La reunión (8)

La voz de la señora Güín, como un perfume, no se ha desvanecido del todo. Persiste en sus oídos durante un instante, deja un rastro. Como las demás cosas que habitan su memoria, y que también parecen diluirse en ese aire de silencio.

—Una historia más bien triste —dice el Obispo.

—Más bien. O quizá no. —Es la extraña intervención del señor Formas.

—Me asusta su cuento, señora Güín —dice la señora Lefó.

Nada responde la aludida. Soledad, que se ha situado tras la señora Lefó para ver bien a la señora Güín, la observa: su porte enigmático, su talle delgadísimo, el vestido blanco, chinelas nacaradas. La señora Güín le devuelve la mirada y sus ojos son como estanques helados. Ella no ve allí nada especialmente intenso. Ningún mensaje, ninguna explicación. Es como ver nevar, esa mirada. Un hipnotismo sin tiempo.

«Partículas buenas y malas, partículas grises emborronándolo todo», piensa.

—Oigamos ahora su última historia —propone el Obispo.

—Sí, mi última historia… —recalca la señora Güín, y hace una pausa.

Soledad se estremece. ¿La última historia de la última persona de la habitación? Y luego, ¿qué? Cuando la reunión finalice, ¿adónde irá ella? Ya no puede regresar a casa. Se mira a sí misma y se ve impropia. Necesitaría ponerse algo, porque no es correcto estar en ropa interior todo el tiempo. Pero tampoco puede volver al uniforme. El suyo es un camino de una sola dirección. Como diría el Obispo: «Un camino a seguir». Y viéndose, se fija nuevamente en la pulsera. El regalo de papá. En realidad, ella se lo pidió cuando lo vio sacar cajas de viejos recuerdos y él le contó la breve historia entre lágrimas: mamá la llevaba de niña. «¿Me la das, papá? Quisiera llevarla siempre. No quiero separarme de ella». Hay silencio en la habitación de las cuatro velas y la mesa redonda. Ella siente como si lloviera desde el techo de piedra, porque está toda mojada, sudor o humedad, no cree que vino, el vino ya se ha secado. Su piel brilla en brazos y muslos y vientre, refleja la llama de las velas como untada de aceite. Nadie parece mirarla, pero es como si esperasen algo.

Contempla la pulsera una vez más. En realidad, es un juguete. Simple plástico, bisutería infantil. Allí, en su muñeca, parece ahora ridícula. Ella, desvestida como una mujer adulta, y en su muñeca ese adorno, esa baratija de niña pequeña…

Lleva la mano derecha hacia el objeto. Lo toca. Toca, debajo, los huesos de su muñeca. De alguna forma, la tensión de ese silencio aumenta mientras ella tantea para quitársela. Tira un poco más fuerte. Gotas resbalan por su frente.

«Mamá». Se detiene de improviso cuando el adorno comienza a salir. ¿Por qué se la debe quitar? No se sentiría bien haciéndolo. El hecho de llevarla no la hace más o menos niña, ¿verdad? Se trata de un recuerdo, quizá el último de ellos.

Cambia de opinión y aparta la mano. Es entonces cuando todo parece ponerse en marcha otra vez. Los tres primeros cuentacuentos se remueven en sus asientos. La señora Güín vuelve a mirarla con esos ojos que semejan un vacío.

—Mi última historia se titula «Carbunclos».

Soledad escucha, quieta, las manos a los lados rozando su piel desnuda, la pulsera en la muñeca. Y cierra los ojos.