Tetrammeron (1)

Este libro es una caja de color caoba con una cerradura dorada en el centro.

Dentro de ella hay muchas cajas más. Es posible que quieras abrirlas todas en este mismo instante. Si lo haces, llegarás a la última antes de tiempo y verás su interior.

Pero debo advertirte algo: eso, sin estar preparado, puede ser peligroso.

La caja final se halla al final porque debe abrirse después de haber examinado cuidadosamente todas las anteriores. No digas luego que no te avisé.

Ahora, toma la llave de la caja color caoba y ábrela.

En su interior, otra, esta vez de marfil, adornada con delicadas filigranas. Sobre la tapa, un nombre: «Soledad».

Tiene doce años. Su pelo es negro ondulado y se riza en las puntas. Lo lleva largo, por debajo de los hombros, y reluce de habérselo lavado con su champú preferido. De figura delgada, casi huesuda, la piel tiene algunos arañazos de caídas. Los ojos son grandes, de color gris; los labios, cuando se fruncen, semejan un corazón. Este es el primer año que usa sujetador, y se observa los pequeños senos en el espejo con curiosidad. Le han crecido, pero el pubis sigue sin vello bajo las bragas. Por encima se pone la camisa blanca de manga corta recién planchada y la falda gris plisada. Completan su uniforme medias blancas hasta las rodillas, mocasines negros y una chaqueta tan oscura que parece negra, con el plateado escudo del colegio bordado en el bolsillo superior.

Mírala caminar vestida con ese uniforme por el pasillo que da al comedor de su casa. Mírala mientras se sienta a la mesa y su padre, ya perfectamente trajeado, alza los ojos del periódico, y su hermana, cuatro años mayor, se limpia con la servilleta. Óyela decir «buenos días» mientras la criada pone ante sus ojos un tazón de leche donde los escasos cereales de cacao se han organizado en una curiosa línea espiral, como un ciempiés. Obsérvala resoplar cuando recibe la exacta crítica de su hermana.

—Te has levantado tarde.

—Me he levantado a la misma hora que siempre.

—Por eso: tarde. Hoy tienes la excursión a la ermita. El autocar viene antes.

—Ya estoy lista para irme.

—Yo también lo estaría si no desayunara nada.

—Ya vale, vosotras dos —dice su padre—. ¿Cuándo regresas de la excursión, Sol?

—A las… ocho. No, ocho y media.

—El autocar en la puerta —avisa la criada.

Mírala apresurarse en su cuarto, sacar de la mochila los cuadernos que no va a necesitar y meter sus cuentos y lápices; sacar papeles sueltos con anotaciones de grandes letras como «el caballito del diablo NO es la libélula», todo subrayado, y meter un par de bocadillos envueltos en papel de plata y un zumo de naranja en envase de cartón. Mírala despedirse con un beso de su padre, decir adiós a su hermana, cruzar la verja de su casa y subir al autocar.

Nunca regresará de esa excursión, pero, claro, ella aún no lo sabe.

Ahora, abre la caja de marfil y asómate a su interior. A esa oscuridad.