El nacimiento de Venus

EL NACIMIENTO DE VENUS

Sophia, sí. Su nombre me evoca cabelleras de holoturias, espiras de caracolas, cuerpos de equinodermos. Pronunciado con acento en la primera sílaba, «SOphia», parece hermanarse con Safo, Lesbos y Lemnos, desparramarse por el jónico, egeico, premediterráneo mar en que me hallaba.

Porque debo decir que yo estaba con Grigori Fasev clasificando fósiles pelágicos en Pafos, la dulce Pafos del Chipre no ocupado por los turcos, en una villa encaramada sobre la costa.

—Tú, clasifica —me decía Grigori—. Clasifica. No es difícil.

No lo era: alineados en los anaqueles de nuestro cuarto de trabajo se momificaban alcionitos, ámbares, amonitas, belemnitas, ictiolitos, numulites y trilobites sobre tarjetas que proclamaban el Cámbrico, Cretácico, Ordovícico, Jurásico o Pérmico.

—Clasifica —decía Grigori—. Segmentados, no segmentados, braquiópodos, huesos de jibias, conchas…

Grigori sabía que podía confiar en mí para esa tarea: soy como una máquina exacta de pesos y medidas, un microscopio que aísla e identifica. Por eso, cuando nos conocimos por azar en un hotel de París, no tardó en ofrecerme aquel trabajo en Pafos. No me contó qué era lo que buscaba, pero tampoco se lo pregunté. Lo que me importaba era que pagaba bien. Su padre, un ruso emigrado a Alemania, había construido un imperio de empresas cuyos beneficios heredó Grigori como único descendiente. Provisto de tal riqueza pero sin deseos de continuar con el negocio familiar, soñaba, cual nuevo Schliemann, con grabar su nombre bajo un hallazgo arqueológico mundial. Además de mí, había contratado a una variable mesnada de hombres rana griegos (no se fiaba de los turcos), y todas las mañanas traían entre gritos un cargamento de inútiles piedras que arrojaban sobre nuestra mesa como una apuesta estrepitosa. Yo los clasificaba y Grigori los sometía a un riguroso escrutinio.

Por fin, una tarde de sol y datileras, olvidable salvo por las palabras que se pronunciaron, me ofreció algunas pistas sobre su obsesión.

—Afrodita, amigo mío.

—Me suena. ¿No era Venus?

—Venus, Afrodita, Astarté, Ishtar, Astaroth… Llámala como quieras. Su leyenda procede de un culto cretense muy antiguo, y de allí pasó a Citere y el Peloponeso. No tenía un solo aspecto sino múltiples, y aparentemente opuestos. Era la diosa del Amor, pero también la de la Muerte. Melenis, la negra. Escotia o Epitimbria, de las tumbas. Androfona, la matadora de hombres…

—Creo que me gusta más el aspecto tradicional —dije.

—Aquí, en Pafos, se le rindió un culto misterioso y ya olvidado. La sacerdotisa bailaba sobre las rocas de la playa y entregaba su cuerpo a las olas, luego salía renovada, como Venus de la espuma-semen del padre de los dioses… De modo que también está relacionada con el nacimiento, el origen de la vida.

—Bonita leyenda.

—Sí, pero en toda leyenda hay significados ocultos, no lo olvides. Unos derivados de otros, un pasillo de significados, un laberinto, y al final, el último, conclusivo, minotáurico… Es a ese significado al que pretendo llegar.

—No dejará de ser un mito, de todas formas —dije entre sorbos de vino chipriota.

Grigori se mesaba la blanca barba con aire enigmático.

—Afrodita no es solo un mito, muchacho, y me propongo demostrarlo.

No tan enigmática era su costumbre de acortar su ya menguada vida con desbaratadas orgías en las tascas de la playa. Allí, entre mujeres armenias, griegas y algunas turcas (en esta ocasión se fiaba bastante más), al soniquete murrio de las bandolinas, Grigori Fasev era capaz de beber y cantar como todos sus ancestros eslavos y germánicos juntos. Lo recuerdo enrojecido como el Eritreo hasta la raíz de sus blancos cabellos, hablándome horas y horas, no ya sobre Afrodita sino sobre Sophia.

—Sophia… La conocí hace muchos años en Grecia, durante una Nochevieja en El Pireo. Ya sabes: fuegos artificiales, máscaras, sirtakis… Una sola vez, una sola noche, chico, y no he podido olvidarla… ¡Ya no se fabrican mujeres así! —Y concluía, guiñando el ojo a las jóvenes, que no entendían lo que decía—: Soy un soñador. La pasión me perderá.

—Sin duda —convine.

Me habló por primera vez de Sophia ante una muchacha que, según él, se le parecía mucho. Tenía apenas diecinueve años y era de origen grecoturco con una extraña pero magnética mezcla de asiático. Trabajaba en uno de los bares de Pafos como bailarina y ya a su edad poseía cierta experiencia en un teatro de variedades de Atenas. Su sueño era vivir en California. Nos dijo su verdadero nombre, pero ni a Grigori ni a mí nos importó, y le rogamos con llanto de borrachos que nos dejara llamarla «Sophia». Para complacer a Grigori, que la conoció, y a mí, que no.

—Así, «Sooophia»… —Grigori alargaba los labios entre bigote y barba.

Sophia, nombre evocador. Madréporas, trompas de tritón, sus pómulos altos, sepias, el nácar de los moluscos, el torneado de sus muslos, el caparazón del cangrejo, el pareo anudado a sus pechos, la escultura de la Venus Citerea, su cintura corintia, su morenez mediterránea. Ah, y su forma de hablar, repleta de obscenidades imaginarias.

—¿Amigo… de usted? —Me preguntaba señalando a Grigori. Nos entendíamos en inglés, el de ella algo más torcido.

—Puede decirse que sí.

Grigori ya roncaba sobre la mesa, y cuando Sophia se inclinaba sobre él, sus senos de náyade le rozaban las canas.

—Es divertido —agregó—. Está borracho.

—Bebe mucho, en efecto, y no debería hacerlo.

—¿No?

—Padece del corazón. Se lo alivia con pastillas bajo la lengua.

—Nunca le he visto usar la lengua para eso.

Lancé una carcajada.

Llevamos al viejo entre los dos hasta el Jeep de Grigori, estacionado junto a la arena, y mientras tanto ella seguía preguntando, ya con más confianza.

—¿Qué hacéis?

—¿Qué?

—En Chipre. ¿Turistas?

—Ordenamos fósiles.

—Ah —dijo como si lo hubiese comprendido todo de repente. Sostenía a Grigori del sobaco con fuerza inusitada. El viejo balanceaba la cabeza entre ambos como un toro agonizante—. Comentan aquí que ustedes… profesores ricos.

—Él es rico. Profesor no somos ninguno.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—Sí. ¿Qué eres?

—Yo soy el que ves —respondí.

A partir de entonces era costumbre que charláramos cuando Grigori dormía la mona.

(«Qué respuesta tan idiota —piensa Soledad—, pero me la esperaba del señor Formas». A fin de cuentas, ¿no lo había dicho la señora? «Él ve lo que ve»).

Y así un día. Y otro. Caracolas de nautilos, cuernos de Amón, discos de lapas, argonautas, casis, neritas, pólipos… Nunca imaginé que por el suelo de los mares rodaran tantas porquerías desordenadas.

—Clasifica —decía Grigori, que a veces me dejaba solo y se encerraba en su despacho como en un camarote a consultar mapas más grandes que él, donde podía verse asomar el morro de Chipre, o a traducir viejos textos leyéndolos en voz alta.

De pronto, una mañana, todo cambió. Los tipos-pez que alquilábamos durante las horas de sol para que nos exhumaran el mar regresaron antes de lo habitual dando extraños gritos que Grigori vertió en un inglés ansioso.

—¡Han encontrado algo! ¡Por nuestras madres, que han encontrado algo! ¡Pero es demasiado grande y frágil, no quieren traerlo sin mi permiso! ¡Vamos a la playa!

Al tiempo que lo decía, estaba subiendo al Jeep. Avistamos, tras un viaje de vértigo, un nido de lanchas de goma en la arena con hombres enlutados de neopreno. Tres de ellos sostenían algo que parecía un remo basto y desigual hecho de piedra. Grigori saltó del Jeep aún en marcha. Los griegos le festejaron la proeza.

—¡No puede ser! —exclamaba—. ¡Tan grande! ¡Tan enorme!

Lo que yo vi era, tan solo, un objeto de tres metros y medio de largo por unos ochenta centímetros de ancho. Parecía una barra de pan prehistórica. Grigori se puso a bailar y uno de los submarinistas, contagiado de su histeria, alzó aquella cosa gritando algo que hizo a Grigori desternillarse.

—¡Dice que es el mondadientes de Neptuno!

—Pues lo ha usado más de una vez. —Señalé con cierto asco los parásitos glaucos y el cepillo de algas que adornaban sus fosas.

Grigori empezó a dar instrucciones, y el regreso a nuestra casa, por contraste, fue de todo menos veloz, como si trasladáramos a un accidentado a un hospital de montaña. El viejo pasó la tarde en su despacho con su longitudinal fósil. No diré que el tiempo no transcurrió, porque siempre lo hace para quien gusta de medirlo, y cuatro horas de cadáver en una hamaca y uvas chipriotas más tarde oí abrirse una puerta.

—Dios mío —dijo Grigori al verme—. Oh, Dios mío…

Le aticé un sorbo a mi copa de vino y miré al viejo con dulzura.

—Aún no he llegado al estado de divinidad, Grigori, pero espera tan solo a que abra otra botella…

—Será mejor que vengas a ver esto.

Fuimos. Lo que vi sobre su mesa de trabajo era el mismo fósil de cuatro horas antes, ahora partido en tres pedazos con un escoplo. Grigori me miraba enrojecido por el sol, la emoción, el esfuerzo y el vino, si es que no son todas ellas una y la misma cosa.

—¿Y? —inquirí, resignado a que me contestaría enseguida.

—Por Dios, ¿no lo ves? —Se indignó—. ¡Un espermatozoide! ¡Un gigantesco espermatozoide fósil!

Cuando logró embalsamar los nervios en alcohol, pudo contarme toda la historia.

—La idea se me ocurrió cuando hallé unos manuscritos en Nicosia. Ya conoces la leyenda del nacimiento de Venus o Afrodita: Urano fue castrado por su hijo Crono con una hoz de pedernal, y este arrojó los genitales de su padre desde el cabo Drépanon, según Hesíodo. El semen se unió a la espuma del Egeo y surgió ella, sobre las valvas de una concha venera. ¡Pero resulta que Hesíodo estaba equivocado en cuanto al lugar! Los manuscritos de Nicosia, copia de otros más antiguos procedentes de Pafos, hablan de un sitio cercano a Chipre, no al cabo Drépanon… Debe de ser una pequeña isla. Hay un poema en clave sobre su localización, intento traducirlo… En uno de sus versos se dice: «En la espuma saltaban las glaucas culebras»… ¿Comprendes? ¡«Glaucas culebras»! ¡Espermatozoides!

—Es decir, que has hallado un espermatozoide de Urano. —Intenté que no sonara por ningún extremo a burla, pero hasta Grigori se rio tras una pausa suspicaz.

—Quiero demostrar que la leyenda del nacimiento de Venus tiene una base real. No me refiero, por supuesto, a una mujer nacida de la espuma, pero sí a algún tipo de hermosísima criatura prehistórica que el mito preservó con el nombre de la diosa del Amor, la Vida y la Muerte. Y si la esperma titánica que anegó los mares chipriotas es real, el cuerpo de esta gran Diosa Madre debe de estar en algún sitio. Quizá… ¿Quién sabe? ¡Quizá se trate realmente de una diosa…!

—Grigori —lo detuve.

—Dime.

Iba a decirle lo obvio, que él no era biólogo y que esa cosa de su despacho podía ser desde un remo fenicio hasta una formación calcárea submarina. Pero me callé al vislumbrar la ferocidad soñadora de su mirada. Ver a alguien ilusionado es como ver pelear a un perro: quédate o márchate, pero nunca lo interrumpas.

—Nada —concluí.

Se irritó. Me apuntó con un dedo artrítico y acusador.

—Tú nunca has creído en Afrodita…

—Yo creo en Sophia, Grigori.

¿Hasta qué punto no quería percatarse de que no buscaba a Afrodita sino a Sophia, la diosa de aquella sola noche en El Pireo, imborrable y espumeante, que alegraba sus últimos días? Rastreando el mar donde la conoció, Grigori fingía interesarse por el mito cuando en realidad lo que deseaba era recuperar los recuerdos.

Yo hablé con la falsa Sophia al día siguiente. Convencí a Grigori de reanudar nuestras borracheras gemelas, y allí estaba, en la barra del bar, como esperándonos.

—El viejo está loco —le dije en nuestro turno de intimidad, al ritmo de los ronquidos de Grigori. Y le conté toda la historia. Al llegar al hallazgo del espermatozoide fósil, Sophia se echó a reír salpicándome un roción del vino que trasegaba. La disculpé a cambio del espectáculo de danza que me ofrecieron sus pechos bajo el top verde.

—Pobre hombre, ¿no? —dijo y se secó las lágrimas.

—Pobre hombre rico —maticé.

Jugamos un poco a la telepatía de las miradas y seguimos hablando. Aquella noche hablamos mucho, entre pausas del idioma y llamadas gruñonas de Grigori, que despertaba a ratos de su mona para decir «te quiero». Ella entonces lo volvía a matar con copuladores besos de sus jónicos labios y continuábamos. Hablamos hasta que el mar clareó, y solo entonces me marché con el viejo en el Jeep y nuevas ideas en mente.

Lo primero, por supuesto, fue aconsejarle que protegiera su descubrimiento. Si llegaba a oídos del Gobierno chipriota el hallazgo de un espermatozoide de Urano en sus aguas jurisdiccionales, sin duda habría problemas legales.

—Por no mencionar la nociva fama que cobraría todo el asunto —argüí—. Imagínate a turcos, griegos y chipriotas contratando a un ejército de submarinistas para rastrear palmo a palmo la costa en busca de algo más, no sé, el forro del escroto, pongamos por caso. Sería un saqueo en toda regla, Grigori.

—Tienes razón —dijo, ansioso—. ¿Qué podemos hacer?

Me apresuré a tranquilizarle y dejó todo el asunto en mis manos. Solicité, en primer lugar, los servicios de un amable biólogo que certificó, no foliaría más, que aquello era, en efecto, un espermatozoide fósil gigante. Un no menos gentil abogado chipriota puso a nuestra disposición todos los recursos para que el fósil pasara a ser propiedad exclusiva de Grigori o fuese donado a una institución benéfica en caso de fallecimiento. Todo esto resultó fácil usando el dinero del viejo. No lo fue menos contar con la presencia de un profesor experto en griego arcaico que acabó de traducir correctamente los últimos versos del misterioso poema de Nicosia, que decían así:

Contempla en secreto a la Acidalia,

amada de la espuma y las palomas,

sus huellas deja de veneras conchas,

mientras las hijas de Temis la adornan,

y la blanca y áurea Talo la calza

con coturnos allí donde el sol nace,

y la anciana Carpho mide su vestido

de esta forma…

Luego, unas cifras desordenadas ante cuya visión Grigori exclamó: «¡Eureka!». Para él, esa era la verdadera clave.

—«Acidalia» es otro nombre para Afrodita —explicó—. «Talo» y «Carpho» son dos estaciones, correspondientes a los solsticios de verano e invierno respectivamente, pero quizá se trate solo de un símbolo ritual… El secreto viene después. Los «coturnos» indican una posición elevada, septentrional. «Allí donde el sol nace» es «hacia el Este». Y los números… ¡una distancia, a la manera de los antiguos navegantes griegos!

—Tienes razón —asentí señalando el mapa—. De acuerdo a esas medidas, al nordeste de donde estamos hay una isla diminuta. ¡Qué casualidad!

Partimos al mediodía siguiente en una lancha que alquilé a un viejo pescador. Una hora después divisamos rocas oscuras, un avispero de gaviotas, un anillo de brumas. Durante el proceso de atraque reparé en lo que considero mi propio y personal descubrimiento: el mar no huele, solo los objetos que moja. Huele la sal, la piel de los tiburones, el interior de las chirlas, el lodo de la playa, las vísceras del balate, no el agua, ni la espuma ni la ola. Por lo mismo, Grigori y yo éramos más mar que el mar, mojados como estábamos. La isla, en cambio, no lo era tanto: seca y pedregosa, parecía el destino preferido de las parejas chipriotas en busca de intimidad, y lo demostraban las botellas rotas, las bolsas de patatas fritas y hasta los condones usados que la poblaban. Todo un Templo del Amor, en efecto, pero de dudosa raigambre citerea.

Aun así, el viejo se hallaba entusiasmado:

—¡Ruinas! ¡Allí! —Señaló un juego de pedruscos. Corrió hacia ellos y yo pensé que las ruinas le atraían por afinidad mutua. Mientras las exploraba, le informé de las tristes novedades.

—Lamentablemente, habrá que buscar mejor forma de pasar el tiempo. Acabo de descubrir que el depósito de la lancha tiene un agujero. Maldito turco el que nos la alquiló —agregué, y Grigori colaboró en el insulto—. No podremos regresar.

Me miraba de rodillas sobre las piedras, con ojos agotados, puntiformes. El pelo blanco le hacía aspas con el ventarrón.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

—Bah, no se ha dado el caso de dos náufragos que hayan languidecido meses en una isla a una hora de viaje de las costas de Chipre. Alguien vendrá en algún momento. Además, tenemos todo lo necesario para pasar la tarde, y el clima es excelente. Dediquémonos a vivir. —Y saqué de la nevera de la lancha su vino chipriota preferido.

Poco después el cielo empezó a ennegrecerse con esa lentitud inhumana que le es propia, tras ofrecernos un crepúsculo de obligada imitación en toda escuela de Bellas Artes. Para cuando la noche cayó, esa que ya hemos olvidado debido a la proximidad de interruptores y bombillas, la noche negra del mundo y el mar, inventora de deidades y mitos, Grigori ya estaba borracho. Mientras me dedicaba a medir una y otra vez las dimensiones de nuestro encierro (treinta metros en un cálculo grosero, a razón de medio metro de paso cada segundo, en un recorrido de un minuto), escuchaba al viejo perorar, aferrado a la botella, sentado sobre las ruinas de sí mismo:

—¡Mierda de isla! ¡Sucia, llena de latas…! ¿Y la fantasía? ¿Y el misterio? ¿Y los sueños que formaron parte del legado más sagrado de la humanidad? Alguna vez creímos en cosas hermosas, en mitos y leyendas… Alguna vez llegamos a pensar que la verdad era verdad si era bella. ¡Alguna vez, en algún momento perdido, todos los hombres fuimos poetas e inventamos cuentos que luego se hacían reales cuando eran contados! ¿Y ahora? ¿Dónde se ha ido todo eso? Las tinieblas nos rodean y nosotros vivimos sobre condones y botellas de alcohol… —Tras una pausa agregó—: Vacías, además.

Yo sonreí en silencio.

(Soledad llora también en silencio. Las palabras de Grigori la emocionan sin saber por qué. Piensa que le hubiese gustado conocer a aquel hombre).

Los chapoteos los oímos poco después. Estábamos acurrucados compartiendo los restos de la última botella cuando Grigori apartó la cara del círculo de luz de nuestra única linterna.

—¿Has oído?

—¿Qué?

—Me pareció… algo.

—Las olas.

—No… Alguien… algo…

—Grigori, estás borracho y nervioso, y sabes que eso no es bueno para tu corazón.

Me aferró el brazo incorporándose.

—¡Estoy volviéndome loco! —clamó hacia el mar—. ¡Completamente loco!

En correspondencia, el mar le devolvió su locura.

Una luz turquesa y espectral definió los contornos de las olas a unos quince metros, pero en la oscuridad parecía sorprendentemente próxima.

Y sobre ella flotaba Venus.

Recuerdo que Grigori se apartó de mí y caminó como niño en Noche de Reyes hacia aquella visión turquesa. No llevaba dados cinco pasos, cuando se desplomó con una mano en el pecho, murió y empezó a llorar.

No me equivoco en el orden. Fue así: primero su rostro se cubrió de color blanco, como si su piel se hubiese hecho de vidrio y permitiera atisbar la calavera que llevamos dentro, los ojos fijos en ese punto vacío que al fin vemos cuando ya no vemos nada, y un instante después sus lágrimas manaron. Era como si el inquilino se hubiese quedado un poco más en el cuerpo deshabitado para llorar por los buenos ratos pasados en su interior. Debo reconocer que yo mismo contemplé aquel otro cuerpo, este completamente vivo, de pie sobre el mar, y pensé: «Androfona, la matadora de hombres». Por desgracia, la escena acabó de manera mediocre, porque al avanzar un pie Afrodita dio un resbalón y hubo un «pluf» en el agua tan grosero como el sonido de un pedo en una lectura de Keats.

«Caramba, no nos ha salido tan mal», me dije mientras mi Venus salía del mar muerta de risa, peluca y maquillaje ya desprovistos de misterio pero aún desnuda y aún, de algún modo, levemente diosa. No iba a ser difícil conseguir el dinero del viejo una vez presentados los papeles que nos hacían herederos de su fortuna, preparados por uno de mis cómplices, que Grigori mismo había firmado sin leer con la excusa de proteger su fósil; tampoco lo sería borrar todas las pruebas, en particular la balsa con las luces verdes sobre la que mi Sophia, la falsa, la ex actriz de un teatro de variedades, había remado para no ser oída al acercarse a la islita.

Hasta aquí mi historia.

Añadiré que creo que le hicimos un gran favor a Grigori y otro a la verdadera Afrodita. Porque la verdadera Afrodita no existe: es solo espuma, mito, recuerdo, olor del mar que nunca huele por sí mismo, al igual que tampoco existió nunca la verdadera Sophia sino solo la pasión de un hombre y su felicidad al morir. Y si la falsa Afrodita y la falsa Sophia fueron, por un instante, indistinguibles de las reales, que es lo máximo a lo que puede aspirar cualquier fantasía, ¿qué importancia tiene que fueran falsas?

¿Tú qué crees, niña?