Corpus Christi

CORPUS CHRISTI

Creerán ustedes que bromeo, pero la estudiante norteamericana Frances Flesh es adorada en forma de fetiche de ébano por varias tribus de la cuenca oriental del lago Turkana.

Comprendo su sorpresa. Yo mismo, testigo del nacimiento del mito, no quedé menos asombrado. Porque, seamos justos, la señorita Flesh, de Minnesota, trece añitos de edad, rizos rubios, ojos grises como el cielo minnesótico y piel de un color que en aquellos parajes solo se atisba en la cima del Kilimanjaro, nada tenía que explicase su ascensión desde teenager de colegio a deidad africana. Ustedes juzgarán: yo me limito a contarles su hagiografía.

En principio, nada habría ocurrido si la señorita Flesh no llega a experimentar la tentación de la ninfa. O si hubiese estimado mejor sus reservas de gasolina. Pero debemos comprenderla: acababa de pelearse con su boyfriend tras un ataque de celos y, repleta de hormonas equívocas, había secuestrado el Jeep del profesor que los guiaba en aquel viaje de fin de curso y, alejándose a toda velocidad del lodge de Alia Bay que compartía con sus compañeros y el resto del mundo civilizado, se había internado por carreteras cada vez más intransitables deseando desfogar su llanto entre los baobabs. Sea como fuere, todo se habría resumido en una simple majadería si no llega a interponerse aquel impulso de náyade en conjunción con un depósito de combustible vacío, que convirtió el vehículo en un trasto inservible al cabo de una hora de marcha.

La señorita Flesh, debo añadir, buena turista además de buena americana, se hallaba equipada para resistir el asedio de lo salvaje: camiseta y pantalones cortos, chaleco color caqui, chukka boots de caña alta para protegerse de las púas de las acacias y hasta un salacot, que nunca se ponía porque le quedaba grande. Pero fue ver aquella catarata, que debía de ser más bella que la de Chandler en Shaba, escondida como una hembra de bucero en el hueco de un árbol, y perder toda reserva. Sin pensárselo más, agobiada de calor y mosquitos, se despojó hasta de las botas y se abalanzó entre gritos de felicidad sobre la lluvia diamantífera, engastándose en ella como una figurita de marfil en un collar de plata. ¿Casualidad? ¿Destino cumplido? Dependerá de la fuente que consultemos. Según algunos observadores, la noche anterior se habían vislumbrado estrellas fugaces sobrevolando el Turkana. Pero el reputado biólogo de Isiolo Simon W. Wiltshaffer —bien que habituado a consumir demasiada miraa— anotó en su cuaderno de campo que las supuestas estrellas eran en realidad grullas envueltas en llamas que dejaban tras de sí rastros de humo como disparos de mosquete. Si tal es el caso, quizá se tratara de un signo premonitorio.

Ciñéndonos al suceso: tras echar a correr dando gritos por un motivo que luego se verá, la señorita Flesh acabó resbalando en otra cascada y finalizó su viaje en las redes de los ngongos tendidas a lo largo del río.

—Y eso es todo —gemía, temblando—. ¡Por favor, sáqueme de aquí!

¿Qué mejor testigo de un evangelio apócrifo que un Obispo? Pues allí estaba yo.

Ignoro igualmente qué clase de azar me hizo pernoctar con los ngongos justo la noche anterior, entre tantas otras que había dedicado a aceptar la hospitalidad de las variopintas tribus africanas en calidad de lo que llamo «misionero inverso»: dejándome invadir por sus ritos y costumbres, participando de sus creencias, cambiando de dioses como de mapa cada cien kilómetros. El caso es que allí me encontraba cuando, al mediodía, los pescadores ngongos regresaron al poblado trayendo la red, que se debatía furiosamente en inglés, y la colgaron de una rama alta.

Meyan kiyanwa —gritaban.

Yo departía con el jefe bajo la sombra de los techos de cañizo cuando divisé la curiosa pesca. Me acerqué a admirarla. Tenía el aspecto de una colmena gigante con formas adolescentes.

—¡Usted habla mi idioma! —exclamó asomada a los huecos de la red—. ¡Por favor, dígales que me suelten!

—No quieren. Ya lo ha oído: meyan kiyanwa. La consideran una especie piscícola de increíble poder.

—¿Una qué?

—Un pez milagroso —traduje.

—¡Dígales que no soy un pez! ¡Maldita sea, dígales…!

—No entiende usted nada, querida niña. Ellos saben que no es usted un pez, están hartos de recibir turistas. Se trata de algo diferente, un ritual.

—¿Me… me van a comer? —Se atragantó.

Rellené mi pipa mientras elegía las palabras. A nuestro alrededor, niños ventrudos como botellas de cristal soplado, apenas una cinta roja en la cintura más vestidos que mi interlocutora, nos señalaban entre risas. Los adultos comenzaban a dispersarse.

—En absoluto —dije—. Verá, es usted tabú para ellos. Se llagarían de úlceras y ronchas por todo el cuerpo si le hincaran el diente a un pez sagrado. Además, estamos en África, no en el Amazonas, señorita… No sé si me dijo su nombre…

—Flesh, Frances Flesh. —Me lo escupió tiritando, como si fuese un insulto.

—Encantado, soy el obispo de Godorna. Pues bien, señorita Flesh, tranquilícese: nadie va a comerse su apellido. —El juego de palabras era facilón y torpe, pero de todas formas solo estaba ella para valorarlo.

—Entonces, ¿qué… qué me harán?

Lejos de calmarse, parecía presa de renovada angustia, los brazos castamente colocados sobre sus propios y pequeños tabúes.

—Tampoco lo que está pensando ahora. Aunque no sea demasiado jovencita para sus costumbres, nadie la tocará. Si no fuesen castos con usted, la hidromiel se emponzoñaría y las abejas huirían hacia otras colmenas lejos del poblado, según la creencia ngongo más común. Usted forma parte de un ritual del que nadie es totalmente responsable. Hubo un suceso real, que fue caer desnuda en las redes de los pescadores, pero en la mitología ngongo se describe otro paso previo, en este caso ficticio: huir de una extraña bestia llamada Wataya, o Tentador…

—¡Dios mío, la vi! ¡Dios mío, la he visto, la he visto!

Fue entonces cuando me lo contó: la discusión con su boyfriend, el viaje en Jeep, la cascada y el monstruo. Según su versión, se encontraba tan a gusto envuelta en aquel líquido primigenio de las cumbres, que cerró los ojos imaginando que nacía de nuevo. Por tanto, no vio al monstruo hasta que no lo tuvo encima.

Aquí debo por fuerza repetir las palabras de la única testigo. Ruego paciencia.

La criatura era del tamaño de un respetable dormitorio de invitados y poseía un par de cuernos anillados como los del órix, piel de color bronce, cuatro patas elefantiásicas y veteadas como el mármol de las columnas vaticanas, alas de azor descomunal y melena de oro batido. Su rostro, aunque alargado y oscuro como el de un ñu, era a medias humano: una expresión de anciano pensativo de luenga barba perlada de las mismas gotas que golpeaban también la pequeña anatomía de la señorita Flesh. Había aparecido así, junto a ella, como un sutil autobús empapado de agua, alzándose sobre sus berninianas patas y respirando como el fuelle de un órgano Silbermann.

—Ah —dijo la señorita Flesh.

Hubo un instante de tiempo muerto, como cuando descubrimos en la cama una enorme araña negra que a su vez descubre a un enorme humano blanco, y entre ambos monstruos se opera un intercambio de horror y miradas fijas.

¿Quién puede reprochar a la señorita Flesh lo que hizo a continuación? En mi opinión, correr, dar alaridos y saltar sobre las rocas son, diríase, las conductas menos insanas de todas cuantas puedo imaginar, dadas las circunstancias.

—Eso complica las cosas —le anuncio cuando acaba su fantástica narración—. Sea lo que fuere lo que haya visto, encaja con la creencia de esta pobre gente. Los ngongos, por lo que he podido averiguar, mantienen viva una fe híbrida entre catolicismo y mitos primitivos. Los misioneros han provocado en parte esta confusión: resulta peligroso introducir ideas religiosas foráneas en culturas que creen funcionar con magia, porque de la mezcla puede salir cualquier cosa.

—¿Quiere resumir? —Se desesperaba ella mordiéndose el labio.

—Ya sabe que un símbolo tradicional de la Iglesia católica es el pez. Se entiende con ello un acróstico de «ictyos»: Iesus Christos Theou Soter, es decir, «Jesucristo Hijo de Dios Salvador». A partir del siglo IV, pasó a ser símbolo de la Eucaristía. Recuerde que Pedro, escogido por Jesús, era pescador, y el propio Jesús afirma que lo hará «pescador de hombres». Todo esto agítelo bien y mézclelo con el licor añejo de las creencias precristianas. Por si no lo sabía, el pez es un animal extraño para el hombre primitivo, porque vive en un ambiente en el que nosotros moriríamos y muere en aquel donde nosotros vivimos. Su carne, además, no es propiamente carne, como tampoco lo es el apellido de usted, por mucho que «Flesh» signifique «carne» en inglés. Su condición de animal es discutible para una sociedad que considera a los animales como equivalentes a mamíferos e insectos. De ahí que se haya sacralizado.

—¡Maldita sea, señor profesor! —me espetó ella intentando cambiar de postura en la malla—. ¡No estoy en clase! ¡Estoy colgada de una maldita red!

—A eso voy. Tenga paciencia. Está colgada de una red como la ninfa Dictima, o Dictina, la Britomartis a quien Minos acosó durante nueve meses exactos, el tiempo de un embarazo humano, para acabar cayendo al mar y siendo salvada por la red de unos pescadores, de ahí su nuevo bautismo con el nombre de Dictina, «la de la red». Se preguntará qué relación tiene una creencia cretense con otra africana, pero está probada la concordancia de mitos incluso entre pueblos precolombinos y asiáticos. Observe, además, que Minos se relacionaba con el Minotauro, el hombre toro, y según su descripción, el monstruo que la persiguió en la cascada tenía cuernos y rostro de hombre…

—No me persiguió. Fui yo quien eché a correr como una gilipollas. Y no era un toro, ni un hombre toro. ¡Y estoy harta de su discurso, por favor…!

—Déjeme acabar, que le interesa. —Se balanceaba ella como las culebras que cuelgan en los mercados japoneses. Yo daba lentos paseos por debajo—. Imagine ahora las consecuencias de hablarles a los ngongos de Jesucristo y el pez cristiano. Solo Dios sabe qué raras simbiosis habrán establecido a lo largo de siglos de contaminación cultural entre sus creencias en el Wataya, la ninfa atrapada en la red y la teología católica. Además, si es el Wataya lo que usted vio, tendremos que concluir que el folclor de un puñado de ngongos se halla más cerca de la realidad de lo que… —El repentino chillido me cortó.

—¡Muy interesante la lección, «padre», pero…! —Sus dientes rechinaban.

—Obispo de Godorna —le corregí.

—¡Muy bien, Obispo de lo que sea! ¿Qué tal si empieza a predicar con el ejemplo y me consigue ayuda? Estoy hospedada en Alia Bay, al sur del Turkana…

—Conozco el lugar.

—Puedo darle un par de números de teléfono. Llame a…

—No uso móvil, lo siento.

—¡Pues vaya allí y explíqueles lo que ha pasado!

—¿De veras quiere que la abandone?

—¡No! ¡No he dicho eso! —Sollozó—. ¡Lo que quiero es que alguien me saque de aquí! ¡Por favor, que alguien me saque de aquí! ¡Papá! ¡Mamá!

—No grite, niña, no le servirá de nada y empeorará su situación. —Me callé para chupar la pipa mientras ella lloraba. Las gotas de su cuerpo empapado llovían sobre mí, y alguna que probé tenía sabor a lágrima. Los rizos rubios pegados a la cabeza le daban aspecto de feto en el interior de un útero—. Mire, creo sinceramente que soy más útil junto a usted que en Alia Bay, donde por cierto habrán empezado a buscarla ya, haciendo uso del poder de su país. Una yanqui menor de edad perdida durante un viaje de excursión a África no es cosa de poca monta. Darán con su paradero, es cuestión de esperar.

(Soledad no comparte el optimismo del Obispo. «A veces no sirve de nada esperar, porque nadie sabe que te has ido», piensa, sintiéndose otra Frances Flesh).

—Mientras tanto —añadí—, no olvide que soy el único contacto que posee entre los ngongos, y puedo interceder por usted si las cosas tomaran un, digamos, rumbo inusual.

—¿Entiende como «rumbo inusual» que me devoren, o solo que me hagan pedazos sin comerme? —Se burló, desgarradora.

—Señorita Flesh: soy representante del apostolado católico —mentí—, y no permitiré que le hagan daño por muy protestante que usted sea. —Giré para irme pero me detuve—. Por cierto, no creo que pueda conseguirle ropa, pero le traeré una manta esta noche.

—Hijo de puta. —Olvidados ya sus tabúes, verbales y corporales, se aferraba ahora con las dos manos a la red. Me situé en el mejor lugar para contemplar los últimos sin obstáculos—. ¡Se está burlando de mí, viejo cabrón!

—No me burlo, solo me divierto. Un pelo de diferencia, pero diferente. Ea, no se aflija. Haré cuanto pueda por ayudarla.

—¿Adónde va? —gritó horrorizada al ver que me alejaba.

—A saber más.

Si he de creer en su versión, esa noche cuatro leones recorrieron a sus anchas el poblado, debido a que toda la tribu se encontraba en otro sitio (enseguida diré dónde), y acabaron agazapándose bajo la red. Pero la actitud de las bestias no fue amenazadora sino casi científica, porque adoptaron una exacta posición geométrica: uno a las doce, otro a las tres, otro a las seis y el último a las nueve del hipotético círculo horario cuyo centro fuera la señorita Flesh. Ojos como ascuas, lenguas del color de los flamencos en el lago Nakuru y ruidos de mandíbulas distrajeron a nuestra pequeña heroína durante toda la noche, por lo que su insomnio resultó comprensible.

Pero de todo eso me enteré después. A las horas de la felina visita me encontraba con los ngongos en un descampado cerca de la aldea, tan próximo a la hoguera como mi ansiedad me permitía, ya que el fuego me atemoriza como a los monos. Resultaba evidente que la imprevista pesca del día los había puesto nerviosos y necesitaban consultar con el hechicero. Era el tal un viejo delgado y fibroso vestido con una especie de disfraz de tela de tembo o pelos de elefante, los cabellos enaltecidos por un jolgorio de cuentas y pendientes de oreja de buey. Lo vi correr en círculo por entre hombres y mujeres, y de vez en cuando extraer de una cesta artesana negros y panzudos escarabajos para comérselos con una parsimonia calculada. Luego trincaba un odre y tras echar un trago escupía, señalándonos con dedos pintados de blanco:

Bulau kutoswa ngenuku!

Cada grito era saludado con golpes fuertes de los ngomas.

Mi cortesía étnica me hacía sonreír cuando el bailarín se me acercaba con la boca abierta y una masa de insectos medio masticados aún convulsionando en su interior, y me gritaba, sin duda con pésima pronunciación debido al bocado coleóptero:

Botswan aruku! Botswan aruku!

Debo confesar que en casi todo había mentido a mi inocente espécimen de chica minnesótica recién pescada: el idioma ngongo es una variación lejana del swahili con el que comparte pocas palabras, de modo que apenas podía entenderme con la gente del poblado, mucho menos interceder en favor de nadie. Pero, como el jefe era buen tipo y hablaba algo de swahili e inglés, y siempre que hablaba sonreía, imité su sonrisa durante la repugnante interpretación del hechicero para preguntarle:

—¿Qué hace?

—Nada —me contestó—. Ser así.

La enigmática respuesta me hizo pensar que no me había equivocado del todo al juzgar que los ngongos creían que algo se había puesto en marcha cuando capturaron a la niña, algo que ni ellos ni la niña ni yo podíamos detener o siquiera modificar. Hubiese dado igual que le preguntara sobre un cúmulo de nubes negras en el horizonte o la tormenta que provoca crecidas de ríos y avalanchas de caimanes y barro. «Ser así», me habría dicho. «Inevitable», traduje yo. Pero ¿qué era lo inevitable?

Finalizada la actuación, para alegría de todos los escarabajos supervivientes, los ngomas enmudecidos, la tribu disipada en la noche como solo una tribu negra es capaz de disiparse, regresé a donde se enfriaba mi joven víctima. El espectáculo había durado hasta la madrugada, así que iba preparado para encontrar un triste despojo, y acerté.

—Le traigo un poco de té fuerte y caliente, preparado con mis propias provisiones —le dije—. Al menos, es algo civilizado.

Su voz sonó hueca y rasposa como una emisora mal sintonizada.

—Váyase a la mierda con su té fuerte y caliente.

Cambió de postura con esfuerzo singular, pasando de una imitación fetal a otra. Ya no parecía preocupada por ocultar sus contornos íntimos, pese a que la iluminaba con una linterna, pero yo tampoco lo estaba de observarlos: habíamos alcanzado esa neutralidad antediluviana que los occidentales solo conseguimos tras semanas de vacaciones en un campamento nudista. Me encogí de hombros y cerré el termo con displicencia, pensando que, a fin de cuentas, no era yo quien me había escapado de una excursión para caer en las redes de unos indígenas.

—He traído también repelente antimosquitos —insistí—. Posee la cantidad recomendada de DEET.

Su silencio me confirmó que el repelente no había sido mejor recibido que el té. La tersa y pequeña espalda, cuadriculada por la red, se agitó con los sollozos.

—Señorita Flesh, tranquilícese. Las cosas no pueden ir mejor. El jefe ngongo me ha asegurado que usted no sufrirá daño alguno…

—Miente.

—¡Señorita, soy sacerdote!

—Él le ha mentido a usted, quiero decir —gemía.

—No pierda la esperanza.

—¡Sacarme de aquí ayudaría a que no la perdiera!

Rodeé la red para observar su rostro mientras lloraba.

—Piense en la aventura que está viviendo… —la animé—. ¡Imagine lo que va a poder contar a sus compañeras de clase en…!

—¿¿No oyó mis gritos, imbécil?? —estalló entonces.

En la pausa sorbió varias veces por la nariz. Ignoré el insulto, porque a esas alturas (nunca mejor dicho) eran comprensibles. Además, me dominaba la curiosidad.

—Para serle franco, no. Me hallaba lejos. ¿Qué le ha pasado?

Me contó lo de los cuatro leones. Antes de que terminara, le brindé mi versión.

—Espero no ofenderla con mi honestidad, pero lo ocurrido nada tiene de extraño. Imagine el fácil bocado que ofrece ahí arriba a cualquier paladar omnívoro. Para ellos, más que cazar, sería como ir a la carnicería… ¡Alégrese, pues, de colgar a esa altura!

—No querían hacerme daño —murmuró, más calmada—. Se quedaron muy quietos en sus posiciones y los cuatro bostezaron a la vez, así. —Abrió una boca respetable y sacó la lengua—. ¡Y dentro de sus bocas había algo que brillaba!

La zoología africana que la señorita Flesh podía conocer no me parecía digna de importancia, pero la escuché con seriedad. Según su testimonio, cada león llevaba en la lengua una especie de piedra preciosa fosforescente. El primero, de color dorado tenue, como una bombilla de bajo consumo; el segundo, un rubí de furioso rojo; el tercero, un topacio de cerúlea iridiscencia; el último, un cuarzo lechoso y delgado como una oblea de pan ácimo recubierta de luciérnagas.

—¿Y entonces?

Ella se rascaba las picaduras de mosquito.

—Nada. Se quedaron con la boca abierta y la lengua afuera, como si quisieran que yo cogiese una de aquellas piedras… Luego se marcharon. ¡Por favor, créame!

—Desde luego. —En lo que creía, más bien, era en una mezcla de ignorancia, inocencia y deterioro, este último debido a la prolongada intemperie y la ausencia de alimentos. Tendí mi mano y cogí la suya, trémula. El gesto la hizo llorar de nuevo—. Vamos, vamos, sea fuerte. No perdamos la cabeza. Debemos mantenernos fríos.

—Yo ya estoy lo bastante fría —me replicó, hallando espacio para la broma.

—Le traeré algo para abrigarla.

Naturalmente, las horas pasadas en el huevo enrejado de la red, apretada por el cáñamo, ingrávida y desnuda, la habían devuelto al estado pretérito de la criatura necesitada de progenitor. Pero algo en sus palabras me dio que pensar mientras le pasaba una manta de viaje por entre las aberturas y un poco de té caliente, que por fin aceptó.

—Ánimo —le dije—, y continúe siendo la brava mocita representante del país más poderoso del mundo.

—No sé lo que soy —gimió arrebujándose en la manta—. Creo que estoy muerta.

—No sea amarga.

—Por dentro. En serio. Creo que me he muerto por dentro. Como si no pudiera volver a ser yo nunca más.

—Pese a todo, no pierda el coraje.

—Al contrario: saber que no soy yo me da… fuerzas. Siento que nada puedo perder, y eso me ayuda. Como si pudiera entregarme a cualquier cosa ahora que sé que esto no es más que el comienzo de… de otra vida. Ay, Dios mío, ¿usted me entiende?

(Soledad, desde luego, sí. «Ella soy yo», vuelve a pensar. ¡Y qué extrañas y a la vez familiares esas cuatro joyas en la boca de los leones! ¿A qué le recuerdan?).

Le aseguré que la entendía perfectamente, y le quité el termo de las manos con suavidad cuando comprobé que el agotamiento la vencía. Al alejarme volví a mirarla y su postura forzada se me antojó una interrogación con el punto hacia arriba, una incógnita balanceándose de un árbol. No logré conciliar el sueño en mi choza, pero no fue por excitación sino por la sensación de enigma. Una rueda dentada se había acoplado al imperceptible giro de las cosas en aquel remoto lugar de África, y ahora tocaba a la naturaleza detenerla.

El mediodía me despertó, ya tarde, con el golpe de los ngomas.

Los vi mientras me lavaba en la jofaina, los rayos de oro filtrándose por entre las cañas: filas de ngongos, hombres, mujeres y niños, caminando con la sincronía del ritual. Me apresuré a seguirles.

La romería atravesó las dunas en dirección al Turkana. Estábamos a principios de junio y el dios de la lluvia aún no había bendecido con su magia las secas riberas. Pese a todo, el agua turquesa se extendía detrás, custodiada por un destacamento de ibis sagrados que patrullaba frente a la espuma. Los cocodrilos se estiraban como bolsos de señora en el lodo, y lo que no era silencio era el ronco bufar de los hipopótamos.

Manuwi buni! Manuwi! —gritó de repente un personaje que se hallaba introducido hasta la cintura en el agua, dando saltos. Reconocí a mi amigo el acróbata del traje de tembo, al parecer ya abandonada la dieta de insectos. Aunque sus cabriolas, si cabe, se habían incrementado, y saltaba y aullaba como un poseso.

—¿Qué dice? —pregunté en swahili a los más cercanos.

Miracle —respondieron en inglés.

Todas las cabezas se volvieron entonces hacia el camino por el que habíamos venido. Un sonriente grupo de mujeres ngongo traía a la norteamericana de los brazos. La habían vestido con un khanga de los que se arrollan a la cintura y cubren las piernas. Sus pechos, apenas montículos en la lisura del torso, vibraban con los pasos, que eran comprensiblemente cojeantes, tras un día entero en la red. Pese a la suciedad que adocenaba su cabello y piel, seguía siendo tan pálida que la simetría del conjunto —a los lados muchachas de ébano cubiertas de velos de colores y ajorcas, en el centro la chica occidental con el khanga en la cintura— estaba pidiendo una buena foto para el National Geographic. Pero el detalle estético se me olvidó pronto, porque sus acompañantes la llevaban a la orilla con premura de desposadas en noche de bodas, cantando y riendo.

—¡Señorita Flesh! —la llamé al pasar, pero no dio muestras de oírme. Se dejaba conducir como en trance, los ojos grises buscando sus propios párpados, la lengua aflorando como una rosa en un búcaro.

La llegada del cortejo hizo retroceder a los ibis. A lo lejos, cormoranes conscientes del momento interrumpieron su pesca y se dedicaron a observar desde las rocas al saltarín del tembo y a la figurita yanqui, únicos humanos en el agua ahora que, cumplida su función, la femenina comitiva se había retirado. Él, goteante, las manos abiertas y los brazos en alto, como si se dispusiera a atacar a un caimán; ella, de espaldas al público, los omoplatos cuadriculados en rosa por las huellas de la red, el khanga combado por las pequeñas nalgas y las apenas curvas caderas.

—¿Y ahora? —pregunté al aire.

Y el aire me respondió eclipsando el sol tras una nube. Ah, qué momento, oiga. ¡Porque los ibis sagrados remontaron el vuelo entonces, un corro de picos curvos y cuerpos de marfil planeando sobre el hechicero y la señorita Flesh —puntos equidistantes en el interior de aquel círculo vivo—, y, por si esto fuera poco, una prole de cormoranes de moño negro enhebró otro círculo más pequeño, concéntrico al de los ibis!

Observaba yo el prodigio, repasando en vano mis enciclopedias mentales de la naturaleza para hallar alguna explicación, cuando de pronto el hechicero se inclinó y, al incorporarse, abrió una mano sobre los rizos rubios y derramó agua. Exactísima como un reloj de cuco celestial, la nube que ocultaba el sol abrió un párpado de algodón perfecto y un cuchillo de luz cayó desde el cénit clavándose con puntería sobrecogedora en la insignificante figurita de la joven, entre el canto unísono de pájaros y el golpeteo de pies ngongos, que se habían puesto a patear la arena.

—No puedo creerlo. ¿Vio usted todo eso de verdad?

—Y más aún, espere. Porque entonces las bandadas de cormoranes e ibis rompieron filas alejándose por caminos opuestos mientras que usted, un péndulo dorado en la vertical de reposo, donde se enterraba la luz del sol, dio media vuelta y nos enfrentó, haciendo que todos los ngongos se arrodillasen en silencio. Dicho sea de paso, también yo me arrodillé cuando la vi, porque, sin desmerecer lo que ahora contemplo, este mediodía estaba usted divina.

—No exagere. —Sonrió.

—No exagero: tan hermosa como una sacerdotisa de Cumas, o quizá como la verdadera ninfa Dictima. Era usted, porque seguía siendo niña y tímida, pero a la vez otra, más madura, subrayada por el rotulador del sol. Y entonces, erguida, encendida como estaba, las piernas separadas bajo el khanga, el agua por las rodillas, un reflejo exacto de usted misma invertido en la laguna, nos gritó esto en inglés: «¡Qué queréis de mí! ¡Basta ya! ¡No soy lo que pensáis! ¡No puedo ayudaros! ¡Es una responsabilidad muy grande! ¡Porque yo no soy nadie! ¡Nadie!». Eso dijo y salió del agua, caminando con pasos medidos entre el pueblo arrodillado, dejando atrás al hechicero ya callado. Momento que aprovecharon cuatro grandes cigüeñas Marabou de picos rosados como culitos de bebés para bajar en lentas espirales y posarse a sus pies, escoltándola por la arena mientras miraban a unos y otros con ojos como lentejuelas. El batir de sus alas la despeinó, pero usted no hizo amago de quitarse las guedejas de la frente.

—¡No lo recuerdo! —se quejó—. ¡No recuerdo nada!

—Porque no era usted quien estaba allí, sino aquello en que los ngongos pretenden encarnarla. Nada místico, sin embargo, sino mágico. Una magia tan antigua como el Turkana, sacralizada por los misioneros y la ingenuidad de un pueblo. Probablemente le dieron algún bebedizo después de bajarla de la red y la pusieron en trance, algo bastante común entre estos conocedores de hierbas y remedios.

—Es verdad que me encuentro mucho mejor —admitió.

Hablábamos sentados en la tierra, donde también se apoyaba un cabo de vela ardiendo, yo con mi traje de explorador caqui y el alzacuello naranja, Frances Flesh con el khanga atado como una toalla de baño burguesa alrededor del pecho, el pelo sucio y apelmazado pero aún dorado a la luz de la vela, y estigmas de barro en sus manos y el empeine de sus pies. La intermitente rueca de la selva zumbaba tejiendo la noche. La choza olía a paja seca y excrementos.

—Esta tarde soñé algo —dijo.

—¿Qué soñó?

—Me encontraba aquí mismo, en el poblado, pero no había nadie. El cielo era de color violeta. De repente escuchaba a alguien llorar. El llanto venía de una choza y era muy triste. Yo quería entrar, y ayudar a quien estuviese sufriendo tanto, pero era como si me diera miedo.

—¿Por qué?

—No lo sé. No me sentía mal, ni bien. Era como si supiera que no pertenecía a eso y debía pasar de largo. Pero si entraba en la choza, entonces sí pertenecería. Y sabía que, cuando perteneciera, me gustaría y podría sobrellevar el peso con gusto, pero seguía sintiendo miedo…

—¿El peso?

—¿Qué?

—Ha dicho que sobrellevaría «el peso con gusto».

—Eso tiene que ver con la segunda parte de mi sueño. Porque de repente yo era un pez y estaba en el agua junto a otros. Entonces venía uno enorme y me tragaba, pero yo no sufría porque seguía viviendo dentro de su cuerpo, y allí podía ser feliz, y sabía por qué: porque en el agua las cosas pesan menos. «Así podré llevar la carga», me decía.

Una polilla revoloteaba alrededor de la llama de la vela. La adolescente contemplaba hipnotizada su vuelo suicida.

—¿Qué cree que significa? —preguntó entonces.

—Señorita Flesh, este mundo es un misterio inefable. Nada sabemos de él, nada podemos saber. Nuestros pensamientos son los de los hombres, para quienes no están reservadas las respuestas, solo las preguntas. Somos desconocidos que despertamos un día entre desconocidos y, tras algún tiempo de confusión e indagaciones, volvemos a cerrar los ojos y reanudamos el sueño interrumpido. Usted, una linda y tierna niña de Minnesota, no lo sabía. Eso es todo lo que pasa.

Se frotó los desnudos brazos, como estremecida.

—¿Qué me va a ocurrir?

—No lo sé —dije con sinceridad—. Está prisionera en una red más fuerte que aquella en la que cayó: el mito, las creencias, la fe. Mire esa polilla. Es libre para marcharse, pero algo la hace rondar la llama una y otra vez hasta consumirse. Ayer, usted gritaba llamando a sus padres. Hoy, sería usted capaz de ser madre. Eso es un camino a seguir.

—No quiero ser esa polilla…

—La crisálida, señorita Flesh, no puede elegir; la mariposa, sí.

Me miró un instante y luego volvió a hechizarse con la lenta barbacoa del insecto. El gris de los ojos se le escondía en los párpados como un vaso de agua vaciándose.

—Estoy muerta de sueño. Creo que dormiré un poco.

—Hágalo, yo la despertaré.

Pero algo me despertó a mí antes, al amanecer. Un viento sin tregua empujaba pedazos de pueblo hacia el campo, paja, ramas pequeñas, grumos de arena roja, incluso pucheros de barro. Salí de la choza y seguí la dirección de todos los objetos. Así llegué a un claro con una estaca clavada en el centro, y sobre ella, la cabeza del hechicero.

Por obra y gracia del arte y el misterio me horrorizó más su pelo, del que colgaban vértebras de recién nacidos cascabeleando como sonajeros, que la herida reciente del cuello, de donde pendían las inútiles cañerías del aire y la digestión. Tenía los ojos cerrados pero su expresión era casi dulce, como preparada para un beso.

Nada le dije a mi amiguita de aquel hallazgo, cuyo significado todavía se me escapaba. También ella parecía haber perdido la cabeza, aunque de forma harto más sutil. Pasó el día conviviendo con los ngongos, hablándoles a los niños en un inglés que no entendían, sin que ello les impidiera escucharla embelesados, pintándoles vocales o un mapamundi en la arena. Al poco rato se incorporaron las madres, y al mediodía los hombres también la escuchaban. Uno de ellos, incluso, comenzó a tallarla en ébano, figura de la cual saldrían otras muchas. Yo, silencioso evangelista, me percataba de la asombrosa verdad: la estaban creando. La señorita Flesh, confiada en su creciente éxito, se permitía hablarles cada vez con mayor intimidad, ya no de números, palabras o países sino de la triste vida con su riguroso padre, sus deseos de liberarse, sus sueños. Ningún ngongo la entendía, pero todos creían en ella, porque esa es la base de la fe. El mecanismo ritual avanzaba imparable y ellos la creaban a su imagen y semejanza, próxima pero lejana. Al final del día, la fe que todos le depositaban era mayor que ella misma. ¿Qué se necesitaba para que la rueda siguiera girando? Lo adiviné enseguida: que la presencia se retirase para que la fe perdurara.

Decidí advertírselo a la noche siguiente, cuando un grupo de doce hombres enmascarados la llevaron fuera del poblado a compartir alimentos junto al Turkana, en un círculo de doce antorchas. Los seguí, y al acercarme distinguí las máscaras. Muy elaboradas, como toda la artesanía ngongo, imitaban criaturas. Los antropólogos habrían llenado libros con ellas: hiena, estornino, perdiz moteada, guepardo, búfalo, grulla, papión, elefante, cebra, gacela, flamenco rosado, impala. Se hallaban quietos y sentados en círculo, las piernas cruzadas, mientras la señorita Flesh, única comensal de cara descubierta, en khanga rojo, ocupaba su sitio entre ellos y hablaba por los codos.

—Bienvenido, señor Obispo. ¿Le apetece?

—Gracias pero no, señorita Flesh. Tengo que decirle algo en privado.

—Puede decirlo aquí mismo —se rio—. Estoy sola. Desde que nos sentamos, ninguno me habla, y estoy segura de que tampoco me oyen ahí, dentro de sus máscaras. Me han abandonado.

—Naturalmente. —Ella se quedó mirándome y agregué—: Es parte del ritual.

Empujó su plato de carne con el pie y se levantó, insegura y tímida.

—¿Qué ritual? Esta vez he venido porque he querido.

—Y tanto. ¿Recuerda lo que hablamos hace dos días en la choza? Usted ha aceptado su destino, eso también es el rito. Incluso se ha adornado el pelo con ramas, a modo de corona. El hechicero que la recibió aquí en el Turkana y derramó agua sobre usted fue decapitado al día siguiente. Él profetizó su advenimiento mientras se alimentaba de insectos, y el rito exigía su decapitación tras un baile. ¿Le suena? Mire a su alrededor: doce seres contemplándola en silencio mientras cenan. Está sucia de símbolos, amiga mía. Solo falta un detalle para que se convierta en el enigma sagrado que ellos desean.

—¿Cuál es? —me preguntó trémula.

—Morir.

Por un instante pareció como si la niña lloriqueante y colgada de la red amenazase con regresar. Pero luego la vi erguirse, y semejaba haber adquirido proporciones. Las llamas de las antorchas se reflejaban en una anatomía más fuerte.

—Así que, según usted, todo es un puto ritual —dijo.

Asentí.

—Se ha convertido en diosa, y ahora solo le queda subir a los putos cielos.

Nos habíamos apartado de las silenciosas máscaras, más allá de las antorchas. Hablábamos bajo una noche total, el lago Turkana tan negro y vibrante que no parecía sino un extraño fenómeno del espacio que convirtiese la luz en sonidos.

—Me da igual —dijo entonces—. Es como el sueño que le conté: he oído el llanto y quiero entrar en la choza. Deseo cambiar. Quiero ayudar. Son tan pobres y están tan desvalidos por el hambre y las enfermedades… Frances Flesh murió en la red. O mucho antes, en casa, con sus estúpidos padres y sus estúpidos amigos. Quiero ser otra.

—Desde luego, ha perdido por completo su apellido. —Sonreí observando su cuerpo huesudo y fuerte, la línea anoréxica de sus caderas.

—¿Qué ha venido a decirme exactamente?

—Supongo que he venido a decirle que puede huir ahora mismo, evitar este último trance. Conozco un camino seguro desde aquí a Alia Bay. A fin de cuentas, si es usted diosa, puede salvarse a sí misma.

Sonrió en la oscuridad.

—Aléjese de mí, señor Obispo. No me tiente más.

No volvió a hablar. Ni siquiera cuando vimos acercarse en medio de la noche al tropel de ngongos con antorchas y palos. O cuando cerraron un cáñamo sobre su tierno cuello y la llevaron entre salvajes tirones de regreso a la aldea mientras le mostraban fetiches cornudos y le gritaban y escupían. O cuando le arrancaron el khanga a golpes de varas e hicieron que sus gritos y los del poblado entero se convirtieran en uno solo y su sangre y su sudor brillaran por igual bajo la luz de los hachones. O cuando la arrastraron, ya agonizante, hacia una elevación del terreno y la dejaron sola mientras todos retrocedían y los cuatro guerreros con máscaras de leones surgían de la espesura y saltaban hacia ella con increíble agilidad.

No llevaban piedras preciosas en la boca, sino machetes brillantes bajo la luna.

Cuando la ordalía finalizó, los ngongos recogieron el cuerpo mutilado, cargándolo sobre parihuelas en procesión solemne encabezada por el jefe hasta las marismas del Turkana. Allí, al amanecer, fue enterrada Frances Flesh, en un rectángulo de barro seco que parecía aguardarla.

Durante tres noches consecutivas se celebraron sendos festines y se devoró la carne de tres cocodrilos enlodados. En cada una de aquellas veladas decliné amablemente la invitación a participar y me retiré a dormir pronto en mi choza.

Por fin, la mañana del cuarto día, llovió.

La tan esperada lluvia, el tierno impacto sobre la tierra reseca. Grandes espejos ovalados en el barro, círculos concéntricos de gotas, franjas de relámpagos asustando a los pájaros de colores y las manadas de cebras de Grant, por las noches convertidas en serpentinas blancas. Y el pueblo ngongo salió de sus chozas y estalló en un solo clamor, como un gorila desafiante.

«Un curioso ritual de lluvia», pensé. «Arcaico, pero eficaz». Ese mismo día decidí marcharme. Me despedí sin ceremonias del jefe y eché a caminar con mi mochila al hombro. Invadido de un presentimiento me dirigí a las estribaciones del Turkana. La lluvia allí se había afinado en delicadas filigranas, el aire olía a algo nuevo y húmedo y los insectos lo cruzaban como agujas de plata.

Frances Flesh estaba sentada junto a su propia tumba horadada desde dentro, mirando el jade inmenso del lago. Su cuerpo despedazado era un amasijo de barro y porquerías y el otrora rubio cabello se hallaba casi negro de polvo de bejines y raíces.

—Buenos días, Frances —dije.

Se volvió para mirarme. Uno de sus ojos aún era gris, el otro hospedaba gusanos.

—Qué tontería, señor Obispo —dijo roncamente, y a través del tajo de su garganta vi tijeretear las cuerdas vocales. «Tontería» era la palabra exacta. Sonreí.

—Era un ritual de lluvia —constaté—. Solo eso, hibridado con fe de misioneros y antiguos cultos zombis…

Al menos, usted ha resucitado. ¿Qué va a hacer ahora?

—Subir a los putos cielos, imagino —contestó, también sonriendo. Un escarabajo se posó en su cráneo, se introdujo por una sutura hundida y asomó como una burbuja de petróleo por la órbita vacía. Entretanto, el otro lado de su cara no dejó de sonreír y su único ojo de brillar cada vez más—. Pero les he ayudado a creer en algo, ¿no? Ahora formo parte de sus almas, y eso hace que me sienta como nunca. Cambiada, renovada. He entrado en la choza, y allí viviré para siempre.

—Al oírla, Frances, cualquiera diría que es usted feliz.

—Mi felicidad, señor Obispo, no conoce límites. —Su rostro desgarrado no logró alterar el tono de éxtasis. Levantó su cadáver, que parecía formado de otros muchos, una taracea de lombrices, sangre, ceniza y aire, y lo desplazó cojeando.

Demoró en marcharse del paisaje. Tanto, que había dejado de llover cuando su figura tambaleante se fundió con el azul pavo real del horizonte limpio.