Soledad no ha entendido la larga historia del Obispo. ¿O las dos historias en una? Y sin embargo…
Se le ocurre que quizá sí la ha entendido, pero, por primera vez desde que está en esa habitación, o desde que se convirtió en fantasma, no puede explicarla.
Con los cuentos del señor Formas y la señora Lefó, veía muy bien las alternativas: lo que había ocurrido con unos personajes le gustaba, con otros no. Pero en la historia —en la historia dentro de la historia— del Obispo no le parece tan clara esa división. ¿Malo? ¿Bueno? ¡Todo es horrible! Y, al mismo tiempo, ella también habría bailado con aquellas chicas en biquini, y le daba la razón al señor Astan cuando decía: «El único obstáculo somos nosotros mismos», y le apenó oír a la nostálgica señora Boj…
¡Eso la confunde! En la historia del Obispo todo parece estar… ¿mezclado? Amor, odio, miedo, alegría, dulzura, rudeza… Como las medicinas que a veces le hacen tomar disueltas en un vaso de agua, un sabor nuevo compuesto de sabores viejos, todas las opciones formando una («Somos la única opción», diría el señor Astan). ¡Hormiga y escorpión revueltos, sin diferencias!
Oh, oh, oh, ¿adónde la lleva eso? No puede dar forma a la nueva pregunta. Se siente como en equilibrio sobre un solo pie. Ella ya sabía que las cosas no son lo que aparentan. Se lo dice papá. Y sor Esther. Las cosas pueden disfrazarse de otras. Una cosa buena puede tener la apariencia de algo malo. Pero debajo es buena. ¿Y si hubiese otro debajo? Quizá mala. ¿Y debajo de eso?
En teoría, la verdad debe de ser la cosa final. Pero no está tan segura. Si todo está mezclado en ese agua insípida e inodora, entonces quizá no haya un «final». ¿O sí?
El silencio se prolonga. ¿Por qué están todos tan callados? Siente miedo de repente, da un paso sin fijarse a dónde y su pie descalzo aplasta un objeto.
—Ay —dice, pero no le ha dolido. Ha sido el susto.
Lo levanta, en equilibrio sobre el otro. Solo una mancha de polvo gris en la planta y un trozo de papel arrugado, adherido un instante a su piel, que se desprende sin ruido. Se había olvidado de la colilla de la señora Lefó. ¡Por suerte, ya estaba apagada!
Cuando alza la vista, todos la están mirando. El señor Formas parece envejecido y se encorva. La expresión de la señora Lefó, que ya no fuma, es una mezcla de «oh, pobrecita» y «¡ojalá te hayas quemado!». La señora de blanco, la más enigmática, la observa sin parpadear. Es el Obispo quien habla.
—¿Ibas a decir algo?
«Quiero irme a casa». Eso es lo que desea decir. Las palabras acuden ordenadamente a su boca y se dispone a hacerlas sonar con tanta claridad como cuando discute con su hermana. ¡Su hermana! Sí, desea verla con todas sus fuerzas, a su hermana y a papá… ¡Sí, quiere irse! No le gustan los cuentos ya, le dan miedo. Y sin embargo…
—Adelante —la invita, con un gesto de su mano gordezuela, el señor Obispo.
Se fija mejor en el señor Formas y la señora Lefó.
Parece que hayan pasado siglos desde que comenzaron a hablar y la impresionaron con sus cuentos. ¿Y ahora? Míralos, tan callados… ¡Incluso desvían los ojos de ella!
Eso la anima. Ha sido como pisar la colilla apagada, desagradable y a la vez satisfactorio, un obstáculo superado. Es cierto que el hombre llamado «Obispo» es más inquietante que los otros, pero ella está segura de… No, no lo está. Digamos, cree que puede superarlo también. Y si no, le da igual, porque…
—Quiero seguir oyendo cuentos —dice.
Lenta, amplia, la sonrisa se extiende por el rostro del Obispo como una gota de tinta en agua. Casi como si fuese una señal acordada, el ambiente se relaja, los demás adoptan la postura de escuchar una nueva historia.
—¡Bien! —exclama el Obispo—. Me gustan la fuerza, la entrega y… el miedo de esta señorita —agrega guiñándole un ojo y revelando que no se deja engañar por su aparente firmeza—. Pero ahora viene una verdadera prueba para nuestra oyente. Mi segunda y última contribución a la velada, «Corpus Christi», no es apta para jovencitas…