Partículas

PARTÍCULAS

Esta es la conferencia más extraordinaria que he escuchado en mi vida.

La pronunció hace años Rodolfo Grenoble en un lugar que juré no revelar.

Éramos cientos de socios y mecenas, la tensión se palpaba en el ambiente. Sabíamos que iba a anunciar algo importante y corrían habladurías para todos los gustos. Pero nadie esperaba aquellas primeras palabras, aunque en el conjunto de todo lo que después dijo resultaron ser las menos sorprendentes:

—Debo comunicarles que mi padre ha fallecido y la Sociedad Grenoble se disolverá en cuanto acabe de hablar.

Permitió una pequeña pausa para los murmullos y el lógico pasmo. Él permanecía inalterable: su fino bigotito de actor, el pelo negro engominado, las elegantes entradas blancas en las sienes, el traje color acero. Eran los tiempos de las antiguas máquinas de diapositivas, y antes de continuar, hizo un gesto y las luces se apagaron; parte del escenario, que mostraba el símbolo de la Sociedad (un castillo en una floresta), quedó convertido en pantalla y una joven azafata cuyo vestuario tampoco puedo revelar, de largo pelo rojizo, se hizo cargo del proyector.

—Esta conferencia tiene como objeto dar a conocer las razones de ambos acontecimientos: la desaparición de mi padre y de la sociedad fundada por él, a la que todos ustedes pertenecen. Les pido que extraigan sus propias conclusiones. Mónica, por favor, la primera diapositiva.

Sobre un conspicuo mantel azul, letras romanas en dorado acuarela formando las palabras GRENOBLE SOCIETY.

—Me permitirán una pequeña introducción. Ya saben que la Sociedad Grenoble fue creada por mi padre con el fin de obtener fondos para actividades filantrópicas. Siguiente.

Cresta de gallo en forma de picos rojos de variable altura, menores a la derecha.

—Este gráfico ilustra la prosperidad y el rápido declive de nuestra corporación. Estamos en bancarrota, señores, y eso es algo que ustedes sospechaban. ¡Por favor, ruego silencio, déjenme continuar! No creo estar diciendo nada nuevo. Añadiré que la pésima situación que atraviesa la Sociedad es achacable a la errónea gestión de mi padre. Sé que esto es apenas creíble. ¿Acaso Gaston Grenoble no era un hombre perfecto, sabio, responsable? Bien, es hora de responder a esa pregunta. Siguiente.

Una frente despejada y, no en este orden, cejas pobladas, nariz córvida, sonrisa entre paréntesis, ojos como francotiradores agazapados al fondo de las órbitas.

—Gaston Grenoble, mi padre. Ahora puedo decirlo: todas las exageraciones eran ciertas. No solo era el hombre más rico del mundo: era el más rico de cualquier otro mundo, el más rico de cuantos ha habido y habrá jamás. Sus orígenes son bien conocidos: heredero de una fortuna modesta, logró incrementarla de manera exponencial con acertadas inversiones en bolsa. Siguiente.

Floración de lechugas apretujadas con rostros de Washington, Lincoln y Jackson en color verde dólar.

—Suele afirmarse que el dinero no lo compra todo, pero tal afirmación hace referencia a escalas humanas. A la escala de mi padre, ese «todo» era lo que implicaba la palabra. Llegó a hacerse tan rico, que empezó a degradarse y cometer errores, lo cual le habría llevado a perder su colosal fortuna de no darse la circunstancia de que ello era imposible. Su riqueza se alimentaba de sí misma, y pronto se hizo tan grande que su conocida frase acerca de poder recorrer el sistema solar caminando sobre una fila de billetes de veinte se quedó corta. En realidad, habría podido recorrer el universo conocido sobre un puente construido con su propio dinero. Un día, se preguntó si había un límite. Siguiente.

Fondo verde coral y letras amarillas sobre un hilo color rojo formando las palabras «EL LÍMITE».

—¿Existían cosas que no podía conseguir? Dándole vueltas en su despacho a ese tema, se sintió tan fatigado que quiso tomar una taza de té de hierbas indias, y no bien se disponía a llamar a la doncella cuando la puerta se abrió y entró esta con una taza humeante que depositó sobre la mesa. Era exactamente un té de hierbas indias. Tras un primer instante de asombro, mi padre llegó a esta conclusión: su poder era tal que ni siquiera necesitaba pedir, le bastaba solo con desear. Siguiente, Mónica.

Dibujo de aerógrafo: chica pin-up en traje de doncella tachada con una equis.

—Por supuesto, la doncella era innecesaria. Su fortuna acortaba el trámite entre deseo y satisfacción hasta que ambos constituían un solo y único acto. Los eslabones intermedios resultaron superfluos. Deseaba algo, y lo veía aparecer sin demora en el sitio elegido. Perfeccionando la técnica, obtuvo sucesivamente una corbata de colores jamás vistos en la Tierra, un coche deportivo de marca imaginaria, un barco a vapor totalmente informatizado y un reactor de tecnología extraterrestre, objetos todos que serán expuestos próximamente en un museo que llevará su nombre. Siguiente.

El mismo fondo verde coral y las palabras «EL LÍMITE» en diagonal perforando el hijo rojo.

—No había, pues, límites. El cosmológico dinero de mi padre era todopoderoso. Pero lo que podría parecer una gran felicidad fue el origen de una desdicha suprema. Piensen ustedes cuántas cosas inútiles, torpes u horribles podemos desear en un solo día. Cuántos deseos, por suerte insatisfechos, se nos filtran entre las rendijas de la voluntad. Esas espantosas audacias, esos «ojalá que» que tan tranquilos nos dejan en la cómoda seguridad de que nunca se cumplirán. El niño de nuestro interior, acostumbrado a no obtener, pide atrocidades. Imaginen la desesperación de mi padre cuando algunas de sus aberraciones se hicieron reales. Comprendió, por paradójico que pueda parecer, que la frustración humana no fue un castigo de Dios sino Su gran premio. Destruyó todos aquellos resultados, por supuesto, y aprendió la lección: necesitaba controlar sus propios deseos. Siguiente, por favor.

Gaston Grenoble, más preocupado que en la primera foto, los largos dedos de sus manos como espinas de una corona ciñendo la frente.

—Lo cual no era fácil. El hombre es un ser desiderativo. No querer desear o querer desear bajo control son, de hecho, dos deseos nuevos, de consecuencias imprevisibles y peligrosas. Pero es que hasta los «buenos» deseos eran difíciles.

»—¿Por qué no deseas, simplemente, que se acaben las guerras y las enfermedades, papá? —recuerdo haberle preguntado un día.

»—Porque todo es muy complejo, Rodolfo, hijo —decía con voz de borracho, producto de la acción de varias drogas que le ayudaban a no desear lo que no quería—. Antes de desear eso, deseé saber prudentemente qué pasaría si guerra o enfermedades se acabaran. En el acto apareció sobre mi escritorio un detallado informe de veinte mil páginas con el futuro de la humanidad exenta de tales lacras, y te aseguro que, a largo plazo, la consecuencia menos funesta te pondría los pelos de punta. El universo tiene sus leyes, Rodolfo: es imposible cambiar algo, por perjudicial que parezca, sin eliminar otras estructuras beneficiosas.

»—¡Pero podrías desear que tales consecuencias no se produjeran!

»—Y entonces tendría que saber qué consecuencias se derivarían de anular dichas consecuencias. Estoy prisionero del infinito. Me he convertido en algo semejante a Dios, no pienses que es presunción. Si quiero hacer algún bien a la humanidad, debo actuar como Él: en el anonimato, a través de terceros que tengan libre albedrío incluso para desobedecerme. Las cosas que desee no deben salirme como yo quiera, tienen que pensar por sí mismas y errar el camino muchas veces. El mundo de Dios es defectuoso, la perfección es un defecto humano —agregó, y creó la Sociedad Grenoble. Siguiente.

El dibujo de un castillo en una floresta o zarzal, imagen evocadora de otras muchas más confidenciales, más secretas.

—Ha llegado el momento, pues, de revelarles esto: el placer absoluto que, como miembros de la Sociedad, obtienen ustedes en los encuentros es debido a que así lo deseó mi padre; ustedes pagan por ese placer de ensueño, y el dinero se destina a labores de caridad. Pero la Sociedad Grenoble funciona mal, y ha acabado quebrando, porque fue creada con libertad para equivocarse y está dirigida por mentes falibles. A largo plazo, los resultados habrían sido positivos, pero se ha venido abajo antes de que esto suceda. Mi padre lo anticipó, deseó anticiparlo, y volvió a encerrarse en su despacho sumido en la desesperación, reanudando su búsqueda afanosa de algo que poder cambiar sin que ocurriese nada malo. La pregunta era: ¿qué puedo hacer por este mundo, cuyas consecuencias sólo sean buenas, así como las consecuencias de las consecuencias, a corto, medio y largo plazo, por siempre jamás? Y al pensar una y otra vez en la palabra que lo atormentaba, «buenas», cayó en la cuenta de lo más simple, quizá lo más fácil, y también lo más profundo de todo. Siguiente.

Una ameba de tinta china extendida por el virginal papel blanco.

—¡Por supuesto! Había una sola mancha que ensuciaba lo que tocaba. Un error cuya existencia bien podía ser contingente, prescindible, innecesaria, y cuyos efectos, de ser reparado, no serían peores que su permanencia. Me refiero a la causa de todo mal. El mal en sí. Se preguntarán: ¿guerras y enfermedades no son malas? Pero, observen esto, no lo son en sí, de la misma forma en que tampoco es malo morir. Una guerra puede ser tan buena o mala como un beso: recuerden el de Judas. Nada es malo hasta que el mal lo corrompe. Mi padre no estaba reinventando a Rousseau, señores, tan solo descubrió que la humanidad y el universo son tejidos sanos invadidos por uno canceroso, y se propuso extirpar este último. Siguiente.

Blanco nieve, montaña alpina, fortaleza similar al símbolo de la Sociedad.

—El Último Deseo. Algunos de ustedes pensaban que se trataba solo de una fábula, una leyenda de la prensa sensacionalista que no duda en adjudicar un Xanadú a cada ciudadano Kane de este mundo. Pero era real, en la falda de los Alpes suizos. Extraño, misterioso. Incluso los que más creían en su existencia pensaban que era un sitio de placer. No obstante, por muchos sueños que contuviera para los que allí habitábamos, su propósito no era complacernos sino aislar el mal. ¡Imaginen la hazaña! Aislar el verdadero mal y eliminarlo. El Último Deseo era el quirófano ético de mi padre.

»—Papá, ¿por qué no desear que el mal deje de existir, sin más complicaciones, ya que sabes que los resultados van a ser beneficiosos? —inquirí, enfundado en mi anorak, mientras mis asombrados ojos admiraban el repentino nacimiento de aquellas piedras extrañas, aquel metal inimaginable, y todo lo que contenían, un Walhalla apareciendo así, imposible, en el más absurdo de los silencios alpinos.

»—Porque soy humano, a fin de cuentas, Rodolfo. Quiero entender por mis propios medios, no por mis deseos. Quiero estudiar el mal antes de eliminarlo.

»—¿Y no será peligroso?

»—La residencia que ves ha sido diseñada para no correr riesgos, hijo. Tú y yo a solas, realizando esta labor de dioses.

»Siguiente.

Jardín tan increíble que nadie tiene palabras para narrarlo y nadie puede soportar su visión sin llorar.

—Hablarles de los laboratorios, de las salas, de los mil detalles de la humana comodidad que nos rodeaban, sería producirles hartazgo. No pueden ustedes oler las fotos, ni tocarlas, ni escuchar sus múltiples sonidos, pero baste una imagen de nuestro jardín, creado con flores que no precisaban cuidados, alsines, claveles, cuclillos, nenúfares, hierbacentellas, ranúnculos, amapolas, velloritas, prímulas, nomeolvides, milenramas, orquídeas, llantenes, dulcamaras, nemorosas, jacintos, ulmarias, geranios, dotadas de personalidad y colores intensos, perfumadas con el aroma que a cada olfato agradaba más, un jardín que era todos los jardines reunidos en aquel primordial de nuestra infancia y espolvoreado de la añoranza del parque de nuestros recuerdos, para que se hagan una idea del deseo sin límites con que mi padre creó este recinto.

(Soledad siente un nudo en la garganta y ni siquiera puede ver el jardín).

—Quería mostrarles esto para que ustedes comprendan que, a pesar de la tragedia que luego aconteció, los deseos humanos pueden llegar a ser hermosos. Siguiente.

Cabeza de hormiga roja soldado con treinta antenas o un enorme casco de motorista hidrocefálico, aunque la barbilla es de Gaston Grenoble.

—Pero mi padre no podía disfrutar de todo eso. Pasaba el tiempo en las dependencias superiores con este artilugio en la cabeza, el cual le permitía controlar los deseos inconscientes, si bien lo dejaba inerme y aburrido como un gato capado. Un ser todopoderoso e inútil, un verdadero Dios. Por otra parte, sus deseos ya no eran tan cruciales: había creado El Último Deseo con la maquinaria precisa para conseguir lo que deseaba en cuanto la pusiéramos en marcha. Y el día D a la hora H, el gran momento:

»—Comienza —dictó mi padre a través de los altavoces del piso superior.

»Presioné el botón con la letra griega alfa que iniciaba todo el proceso. Y observé, desde la protección de mi cristal unidireccional, el interior de la oscura cámara donde todo zumbaba y trepidaba, la jaula donde el mal se materializaría, quedando aislado para su estudio y posterior destrucción. La llamábamos El Paraíso. A mi padre nunca le faltó sentido del humor: allí, en efecto, tomaría forma la Serpiente, la Vieja Enemiga, en toda su pureza. Y mientras contemplaba aquella cámara vibrar lanzando destellos me preguntaba qué ocurriría si aparecía un ser cornudo con patas de cabra. ¿O acaso no daría ningún resultado y nada surgiría? Tal era el delirio de dudas que me atormentaba cuando advertí una especie de sombra entre la neblina que había empezado a cubrir el interior. ¡Las alarmas de El Paraíso aullaron anunciando una presencia semoviente! La idea del ser con cuernos ya no se me antojaba tan graciosa. Cerré los ojos temblando de terror, pero, extraña curiosidad humana, cuando sospeché que la visión iba a matarme como a la mujer de Lot, justo en ese instante, los abrí y contemplé lo que allí había, el origen de todos los males, la infinita perversión del universo. Siguiente.

Parte del público se cubre los ojos, pero la diapositiva es la foto de una adolescente en uniforme de colegio.

(«¡No puede ser!», piensa Soledad, mordiéndose el labio. «¿Qué es esto?»).

—Los gritos nos llegaron desde los micros:

»—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —Se trataba de la voz de una niña. El idioma era italiano. Pero no se ofusquen los italianos que me escuchan, por favor.

»—Analiza su maldad —ordenó mi padre desde el piso superior—. Recuerda que podría ser un disfraz. —Siguiente.

Proyecto de Da Vinci para dibujar a una adolescente con uniforme en trazos blancos sobre fondo oscuro.

—Contábamos con aparatos únicos creados por el deseo de mi padre, que registraban la presencia del Mal y lo teñían de color negro. En un primer momento no pude distinguir nada realmente malvado en aquella jovencísima y bella criatura. Entonces me fijé en la excepción. Ella seguía gritando y gateaba de un lado a otro por El Paraíso. Me apenó su terror y decidí hablarle.

»—Buenos días —dije por los altavoces, en italiano—. No se asuste, señorita, no corre ningún peligro. Mi nombre es Rodolfo Grenoble, luego le explicaré por qué la hemos traído aquí. Ahora, por favor, ¿sería tan amable de quitarse la pulsera que lleva en la muñeca izquierda? —Tuve que repetir la petición varias veces hasta que se calmó lo bastante como para responder.

»—No puedo… ¡La he llevado desde siempre, he crecido con ella!

»Mi frente se perló de sudor y la sequé cuidadosamente con un pañuelo que doblé en cuatro partes. Amplié la imagen de aquella pulsera. Siguiente.

Anillo tridimensional en el espacio negro formado de líneas blancas salvo en un sector que parece ausente.

—Expliqué a mi padre que no toda la pulsera contenía maldad. Un segmento, al parecer, era hueco, y en su interior… Me dio la razón, y, con un simple deseo, traspasó la pulsera desde la muñeca de la niña hasta una campana de cristal protector en mi laboratorio. Trabajé con brazos articulados y pinzas, como haría con un tubo de ensayo rebosante de virus mortales, y descubrí un compartimento secreto donde nuestros detectores indicaban. Allí, una suave ceniza, como un veneno de Borgia en una sortija. Extraje la mínima porción posible de aquel polvo y volví a hablar por el intercomunicador.

»—¡Papá, no todo contiene maldad! ¡Solo unos pocos gránulos de menos de una micra de espesor!

»—Críbalos y examínalos aparte.

»Eso hice. Fui de un lado a otro llevando muestras, pulsando aquí, centrifugando allí. Desconecté los altavoces de El Paraíso para que los ruegos de la niña no me perturbaran, y al cabo de media hora sonreí satisfecho. Siguiente.

Un sol negro en papel blanco, ojo de ónice de dios azteca.

—¡Tal como lo ven! Todos los gránulos aislados formando un corpúsculo en ampliación cinco por seis. Me apresuré a decírselo a mi padre.

»—Por fin. —Escuché su profundo suspiro de alivio—. Por fin, Rodolfo, ya lo tenemos. Una maldad sin rastro alguno de bien. El origen de todo el mal de la creación, quién iba a sospecharlo. Envíamela. A partir de ahora me encargo yo.

»Lo que más me alegraba era pensar que ya podía devolver a la niña a casa. Pero ¿por qué hacerlo antes de intentar calmarla y ofrecerle alguna explicación? Además, debíamos saber cómo había llegado aquella pulsera a su bonita muñeca. Supuse que necesitaría tiempo para ganarme su confianza, pero no había contado con los deseos de mi padre: cuando abrí la compuerta de El Paraíso, la niña parecía tranquila. Sonreía, se alisaba el largo pelo castaño. Muy joven. ¿Catorce? ¿Trece años? No más.

(«Doce», cree Soledad, y contempla la fina pulsera en su muñeca izquierda, única cosa, junto a las bragas y el sujetador, que ahora lleva encima. Había pertenecido a mamá. Papá se la regaló al morir su madre, y ella juró que nunca se la quitaría).

—Santuzza era su nombre, como la protagonista de Cavalleria. Darle la mano, señores, era sentir todo un mundo de ternura, secretos femeninos, perfumes, lazos de raso. Se me ocurrió una idea y la conduje fuera del aséptico recinto hasta el jardín. Allí, la brisa de las flores le amplió la sonrisita. No daba crédito a sus ojos, y ambos nos pusimos a contemplar con arrobo la belleza: ella, el mundo; yo, a ella. ¡Tan ingenua y dulce como era! Me preguntó qué hacíamos en aquel lugar prodigioso, y mientras intentaba explicárselo anticipé que no lo entendería.

»—Pero… el mal lo lleva cada cual dentro —dijo—. El diablo es solo un símbolo.

»—Mi padre es muy sabio y no lo cree así —repuse—. Y dime, ¿quién te regaló esa pulsera? —Ella se inclinaba graciosamente sobre unos agavanzos y me miró por encima del hombro para responder.

»—Fue papá. —Me explicó que la tradición familiar dictaba que la llevaran las hijas mayores. Si una generación no tenía hijas, se esperaba a la siguiente. Ella la había heredado de su tía Sandra a los seis años de edad, cuando su brazo era lo bastante fino para recibirla y lo bastante grande como para mantenerla mientras crecía. Nunca se la había quitado, y aunque todos en su casa ignoraban su procedencia, sabían que era tan antigua como el vetusto clan familiar, los Arborazzi, oriundos de Sicilia—. Pero ¡qué jardín más hermoso, madre mía! —Me gritó, interrumpiendo la conversación para corretear por entre los dibujos de manga pastelera de las vulnerarias sobre las tartas de amapolas—. ¡Huele a la finca de tío Giulio de noche, cuando se abren los jazmines!

»Soy, damas y caballeros, un individuo serio, quizá demasiado. ¿Quién podía culparme de olvidar yo mismo, por un instante, mis graves responsabilidades y disfrutar con aquel ángel del edén que nos rodeaba? Puentes, arcos, bóvedas, pérgolas, estatuas, hasta libros y copas hechas de flores, en pedestales de setos adornando veredas con ansias de infinito, laberintos despojados de angustia. Todo tan hermoso. Pero Santuzza y su ingenuidad habían encendido esa hermosura haciéndola brillar. Lo que pensé que serían solo unos minutos se convirtieron en horas, y acabamos cenando bajo la temperatura ideal que mi padre había fabricado en aquel reducto alpino, entre manteles, servilletas, candelabros y minuciosos platos. El vino y la compañía desataron mi lengua tras años de rigidez. Ella, más hecha a la felicidad que yo, me escuchaba con calma.

»—Mi padre, Santuzza, consigue todo lo que quiere —le dije.

»—Se nota que eres hijo de ricos —comentó apartando los nenúfares de verduras diminutos que flotaban en nuestra riquísima sopa.

»—Te hablo en sentido literal. Todo lo que mi padre desea se hace realidad.

»—Pues tú no pareces muy feliz con eso.

»La miré un instante antes de responder.

»—Verás. Me has dicho que amas a tu familia, los Arborazzi, pese a la férrea educación que te han impuesto haciéndote ir a un colegio de monjas y observar las estrictas reglas de la religión… Yo también amo a mi padre, Santuzza. Soy muy feliz viviendo con él en este lugar, dedicado a una buena causa. Pero te confieso que a veces le tengo miedo. Su poder me abruma, parece mucho más grande que él mismo. Todos los días me despierto preguntándome qué deseará y cómo me afectará su deseo. Porque los deseos de mi padre no son los míos, pero siempre se cumplen.

»—¿Y qué deseas tú? —preguntó ella con inefable candidez.

»Callé, por supuesto. Imaginen qué hubiese respondido. Imaginen haberle dicho, mirándola a los ojos, que deseaba tener veinte años menos y que ella me amase. Que deseaba prolongar nuestra relación y hacerla más real, dentro de la irrealidad que nos rodeaba. Cambiar mi vida, le hubiese dicho. No haber nacido, o no haber sido hijo de quien era. Pero nada de eso dije, porque en parte no era verdad. Amaba la pureza de los deseos de mi padre, el universo platónico donde todo lo que existía era lo que una conciencia única había decidido que fuese: aquel jardín de ensueño, aquel liofilizado del Mal, la belleza, la inocencia… Mi interior, en cambio, no era tan puro. De modo que me limité a encogerme de hombros y mirar a Santuzza como lo miraba todo: como un anciano que recuerda tiempos mejores.

»¡Por eso mismo, cuán duro comprobar, amigos míos, que Platón, mi padre y yo estábamos mortalmente equivocados! Siguiente.

Cesta de huevos negros, asoman unos pocos blancos.

—Oí la llamada por los olímpicos altavoces y me disculpé ante Santuzza.

»—Lo que ves, Rodolfo —dijo mi padre desde el micrófono de su laboratorio en el piso superior— es la superficie de ese gránulo del Mal que aislaste. Como puedes comprobar, debidamente ampliado, no todo él es maligno.

»—Pues aísla de nuevo y analiza, papá —contesté irritado—. Debo regresar con Santuzza. Estábamos cenando y…

»—Rodolfo. —Me interrumpió—. Cálmate y déjame hablar. Ya lo hice. Procesé la materia resultante. —Y me enseñó esto.

»Siguiente, por favor.

Hormiguero de hormigas blancas con algunas negras dispersas.

—¡Era difícil de creer, pero allí estaba! ¡Casi todas las moléculas del corpúsculo del Mal eran buenas! Se hacía imperativo penetrar en el mundo atómico, y por supuesto, mi padre ya lo había hecho. Siguiente.

Cielo oscuro cubierto de lunas blancas, dos lunas negras en el centro.

»—Sé lo que estás pensando, hijo —escuché a mi padre por el auricular—. Esto se está pareciendo cada vez más a Sodoma y Gomorra, pero al revés. ¡Nos estamos quedando sin malos! Eso son protones y neutrones. Los del centro son los únicos que…

»—¿Y por qué no destruyes toda la jodida pulsera, papá? —Estallé—. ¡Ya tienes lo que querías: ese polvo es el Enemigo de la creación! ¡Desintégrala por completo y cerremos el quiosco, joder!

»—Qué lenguaje, Rodolfo —masculló, desaprobador—. Antes no eras así. A veces desearía…

»—¡No! ¡¡NO, PAPÁ!! —Grité y cerré el micro en un ataque de pánico. Mi corazón latió deprisa en el horrible silencio. Aguardé cualquier clase de mutación mordiéndome el labio: que me crecieran tentáculos, que me volviese mujer, que regresara a la infancia. Nada sucedió.

»—Cielos, Rodolfo —dijo cuando reanudé la comunicación—. Estuve a punto de…

»—Lo sé, papá, olvídalo. —Me sequé el sudor con mi pañuelo doblado en dos. Yo sabía que él no era culpable, solo su terrorífica riqueza—. Mejor, cambiemos de tema.

»—De acuerdo. En cuanto a lo que sugerías, comprende, hijo, que no puedo destruir nada bueno, por ínfimo que sea. Tengo la obligación de hallar la fuente original, en caso contrario, de nada habrá servido todo este esfuerzo.

»—Puedes hallarla simplemente deseándolo, papá.

»—Si hubiese deseado usar mis deseos, ya lo habría hecho, Rodolfo. Pero mi principal interés es entender. He construido las herramientas precisas, y si es necesario, partiré y abriré esas partículas y haré lo mismo con las partículas que encuentre debajo. Si soy Dios, debo ser tan meticuloso como Él.

»Quedamos en hablarnos al día siguiente, pero antes de volver con Santuzza permanecí un instante más en el laboratorio. Me encontraba solo y atemorizado. No creía en Dios sino en mi padre, así que fue a él a quien rogué mentalmente: “Deja de jugar a ser Dios, papá, y vámonos a casa, con Santuzza”. Por supuesto, me hizo tanto caso como el Dios de verdad. Santuzza me miró preocupada cuando regresé al jardín.

»—Discusiones familiares. —Le sonreí.

—Pero había perdido la alegría en algún punto y la velada decayó. Al fin, ella apoyó la cabecita en la mesa y se sumió en un sueño de cuento de hadas. La llevé al dormitorio de invitados y la dejé en la cama. Recostado en la mía, mientras las luces se apagaban una a una, me pareció ver sus pupilas en el fondo de mi copa de vino, como aquella antigua costumbre de brindar con joyas sumergidas en licor, y pensé que el mundo de mi padre no se diferenciaba mucho de la realidad: mis deseos no se cumplían en ninguno. Al beber, aun viendo aquellos lindos ojos, el vino me supo a lágrima. Y, tras un sueño tripartito, tres veces interrumpido por mi angustia, desperté de lleno en el nuevo día… ¡Jamás olvidaré ese nuevo día! Siguiente.

Bonita casa de paredes blancas, balcones amarillos, tejados grises.

—Lo primero que me sorprendió fue reconocer el sonido de copiosos pájaros desde la ventana. Mi padre los odiaba, aduciendo que no podía concentrarse con ellos. Me levanté, me vestí y recorrí un nuevo escenario. Repisas, chimeneas, butacas, veladores, escalinatas, lienzos con escenas de caza, relojes de péndulo, dobles puertas de cristal, suelo de maderas nobles… Ni rastro de los laboratorios, El Paraíso o El Último Deseo. En su lugar, aquella mansión ideal. Por eso mismo, sentí un horror ideal. Un hombre desconocido me aguardaba en el jardín perfectamente segado. Vestía traje a medida, chaleco y corbata con alfiler de diamante. A su alrededor, mesas y sillas blancas y un juego completo de desayuno en color plata. Leía un ejemplar del Times, pero lo dejó sobre la mesa al verme.

»—¡Ah, buenos días, Rodolfo, hijo! ¿Quieres desayunar? El café y las tostadas están excelentes. Te confieso que los huevos necesitan un punto de cocción, pero es que Susan todavía no tiene práctica.

»—¿Papá? —murmuré, reconociéndolo apenas—. ¿Qué has hecho?

»Era por lo menos veinte años más joven que el Gaston Grenoble que yo conocía. Más atlético, de color más saludable. Repeinado al estilo del siglo diecinueve inglés. Según recordé, era su época preferida. Me pregunté vagamente quién sería Susan.

»—Bah, no pongas esa cara. —Sonrió—. Solo he convertido unos cuantos acres alpinos en esta belleza. Falta les hacía. Y si quieres saber por qué, te diré que te hice caso: abandono la búsqueda del Mal. El mundo está bien como está, hay en él demasiados placeres para que nos quejemos: olor a madera, cinturas perfumadas, senos pequeños, braguitas estampadas de flores, cuerpos musculosos pero suaves, té de hierbas indias. Además, yo no soy Dios, solo el geniecillo de la lámpara. —Lanzó una risita mientras domaba con un gesto la espesa melena en que había convertido sus canas.

»—¿Quieres… explicarme? —Me desplomé sobre una de las ridículas sillas.

»—Claro que quiero. De hecho, lo estaba deseando: por eso despertaste. —Alargó la mano hacia unas cartulinas sobre la mesa que, en mi confusión, había tomado por bandejas. Eran fotos. Me las fue mostrando.

»Siguiente, Mónica.

Huellas de mosca blanca sobre pizarra con algunas huellas ausentes.

—No abandoné sin luchar, hijo. Esto es un quark maligno, ya sabes, la partícula dentro de cada partícula. Todo es bondad, salvo eso. Lo analicé.

»Siguiente.

Acerico de costurero a años luz de la Tierra con colección dispersa de cabecitas de alfiler blancas y una tan negra como el universo.

—Un «subquark». Blanco salvo esa zanahoria negra. Hacia ella fui.

»Siguiente.

Enormidad con puntitos al fondo, pequeño herpes gris en lomo de cachalote.

—A la ciencia, hijo, le faltan ya palabras para nombrar esto. Ni blanco ni negro, puntitos grises. Mezcla. No me rendí, empero. Quise abrir esos minúsculos puntos, separarlos en sus componentes éticos, y la máquina me advirtió que estaba llegando al extremo final de la materia. No importa, le dije, quiero llegar justo ahí. Sepárame esta maldita cagada de mosca.

»Siguiente.

Mónica se apresura pero el proyector la burla: oscuridad total, absoluta.

—¿Qué ves? —Me desafió.

»—Nada.

»—Pues eso. Nada. No hay materia, Rodolfo. Ordené a mis analizadores que procesaran ese último corpúsculo y apareció esto. Como si les dijeras: aíslame lo que esta tostada tiene de pan, y no te mostraran nada. El Mal… desmenuzado. —Movió los dedos anillados en el aire.

»—Dios mío —dije.

»—No, Rodolfo —negó mi padre—. Ni tu Dios ni el mío. Un simple bromista. Tiranías, guerras, crímenes, engaños, traiciones… Todo lo que nos hace odiar, destruir, envidiar, robar… ¡La causa sobrante, errónea, perniciosa! ¿Y qué acaba siendo al final? —Torció el gesto con rabia—. ¡¡La nada absoluta en la muñeca de una niña inocente!!

»Yo tenía los ojos fijos en este vacío que ahora ustedes contemplan cuando creí comprender. Hablé con calma.

»—Es que estábamos equivocados desde el principio, papá. En el interior de cada cosa se hallan las opuestas… Cuando abres la caja del mal encuentras la caja del bien. Incluso tus deseos… Siempre creímos que eran puros, y no lo son, padre. Están contaminados por el deseo contrario. Todo está repleto de partículas volando al azar como esos pájaros… Imponderables, indefinibles, sin destino concreto…

»—¡Perfecto, lo has comprendido! —exclamó, pero supe que apenas me había escuchado—. Por eso he decidido dejarlo. Prefiero los deseos puros y duros. Me rindo.

»Casi sentí cómo se hacía el vacío en mi interior. De golpe me había vuelto ateo de padre. Comprendí el error de Nietzsche: Dios no había muerto. Dios, como Gaston Grenoble, había abandonado.

»Estaba meditando eso cuando vi salir a Santuzza de la casa.

»Tenía diez años más y vestía como solo el deseo de un hombre puede llegar a vestir a una muñeca. Cuando se arrodilló frente a nosotros caí en la cuenta, estúpidamente, de que no traía ninguna taza de té de hierbas indias en la mano. Supuse que los deseos de su creador habían optado por la meliflua doncella antes que por la infusión.

»—Susan, te presento a mi hijo Rodolfo. —Mi padre sonreía—. Oh, discúlpalo, Susan… Rodolfo no está acostumbrado a ver chicas. ¿Qué te ocurre, hijo?

»Yo apartaba la vista de las contorsiones de la chica, absurdamente obscenas.

»—Gracias, papá —murmuré lívido de rabia—. Gracias por convertirla en esto y borrarle el pasado. Solo me resta desearos a ambos toda la felicidad y esperar que, al menos, este deseo mío se cumpla.

»—¿Adónde vas? —me llamó él.

»—A cualquier sitio lejos de ti.

»—Parece que te disgustara el hecho de que yo sea feliz —dijo mientras amasaba el trasero de Santuzza.

»—De ningún modo, papá —repliqué con sinceridad—. No puedo odiarte, lo sabes.

»—Oh, eso ya lo sé, no me preocupa.

»Quise seguir alejándome pero de repente me quedé rígido.

»Fue como un rayo que me golpeara desde dentro. Un sudor frío me bañó de arriba abajo, un sudor que ningún pañuelo, doblado o no, podía secar. Giré sobre mis talones hacia aquel ser todopoderoso y su núbil esclava.

»—¿Qué has querido decir con “ya lo sé” y “no me preocupa”?

»Los ojos de mi padre siguieron mirándome, pero era como si huyeran: un par de guantes que te arrancaras deprisa y mostraran el envés.

»—Nunca me has hablado de mamá… —dije lentamente—. No recuerdo su rostro, ni sus gestos. Nunca la he amado ni odiado. No la necesito ni la echo de menos. Todo mi mundo has sido tú. Tú… Todo mi mundo…

»—Rodolfo… —murmuró él, la mano paralizada en la carne de su chica.

»—Y ya sabías que no puedo odiarte. Lo sabías. Dios mío. Dios mío. —Un vómito inmaterial. Me tapé la boca pero siguió sonando a lo mismo: “Dios mío. Dios mío”.

»—Rodolfo, puedo explicarte…

»—Soy uno de tus deseos. —Lo interrumpí, lleno de asco—. UNO más de tus DESEOS… Me deseaste como cualquier padre: quisiste tener a un hijo inteligente, que te amara siempre, que te ayudara en todo… ¡¡Tú me creaste a solas!!

»Estoy seguro, señores, de que no ha habido ser humano que haya experimentado tanto horror como yo en aquel preciso instante. Háganse cargo y sean indulgentes si digo que avancé hacia él con los dedos crispados, apartando a mi paso la mesa con el desayuno inglés y la Santuzza casi desnuda que él había pervertido con sus repugnantes manos, ahora alzadas como las mías, pero en un gesto implorante.

»—Rodolfo… ¡Tú me amas!

»—Sí, te amo.

»Me abracé a él y caímos al césped inglés como dos perros enfermos.

»—Te amo porque no puedo hacer otra cosa —grité mientras forcejeábamos—. Desgraciadamente para ti, también soy más fuerte, porque tú me deseaste así. —Me senté sobre su pecho y descargué los puños contra su rostro: ojos, nariz, mejillas, labios. Mientras golpeaba y hablaba no dejaba de amarlo. Lo amaba y golpeaba bajo el caos del chillido de pájaros, aunque puede que fuese solo Santuzza quien chillaba—. ¡Pero olvidaste un pequeño detalle, papá! ¡Tengo muchas, muchísimas partículas blancas de amor filial, como tú querías, pero también algunas negras! —Aferré su rostro y hundí los dedos en sus amados ojos, orejas, encías, como si fuese un hombre de arcilla a quien pretendiera modelar de nuevo—. Partículas, papá. ¡Partículas contrarias! ¡No soy puro! ¡Soy también mi propio caos! —Lo cogí del abundante pelo con inmenso cariño y golpeé su cabeza una, dos, tres, cuatro veces contra el césped verde, verdoso, rosado, rojizo, rojo, hasta escuchar un crujido, dos, tres, cuatro—. ¡Y tú pretendías entender el mundo! ¡¡Entender este mundo, papá!! ¡¡Entenderlo!! —Me reí, bramé, lloré sobre su cuerpo, incapaz de odiarlo incluso entonces, amándolo aún, besando sus labios yertos.

»Luz, Mónica.

Parpadeos, palidez, absoluto silencio cuando la máquina de diapositivas se apaga y la pantalla detrás de Rodolfo Grenoble desaparece.

—Añadiré que la residencia de los Alpes, El Último Deseo, ya no existe, y que tomé medidas para que Santuzza, aún transformada por mi padre, tenga una vida más digna en algún lugar del mundo. He destruido la mayor parte de los recuerdos de esos días, incluyendo la pulsera, y arrojado la ceniza que contenía al aire para que, si en verdad se trata del Mal, todos podamos compartirlo. El resto de objetos formará parte de la colección del museo que ya les he anunciado. Una escultura de bronce con sus rasgos nos mirará desde la entrada, y en un pedestal se leerá: «Gaston Grenoble, incansable benefactor de la humanidad». En su nombre, y en el mío propio, les agradezco su presencia en esta última reunión de la Sociedad. Me consta que era voluntad suya que yo explicara lo sucedido. Agregaré, para tranquilidad de todos: sé que no fui yo quien lo maté. Yo fui solo su instrumento. Estoy convencido, amigos míos, de que yo suicidé a mi padre. Muchas gracias.

Lo vemos alejarse en silencio del podio. Rodolfo Grenoble: erguido, elegante, atractivo. Solitario como todo deseo imposible.