La decoración

LA DECORACIÓN

Hace años, la triple coincidencia de un robo, una vieja amistad y una orgía me permitió contemplar una decoración asombrosa.

El robo fue lo más prosaico de todo, y sin embargo constituyó el suceso político de la década, origen de pavorosos cambios en el orden mundial: me estoy refiriendo a la desaparición de las bragas de Katharina Karsova. En cuanto a la orgía, se trataba de una de esas fiestas a las que suelo acudir. Se celebró en una embajada de París, y recuerdo que andróginos desnudos y bañados en plata tomaban tu tarjeta a la entrada y te guiaban al salón, tú caminando tras ellos reflejándote en sus bruñidas nalgas. Por lo demás, contaba con una decoración nada excepcional, mucho más común que aquella a la que se refiere el título de mi historia, aunque su relación con esta última se hará evidente muy pronto. Si acaso, había uno o dos detalles llamativos que me propongo describir.

Permítanme ahorrarme las lámparas, columnas y mesas transparentes sobre las cuales copas y platos parecían flotar ingrávidos. También pasaré por alto los cortinajes de piel de boa, fríos al tacto, que reptaban cuando los descorrías. Todo eso es conocido. Más original resultaba el reloj de cuco obsceno, una delicada miniatura del siglo XVII que, al abrirse, revelaba una diminuta habitación en cuya cama con dosel copulaba una parejita. Merced a una lupa incorporada podías ver hasta el agüíscula microscópica del vaso en la mesilla de noche oscilando con las sacudiditas del lecho, y si aplicabas el oído escuchabas pequeños maullidos de éxtasis.

Los espejos también merecen algunas palabras. Junto a los usuales cóncavos y convexos, los había multiplicadores, que te reflejaban cincuenta veces, de modo que con solo dos personas llenabas todo el salón. Y vampíricos, que te engañaban ocultando tu reflejo. O los llamados «narcisos», que reflejaban a todo el mundo pero con tus facciones y la forma de tu cuerpo, y al mirarme en ellos fui también los camareros que pasaban a mi lado, los invitados, los mayordomos, incluso, ay, dos perros con bozal (desnudos ellos como desnuda me veía yo, con correa y a cuatro patas) propiedad de uno de los invitados que también era yo. O ese otro, aún más extraño, que solo reflejaba a una muchacha que no estaba en la fiesta y que bailaba sosteniendo una máscara de cerdo en una mano y una pistola en la otra.

Pero la pecera que adornaba el centro del salón era lo más curioso de todo. Grande como una mansión victoriana, tallada en una sola pieza de cristal esférico de mil aumentos, los peces en su interior semejaban vacas adultas vistos desde fuera. Lo morboso, sin embargo, era que habían sido maquillados y vestidos: ojos alargados por el rímel, boquitas de carmín, aletas dorsales torcidas bajo el peso de collares años veinte, arrastrando en su inagotable natación gasas de tul y faldas de lentejuelas en un decorado art déco submarino. A su alrededor nos movíamos los seres humanos, largas lenguas de lamé tornasolado y trajes de esmoquin, yo misma envuelta en una pieza rojo de Gante, guantes tricolor y sombrero de mosquetero con una pluma de faisán africano y un cigarrillo en el extremo de una boquilla de laca escarlata. Bastante usual todo.

(«¿Bastante usual?». Soledad se pregunta a qué clase de fiestas acude la señora Lefó. ¿Ha habido alguna vez una fiesta así?).

Mi cigarrillo, precisamente, me presentó a Katharina Karsova.

Fue un encuentro hermoso y aterrador. Recuerdo que me hallaba frente a otro de los espejos, que aún no les he descrito por no sobrecargar la decoración de mi propio cuento. Era uno que te reflejaba como un animal diferente cada vez, aunque sin duda inspirados en tu verdadera imagen. Al pasar frente a él, me vi convertida en un ave fénix de fuego con alas que espolvoreaban una confitura de ascuas. Y advertí, a espaldas del pájaro fabuloso, una pantera de pelaje carbón con iridiscencias cobalto y ojos esmeralda que se estiraba silenciosa y peligrosa, a punto de atacar.

—¿Me da fuego, por favor?

Al volverme contemplé a una mujer no muy distinta de la pantera: alta, fina, musculosa, cabello azabache corto, pómulos eslavos y ojos verdes. Su vestido era más negro que una noche en el ártico. Sostenía un cigarrillo entre los dedos.

—No faltaría más —dije y le acerqué la boquilla. En el espejo, mi Fénix sopló una llamarada que la pantera tragó de un solo bocado. Me presenté, más para obtener su nombre que para regalarle el mío, y supe así que se llamaba Katharina Karsova y era genuinamente rusa, como su acento. Luego la pantera se escabulló, y no volví a verla hasta un poco más tarde, cuando el primer acto del drama ya había concluido. En aquel momento dejé de pensar en ella. Lo que más me gusta de las fiestas es lo que poseen de vida proyectada aceleradamente: gente que nace y muere a tu alrededor, tú yendo de unas a otras, olvidando a las que marchan, sonriendo a las que vienen. Y un instante después de que la Karsova se esfumara, se materializó una compañera de viejos fastos preguntándome algo que creí no haber escuchado bien.

—¿Que si llevo qué?

—Bragas.

Iba a contestar cuando comprobé que el motivo de su pregunta se acercaba tras ella en forma del conocidísimo gentleman Roberto Lupino: la vieja amistad a la que me refería al principio.

—¡Mi muy querida señora Lefó!

—¡Mi muy apreciado señor Lupino!

Creo que debería presentarles a Lupino como se merece: a golpes de platillo, con voz de animadora de circo. Mago, acróbata, mimo, ladrón, todo eso había sido este curioso personaje tan habitual en las fiestas clásicas. Pero su fama procedía de la escalofriante habilidad con que sustraía prendas íntimas femeninas a una velocidad imposible de percibir por el ojo y con una suavidad de picadura de mosquito. La víctima seguía tal cual, sin percatarse, y solo más tarde el azar o la necesidad le revelaban la pérdida de su lencería. Ser bien desnudada por Lupino se había convertido en una divisa de la jet, ya se mencionaba en el pedigrí de las damas. Nuestro amigo vivía de eso.

No había cambiado mucho desde la última vez que coincidimos. Más calvo, algo más gordo, pero la misma mediocridad gris de su bigote y su rostro. En él, las manos eran lo único a todo color: pequeñas y rapidísimas como colibríes fantásticos. Por eso las usaba poco y siempre las guardaba en los bolsillos, como joyas en estuches de gamuza. En aquel momento, las tenía en el interior del pantalón, y por supuesto no me las tendió.

—¿Cómo se encuentra, querida mía?

—Supongo que bien. Aún tengo las bragas en su sitio.

—¡Oh, nada tema del pobre Roberto Lupino hoy! —Rio con expresión de foca y sacó una mano para echarse al coleto una aceituna picante: fue un gesto de centella, como el viaje de un meteorito hacia una caverna—. ¡Me siento torpe ante esta decoración y estas mujeres, si es que no es redundancia citarlas juntas! Disculpe si la he ofendido, estimada amiga, no era mi intención. Pero, en serio, ¿ha visto qué decoración más sobrecargada? Aunque, en general, posee cierto refinado gusto. Excepción hecha de esa barbarie zoológica. —Señaló con la cabeza el acuario de peces travestidos donde, en aquel preciso instante, una barracuda vestida de cuero y látex como una dominanta de las profundidades se zampaba a un pez de negligé estampado.

—Un espectáculo deplorable —coincidí.

—¿Y los lavabos? El retrete de los caballeros, si me perdona la vulgaridad, es la escultura en porcelana de una jovencita de tamaño natural. Excuso decirle la postura en que se encuentra para atender todas las necesidades. Ah, la misère de l’art!

—Me pregunto cómo será nuestro retrete —dije y Lupino rio de buen grado.

—¡Y el reloj de cuco! ¿Ha visto qué monería? ¿Ha oído los jadeítos? ¡Mamma mia, qué espectáculo! ¿Ha observado con la lupa que ella sigue llevando, como única prenda, las braguitas caídas en los tobillos? Pues bien, ¡ya no! —Y en un zas de prestidigitador, Lupino extrajo una de sus stradivarius del bolsillo, y he aquí que en la yema del índice se posaba una especie de mosquito negro y triangular.

—Le ha robado las… —murmuré, incrédula.

Asintió, gorgoteando como un pavo. Le encanta ser celebrado con la sorpresa.

—¡La puertecita se abre solo durante cinco segundos cada cinco minutos, pero fue tiempo más que suficiente para Roberto Lupino! —exclamó, triunfante, y tuve que rendirme ante el humor de aquel hombre bajo y regordete enarbolando su diminuto trofeo como un pescador el primer barbo de la jornada. Volvió a guardarlo y, de repente, pareció serio—. Una decoración orgiástica, desde luego… Pero ¿sabe lo que le digo, querida mía? ¡Esto, para Roberto Lupino, no es verdadero arte! ¡Lupino apuesta por la creación natural, no por el artificio! Mire a su alrededor: espejos enloquecidos, fornicación microscópica, peces disfrazados de rameras… ¡Ah, cara mia: el hombre ha olvidado la cautivadora sensación de lo elemental, el misterio de la naturaleza sencilla!

—¿Propone acaso un regreso a las cavernas? —inquirí, burlona.

—Propongo, cara donna, purificar. Buscar con nuestros ojos interiores, hallar caminos ocultos y avanzar por ellos.

—Para obtener ¿qué?

—¡El absoluto único! —exclamó, casi ofendido—. ¿Qué otra cosa puede ser? ¡Nosotros, los seres apasionados como usted y yo, solo tenemos esa posible escapatoria en este mundo vulgar! ¡El absoluto único! ¡En cambio, aquí abunda lo múltiple diverso!

Criados toracópagos —la última moda en fiestas de salón—, uno vestido de librea y el otro de doncella libertina, unidos por el tronco como legítimos siameses y trotando al mismo ritmo como caballos de tiro, nos ofrecieron bebidas. Su aspecto daba tanta razón a las palabras de Lupino que desvié la vista.

—¿Y qué es el absoluto único, vamos a ver? —Lo desafié.

—¡Si yo lo supiera, señora! —Me reí de nuevo hasta que comprobé que Lupino seguía serio—. ¡No se burle de Roberto Lupino, querida mía! ¡Azóteme con los aplausos, que son el latigazo del bufón, pero no crea que no hablo muy en serio! La culpa de mi melancolía la tiene ese espantoso reloj de cuco. Le confieso que, mientras hurtaba las braguitas a la muñeca del interior, pensé: «¡Pero, Roberto, qué nos ocurre! ¿En qué hemos transformado el placer, el éxtasis sagrado? ¿Qué hemos hecho del sexo, la naturaleza o la vida?». Y sentí vergüenza de mí mismo, señora. ¡Yo, Roberto Lupino, el mago de lo imposible, excitado como una mona al despojar al mini-fetiche de su calzoni! ¡Roberto Lupino, un subproducto de la cultura del adorno, robando en la casa de Hoffmann, entre autómatas de chocolate y peces prostituidos! ¿Y cómo llamarán a la ninfa del WC, sobre la que he perpetrado hoy mis necesidades? ¿Watereida? ¡Oh, Roberto Lupino, cuánta vulgaridad!

Tres mujeres cercanas al escuchar su nombre se palparon la ropa en un gesto casi supersticioso, como oír tronar y santiguarse. Al verlas, Lupino recuperó su buen humor y me guiñó un ojo.

No me haga caso, cara mia. Soy un simple husmeador de ropa íntima, ya ve. Pero no se preocupe por mí: quiero cometer un escándalo o dos y me iré a casa. No estoy en mi sano juicio.

—Se le pasará —afirmé—. Dicen que entregarse al trabajo calma los nervios.

Y lo vi alejarse como un tiburón entre algas de trajes provocativos que gesticulaban a su paso para terminar comprobando, quizá con tristeza, que aún conservaban sus encajes.

Desde entonces hasta el grito nada notable sucedió.

Antes comparé las fiestas con la vida. Permítanme ahora otra comparación entre ambas, esta vez antitética: la vida comienza con un grito, las fiestas acaban con otro. Si no sucede nada tan tajante como un grito, no puede decirse que la fiesta termine. En esto, fuego y fiesta se parecen. Piénsese en un incendio: si no es apagado, ¿cuándo finaliza? ¿En la última llama, en la chispa, en el rescoldo, en la ceniza humeante? Y si la fiesta no es interrumpida, ¿dónde se halla el punto de corte? ¿Al finalizar la música? ¿Al marcharse el último invitado y el último coche del aparcamiento? ¿Al comenzar a limpiar el salón ya vacío? Opino como Zenón de Elea: todo trayecto es infinito, si uno se pone a mirar con detenimiento. Es preciso siempre ser un poco basto para acabar con algo del todo: la finura pide infinitud.

(Y esto lo ha dicho la señora Lefó mirando el ascua de su cigarrillo, tan rojiza como su pelo. A Soledad, que no ha entendido ni una sola palabra de la sesuda meditación, no le cabe duda de que la señora no estáa costumbrada a la vulgaridad. ¡Es tan parecida a todo lo que ella desearía ser!).

Disculpen la digresión. Siguiendo con mi historia, recuerdo que me hallaba escogiendo un flammoyanet de una bandeja cercana y preguntándome, en el ínterin, de qué estaría hecho un flammoyanet, cuando lo escuché, estridente, bestial. Ocioso es añadir que la fiesta concluyó en el acto y fue sustituida por una muchedumbre inquieta y culpable. Más sorpresa me causó ver salir del centro del tumulto, como de una jungla, a una figura ágil y enfurecida que se abalanzó sobre mí y me sujetó de los brazos.

—¿Dónde se ha ido? —me espetó—. ¿Dónde vive? ¿Cómo puedo encontrarlo?

Reconocí a la enigmática y hermosa pantera negra. No albergué ninguna duda sobre que ella era quien había gritado.

—Antes que nada, madame Karsova —dije con calma, zafándome de sus garras—, y solo por pura curiosidad, ¿puedo saber de quién me habla?

—El que roba bragas. —Sus grandes ojos rusos despedían fuego verde—. ¡Dicen que usted lo conoce! ¿Dónde vive?

Me salvó de ser torturada por aquella KGB de uno noventa de estatura nuestro anfitrión el embajador, con las medallas de su frac colgando como guirnaldas y sonando clinc, clinc, que se nos acercó respaldado por un grupo de sonrisas condescendientes.

—Madame Karsova, por favor, tranquilícese. La compensaremos con un centenar de prendas íntimas de su elección, no le dé tanta importancia a este banal incidente. Tenga en cuenta, madame, que es tradicional en las fiestas de las principales capitales europeas que el señor Lupino…

—¡Me da igual! —cortó la Karsova con aquella brutalidad magnífica, arrancando sin querer carcajadas dispersas—. ¡Exijo que me las devuelva!

—Los rusos no comprenden bien las costumbres occidentales —me susurró una anciana de pelo plateado.

—Por favor… —La Karsova, vuelta de nuevo hacia mí, había optado por la súplica—. ¡Solo usted puede ayudarme! Es muy importante, se lo ruego…

¿Quién iba a sospechar que aquella mujer desesperada tenía razón?

Y aquí, si me permiten, divido mi historia. Como ya dije, el caso de la desaparición de las bragas de Katharina Karsova constituyó un acontecimiento de primer orden, origen de cambios profundos en el mapa geopolítico, aunque sus consecuencias aún estén lejos de ser evaluadas en toda su magnitud. No obstante, prefiero dejar su glosa a los expertos en la materia. A mí me interesa mucho más contarles cómo acabó el asunto entre sus dos protagonistas, narración que, lejos de tener la misma importancia que el robo en sí, podría dar lugar a interesantes disquisiciones. Pero ustedes juzgarán.

Al día siguiente, atendiendo a los ruegos de la víctima, accedí a llevarla en mi descapotable rojo a la residencia que Lupino posee en la capital francesa. Impuse como única condición —que la preocupada dama aceptó de inmediato— desempeñar el papel de testigo presencial en todo lo que sucediera. Intuía que el gran ladrón iba a sorprenderme una vez más, y en verdad no me equivocaba.

Nos esperaba en la puerta de su mansión, envuelto en un batín de arabescos con solapas de terciopelo negro, e inclinó su regordete cuerpo en una reverencia.

—Señoras, qué gusto verlas de nuevo… Su presencia ilumina el humilde hogar de Roberto Lupino… ¿A qué debo el honor?

—Déjese de rodeos —cortó la Karsova—. Usted tiene algo que me pertenece.

—Todos tenemos algo que pertenece a otros, madame —replicó Lupino, ambiguo—. Lo que importa es saber hasta qué punto los otros quieren recuperarlo. Vengan por aquí, queridas señoras. —Señalaba un pasillo con gesto de entertainer.

Las casas de Lupino son como él: simpáticas y grises por fuera, trucadas y sorprendentes por dentro. Su decoración, sin embargo, no deja de ser sobria, y revela la preferencia de su dueño por la sencillez. Puede haber puertas secretas, pero son las de toda la vida, naturales y hasta familiares. La que nos mostró en esa ocasión se ocultaba tras el clásico falso lomo de libro en la estantería. El salón al que accedimos era el único pecado secreto que Lupino se permitía en materia de adornos. Allí, colgados de la pared como mariposas de alas extendidas sobre carteles dorados proclamando su género y origen, estaban sus trofeos de caza: centenares de bragas, no pocos sujetadores, medias, leotardos, una esquina solo para enaguas, hasta algunos corsés, todo sujeto con alfileres. El objeto que más recuerdo era una broma: un pañal sucio de bebé enmarcado en bambú que le habían regalado unos amigos chistosos.

—Como ustedes pueden ver —comentaba Lupino señalando las paredes, como un maestro de ceremonias—, las víctimas no suelen reclamarlas. Incluso he llegado a pensar, sin menosprecio de su sexo, que algunas agradecen la rapidez con que las pierden. Pero que usted, madame Karsova, toda una dama de la high class, bellísima y riquísima, si me permite los superlativos, se muestre tan preocupada por recuperar una prenda mínima, dicho sea de paso, bastante mínima… y ni siquiera excepcionalmente cara… hace que Roberto Lupino se pregunte cosas. ¡Muchas cosas! —Y se reía con aquella simpatía de delfín en delfinario, tan boba y tan preciosa.

—Son el recuerdo de una noche de amor —zanjó la rusa, que había sacado un talonario—. ¿Cuánto quiere por ellas?

—Creo, madame, que confunde usted la vida espartana de Roberto Lupino con la miseria. Guárdese su dinero, por favor. ¿Piensa acaso que no tengo corazón? ¿Supone que Roberto Lupino aceptaría un solo billete de sus lindas manos para devolverle el… cómo ha dicho… «el recuerdo de una noche de amor»? —Su diestra, no menos rápida que su lengua, había sacado en un visto y no visto un elástico de encaje negro, que sostenía con dos dedos—. Ecco, madame. Le devuelvo sus bragas. Lamento profundamente haberla escogido por puro azar para mi inocente diversión de la fiesta de ayer. Que usted la pase bien, querida. Pero… ¿Qué ocurre, señora? ¿No son esas sus bragas? ¿Me he confundido, quizá? —Lupino se encaraba, orondo, los pulgares pinzando las solapas de su batín. La Karsova, que le sacaba dos cuartas, parecía mucho más débil tras arrebatarle la prenda y palparla con nerviosismo: una especie de Blancanieves rusa en manos de un enano bigotudo—. ¿O quizá está buscando el aparatito diminuto que ocultaba en el elástico? Ma, carissima mia, ¡no me mire así! ¿Pretendía en serio engañar a Roberto Lupino con su ridícula «noche de amor»? ¡Roberto Lupino lo sabe todo! ¡Todo! —Y tras este maravilloso coup de théâtre, volvió a reír como un niño.

—Dígame de una vez cuánto quiere. —La rusa manoseaba, ahora a la vez, bragas y talonario—. ¡Le pagaré lo que quiera!

¡Bellamia cara, ya le dije que no quiero su dinero! Me ofende con su insistencia, por no mencionar que se ofende a usted misma: ¿qué decir de una mujer que comercia con sus bragas? —Hierática, la dama se irguió amenazadora y dio media vuelta. Pero las palabras de mi amigo la detuvieron—. Y no se le ocurra pedir ayuda a sus esbirros. El aparatito se halla en un sobre guardado en cierto banco con la instrucción precisa de ser entregado en la embajada si algo me sucediese. Soy intocable, madame, pero tan molesto como las moscas de otoño.

La Karsova mostró una bella colección de dientes blanquísimos.

—¡Basta de juegos, señor Lupino! ¡Estoy perdiendo la paciencia!

—¡Madame Karsova, ahora las cartas las reparto yo! —Apuntó Lupino un dedo hacia el pecho de la dama—. De modo que tenga más cuidado con su paciencia del que tuvo con sus bragas. ¡Roberto Lupino no quiere dinero, repito, tiene todo el que necesita y más! ¡Roberto Lupino es un hombre gris y mediocre, sin ambiciones fáciles! No es dinero lo que quiero de usted, pero tampoco le regalaré ese aparatito.

—¿Y entonces?

Él pareció meditarlo, aunque yo estaba segura de que ya sabía lo que pediría.

—Un canje. Sus bragas, aparatito incluido, a cambio de usted.

—¿De mí?

—A cambio de disponer de usted una sola noche.

La Karsova, noqueada por segunda vez, hizo algo que no hubiese creído posible: abrió más los ya muy grandes ojos verdes. Frente a ese gesto, los de arrugar las aletas de su blanquísima nariz y curvar los sensuales labios no resultaron, ni de lejos, tan impresionantes.

—Comprendo —dijo con desprecio.

—¡No, no comprende! —Lupino parecía más irritado que nunca—. ¡Usted es sobrenaturalmente hermosa, como lo es la señora Lefó, aquí presente! —Sonreí ante la mentira cortés—. ¡Usted, repito, es sobrenaturalmente hermosa, y piensa que Roberto Lupino es un porco! ¡Pero no me horrorice, madame! ¡No pretendo abusar de usted, al menos no de la manera que piensa! No se confunda por el otro extremo, claro está. ¡El espacio en que se mueve Roberto Lupino no es el del mundo! Soy un saltimbanqui en la cuerda floja de la normalidad. ¡Me repugna el pecado, pero también la virtud, el matrimonio, la lujuria, la castidad, la pureza, la represión y el libertinaje! ¡Todos los disfraces de la existencia horripilan a Roberto Lupino! ¡Pero el arte, ah, la pasión por el arte…! ¡La búsqueda de la simple perfección, el éxtasis de la revelación pura, la naturaleza de la fantasía! ¡Llámelo como quiera: el deseo de lo imposible, el absoluto único…! ¡Eso sí es Roberto Lupino! Cuando digo que quiero disponer de usted durante una noche me refiero a que quiero usarla como herramienta, como posibilidad teórica, como materia de especulación, como hipótesis para un futuro hallazgo…

La Karsova me miraba desconcertada: «¿Está chiflado?», parecía ser la pregunta. Yo me encogí de hombros en una respuesta que esperaba fuese lo bastante inglesa como para que una rusa la comprendiera. Nuestro anfitrión advirtió el diálogo, sin duda, porque bajó de sus lupínicas nubes de inmediato.

—Iré al grano, «camarada» Karsova, que es lo que a usted le gusta. Le devolveré el microfilm, donde estoy seguro que se ocultan todos los documentos que su cómplice fotografió en la embajada, a cambio de que sea mía durante una sola noche.

—Ya dijo eso —contraatacó ella—. Lo que quiero saber es qué quiere que haga.

Fue entonces cuando, tras dedicarle una mirada divertida, Lupino se lo dijo.

Durante el viaje de vuelta la rusa permaneció rígida y erguida en el asiento, brazos y piernas cruzados. La corta melena azabache parecía a prueba del chorro de viento que atacaba mi descapotable. Ni siquiera fumó. Solo despegó los labios para espetarme:

—¡Ese idiota no comprende lo importante que es para el mundo que ponga ese microfilm en las manos adecuadas!

—Siempre pensé que el mundo terminaría dependiendo de lo que una mujer lleva en las bragas —repuse.

Me taladró con sus ojos verdes.

—Y ni siquiera busca dinero o sexo. ¿Para qué quiere que haga esa estupidez?

—Es difícil de explicar. Todo tiene que ver con el absoluto único y las watereidas, pero creo que solo él es capaz de entenderlo. De cualquier modo, no se lo tome así. Estoy segura de que esto acabará de la mejor forma posible —agregué, revelando mi afición secreta a Leibniz.

El domingo llegué al caserón enorme donde se celebraba la fiesta a eso de las once de la noche. Todo estaba oscuro, salvo la luna, y recordé que Lupino ni siquiera permitía lámparas. Las siluetas dormidas de los coches en la entrada me hicieron saber que ya habían llegado numerosos invitados. Hacía una noche inmejorable en las afueras de París. Solo se oía el código cifrado de los grillos.

Lupino me esperaba en las escaleras de entrada, como de costumbre, un pingüino solícito bajo aquel esmoquin clásico y la pechera blanca.

—¡Ah, cara mia, qué a tiempo ha venido usted! ¡Y qué hermosa, si me permite decirlo! ¡Su presencia se nos hacía imprescindible!

—¿Tan aburridos están?

—¡Lejos de eso, bellissima! ¡Cómo explicarle! ¡Estamos rozando el infinito, el éxtasis, el… el…!

—El absoluto único —resumí.

—Sí. El absoluto único.

Nos miramos en silencio, él sin sonreír, supongo que para no estropear con una mueca el claroscuro perfecto de aquella felicidad. Supe incluso que, en su desbocado desenfreno, habría podido enamorarse de mí en aquel preciso instante, y para evitarle en lo posible ese error mortal me separé de él y señalé hacia la casa.

Andiamo.

Lupino trotó detrás como un niño.

Mientras penetraba en el oscuro y aparentemente vacío interior, no podía evitar cierta emoción al pensar que iba a contemplar el resultado del increíble plan de Lupino. Recordaba la cara que había puesto la rusa cuando mi extraordinario amigo se lo contó:

—Quiero celebrar una fiesta particular, y usted será la única decoración, madame. Y subrayo: única. No habrá muebles, ni adornos, ni lámparas. Nada de peces vestidos como putas, ni espejos mutantes, ni relojes de cuco pornográficos… Un salón vacío y usted, lo más quieta posible. En silencio, sin hacer nada. De pie, inmóvil, muda… durante una noche.

—¿Habla en serio? —había preguntado ella.

—Roberto Lupino siempre habla en broma, pero lo que dice es serio. Admita, además, que no le pido demasiado: quedarse callado y quieto debería ser fácil para todo el que trabaja recibiendo órdenes de gobiernos.

—Está usted loco —había dicho ella, acentuando la palabra.

—Gracias —admitió Lupino con sinceridad—. A Lupino no se le ofende llamándole loco, señora. Es como cuando mi padre me llamaba «granuja»: me hacía pensar que me envidiaba. Pero, loco o no, ¿qué decide?

El suspiro de la Karsova me conmovió también a mí, como una onda expansiva.

—¿Cuándo será? —dijo.

—Dentro de tres días, este domingo. No aquí, por supuesto, sino en otra casa de mi propiedad, que está vacía. Usted me decora la fiesta y yo le devuelvo el microfilm al acabar. Habrá unos cincuenta invitados, incluyendo, por supuesto, a la señora Lefó. Pero no debe temer que esto salga de mi círculo, madame Karsova. Los amigos de Roberto Lupino son como Roberto Lupino, así que no espere indiscreciones.

—Y supongo que no podré llevar ni esto —dijo la Karsova con cinismo, alzando las pequeñas bragas—. ¿Me equivoco, señor «artista»?

—¡Por completo, señora! —Lupino parecía escandalizado—. ¡El error es un lujo que Roberto Lupino nunca se permite, ni siquiera cuando roba bragas, y nunca cometería el error de hacerla decorar sin ropa! No es su belleza lo que deseo obtener, sino a usted. Usted, quien, como todo el mundo, es más que usted misma. De hecho, he decidido que vista esa noche algo muy inocente, sin relación alguna con la extravagancia.

—¿Y qué será? —preguntó ella, intentando no imaginarlo.

—Un uniforme de colegiala.

(«¿Qué?», se sobresalta Soledad).

Yo iba recordando aquel fantástico diálogo mientras llegábamos al salón. Allí no había luces ni otros sonidos que nuestros pasos. Supe de la vastedad del espacio por el resplandor de la luna que brillaba en las ventanas. Medio centenar de siluetas inmóviles de hombres y mujeres, vestidos con simple elegancia, formaban una especie de semicírculo sosteniendo copas y bandejas. Lupino me guio hasta un sitio en primera fila y me puse, como todos, a contemplar la decoración.

Al principio solo veías la sombra de una mujer de pie, vuelta hacia nosotros. Luego la luna le pintaba el pelo corto y negro, el rostro muy blanco, las hombreras de una chaqueta negra con un escudo plateado en el bolsillo superior, el cuello de una camisa blanca, una falda plisada hasta las rodillas, calcetines blancos y zapatos negros…

(«¡Es mi uniforme! ¡Qué extraño!». Soledad tiene la sensación de que la señora Lefó ha improvisado todo esto por ella, pero no comprende la razón).

Si te fijabas más, distinguías su expresión, entre aburrida y resignada, la escuchabas respirar, percibías los parpadeos, a ratos los leves cambios de postura, el peso sobre un pie, sobre el otro, los gestos tenues de las manos a los lados del cuerpo jugando con un pliegue de la falda, la clara deglución de saliva perturbando la armonía del cuello, la lengua abultando una u otra mejilla, las mandíbulas tensas un instante y relajadas al siguiente. Si la mirabas lo suficiente, la veías mirar al techo sin mover apenas la cabeza, o al frente, o hacia ti. La veías cerrar los puños y abrirlos, mover los dedos de los pies dentro de los mocasines, erguirse y proyectar el busto, relajarse y quedar flácida, reprimir un bostezo, chasquear la lengua al separarla del paladar. Y así minuto a minuto, hora tras hora, hasta que por fin distinguías la furia contenida, las ganas de gritar, la rabia que muerde los labios, la mirada de reojo desafiante, la desesperación, la confusión, el querer preguntar, el basta por favor, el no puedo más, la búsqueda de compasión, la distracción, el recuerdo imprevisto, el regreso a la realidad, el desear saber cuánto falta, la rebeldía de sus músculos, el sudor que perla la frente, los labios entreabiertos, minuto a minuto, hora tras hora. Y tras ver todo eso, intuir su cuerpo como un símbolo, su cuerpo que ya no es suyo, el cuerpo que ya es mi cuerpo, que es el de todos los que la miramos y nos miramos en ella, así, minuto a minuto, hora tras hora, hasta pensar Dios mío, qué cosa tan perfecta, qué decoración tan sublime, qué misterio tan excelso, ver por fin algo distinto de verdad, algo que de verdad merece la pena, inexplicable y remotísimo, algo que siempre ha estado ahí pero nunca vemos, que de verdad es original y único, algo que te hace pensar que la existencia es misteriosa, algo que está cerca pero lejos, precisamente porque está demasiado cerca, que te impregna y me impregna, que poseo pero no obtengo, que no alcanzo, que rebaso, que soy yo, yo misma, yo…

Al final, murmullos apasionados, asombro, alabanzas unánimes, aplausos, admiración y comentarios ante el advenimiento de una nueva época, un nuevo tiempo.

Eso fue lo que sentí, lo que sentimos todos, en aquella fiesta inolvidable en casa de Roberto Lupino, contemplando la decoración.

(«Yo, yo misma», piensa Soledad con los ojos cerrados).