Soledad se ríe a más no poder. Los ojos se le llenan de lágrimas pero sigue riendo. El señor Formas se desternilla echándose hacia atrás y abriendo mucho la boca mientras sus pétreos rasgos semejan disolverse. La señora Lefó, por el contrario, se inclina hacia delante apoyando la cabeza en los flacos brazos y estos en la mesa mientras las flores de su pelo se desprenden como en un acceso agudo de otoño. El señor Obispo se balancea, indeciso, adelante y atrás.
Cesan al fin las risas, pero el ambiente parece depurado de tensión. Las miradas, enrojecidas, van de uno a otro, brillantes y alegres como las velas.
—¿Y ahora? —dice el Obispo, y se seca las lágrimas en su rostro carnoso.
«Mi primera regla», vuelve a pensar Soledad. Pero esta vez no ríe. Entonces coge la copa de la señora Güín. En un salto sube a la mesa y allí se queda, de pie en el centro del círculo de salamandras, una mano en la cintura, la otra alzando la copa, las piernas abiertas, mientras sus tres compañeros la observan embobados, respetuosos.
—¿Ahora? —dice—. Pues seguir contando cuentos. Pase lo que pase, seguir contando cuentos. Para siempre.
Y sus ojos destellan vigorosos mientras los otros tres alzan las copas con ella.