En Mayagüez, más exactamente en un barrio llamado Dulces Labios, encontraron a la abuela de Iris." Vivía en una casita construida con restos de maderas y pintada de azul claro. La abuela mandó buscar a otras parientas, y Linda y Vincent aguardaron junto al Chevette blanco, que aún llevaba arañazos y señales rojas en un lado. Estaban cansados del viaje. Había llovido bastante desde que salieran de San Juan y no les importaba el número de horas que pudiesen necesitar para el regreso, ya fuese por el estado de la carretera o por la lentitud del tráfico. Por fin estaban juntos. Lo habían estado desde el principio de la tragedia, cuando se encontraron en la funeraria, y todo ello les unía todavía más. Cuando acudieron las mujeres, Vincent entregó a la abuela la urna de acero inoxidable. La anciana vaciló antes de aceptarla y se la pasó rápidamente a otra persona, al descubrirse reflejada en la superficie metálica. Las demás mujeres hicieron lo mismo, a la vez que se santiguaban.
Vincent explicó que Iris había muerto de accidente, al caer una noche del balcón de un apartamento, y que lamentaba mucho tener que darles una noticia tan triste.
—Sus amigos la estimábamos todos mucho, y siempre la encontraremos a faltar —concluyó.
Las mujeres hicieron gestos de afirmación. Ninguna de ellas preguntó cómo se había producido la caída. Aceptaban los hechos, o preferían no saber cómo ni por qué, ni si había alguien con ella en aquel momento.
Misión cumplida. Vincent y Linda experimentaban alivio, pero permanecieron silenciosos hasta que hubieron dejado atrás el barrio de Dulces Labios y los muelles y por fin se hallaron en el campo. Dejaron que el aire penetrase por las ventanas del coche mientras el sol palidecía a sus espaldas.
—Seguramente tuviste que hacer esto otras veces, ¿no? —preguntó Linda.
—Nunca tuve que entregar cenizas.
—Pero sí, seguro, comunicar la muerte de alguien a sus familiares.
—Demasiadas veces.
—Lo haces muy bien. Se nota que lo sientes.
Vincent conectó la radio y la volvió a desconectar.
—Me alegro de no haber dicho nada en la funeraria. ¿Recuerdas?
—¿A Bertoia hijo?
—Habría sido una tontería.
—No hacía falta, en realidad.
—Produces en mí un efecto sedante, Vincent —dijo Linda al cabo de un momento—. Menos en la cama.
Era noche cerrada cuando llegaron a los apartamentos Carmen y dejaron el coche en el patio del establecimiento de bebidas.
Teddy dijo en voz alta:
—¡Ya era hora! ¿Dónde diablos estuvisteis? ¿Haciendo el turista? ¡Mira que hacerme esperar tanto, joder!
Les vigilaba desde el otro lado de la calle, sentado en el Dodge Aries gris oscuro que le habían dado al devolver el Chevette por el golpe recibido. Había observado cómo los dos portorriqueños que trabajaban para Hertz daban vueltas alrededor del coche y pasaban la mano por la carrocería, esperando que le preguntaran por la causa de aquellos desperfectos. ¿Se había visto envuelto en un choque? ¿Cómo había sucedido? Y él pensó: «¿Tendrán que dar parte a la policía?».
Decidió explicar que había dejado el Chevette aparcado en la calle, encontrándolo luego así. Alguien tuvo que rozarlo de mala manera al pasar.
—¿Cómo? ¿Por los dos lados a la vez?
—¿Ven la pintura blanca por este lado? Por el otro, no sé lo que sería. Quizá rozó un edificio.
No tenía por qué explicar nada. Con astucia pidió otro coche, enseguida, o no alquilaría ninguno más en la casa Hertz…
Vincent y Linda salieron del Chevette blanco, y caminaron hacia la casa cogidos del brazo. ¡Qué felicidad! Se detuvieron unos instantes delante de la tienda de bebidas, como si fuesen a entrar, pero al fin decidieron no hacerlo y entraron en la portería de los apartamentos.
Teddy se corrió un poco en su asiento, para poder ver el balcón del segundo piso, encima mismo de la licorería. Aguardó a que se encendieran las luces… ¡Ahora!
«Sin duda se prepararán algún refresco —pensó—. Deben de estar sedientos, de tanto hacer turismo… Lo que les conviene, es ponerse bien cómodos y sentarse en el balcón a tomar sus bebidas, porque allí correrá el aire…»
Tanto le importaba que estuvieran sentados o de pie, en realidad. Ni siquiera tenía interés en ver los ojos del policía. ¡A la mierda todo! Teddy había resuelto llevar a cabo su plan. En cuanto la pareja apareciese en el balcón, saldría del coche como si se dispusiera a cruzar la calle, apuntaría con su 38… y dispararía tres veces contra cada uno. Sobre todo contra Vincent. Más veces, si hacía falta. A la mujer podría rematarla en el piso, de diversos modos, y encima pasárselo bien.
Arriba parecía arder una sola luz. ¿Qué harían?
—¡Ey, puedes joderla en cualquier otro momento! —gritó—. ¡Ahora salid al balcón!
Esperó. ¡Mierda…!
De pronto apareció una figura apartando la cortina.
A la luz del día, la calle no tenía ningún atractivo. Al final de la manzana se torcía hacia el Caribe Hilton, pero eso era todo. De noche, en cambio, había allí más movimiento. Pasaba raudo algún que otro automóvil, y las luces de la licorería se reflejaban en las carrocerías. El mar, bastante apartado, no se veía, aunque la brisa llevaba consigo algo de su olor. Linda respiró hondo. Linda, en el balcón, sólo cubierta con la corta bata de LaDonna, pensando en ella mientras observaba el parpadeo de las luces del Hilton. LaDonna se había apartado del ruido y del incesante relampaguear de los anuncios luminosos. Aturdida todavía, pero no había de tardar en reaparecer en inauguraciones de almacenes, o lo que fuera, para decir o cantar lo que le indicasen. Eso sucedería, sin duda, porque LaDonna necesitaba ser vista y festejada, y pronto procuraría adoptar una postura fascinante y brillar en el mundo de los anuncios comerciales. Hacía falta talento y estilo para destacar por los propios méritos y actuar ante un público que escuchara y apreciase lo que una hacía, y si no era así, pues bien, ella misma tocaría para sí y su marido, su amante… Sería bonito tener una casita en la playa de Cayo Largo… Linda bebió un sorbo de chablis y dejó caer las cortinas al oír hablar a Vincent, que estaba en el cuarto de estar. Iba en calzoncillos y se abrochaba la camisa.
—Tienes unas piernas muy bonitas —dijo ella.
—¡Tú también!
—¿Tan bonitas como las de LaDonna?
—¿Quién es LaDonna? —bromeó él.
Linda alzó el vaso.
—Tendríamos que comprar más de esto.
—Está en la lista. ¿Se te ocurre algo más?
—Pan, quizá.
—Ya compramos los panecillos. Hay empanadillas, ensalada variada, alcaparras… ¿y qué más, como aperitivo? Los amigos de DeLeon traerán los piononos… El vino, el café… hace falta más bebida…
—Voy a tener que aprender a cocinar al estilo portorriqueño, ¿no, Vincent?
—Te encantará.
Volvía él al dormitorio, por lo que Linda levantó la voz.
—¡Eso no es una respuesta, Vincent…!
—¿Necesitas cigarrillos? —preguntó él.
—¡Sí, por favor!
—¿Algo más?
—Eso es todo. ¿A qué hora vienen?
—Tengo que telefonear al Moose.
Hubo un silencio. Linda terminó su vino. Vincent se presentó de nuevo en el cuarto de estar. Llevaba la camisa azul y el pantalón caqui.
—No sabía a qué hora volveríamos —dijo.
—No olvides llamar al hotel.
—No. Les diré que tienes cagalera. No sería de extrañar, con la comida portorriqueña.
—Vincent…
—¿Qué?
—Ésta es nuestra última noche.
—La última aquí —contestó él mientras se encaminaba a la puerta y la abría—. Nos esperan otras aún mejores. Enseguida vuelvo.
—¿No podríamos vivir a la orilla del mar? —preguntó Linda, pero la puerta ya se había cerrado.
Teddy tenía seis balas en el revólver, otras seis en el bolsillo derecho del pantalón y seis más en el izquierdo. Si esta vez no le salía el plan, ¿cuándo iba a llevarlo a cabo, entonces? ¡Contaba con dieciocho balas! La pistola era tan reluciente, que tendría que escondérsela debajo del cinturón hasta que comprobara que no se acercaba ningún coche. Linda se había asomado al balcón, muy seductora en su escasa prenda. Pero no Vincent. ¡Mierda! Magyk dijo:
—¡Sal de una vez, polizonte! ¡Hijo de puta!
Bajó la vista un momento y… ¡qué milagro! Allí estaba Vincent, avanzando por detrás de los coches hacia la licorería.
Teddy le siguió con la vista. Iría a por una caja de botellas o algo por el estilo. En mangas de camisa. No podía llevar el arma encima, pues. Teddy se enjugó contra el pantalón las sudadas palmas de sus manos, antes de coger la pistola, que había dejado en el asiento contiguo.
«Andaré hasta allí como si tuviese los brazos cruzados. Me situaré detrás de uno de esos automóviles aparcados junto a la casa. Y, entonces, a esperar que salga del establecimiento…»
Linda ya tenía la ducha abierta y se estaba recogiendo el pelo, cuando recordó el queso, se miró brevemente en el espejo, se sonrió a sí misma y, envuelta a toda prisa en la pequeña bata, corrió al balcón para alcanzar a Vincent antes de que entrara en la tienda y encargarle queso, galletas saladas y patatas fritas, algunos piscolabis gringos para tomar con las empanadillas; y se asomó a la baranda. Pero ya era tarde. En cambio vio a Teddy en medio de la calle.
Pasó un coche, él continuó su camino, y Linda se estremeció. Avanzaba concentrado en la licorería, prudente, con un paso muy peculiar, procurando que no le diese la luz. No era normal que una persona anduviese con los brazos cruzados. De pronto, y tal como temía, vio que Teddy abría los brazos para poner al descubierto un objeto brillante. Su primera intención fue la de gritar, agarrada a la baranda con toda su fuerza. ¡Gritar pidiendo auxilio, gritarle a Teddy, gritarle a Vincent cuando saliera de la tienda…! Pero, tal vez, ya sería tarde. Volvió a ver el arma en la mano de Teddy, y cómo éste se acercaba a los coches aparcados en el patio…
Linda soltó la baranda, consciente de que debía darse prisa, pero sin perder la serenidad; debía actuar tranquila, para no cometer ningún error.
El revólver de Vincent estaba encima de la cómoda. Pesaba mucho, y ella se sentía la mano húmeda. Tenía el arma unos extraños bultos pequeños y varios números y letras grabados en el metal. Linda había visto en muchas películas cómo alguien corría hacia atrás la parte superior del tambor, y así lo hizo ella, e instintivamente dio un salto cuando salió disparado un cartucho y la tapa volvió a su sitio con un chasquido. Vincent mantendría el seguro puesto, sin duda. Linda pidió a Dios que su índice fuese lo suficientemente fuerte para apretar el gatillo, cuando tomó el arma…
Vincent le vio acercarse y pensó: «¡Otra vez, no!».
El hecho de ir cargado con la compra le recordó aquel otro encuentro… Vino de Borgoña, zumo de ciruela y salsa para los espaguetis… Ahora llevaba chablis, whisky J&B, ron de Puerto Rico y una botella familiar de Coca-Cola, y sostenía la bolsa delante de él, con ambos brazos. La vez anterior le había parecido conocer al atacante, de haberle visto en una celda. Esta vez sabía de sobra quién era, y le constaba, además, que el tipo no se contentaría con hacerle arrojar por tierra sus compras y entregar la cartera. No; Teddy iba a matarle de un tiro. ¿Había aprendido algo, a raíz de la agresión anterior? ¡Nada en absoluto! Lo que acababa de aprender ahora, eso sí, era que hasta para bajar a la tienda de al lado necesitaba el revólver. Pero aunque lo llevara…
—¡Bien, muy bien! —exclamó Teddy cuando salió de la oscuridad con su odiosa sonrisa.
Tenía el codo apretado contra el cuerpo y llevaba el arma
baja.
Vincent le miró a los ojos, procurando mostrar una expresión de sincero asombro. ¿Qué locura era aquélla? ¿Acaso había perdido la razón? No deseaba resultar amenazador. No quería que Teddy interpretase algo mal y, sin más, vaciara el revólver. Quería hacerle razonar, intentarlo al menos. El problema era que necesitaba concentrarse tanto para parecer inofensivo y sorprendido, disimulando el susto de muerte que llevaba dentro, que no se le ocurría nada que decir.
«¡Suelta eso, maldito hijo de puta, o te vuelo la jodida cabeza…!» Algo así… Era una buena frase, pero no hubiera funcionado. Volarle la cabeza, pero… ¿con qué?
Teddy dijo:
—Quiero mirarte a los ojos cuando apriete el gatillo.
—¿Por qué, Ted?
—No soy Ted, soy Teddy.
¡Mierda!
—Está bien, Teddy… Pero dime por qué quieres hacer eso. No lo entiendo.
—Tú no sabes lo que yo siento. No sabes nada, ¡nada!, de mí. Aunque te parezca que sabes mucho…
—¿Ésa es la impresión que te causo?
—¡Corta el rollo! Cuando me enjaulaste, hace siete años y medio, sentía… como si pudieses leer en mi mente. Pero ahora sé que no, que no puedes hacerlo.
—No; soy el primero en admitirlo. Creo que todo esto es un malentendido…
Vincent ya no sabía qué pensar, ni qué hacer, cuando por detrás del hombro derecho de Teddy vio aparecer una figura' vestida de blanco, que salía corriendo de la puerta del edificio en dirección a los coches aparcados en el patio. Entonces dijo:
—Lo que tendríamos que hacer es aclarar este asunto.
—¿Y qué más? Tengo un jodido revólver encañonándote la barriga, ¿no te has dado cuenta?
La figura de blanco se acercaba ahora por detrás del hombro izquierdo de Teddy, entre los coches. ¡Cielos, era Linda con su bata blanca!
—No querrás verte envuelto en otro asesinato, ¿verdad? Porque ya sabes lo que te esperaría. Luego te darías cuenta de que estabas en un error. Entiéndeme… ¡De que te habías equivocado al pensar lo que tú dabas por seguro que yo pensaba…!
Se oía a él pero veía a Linda, que sostenía el pesado revólver con las dos manos y avanzaba inclinada hacia adelante. Únicamente la separaban ya unos seis metros.
—¡Tío mierda! —se puso a gritar y repetir Teddy, cada vez más excitado—. ¡Mírame! ¡Mírame a los ojos, maldito…!
Vincent hubiese querido mirarle a fondo, en efecto, y levantó las cejas para abrir bien los ojos. Comprendía que hacía un papel idiota, pero no le importaba. Lo que con toda su alma quería, era hacerle entender a Linda cómo funcionaba el Smith & Wesson, modelo 39 parabellum… Si ella intentaba disparar con el seguro puesto y Teddy lo oía… O si se le escapaba una bala blindada de acero de nueve milímetros y le daba de lleno a Teddy, justo delante de él…
—¡Abre más los ojos! ¡Todavía más! Decía Teddy.
Y de los suyos, enloquecidos, se veía casi sólo lo blanco.
Entonces, Linda estiró cuanto pudo los brazos, sacó fuerzas de flaqueza e hizo fuego.
Vincent cerró los ojos y los volvió a abrir, para ver cómo Linda perdía el dominio sobre el arma y ésta caía al suelo mientras Teddy se precipitaba contra él y su revólver se disparaba entre ellos dos para ir a dar contra la bolsa que contenía las bebidas, una y otra vez, hasta que Vincent intentó agarrar al criminal, colgándose de él hasta que le tuvo en el suelo, y pisó el revólver con un pie. Pero algo raro le ocurría. ¡Mierda! No sentía dolor, aún no… Eran sus fuerzas, que cedían. Había sido herido en alguna parte, y el escozor comenzaría cuando su adrenalina fuese fluyendo. Lo sabía de la otra vez. Era preciso que encontrara en el acto la mano de Teddy que sostenía el arma, a la que seguía asido como un peso muerto. Sujetó el brazo de Teddy, dio un paso y lo empujó con toda la fuerza posible, pero no era suficiente. Teddy se tambaleó e hizo eses, pero se mantenía de pie.
Vincent quiso lanzarse contra él, pero las piernas no le obedecían. Fue él quien cayó al suelo y tuvo que arrastrarse en la oscuridad hasta los pies descalzos de Linda, que destacaban contra el pavimento. Allí tenía que estar su revólver, pero no lo vio… Y Linda dijo algo, con angustia. Vincent no se hallaba en condiciones de contestar, ni de detenerse a mirarla y escuchar. No. Ni siquiera podía darle a entender sus intenciones. Pero ella le entendió. Se arrodilló a su lado y puso en su mano el arma, ayudándole a asirla bien. Lo sabía. Vincent se apoyó en el suelo con una mano, y con la otra apuntó contra Teddy. Esperó y dijo: «Suéltala». Le estaba dando una opción.
Teddy parecía borracho y se bamboleaba mientras dirigía el revólver contra uno y otro desde menos de seis metros de distancia. Así que Vincent disparó. Hundió una bala en el plexo solar de Teddy y mató al pobre individuo que creía ser mágico e intocable.
VINCENT pasó por el servicio de urgencias y el quirófano y la unidad de vigilancia intensiva del Ashford Medical Center sin darse mucha cuenta. A la mañana siguiente le trasladaron a una habitación individual del segundo piso de una nueva ala del antiguo hospital. A través de la ventana veía, en ángulo inclinado, la parte más alta del Howard Johnson’s Motor Lodge, que parecía penetrar en el azul del cielo. ¡Buena señal!
Se dijo que, legalmente, pisaba terreno firme. Aunque Teddy le disparara con intención de matarle, él le había dado la oportunidad de continuar con vida por un tiempo indeterminado, o bien de morir allí mismo y en aquel momento. No le había leído sus derechos, pero bastaba con aquél «suéltala».
Supuso Vincent que debía de estar relativamente bien, aunque el gráfico indicara, posiblemente, la existencia de alguna lesión interna. Quizá tenía un órgano tocado. Le habían puesto un par de sondas, y Vincent ansiaba formular una pregunta a la primera persona que viera. Sabía que el dolor que le atormentaba podía ser aliviado. De ser grave su estado, le tendrían en una habitación llena de monitores, y no con vista al Howard Johnson’s Motor Lodge.
Le habían administrado alguna droga. De pronto vio a Linda en el pasillo, hablando con DeLeon y Lorendo Paz. Linda, la única persona a la que deseaba ver.
Cuando ella entró, se la veía triste y preocupada, pero enseguida sonrió y se acercó a él, y olía tan bien que para Vincent fue el mejor medicamento, sobre todo cuando se inclinó para besarle y acariciar su cara, preguntándole si deseaba algo.
—Cierra la puerta, por favor…
El verle mejor la alegró. Cerró la puerta, regresó junto a Vincent, y éste preguntó dónde tenía la herida, al mismo tiempo que se llevaba la mano al vientre por encima de la sábana.
—Creo que es por aquí… —murmuró—. Lo que no sé, es si he perdido algo importante…
—Unos dieciocho centímetros de intestino. Por ahora, nada de comidas portorriqueñas. La bala se alojó en tu glúteo mayor —explicó Linda—. En el culo.
—Sé perfectamente dónde está el glúteo mayor.
—¿Puedo ver la herida?
—¿Quieres?
Linda retiró la ropa con cuidado y levantó la típica camisa gris de hospital.
—Tienes una serie de puntos en la ingle, como si te hubiesen operado del apéndice.
—¿Y no me falta nada?
—¡Nada! Sigue ahí. ¡Oh, míralo, pobrecito!
—¿Te importa quitarme la sonda, Linda? No la necesito.
—¿De veras lo hago, Vincent?
Supuso él que Linda lo deseaba y, si lo hacía habría de quererla para siempre. Sabía muy bien lo que le convenía, y cómo hacerle feliz. Retiró la sonda con tanta delicadeza, tan lentamente… ¡Qué tacto! A Vincent se le humedecían los ojos. Ansiaba decirle cuánto la necesitaba a su lado, y cuánto deseaba estar con ella.
Linda le besó de nuevo, frotando sus labios contra los de él, y susurró:
—Hay algo que debo decirte, Vincent.
Aguardó él, y ella murmuró:
—¿Sabes? La bala que te extrajeron de la nalga…
—¡No me hables de eso, por favor! —suplicó Vincent.
—Es preciso —insistió Linda—. Procedía de tu pistola. ¡No de la de Teddy! Me figuro que le atravesó…
Vincent guardó silencio durante unos segundos, respiró y pareció más tranquilo.
—Pudo ser, en efecto.
—Te disparé, Vincent.
—No quisiste hacerlo.
—¡Claro que no! Pero lo hice… ¡Y que conste que no fue para impedir tu marcha, Vincent…!
—¿Estás bien segura? —preguntó él con una sonrisa picara.