La excursión

Hay mucho alboroto en el autocar. Tras una hora de viaje, las chaquetas de los uniformes yacen dobladas en las redes portaequipajes, y sus propietarias han cambiado de asiento y forman pequeños grupos. Por el pasillo central se ven rodillas, piernas cruzadas, torsos que se inclinan hacia otros. Reinan los artilugios: Lidia deja que Viviana escuche un mensaje de su móvil; Greta ha abierto una pequeña consola; Alicia y Laura comparten auriculares. Sor Esther no se mueve. Se sienta cerca del conductor, como dormida; apenas puede verse su brazo izquierdo cubierto por la manga del hábito.

Pero nada de cuanto la rodea importa mucho a Soledad, porque ahora sabe que se ha convertido en un fantasma.

Tiene que ser así, pues nadie parece darse cuenta de su presencia.

También ella cambia de asiento y se traslada a la última fila, porque odia el pasillo central. Para ello pasa por encima de los muslos de Yael, que están colocados uno sobre el otro y muestran la piel oscura brillante en su parte más mollar, bajo el borde de la falda. Yael no los retira, sino que sigue hablando con Magali, al otro lado del pasillo, y Soledad ni se molesta en pedirle permiso. Alza una pierna, luego la otra. Algunas rastas de Yael quedan como imantadas a su falda, pero Yael no se inmuta. Soledad ocupa el asiento contiguo al último de la última fila en el lado derecho, donde Eider se agazapa leyendo un libro.

—Hola —dice Soledad, para hacer una prueba.

A Eider le abulta la frente y usa gafas gruesas, lo que podría explicar por qué la apodan «La Hormiga». Su mochila se aplasta contra la ventanilla y sobre sus piernas reposa una bolsa de frutas que parecen duraznos. Del libro solo se ve el título: Cuentos completos, el resto oculto por sus dedos. A Soledad le gustaría leerlos, todos los cuentos le encantan. Es como si Eider despertara de un trance cuando Soledad la saluda.

—¿Qué? —dice.

—Nada. Es que pensé que nadie podía verme.

Esto último lo dice más para sí que para Eider, que de todas formas no le hace caso y sigue concentrada en la lectura. Soledad vuelve a pensar que se ha convertido en fantasma, y la idea le hace tanta gracia que se ríe en voz alta. Se pregunta en qué instante de la excursión pudo acontecer tal prodigio, pero es más fácil saber cuándo los demás comienzan a mirarte que cuándo dejan de hacerlo.

El autocar gime al tomar una comarcal. Varias cabezas se alzan aprovechando la curva, y Soledad las imita. El poste indicador, que semeja saltar huyendo de ella al ritmo del camino pedregoso, dice «Ermita de San…» en un color y con unas letras que proclaman su interés turístico.

—Creo que hemos llegado —comenta Soledad, sin que Eider le responda.

La ermita es grande, mucho más de lo que ella esperaba, pero también ruinosa, y se alza sobre un monte de verdor puro que el sol ilumina de costado. Algunas paredes se han venido abajo y otras carecen de techo. Dos ventanas redondas miran a las niñas como cuencas de cráneo y una gran puerta ojival se abre en el centro.

Surge un silencio sorprendente, casi ensayado, cuando el motor se apaga. Se oyen estridores lejanos, como de pájaros exóticos. Viene el trasiego de chaquetas y mochilas, y sor Esther se pone en pie y ordena que formen una fila, porque quiere contarlas. Las excursionistas van saliendo tras ser señaladas por el dedo delgado y blanco.

—Una… Dos… Tres…

Soledad, adrede, se pone la última, detrás de Eider. Y mientras la fila avanza se le seca la boca con un pensamiento. «No me verá, no me va a contar». Está extrañamente segura de que, cuando llegue su turno, sor Esther la mirará traspasándola sin que sus pupilas se desplacen para seguirla. Tal idea, de repente, le resulta angustiosa. «No me contará. Soy invisible». Blanco, redondo e intemporal como la luna, el semblante de sor Esther va llenando su campo visual conforme las últimas compañeras se acercan. Sor Esther tiene el pelo bajo la toca dividido por una raya central que Soledad prolonga imaginariamente por todo su rostro hasta el mentón, hendiéndolo así en dos mitades que casi siempre son simétricas, como si la raya fuese un espejo.

—Treinta y cinco… —Se detiene y señala a Eider—. Treinta y seis…

Soledad aguanta la respiración mientras sor Esther dirige los ojos hacia ella.

—… y treinta y siete.

Y no sabe si alegrarse o entristecerse al comprobar que, después de todo, no es un fantasma. Pasa por delante del conductor, que es un hombre ya mayor, de por lo menos treinta y tantos, y nota su mirada fija en ella. ¡Desde luego que no ha desaparecido! Pero algo en esa mirada la hace sentirse incómoda y se apresura a salir al frío exterior, uniéndose a sus compañeras en lo alto del monte.

Bajo la entrada ojival todo cambia. Hay un soplo de aire que viene de lo oscuro como si lo hiciera del pasado, y huele como el aliento de un viejo. Más allá, una gran puerta entreabierta junto a un letrero que indica los horarios. Las chaquetas son negras en aquel vestíbulo de piedra, y los plateados escudos donde se lee el nombre del colegio —Valdelosa— destellan un poco cuando las chicas se vuelven hacia la luz. Pero pronto todas las chaquetas muestran la espalda rodeando a sor Esther, que recita las últimas instrucciones.

—Hablad en voz baja, respetad todo lo que veáis y no os separéis. Sois treinta y seis, y treinta y seis tenéis que ser a la salida.

Soledad es la única que no sonríe.

—Somos treinta y siete —dice a nadie en concreto, y quizá por eso nadie responde.

Absorta, se queda contemplando la gran oruga negra que forman sus compañeras mientras se deslizan al interior, festoneada de mochilas, caminando sobre decenas de mocasines. Ella, detrás, separada del resto, inerme y asombrada, como un huevo excretado (y olvidado) por la fascinante criatura que acaba de desaparecer.

«Yo era la número treinta y siete… Yo era…».

Al fin da algunos pasos y entra en la oscuridad, que tiene algo de aire inviolado, como el que puede brotar en la exhumación del cuerpo incorrupto de un santo. Distingue paredes agrietadas, siluetas que pueden ser columnas y las estrías de luz y sombra de los uniformes y piernas de sus compañeras moviéndose a lo lejos, por la sala. A la izquierda ve otra puerta, en un lateral, como de sacristía de iglesia, y sin titubear, presa del pánico, corre hacia ella.

Literalmente, corre.

«Yo era la treinta y siete, pero ya no lo soy… ¡No existo!».

El miedo no la deja pensar. Ni siquiera se pregunta por qué está corriendo, o qué hará si esa puerta no se abre o no vuelve a abrirse una vez ella la cierre tras de sí. La empuja y accede a un grado distinto de tinieblas. Una escalera de caracol se hunde franjeada de bombillas en las paredes. Ella baja los peldaños deslizando la mano por una baranda de hierro forjado que serpentea hacia el fondo. Huye como si algo la persiguiera, horrorizada con la simple idea de regresar con un grupo de seres vivos cuando ella, obviamente, debe de estar muerta. Y tan deprisa baja que no se percata de que las paredes se estrechan y lo que comienza siendo una respetable escalera pierde la baranda y se afila como el extremo de un embudo. Los peldaños se hacen más desafiantes en toda su peligrosa altura, y eso la obliga a ir más despacio.

Al mismo tiempo, empieza a sentirse mejor. Bajar aquella escalera retorcida y mohosa tiene algo provocativo. Cada nuevo recodo promete ser el último, como si toda ella estuviese disfrazada de falsos finales. Soledad salta de peldaño en peldaño ahora. Su corazón empieza a acomodarse al ritmo más pausado de sus pies. Ya no tiene miedo. Incluso sonríe al pensar en las posibles ventajas de ser un fantasma. Recuerda una vez que llegó tarde a clase, abrió la puerta tras llamar quedamente y vio a Elena (no, era Sofía) de pie en la pizarra escribiendo algo. El profesor, junto a la ventana, a contraluz, tan solo asintió sin decir nada, y ella se deslizó como en cámara lenta hacia su asiento mientras todo el mundo la miraba. Se le antoja que es peor, mucho peor, ser mirada por todos que no serlo por nadie, bastante peor parecer algo con demasiada intensidad que desaparecer por completo. Y lo piensa al tiempo que llega al final de la escalera, donde solo destella una bombilla en lo alto de una puerta cerrada.

Es una puerta de color caoba con una cerradura dorada en el centro.