El tiempo ha desaparecido.
Como en un espectáculo donde solo hay oscuridad y un escenario con luces, el reloj ha dejado de importar. En la mesa, las lagartijas siguen persiguiéndose.
—Acércate y dime qué has entendido de mis cuentos —le dice.
Ella pasa por detrás de la señora Lefó y el señor Formas, rodeando la mesa. Se le ocurre que la mesa es redonda con el fin de poder ser rodeada. Siente bajo los pies descalzos la irregular piedra del suelo. Es curioso que no haya titubeado al acatar la orden. «Acércate», ha dicho el Obispo, y ella obedece como una pieza de tablero. Se detiene a medio metro, pero da un par de pasos más cuando el Obispo gesticula. Con el codo derecho roza apenas el traje del señor Formas.
—No he entendido nada —declara con sencillez.
Durante un instante no hay reacción, quizá porque lo ha dicho en tono de conocimiento y no de ignorancia. Pero «no hay reacción» no lo define bien. El rostro humano expresa demasiados matices. Un simple arqueo de las cejas del Obispo la inquieta.
—¿Puedes repetir?
—No he entendido sus cuentos, no sé qué significan. Me gusta Frances Flesh. Creo en ella. No creo en otra cosa.
El Obispo deja de mirarla y se concentra en su copa sobre la mesa.
—Son complicados —agrega Soledad.
Enseguida piensa que no ha debido decir esto. Es una excusa. ¡No tiene por qué darlas! Tal como ella lo ve, buscar explicaciones a los cuentos es ya de por sí otro enigma. Ha estado devanándose los sesos con las historias y ahora se ve a sí misma y se siente ridícula. «A veces somos nosotros quienes creamos los problemas que intentamos resolver», recuerda esa frase. Un profesor cuenta esto en su colegio:
«Imagina que recorres un laberinto que tú misma creas cuando caminas. Si no avanzas, nunca hallarás la salida, porque no existirá. Si retrocedes, todo lo que hayas creado se convertirá en un obstáculo. Y si por fin encuentras la salida, ¿qué satisfacción obtendrás, sabiendo que tú eras el único camino?».
Existen dos tipos de soluciones: «No esperes satisfacción alguna, tan solo camina y busca la salida» es la preferida de casi toda la clase. La del profesor resulta más práctica: «Nunca entres en laberintos que no existen». A ella le gusta más esta, pero hay una tercera que nadie dice, por muy obvia que le parezca. «Si yo soy quien creo el camino, yo soy quien decide cuándo y dónde llegaré a la salida». De pronto se le ocurre que una línea recta es la mejor solución de todas.
—Así pues, niña… —comienza el Obispo tras una pausa, pero ella lo corta.
—Creo que lo que pasa es que no tienen explicación.
—¿Cómo?
—Que no significan nada. O que significan eso: que no puedes saber lo que significan. Porque… Porque son…
«Laberintos que tú misma construyes».
—… misteriosos —concluye.
—Misteriosos —repite el Obispo, pensativo.
—La fiesta del señor Astan… La anciana que recuerda su boda… La luz roja en la cabeza de esa chica que escapó de la cárcel… El monstruo que ve la señorita Flesh en la cascada… Su resurrección… —Se apresura a enumerar lo que recuerda para que el Obispo no piense que es otra excusa—. Nada es bueno o malo. Todo es misterio.
—El misterio necesita una solución, niña.
—Pero yo no la sé.
El Obispo hace otro gesto. Puede significar: «Ahora quieres tomarme el pelo», o «¡Qué niña más lista!». ¿Quién sabe qué significa? Es propio de los adultos tratar a los niños con gestos ridículos o exagerados. Miradas, palabras, ademanes sutiles: nada de esto es para niños. ¡Tal es el código entre adultos! Y sin embargo, fuera de tales sutilezas, ¿qué saben los adultos realmente? Nadie ha podido explicarle hasta ahora la muerte de mamá. Nadie le asegura que su padre la quiera. A veces piensa que papá la odia, a ella y a su hermana, porque no son mamá y siguen con vida. ¿Es verdad o no?
¿Y los adultos mayores? ¿Acaso son más sabios? ¿No son sus abuelos quienes más repiten: «Nadie entiende la vida»? Pensar eso la anima a añadir:
—Y usted tampoco.
—¿Yo tampoco?
—No. Usted tampoco sabe lo que significan sus cuentos.
—Quieres decir que carecen de explicación.
—Todo tiene una explicación, niña —objeta el señor Formas.
—O si no, puedes inventártela —dice la señora Lefó.
—No quiero decir eso —los hace callar ella, irritada—. Quiero decir que usted tampoco sabe la explicación.
—Oh, sí la sé. Las personas mayores vemos las explicaciones. Las vemos. —El Obispo señala el suelo, como si realmente las estuviese viendo allí puestas—. En los cuentos. Pero son cosas muy, muy malas, que las niñas no podéis… no debéis… conocer. Misterios, sí. Profundos. Algunos nos quitan el sueño. Has de ser mayorcita para…
Y alarga la mano derecha y sus dedos tocan las puntas del pelo negro de Soledad mientras concluye: «… comprenderlos». Ella retrocede. El Obispo es retorcido, decide. Esa es la palabra que mejor le encaja. El señor Formas y la señora Lefó son antipáticos directos, planos. Pero el Obispo se retuerce frente a ti, adopta extrañas posturas. Míralo con su traje negro, o azul oscuro, y su alzacuello de color caramelo de naranja. Su lenguaje es doble, triple, cuádruple. En realidad, trata de adaptarse a ti para engatusarte. Es el peor, el de más edad, el retorcido. Las cosas se retuercen con los años. Como el giro de las lagartijas sobre la mesa. Los adultos no son ni más ni menos sabios: solo se acoplan mejor, con sus giros, sus torsiones.
«Ah, qué retorcido».
—Puede ser —replica—, pero usted tampoco los comprende.
—¿Tú crees?
—Desde luego.
—Muy bien. Si eso piensas…
El Obispo coge la copa y le da vueltas mientras sonríe. Pero ella ya no va a dejarse engañar por esos gestos.
—No lo sabe —insiste—. Solo le gusta que los demás crean que lo sabe.
—Perfecto.
—Y ahora hace como que no le importa lo que digo. Pero sí que le importa. Porque odia que los demás se den cuenta de que usted sabe tanto como ellos, o como yo: o sea, nada. Sus cuentos serán muy misteriosos, ¡pero lo son también para us…!
El movimiento es muy rápido. De repente se queda ciega. Le escuecen las conjuntivas. Tose y respira y vuelve a toser. Incluso traga un poco. Nadie ha dicho nada, nadie la ha defendido. Cuando abre los ojos, se ve el estropicio. No sabe qué la ahoga más: si el adefesio en que se ha convertido o el líquido que la baña. Tiene ya esa conciencia de amor a su propia ropa, a su aspecto.
La camisa es un manchurrón violeta que se pega a su vientre. La falda… Oh, bueno, una cochinada. Aún gotea vino al suelo, donde ella lo pisa y lo nota fresco y pringoso con sus pies descalzos. Se pasa el dorso de las manos por la cara mojada de casi todo: vino, saliva, lágrimas, tan fea como debe parecer ahora… Oye la voz del Obispo desde una cortina de pelo-llanto.
—Lo siento, se me escapó la copa… Lo siento mucho. Creo que debes… —Lo escucha, pero apenas. Se concentra en dejar de llorar y toser—. Por desgracia, debes quitarte esa… Mejor dicho, esas… —A fin de cuentas, no le importa lo que le dice. El Obispo goza humillando a niñas. Ella se esperaba aquella sucia orden de alguien como él.
Camisa y falda. Un día antes se hubiera muerto solo de pensar en la idea de aparecer en ropa interior ante un hombre. Pero ha cambiado. Ha renacido. Es otra. ¿No le ocurrió lo mismo a Frances Flesh?
—Vamos, niña, apresúrate. O mejor, no. Hazlo lentamente.
No le hace caso. Don Retorcido no puede alterarla. Tira de las mangas hacia atrás, porque la camisa parece tan rebelde como ella, y comprende demasiado tarde que se ha dejado un botón sin desabrochar, que ahora cede y cae al suelo. Se contempla las piernas mientras la falda, rígida de humedad, se reúne con el botón y la camisa en el charco bajo sus pies. Por un momento le parece que no son sus piernas: las recordaba menos largas, más gruesas. ¿Tiene sangre en el muslo? No, es vino. Alzando uno y otro pie se libera de ese grillete de algodón empapado, antes una bonita falda gris plisada. Lo empuja todo con el empeine y se le ocurre que, al alejarse de ella, su ropa lo hace en triste silencio, como un perro fiel a quien echara de la habitación.
Más calmada, sorbe por la nariz. Contiene las ganas de escupir el sabor a vino en la boca. Se pasa las manos por la cara, ahora usa las palmas. Ellos parecen aguardar a que acabe. Y ella acaba muy pronto. Se queda quieta, sus ojos enrojecidos fríamente clavados en el Obispo, como preguntándole: «¿Nada más?». No quiere mirar hacia abajo y ver su indefenso sujetador, su vientre húmedo, su pubis de tela. Se siente más desnuda que nunca. No le preocupa, en realidad. Observa al del alzacuello con calma. ¡Qué le importa a ella ese líquido empapándola! Ningún líquido del Obispo la asusta ya.
—Y ahora, señora… Si no le importa.
La señora de blanco parece llamarse algo que comienza con W. Quizá «Win». Soledad prefiere llamarla directamente «Güín», con G, como le suena. Tiene un rostro tan extraño que, por un momento, ella no piensa en lo extraño que resulta que no haya hablado hasta ahora, o que su turno se haya saltado en el orden de la mesa. Es una cara delgada y blanca de ojos tan claros que podrían también ser de piel. El pelo es corto y tiene un aspecto frágil y quebradizo, del color de la escarcha. Toda ella ofrece la impresión de que saldría volando con un golpe de viento.
Pero cuando habla.
Soledad comprende enseguida que el motivo de su silencio era guardar esa voz.
Una joya solo se muestra en el momento preciso.
La señora Güín es aliento. Sin edad, suave y penetrante como el aroma de una flor en las páginas de un libro: así es el timbre de su garganta.
—Gracias, señor Obispo. Mi primer cuento se titula «Partículas». —Y comienza—: Esta es la conferencia más extraordinaria que he escuchado en mi vida…
¡Y qué podrá contar con esa voz! Soledad pronto se olvida de su humillante estado de «casis»: casi-sin-ropa, casi-empapada, casi-llorando… Hasta la peste a vino deja de incordiarla. La dama de blanco, la señora Güín, la envuelve en el relicario de su palabra, tan dulce, tan suave, que ni siquiera le interesa saber con certeza si esos ojos son de cristal, si será verdad que la señora Güín solo se ve a sí misma, o si se tratará de un muñeco que otra señora Güín maneja desde lejos. Tan solo quiere que no pare de hablar. Seguir oyendo su historia.