Relato de sus aventuras lujuriosas antes y después de su matrimonio con Lord Crim-Con
(Continuación del número 2)
Llegó Navidad y con ella llegaron varios visitantes, todos jóvenes damas y caballeros, para pasar la estación festiva con nosotros. Formábamos un grupo de cinco caballeros y siete damas, sin contar a la tía, que era demasiado mayor como para disfrutar de las diversiones juveniles, y se contentaba con ser una fiel ama de llaves y mantener la casa ordenada, por lo cual, después de la cena, casi todas las noches podíamos hacer lo que nos diera la gana. Alice y yo pronto convertimos a nuestras cinco damitas amigas en tortilleras como nosotras mismas, listas para todo, mientras que Frederick se ocupó de preparar a sus jóvenes amigos. Cumplía años el primero de enero, exactamente dieciocho años, y decidimos celebrar una orgía por todo lo alto esa noche en nuestra ala, con la ayuda de Lucy. Conseguimos y guardamos muchas bebidas, así como helados, bocadillos y champán. La tía nos ordenó que nos retirásemos sin falta a nuestras habitaciones a la una de la mañana, como mucho, orden que cumplimos a las mil maravillas, después de pasar una deliciosa velada bailando y jugando, que sólo sirvió para inyectarnos con una mayor excitación, pues todos instintivamente presentíamos que la diversión más voluptuosa nos esperaba arriba.
La tía dormía como un tronco siempre, y además era bastante sorda; además, Frederick, bajo la excusa de hacerles beber a su salud, les sirvió a los criados primero cerveza, luego los invitó a vino y más tarde con una copa de brandy como despedida. Así teníamos la seguridad de que ellos tampoco se entrometerían en nuestros gustos. Y en efecto, hasta dos o tres de los criados no llegaron ni a meterse en la cama, de tan borrachos como estaban.
Frederick era el maestro de ceremonias, con Alice haciendo de su ayudante, para lo cual se las daba que ni pintadas. Como ya antes dije, todos estábamos llenos de excitación y listos para hacer de todo. Todos pertenecíamos a las familias más aristocráticas y bien parecía que nuestra sangre azul corría ligera y perfectamente por nuestras venas.
Cuando todo estuvo preparado en el cuarto de Alice la encontramos vestida con una sencilla y larga chemise de nuit.
—Damas y caballeros, creo que todos estamos de acuerdo en celebrar una orgía por todo lo alto. Ya veis mi vestido. ¿Os gusta? —y añadió con una sonrisa llena de picardía—: Espero que no exhiba demasiado los contornos de mi figura —y con las manos se ciñó el camisón, mostrando las líneas de sus hermosas nalgas y exhibiendo también un par de preciosas piernas enfundadas en medias rosadas de seda.
—¡Bravo, bravo, bravo, Alice! Seguiremos tu ejemplo. El coro estalló por todos los lados. Todos y cada uno volvió a sus habitaciones y reaparecieron en prendas menores, pero las colas de las camisas de los jóvenes caballeros ocasionaron muchas sonrisas, pues eran demasiado cortas.
—Bien, estoy segura, caballeros, de que vuestras ropas interiores no eran tan indecentemente cortas —dijo Alice.
Frederick, con una carcajada, cogió parte del camisón de su hermana y dándole un tirón le arrancó gran parte de su vuelo, de forma que se quedó con una prenda tan pequeña que sólo le cubría la mitad de su delicioso culito.
Alice se sonrojó con todos los rubores inventados y por inventar, y se sintió medio inclinada a demostrar su rabia, pero recobrándose en cosa de segundos le contestó sonriendo:
—¡Ah, Fred! Vaya sinvergüenza que estás hecho al servirme de esta forma, pero no me importaría si haces que todos quedemos más o menos igual.
Las chicas gritaron y los caballeros se lanzaron tras ellas; era una escena tremendamente excitante. Las damitas se vengaron desgarrando las camisas de sus verdugos, y su primera escaramuza sólo terminó cuando todos se encontraron en un estado de desnudez total. Todos se sonrojaron al contemplar la variedad de encantos femeninos y masculinos tan diversos que tenían ante sus ojos.
Frederick avanzó con una copa de champán y dijo:
—Todos hemos oído hablar de la verdad que encierra la desnudez. Bien, ahora bebamos por su salud, pues es la primera vez que estamos todos juntos. Estoy seguro que la diosa de la desnudez se sentirá totalmente encantada y presta a ser amable con todos.
Todos brindaron, y el vino inflamó nuestros deseos, pues no había ni uno solo de los miembros masculinos presentes que no estuviera totalmente erecto, proclamando la gloria de su capullo.
—Mirad, damas —dijo Alice—, cuántos tipos impúdicos; que ni piensen que nos vamos a rendir de ninguna manera a su lujuria juvenil. Deberíamos taparles los ojos a todos y luego armarnos con buenas varas de abedul, y después que cada cual haga lo que le apetezca y que el dardo de Cupido nos atraviese a todas.
—Muy bien, muy bien —respondieron por todas partes.
Y pronto los pañuelos cubrieron los ojos de los caballeros. Trajeron siete buenas varas de abedul para las damas.
—Bien, caballeros; ahora juguemos a la gallineta ciega —rió Alice, haciendo restallar el látigo hacia la derecha y la izquierda del grupo masculino.
Pronto su ejemplo lo siguieron las otras chicas. La habitación era lo bastante grande como para contener la orgía que seguiría. Las chicas eran tan ligeras y traviesas como cervatillos, y durante un largo rato pusieron a prueba, a veces dolorosamente, la paciencia de sus amigos, que caían y se perseguían por todas direcciones, con lo que sólo conseguían una dosis extra de abedul en sus colorados culos antes de que pudieran ponerse en pie de nuevo.
Por fin, la honorable Miss Vavasour cayó sobre un caballero postrado, quien dio la casualidad que era el Marqués de Bucktown, que la agarró firmemente por el pecho y trató de alcanzar su premio, mientras una ducha de azotitos saludaba a la entrelazada pareja.
—Deténganse, deténganse —dijo Alice—. Bien que ha sido cogida ella y debe someterse y ser ofrecida como víctima en el Altar del Amor.
Lucy, con gran rapidez, empujó un suave colchón hasta el centro del cuarto. Los caballeros se quitaron los pañuelos que los enmascaraban y todos sonrientes asistieron a colocar a la pareja en la debida posición: la dama, debajo, con una almohada bajo el culo, y el joven marqués, de rodillas, bien metido entre sus caderas. Ambos eran principiantes, pero sería imposible concebir pareja más bellísima; él era un chico estupendo de unos diecisiete años, con pelo oscuro y ojos morenos, mientras que el cutis de ella, un poco menos oscuro, ofrecía un contraste casi perfecto con el de él; los ojos de ambos eran similares, y tanto su polla como el coño de ella estaban firmemente adornados con rizos suaves y finos de pelo negro.
Con la piel totalmente estirada hacia atrás, la fiera cabeza morada de su polla parecía como un gigantesco rubí, y siguiendo la sugerencia de Frederick, el marqués se lo presentó a su raja encendida y lujuriosa, cuyos labios sólo estaban ligeramente abiertos, mientras ella seguía con las piernas bien abiertas.
El toque pareció electrificarla; el sonrosado rostro se volvió aún más encendido, mientras la picha entraba lentamente en las cercanías de su virginidad. Fred continuó actuando como mentor del acto, murmurándole al oído al marqués lo que debía de hacer, quien estaba también cubierto de rubor, pero al sentir su carajo de acero bastante en contacto con la ansiosa matriz de la joven que tenía debajo, de una vez empujó hacia adelante en posición de ataque. Metiéndosela, sacándosela, meneándola y tocándola por todo el cuerpo con toda su fuerza, mientras trataba de apagar los gritos de dolor, pegándole los labios a los suyos. Fue un caso de vi, llegué y vencí. Su empuje era demasiado impetuoso como para ser contenido, mientras ella seguía pasiva y en posición favorable. Así fue cómo con la primera carga le desgarró el virgo y pronto se vio en total posesión de ella, con la polla metida hasta las raíces de sus cojones.
Descansó un momento, ella abrió los ojos y sonrió ligeramente:
—¡Ah! En realidad me ha dolido mucho, pero ya empiezo a sentir los placeres de la jodienda. Ven, sigue metiéndomela, querido muchacho, nuestro ejemplo pronto inflamará a los demás a imitarnos.
Levantó el culo como retándole y le apretó cariñosamente contra sus tetas.
Siguieron en su delicioso movimiento, lo que nos llenó a todos de excitación voluptuosa y mientras ambos se calmaban tras la mutua corrida, alguien apagó las luces. Todo fueron carcajadas, confusiones, los caballeros intentaban coger el premio, y se besaban y suspiraban. En eso se oyó un grito masculino:
—A mí no me la metas, ¿no ves que soy hombre?
Pero a continuación sólo se oyó otro grito ahogado y la misma voz que decía:
—No, no me la metas, la tienes demasiado grande. ¡Ah! ¡Cómo duele! No sabía que aquí también hubiera maricones.
—En el amor, hay que hacer de todo, y un culo estrecho da tanto placer como un coño peludo. Anda, déjate, ya verás cómo al final te gusta. Mientras yo te la meta, te la menearé. Vaya cacho de polla que tienes.
Y esta conversación se fue apagando, mientras los suspiros de las parejas crecían a su alrededor.
Yo misma me sentí cogida por un fuerte brazo, una mano trepó buscándome el coño, mientras un susurro junto al oído me decía:
—¡Qué delicia! Eres tú, mi pequeña Beatrice. No puedo equivocarme, pues tu coño es el único que no tiene pelos en esta orgía. Bésame, querida, estoy loco por metértela en ese coñito tan caliente que tienes.
Los labios se encontraron con los labios en un beso lujurioso. Nos encontrábamos cerca de la cama de Alice, y mi compañero me alzó y me depositó en ella. Me levantó las piernas y se las colocó sobre los brazos y pronto empezó a meterme aquello en el coño, loco de anhelo.
Me pegué como una lapa. Él estaba lleno de éxtasis y pronto se corrió sin casi hacer nada, pero manteniendo su postura, me puso, gracias a su acción vigorosa, en un perfecto frenesí de amor.
Nos corrimos una y otra vez, hasta que llegamos a la sexta corrida. Y esta última vez me sentí tan olvidada de mí misma, que llegué a morderle los hombros llena de gozo. A la larga se retiró sin haberme dicho el nombre, pero nunca podré olvidar aquel pollón como de hierro que durante casi toda una noche me estuvo sacando la vida por la raja.
El cuarto seguía a oscuras y las parejas seguían en sus gozos libidinosos por todas partes. Aquella noche tuve otros dos compañeros, pero sólo eché un polvo con cada uno. Nunca olvidaré esa noche, mientras me quede aire que respirar y este pecho se mueva con el ritmo del suspiro.
Al día siguiente averigüé, gracias a Fred, que Charlie Vavasour había sido aquel prodigio que me echase seis polvos seguidos la noche anterior, y que Charles se había creído que a quien había poseído era a su misma hermana, en medio de tal confusión, lo que ella, más tarde, me admitió que era un hecho en su vida cotidiana, aunque por ambas partes trataban de ignorar tal cosa, creyendo, en su casa, que lo hacían con sendos criados, pero que ella no podía ocultar los deseos tan ardientes que le provocaba su hermano, y que por consiguiente la tentación de aquel carajo era demasiado para ella, como para evitarlo.
Esta orgía fue el medio para establecer un tipo de sociedad secreta entre el círculo de nuestros amigos. Toda persona que al darte la mano, te dice: «¿Recuerdas el cumpleaños de Fred?», se siente libre como para complacerse en el amor con aquellos que lo comprenden; y desde entonces participé en muchas repeticiones de aquella diversión de cumpleaños.
Volvimos al colegio y mantuve correspondencia regularmente con Frederick, quien incluía sus misivas dentro de los sobres en los que le mandaba sus cartas a Alice. Pasó el tiempo y pasó, pero como bien puedes imaginarte, tan bien o mejor que lo que yo pueda contarte, las chicas solíamos complacernos en todo tipo de diversión lujuriosa, pero lo mejor será que me salte todo ese episodio y siga contándote mis memorias a partir del momento en que cumplí los diecisiete años. Mis tutores tenían mucha prisa por presentarme en la corte, y me habían hecho concebir esperanzas sobre que me casaría muy pronto, lo que, entre otras cosas, significaría para ellos el descargarse de toda su responsabilidad hacia mí.
Alice se sentía tan unida a mí desde mi primera visita a su hogar, que solicitó de su tía que se pusiese de acuerdo con mis tutores para que yo siempre viviera en su residencia durante mi minoría de edad, lo cual me encantaba y además se ajustaba de perilla a los deseos de mis tutores. Así podía ver a más gente ponerme en contacto con la sociedad y poder conocer a menudo caballeros que a lo mejor se prendasen y enamorasen de mi bonita cara.
Lady St. Jerome se comprometió a presentar a Alice y a mí, ésta era una pariente y al escribirnos nos mencionó en su carta que, por desgracia, una estrella de primera magnitud sería también presentada en el mismo salón que nosotras, pero que así y todo, aún nos quedaba una posibilidad de ligar al joven Lothair, que por entonces representaba el mejor partido matrimonial de aquella temporada, si es que ya no estaba locamente enamorado de la hermosa Lady Corisande.
Le conoceríamos a ambos en Crecy House, en el baile de la duquesa, que se celebraba para presentar a su hija favorita en sociedad. Para dicho baile nuestra pariente había conseguido invitaciones para nosotras.
Durante tres semanas estuvimos llenas de emoción y nerviosismo, haciendo los preparativos necesarios para nuestro debut. Las joyas de mi madre fueron engarzadas de una manera diferente para adecuarse a la moda del momento y cada tres o cuatro días íbamos a la ciudad a ver a la modista de la corte.
En compañía de Alice y de su tía, llegamos a la residencia de Lord St. Jerome, que tenía en la plaza de St. James, en Londres, la noche anterior al esperado día.
La dueña de la casa era la persona más encantadora que imaginarse pueda, tenía unos treinta años de edad, sin hijos, y antes de la cena nos presentó a su sobrina Miss Clare Arundel, al padre Coleman, confesor de la familia y a Monseñor Berwick, chambelán del Papa Pío Nono.
La cena fue exquisita y pasamos una velada deliciosa, divertidas por el tranquilo humor del confesor y el brillante ingenio de monseñor, que parecía evitar, premeditadamente, los asuntos y temas de orden religioso.
Miss Arundel, con sus hermosos y pensativos ojos color violeta, y cabello entre moreno y oro oscuro, parecía sentirse, en particular, fascinada por las salidas de monseñor, de lo que, tanto Alice como yo nos dimos cuenta, y nos hizo sospechar que quizás existiese algunas curiosas relaciones entre los dos eclesiásticos y las damas de la casa.
Lord St. Jerome estaba fuera de la ciudad. Tras solicitarlo especialmente, Alice y yo compartimos la misma habitación, que se abría a un espacioso pasillo, al final del cual había una pequeña capilla u oratorio.
Estábamos tan nerviosas por el día que nos esperaba a la mañana siguiente y también por la esperanza de encontrarnos con algunos de nuestros amigos de la ciudad, en especial con los Vavasour, que el sueño desapareció, como si estuviese prohibido, de nuestros ojos. De pronto Alice se incorporó en la cama y dijo:
—¡Oye! Alguien anda por el pasillo.
Saltó de la cama y con mucha suavidad abrió nuestra puerta, mientras yo la seguía y me quedaba justamente detrás de ella.
—Van hacia el oratorio. Acabo de ver a alguien que se dirige hacia allí. Tengo que saber qué pasa en esta casa. Venga, es fácil deslizarse en una de las habitaciones vacías y espiar, en caso de que oigamos que venga alguien.
Y así diciendo se puso sus zapatillas, se echó un chal sobre los hombros y yo seguí su ejemplo, listas ambas para cualquier tipo de aventuras.
Cautamente avanzamos por el pasillo y pronto llegamos ante la puerta de la pequeña capilla. Pudimos oír varias voces que hablaban tenuemente en su interior, pero teníamos miedo de empujar la puerta, principalmente por el temor a ser cogidas como espías.
—¡Silencio! —dijo Alice—. Yo estuve aquí cuando era una niña muy pequeñita y ahora recuerdo que la vieja Lady St. Jerome, que lleva ya varios años muerta, solía usar esta habitación que queda al lado de la capilla y tenía una entrada privada, que se había hecho hacer directamente desde su cuarto al oratorio. Si pudiésemos entrar en esta habitación —dijo, girando el pomo de la puerta—, nos encontraríamos en un sitio estupendo para ver todo lo que pasa, ya que este cuarto nunca se usa, y dicen que está encantado con el fantasma de la vieja dama.
La puerta cedió a nuestra presión y nos deslizamos dentro del oscuro cuarto, al que sólo lo alumbraba muy poco, la débil luz de la luna.
(Continuará en el próximo número)