin haberme llevado una vida…

¡Pero el hambre! ¡El hambre! Cuando me desperté por primera vez, creí que me volvería loco. Entré en el bosque, seguí a un lobo y mamé de su cuello como si fuera un recién nacido.

El sabor fue nauseabundo, pero me calmó por un tiempo y me permitió dejar por escrito el final, y extraño nuevo comienzo, de mi vida. ¡Pero no es suficiente! ¡No es suficiente…!

Dios, en quien no tengo fe, ¡ayúdame! No creo en ti… no creía en ti, pero si he de aceptar el infinito mal en que me he convertido, entonces rezo porque el bien infinito exista también, y que se apiade de lo que queda de mi alma.

Soy el lobo. Soy Dracul. Sangre de inocentes mancha mis manos y ahora aguardo para matarlo…

He matado a un hombre. Fui en busca de mi propia destrucción, pero el hambre me venció y bebí… bebí y fue como el más divino néctar.

Estoy corrupto. He probado la sangre y con gusto volveré a hacerlo. Ahora no me atrevo a buscar mi final, porque mi alma empañada completará el pacto y conseguirá la continuada inmortalidad de V.

V. lo sabrá e intentará destruirme.

¡Y a mi hijo! Irá tras mi hijo…

Puede que sea un strigoi, que esté del lado del diablo, pero juro que el afectuoso crimen de Mary no será en vano. Veré cómo este gran mal se transforma en el bien, por medio del amor. Poseo los poderes de un vampiro y los emplearé todos para ver a V. destruido. Ha creado un enemigo tan poderoso como él.

Y no descansaré hasta que encuentre a mi querida Mary y a mi hijo y los proteja a los dos de las artimañas de V. Mi hijo, por el que rezo para que nunca sepa en qué se convirtió su padre.

Avanza veloz, pequeño Stefan. Que tu corazón se mantenga puro y encuentres consuelo en el amor de unos extraños y en un nombre que no es el tuyo…

FIN