LA BODA DE LA SEÑORA BOJ
(CONTINUACIÓN)
—… y sigo bailando.
Pausa al finalizar la historia. Nadie aplaudió, nadie dijo nada.
Algunas cabezas se movieron en ese silencio. Me abrí paso entre el público para saber lo que estaban viendo.
—Queridos amigos —prosiguió el señor Astan—, ya sabíamos que nuestro negocio es un trueque. Pero, como bien ilustra la historia que acabo de contarles, hemos descubierto que también es un juego…
Se trataba de la dama de pelo negro que había venido con el señor Astan: el pequeño revuelo que había suscitado se debía a que llevaba medias de rejilla con ligas de lazo hasta medio muslo. Es decir, a que no llevaba otra cosa. Se apoyaba de espaldas a la puerta que daba a las habitaciones interiores, un pie en el marco, el codo en el picaporte. Me quedé mirándola mientras el señor Astan peroraba.
—… como una especie de casino sin trampas. Si lo arriesgamos todo, justo es recibirlo todo si ganamos. Imaginen apostar todo lo que tenemos: no solo nuestra casa, nuestro coche, nuestra familia o nuestra vida. Todo. ¿Qué queremos a cambio? Si la apuesta somos nosotros mismos, ¿qué esperamos ganar?
Lamenté haberme perdido el striptease. Tenía la cara vuelta hacia el público, me pareció que hacia mí, pero sospeché que cada uno de los invitados estaría adjudicándose en aquel momento el mismo privilegio.
—Yo les diré qué. —El señor Astan alzó el dedo y apuntó a los espectadores más próximos—. El misterio de nosotros mismos. Eso es lo que hay sobre la mesa cuando lo apostamos todo. Al daros por completo, os obtenéis por completo en la ganancia. Y completos quiere decir: con todas las dimensiones. Insondables, abismales. El misterio de lo que somos solo se obtiene cuando dejamos atrás todo lo que somos.
(«¿Me habla a mí?», se pregunta Soledad, porque el Obispo ha dicho esto último mirándola fijamente).
El señor Astan había acabado, lo supe por el gesto que hizo hacia su dama.
Como un planeta, así giró aquel cuerpo en medias de rejilla, sin hacer ruido. Lo último que vi antes de que desapareciera pasillo abajo: sus carnosos glúteos oscilando. No tardó en regresar trayendo al chico de la mano. Xavier, recordé que se llamaba. Vestía aún la camisa blanca y los pantalones negros. Nos miraba parpadeando, y me pregunté si buscaba a su padre. Le hubiese resultado difícil dar con él: Rodier se hallaba mucho más atrás, junto a las mesas donde los camareros acababan de ordenar canapés y cubiertos, y ni siquiera contemplaba la escena. Lo vi arquearse para apurar otra copa.
Cuatro voluntarios entre el público sujetaron al chico sobre una mesa larga, boca arriba. El señor Astan se acercó de espaldas a nosotros, manos en alto. Mientras se oían los primeros gemidos y comenzaban los forcejeos, una dama se inclinó para susurrarme:
—A mí todo esto me emociona, señor Obispo. Me hace recordar.
—¿Y qué es lo que recuerda, señora Boj? —inquirí también en voz baja.
Yo conocía a la señora Boj de años anteriores. Era una mujer de pelo rizado y blanco, piel bronceada, nariz ganchuda y mentón diminuto. En aquella ocasión llevaba una gargantilla de perlas y vestido blanco.
—Mi boda, señor Obispo. ¿Puede creerlo? Mi boda. Hace tantos años.
—No serán tantos, señora Boj.
—No me regale el oído, eminencia. —Soltó una risita—. ¡Cuánto esperé, sentada en aquel banco, a que acabaran de maquillarme! ¿Puede creerlo? ¡De maquillarme! Dios mío, qué nerviosa estaba. No paraban de decirme cosas: que me recogiera el pelo, que me lo dejara suelto… ¿Me pondría el broche que había traído de Perú semanas antes? ¿O quizá ese otro de El Cairo?
El señor Astan se hallaba tan inclinado que no podíamos verle la cabeza: solo su camisa (se había quitado la chaqueta) y los montículos de los omoplatos moviéndose. Los gruñidos de bestia salvaje se unían a los berridos, y estos a los chillidos, momento en el cual uno de los que sujetaban al chico usó su propia corbata para amordazarlo.
—A mí lo único que me gustaba de mi indumentaria eran los zapatos —decía por lo bajinis la señora Boj—, con una banda así en el empeine, de tacón de aguja, plateados…
—Tenían que ser preciosos.
—Sí, sí que lo eran. De Hermès. Hacían juego con el color de la iglesia, que era gris… un gris metálico, igual que el altar. Me acuerdo de esos zapatos… Ya no sé dónde los tengo. Y del cordero. Del cordero del banquete. Abierto así, en canal. Y de la mancha que… La mancha que…
Ni la mordaza impedía ahora los estridentes aullidos, así que la señora Boj no pudo continuar. Vi un pie sacudiéndose sin el zapato. Cuando el señor Astan se apartó al fin, tenía las manos empapadas y la boca rojiza. En la mesa, camisa y pantalones hechos trizas, las costillas goteantes, los intestinos formando un cúmulo de peluca barroca. Uno de los hombres cubrió con una servilleta el rostro del chico.
—Ya está, Samuel —dijo alguien en voz no tan baja como para no ser oído: reconocí a Jules Boujard—. Ya está —repitió como si dijera: «Ya ha pasado todo» y alzó el tono para exclamar—: ¡Enhorabuena!
—Enhorabuena, Samuel.
—Enhorabuena, Samuel.
Rompimos a aplaudir con emoción, debido al tiempo que habíamos estado reprimidos. Algunos giramos hacia Rodier, que seguía junto a la mesa de bebidas pero ya no sostenía ninguna copa y nos miraba como si se sorprendiera de ser vitoreado. ¿Director? ¿Gerente general? Me preguntaba cómo habría que llamarlo a partir de ahora. Se impuso entonces el golpecito de la cucharilla de plata contra el cristal, y todos comenzamos a quitarnos la ropa. La señora Boj, a mi lado, se desprendió un tirante del sujetador y luego el otro, revelando unas mamas planchadas por los años, de pezones caídos.
—La mancha de tarta en la solapa del frac de mi marido —me dijo—. ¿Por qué recuerdo tanto esa mancha, eminencia? Es justo lo que no puedo quitarme de la cabeza: esa mancha de crema en la solapa…
El peso de alguna que otra cartera hacía que las chaquetas cayeran al suelo con estrépito. Por lo demás, la actividad fue discreta. Todos estábamos ya desnudos cuando el secretario colocó el gran anuario de tapas negras sobre el facistol de ébano. En las mesas del bufet, la disposición de canapés y bocadillos permitía leer, en una hilera:
OFFERIMUS TIBI DOMINE
En la otra:
CALICEM VOLUPTATIS CARNIS
El aire olía a incienso y desodorantes sin alcohol. El señor Astan, que se había ausentado sin duda para lavarse, había regresado ya, impecable. Era el único que permanecía vestido, pero en ese instante la dama de largo y bituminoso pelo desabrochó su cinturón, sosteniendo los faldones de su chaqueta en alto. Los demás formamos una sola fila. El primero, claro está, fue Jules Boujard. Se arrodilló y besó. El segundo puesto se lo habían cedido a Samuel Rodier. El culo desnudo del señor Astan aguardaba. Rodier se tambaleó un poco al arrodillarse, debido a su ebriedad, pero los compañeros lo sujetaron. La fila avanzó. Tras el beso, el invitado se apartaba y cedía el puesto al siguiente.
—Ay, señor Obispo —susurró la señora Boj, que caminaba delante de mí, sus nalgas desnudas cosquilleándome el pene—. Qué vieja más tonta soy, señor Obispo, qué vieja más tonta… —Y se secó una lágrima con la punta del dedo.
—En modo alguno, señora Boj —le dije, cortésmente.
Y seguimos avanzando.