¡Ella no esperaba una pregunta! Se queda mirando al señor Formas.
—¿Estabas distraída? —dice este último.
—No… ¡No, qué va! ¡Lo escuchaba!
—Entonces, contesta. ¿Qué crees?
Su expresión no es amenazadora, pero sí insistente, como a veces la de papá. A ella ya se le ha olvidado a qué se refiere la pregunta, así que responde como puede.
—Me… Me dio pena ese señor… Grigori.
—Yo lo hice feliz.
A ella le irrita eso. Tiene más cosas que decirle.
—Usted le mintió. Le engañó. ¡Se burló de él!
—Le di más felicidad que toda la que había sentido durante su vida. —El señor Formas habla con calma, en un tono de fría lógica que ella empieza a odiar.
—Pero se burló de él. Y le hizo daño. En el fondo, eso es lo que usted hace. Daño. También se burló de su amigo el psicólogo, y de Gertrudis y Dobbin… Usted no cree en nada ni en nadie.
Cuando acaba de hablar nota calor en la cara. Los cuatro adultos no parecen impresionados por su coraje. La señora de rojo le ha dado la espalda y sigue fumando. El señor Obispo se contempla las manos sobre la mesa. La señora de blanco permanece de perfil, inmóvil. En cuanto al señor Formas, se encoge de hombros.
—Y eso me hace detestable, ¿no? —Curva los perfectos pelos del mostacho—. Sabía que me odiabas, niña.
Un recuerdo súbito la asalta. Se le antoja que ocurrió hace muchísimo tiempo, en otro siglo. Estaba en clase, sentada en el pupitre, cuando su profesora la llamó y le dijo que su padre vendría a buscarla pronto esa mañana. Papá llegó, en efecto, se la llevó de la mano y durante el viaje en coche le dijo: «Sol, mamá ya no está con nosotros». Y agregó: «Así es la vida, hija». O quizá esto lo dijera más tarde, al abrazarla.
Mamá había muerto de cáncer, así era la vida. Papá era rico, y desde que había enviudado varias mujeres iban y venían a su alrededor, así era la vida. La frase de papá martilleaba ahora sus oídos. Así es la vida, ¿quién puede negarlo? Ella ya tiene edad suficiente como para saberlo: nadie, salvo los locos, vive ningún sueño fantástico. Y nadie tiene la culpa, ni su padre ni el señor Formas, ni Grigori ni Dobbin. Nadie ha hecho la vida tal como es, la vida se ha hecho a sí misma.
Pensar eso la tranquiliza. Parpadea varias veces antes de hablar en voz baja.
—No, no estoy de acuerdo con usted, pero no le odio… Y por cierto, el mar sí que huele, lo que pasa es que a usted solo le interesa la tierra —añade mirándolo.
—Esta niña es más inteligente de lo que pensamos —dice el Obispo.
—Sea como sea, que pague. —El señor Formas parece haber perdido su apellido, como si la respuesta de ella lo exasperara de algún modo: da un golpe en la mesa con la mano abierta—. ¿O se ha olvidado ya de que cometió una falta antes, señor Obispo?
—No, señor Formas, no me he olvidado. Lo someto al parecer de todos.
—Pobrecita, no abusemos —dice la señora de rojo—. Que sirva el vino, tan solo.
—No, no solo eso, señora… —El señor Formas pronuncia de nuevo aquel nombre francés. Soledad decide llamarla «señora Lefó», como suena. El señor Formas alza un dedo antes de añadir—: Que sirva el vino… y que se quite una prenda.
Soledad siente frío en el estómago.
—Decida cuál, señor Formas —pide el Obispo.
—Acércate, niña.
Se le ocurre que todo pasará pronto si se comporta con naturalidad. A fin de cuentas, el señor Formas no está haciendo otra cosa que seguir burlándose, ¿no? Y si ella no le da motivos para reír, sus burlas se agotarán por sí mismas. De modo que camina hacia la mesa y permanece de pie en el espacio entre este y la señora Lefó. Solo las manos traicionan sus nervios, porque aunque las deja caer a los lados del cuerpo, los dedos de la izquierda se agitan luchando contra un pequeño pellejo del pulgar.
Los ojos del señor Formas la rastrean haciendo una mueca. Su faz nunca le ha parecido más falsa a Soledad como ahora, parecida a la de las marionetas. Por algún motivo, eso no le asusta.
—La chaqueta —dice al fin el tipo—. Que se quite la chaqueta.
—Primero servirá el vino. —El Obispo hace un gesto.
La botella pasa por encima de la mesa, de la mano del Obispo a la del señor Formas, de la de este a la de ella. Toca el cristal: muy frío, aunque es como si el líquido que contiene estuviese tibio. Como si apoyara la mano sobre una piel helada y húmeda y percibiera el fluir de la sangre debajo. Decide servir primero a la señora Lefó, luego a la de blanco. Debe pasar por detrás de esta última para alcanzar una región hasta entonces inexplorada, junto al Obispo, y al hacerlo la llama de la vela en esa esquina retiembla. Mientras inclina la botella hacia la copa del Obispo percibe algo por primera vez: la mesa no es negra del todo. En su superficie hay dibujada una circunferencia de color plata que alcanza casi hasta el borde y dentro de ella algo así como dos pequeños animales, dos lagartos o salamandras persiguiéndose mutuamente.
Dios sabe lo que significan, si es que significan algo. Ahora lo que le importa es que por detrás del Obispo ya no hay espacio suficiente para pasar, de modo que rehace el camino hasta el señor Formas, que no ha dejado de mirarla en todo el rato.
—La chaqueta —le recuerda el Obispo recuperando la botella que ella le tiende—. Puedes ponerla junto a la mochila.
Avergonzada, quiere mirar al suelo, pero esto solo al principio. Enseguida decide que es mejor enfrentarse directamente a los ojos del señor Formas. Ya no le atemoriza: piensa, incluso, que es un individuo realmente triste. Sus opiniones son vacías como globos. Descubre que siente tanta pena por él que sus burlas no la alcanzan. Se despoja de ellas igual que de la chaqueta. La manga derecha se vuelve sobre sí misma descubriendo el forro blanco. Ella la coloca en su sitio pero reprime el deseo de doblarla con meticulosidad, como hace en casa. La arroja sobre la mochila tal cual, y el escudo plateado del colegio Valdelosa queda bien visible sobre el bolsillo superior, contrastando con la tela casi negra. Luego se frota los brazos desnudos bajo las mangas cortas de la camisa blanca. Para su alegría, aquella especie de pulso silencioso que ha mantenido con el señor Formas parece haber finalizado, y ella es la clara triunfadora. El señor Formas aparta la vista, no sonríe, hasta da la impresión de que deja de ser importante.
—Y ahora, señora Lefó, su primera historia, por favor —indica el Obispo.
—Con mucho gusto.
La señora Lefó expulsa varias bocanadas de humo hacia el techo. Soledad se desplaza un poco a la izquierda para poder verle la cara. La señora le sonríe y ella la imita. ¡Qué diferencia con el antipático del señor Formas! Una mujer comprensiva y afectuosa, una auténtica dama. Aunque lleva la cara toda cubierta de maquillaje, y pese al peinado de cabellos rojizos y flores amarillas, no deja por eso de parecer más natural que su compañero. Su tono de voz, como su perfume, arrebatan. Algo en sus ademanes resulta exagerado cuando habla, pero también hipnótico. Soledad siente mucha curiosidad por conocer su primer cuento.
—Se titula «La decoración» —dice, y comienza—: Hace años, la triple coincidencia de un robo…