El monito

Sucedió en un colegio. No en el mío, uno cualquiera. Una niña de mi edad llamada María. Habría podido ser feliz, porque sus padres la querían, sus compañeras la querían, sus profesores la querían. Pero no lo era. Y ello se debía a que… Bueno, su cosa tenía mucho pelo. Demasiado, quizá.

(El Obispo sonríe. La señora Lefó sonríe).

Eso, por lo visto, la afeaba cuando se quitaba la ropa. Ella, naturalmente, lo mantenía en secreto, pero un día una compañera la sorprendió y se quedó atónita. Era tan negro y espeso aquello que parecía que manchara. La voz corrió de una a otra niña y todo el colegio lo supo. Que María ocultaba allí un animalito. Un animalito peludo.

(El señor Formas ríe).

—¡María tiene un monito! —decían—. ¡Un monito peludo! —decían—. ¡De ojos amarillos y dientes verdes, brrrr! —decían.

La burla llegó a oídos del señor prefecto. Se llamaba Piedad. Señor Piedad, le decían. Yo no tengo la culpa.

(El Obispo ríe. La señora Lefó ríe).

El señor Piedad decidió que María estaba sufriendo y quiso aliviarla. Así que la citó en su despacho, o más bien en el antedespacho, porque su despacho era grande, y luego la hizo pasar a su despacho-despacho, cerrando todas las puertas, una tras otra, hasta que estuvieron en completo despacho, digo, intimidad. Entonces se sentó junto a ella en el largo sofá bajo una pared de la cual colgaba la colección de fotos de excursiones: a la playa, a monumentos, niñas y niñas allí puestas. Mirándola a los ojos le dijo:

—Te he llamado porque me he enterado de lo que te pasa. No debes darle importancia, María. Carencias vitamínicas: esos son los grandes problemas a vuestra edad. Esto es completamente natural. Tu vello, al parecer, es un poco abundante. Quizá te avergüence, pero no creo que vayas a playas nudistas, ¿verdad? Lo demás son cuentos. No me mires así: cuentos. ¿Quieres comprobarlo? Bájate la falda y las bragas.

No es que María quisiera comprobar nada, pero se sentía tranquila porque estaba con el señor Piedad. Así que tampoco se preocupó cuando él se agachó a verlo y dijo:

—Sí, es abundante, pero completamente normal. ¿Quieres comprobarlo? Espera.

Lo de esperar era porque él era viejo, y ya le costaba bajarse sus propios pantalones, no digamos ponerse a tono. Y todo lo quería hacer a mata caballo, como diría mi padre, empujándola contra el sofá, cogiéndola de aquí y de allí sin importarle que ella chillase «piedad, piedad», porque el señor Piedad se llamaba así para que, llegado ese momento, nadie se intrigara de los gritos y todos creyeran que la niña, simplemente, lo estaba llamando.

(La señora Lefó ríe. El señor Formas ríe).

Y he aquí que el señor Piedad se hallaba enfrascado en el tema, sordo a las súplicas, cuando sintió un dolor agudísimo en su propia cosa. La sacó, se la miró y, horrorizado, advirtió que tenía la punta como mordida: se veía muy bien la huella roja de unos dientecitos. Soltó una blasfemia.

Y por entre el espeso vello oscuro de María asomó un ser de ojos amarillos y dientes verdes, como una ardilla deforme, que masticaba aún el trozo ensangrentado.

Entonces fue el señor Piedad quien gritó su apellido mientras aquella criatura saltaba desde el cuerpo de María al suyo y continuaba mordiendo. Varios cristales del colegio se rompieron con esos gritos, lo juro.

(El señor Formas se ríe. El Obispo se ríe).

Había en el despacho unas escaleras hacia el sótano. En la baranda se apoyó María mientras acababa todo: ella, de vestirse; él, de morir. Y mientras, le habló con toda tranquilidad.

—Usted merece morir, porque no ve más allá de sus deseos. Porque cree que los cuentos son solo cuentos. Porque piensa que por dentro somos igual que por fuera. Que el interior es como el exterior. Pero ahora mi interior ha salido, viejo caduco. Y lo devora. ¡Ni siquiera es digno de su apellido!

(Todos ríen).

María se quedó mirando por la ventana hasta que la criatura acabó. Para entonces, el ser estaba todo cubierto de sangre. María, que lo ve, exclama muy alegre:

—¡Mi primera regla!

Y colorín, colorado.

(Fuertes carcajadas, lágrimas de risa).