«Yo misma fui un gato».
Se llamaba Pachito, y era un cruce de algo con algo, ella nunca supo qué. Pero el resultado se estiraba por los pasillos, movía las patitas en el aire si lo ponía boca arriba, tan suave, con aquel pelaje de manchas marrones y aquellos largos y finos bigotes. Y una semana después de que se lo regalaran, enfermó y murió. Al parecer, eso sucedía a veces con los gatitos tan pequeños, que se iban de la vida como una borra de polvo por la ventana. Ella lo vio morir: estaba echado sobre un cartón de yogures junto a la pared de su cuarto y los ojos, que le parecían dos tazas de café vistas desde arriba, se convirtieron en agujeros. Aún eran negros, pero ya no un color sino un vacío.
—No te mueras, Pachito —le dijo ella.
Y sin pensárselo dos veces, aprovechando la impresión que le produjo aquel rostro triangular e inmóvil, se sentó frente al escritorio, abrió su cuaderno y comenzó a escribir un cuento donde ella era Pachito, y se estiraba, gris y peluda, en los pasillos de la casa de una niña llamada Soledad. Poco después escribió otro cuento sobre su madre. Este le salió peor y lo abandonó, pero descubrió que le gustaba contar cosas sobre aquellos seres que ya no estaban. Sobre todo, le gustaba pensar que ella era esos seres.
«Fui un gato, fui mamá, fui mis abuelos… Soy quien quiero ser en un cuento». Ignora por qué recuerda eso cuando la señora Lefó concluye su primera historia: quizá porque, en esta ocasión, a diferencia de esas otras veces, ha sido el personaje quien ha intentado parecerse a ella. Reconoce la familiar sensación de mirar a alguien y pensar que, al mirarlo, también lo está inventando. De esto nunca ha hablado con nadie.
Hay silencio, como casi siempre tras las historias. Nada parece haber cambiado de lugar ni aspecto: el señor Formas, la señora Lefó, la señora de blanco y el señor Obispo siguen allí, en torno a la mesa. Tiene que ser de noche, aunque en aquel sótano iluminado por velas es difícil asegurarse, y no se atreve a preguntar la hora. La excursión habrá terminado ya y su padre debe de estar muy preocupado por ella. O no, a lo mejor nadie la echa de menos. A fin de cuentas, ninguna de las dos opciones modificaría su situación. No puede decirles a los señores de la mesa: «Lo siento, pero me marcho». Ella les pertenece desde el momento en que abrió aquella puerta y aceptó entrar. Como la decoración de la historia de la señora Lefó: quieta y muda, allí ha de quedarse. Además, los cuentos le gustan cada vez más. Sería maravilloso escucharlos todos.
—Sirve vino, niña —le dice la señora Lefó, que tose un poco.
Soledad se apresura a tomar la botella que el Obispo le entrega. Decide empezar por la señora Lefó, que vuelve a hablar.
—¿Qué te ha parecido la historia?
¡Esa es una pregunta fácil! La dama revela más sutileza y compasión que el bruto del señor Formas. Para recompensarla, Soledad no responde con un simple adjetivo.
—El señor Lupino obtuvo lo que quería.
Las nubes de tabaco se desperezan como serpientes de humo.
—¿Y qué era lo que quería el señor Lupino?
Esto se le antoja más difícil. ¡Así que la señora Lefó también puede enredarla, si lo desea!
—No… No lo sé. Ver a esa mujer vestida de esa manera, quizá…
Lo gracioso es que, tanto el señor Formas como el Obispo se toman a pecho la pregunta y responden casi a la vez que ella:
—Obediencia —dice el primero.
—Placer —dice el Obispo.
La señora Lefó los ignora: se concentra en Soledad.
—Lo preguntaré de otro modo. ¿Crees que es bueno o malo lo que obtuvo?
—Es bueno —responde ella sin dudarlo, aunque no sabe por qué.
—Bien. —La señora ha encendido otro cigarrillo—. Veamos qué opinas de mi siguiente historia. Se titula «Jennifer Budoski»…
Soledad escucha mientras acaba de servir: al señor Formas y al Obispo, para regresar sobre sus pasos y rellenar la copa de la señora de blanco, a la que había olvidado momentáneamente, porque nunca habla. Luego pone la botella en la mesa y permanece entre las dos damas. Antes tenía frío, ahora siente calor. La camisa de manga corta se pega a su piel sudada.
Pero eso no le impide seguir escuchando.