27

MIENTRAS pudo mirar a Linda Moon, tan cerca de él que la rozaba, fue capaz de mostrarse paciente y cortés y escuchar a Jackie, por lo menos hasta que no quedara champán en la botella. El aspecto de Vincent había cambiado por completo. Y también había algo distinto en Jackie.

—Si uno sabe que se mete en un lío pero no lo evita, no se puede hablar de entrada a viva fuerza… ¿Sabe lo que quiero decir?

Más o menos.

—Yo estaba dolido. Dejen que les explique algo, señoras y caballeros… En todos mis años de experiencia, no recuerdo haber estado nunca más dolido…

Saboreaba su actuación. Se hallaba de pie junto al borde de la tarima, directamente encima de ellos, con un micrófono mudo en la mano como apoyo, y su público consistía en dos caras blancas y otra oscura, en la penumbra del salón, vacío al mediodía. Linda, Vincent y DeLeon sentados alrededor del champán ofrecido por Jackie, y éste prosiguió:

—No podía creerlo. Se presenta este recto policía, sirviéndose de lo que él llama «hacer palanca», y me amenaza encima con llevarse a mi compañero, a mi hombre de confianza, el Moose… Luego, cuando me dice: «Míster Garbo, ¿podemos hacer uso del avión de la compañía? Se trata de algo muy importante», quedo pasmado, pero al final accedo…

Jackie hizo una pausa, bajó la cabeza y volvió a alzarla despacio.

—Moose —prosiguió—, amigo… ¿No soy una persona razonable? ¿No me consideraste siempre un hombre con el que se podía trabajar bien?

—El hombre más amable que conozco —respondió DeLeon, de nuevo en su anterior colocación pero bajo mejores condiciones. En una situación mucho más favorable.

—Gracias.

—Es un encanto —agregó Linda, que ahora sería el número destacado del Sultan’s Lounge—. Además tiene un gran oído para la música.

Y miró a Vincent. Era su turno.

Pero al policía no se le ocurrió nada que añadir hasta que DeLeon dijo:

—El hombre es listo, también. Sabe cuándo puede ayudar…

Jackie colgó el micrófono en su soporte y volvió a la mesa.

—Es un buen anfitrión y mejor showman —declaró Vincent—, Debería tener un escenario en su despacho.

Una vez sentado, Jackie dijo:

—Quería poder trabajar aquí en estos salones; crear una nueva forma de vida. Es un regalo para quien lo consigue. Significa confianza, categoría… —Y de cara a DeLeon—, Allá arriba ya no podía hacerme cargo de nada, sobre todo después del problema con los Donovan…

—Claro —asintió DeLeon—. Lo comprendo.

—Lo que hice, fue buscar una excusa —dijo Jackie—. Dejé a Dick y Jane jugando a cortarse el cuello. Los dos andan buscando nombres pegadizos para los bocadillos del delikatessen, o él se entretiene con su wang. Ahora están empeñados en dirigir el casino y el hotel. Pues bien: ¡buena suerte! Son los principales accionistas. Yo, de ahora en adelante, me ocuparé del espectáculo de aquí. Eso, al menos, es lo acordado. Igual puede suceder que cualquier madrugada, a las cuatro, reciba una llamada furibunda, exigiendo que vuelva al norte y lo ponga todo en orden. Pero si me dejan quedar aquí, ¡encantado!

—Veo algo distinto en usted —dijo Vincent.

—Se da cuenta porque ha adquirido vista, con su profesión. No se le escapa nada.

—¿Qué es?

—Voy a hacerle el máximo cumplido —contestó Jackie—, Usted entró en mi despacho, el día que nos conocimos, se sentó y no dijo mucho…

—Y salí a puntapiés.

—Fue culpa suya. Tendría que haber expuesto lo que le llevaba a verme, y no actuar como lo hizo. Yo, sin embargo, debería haberle prestado más atención en aquel momento, haberme fijado más en su estilo, en su forma de proceder. ¿Sabe por qué? Luego, cuando pensé en todo lo sucedido, me di cuenta. «Ese hombre —me dije— es de gestos correctos; nunca apura, sabe escuchar y, de paso, aprende.» Así es cómo averiguó tanta cosa, ¿no? Y pensé: «¡Ése es el modo de desenvolverse! La excitación no sirve para nada. Hay que saber relajarse a tiempo…». Usted me enseñó que la clave para eso consiste en escuchar. ¡Sí, en escuchar y no lanzarse a hablar como una ametralladora! Es posible que usted crea no producir un efecto especial sobre la gente. Pues bien, amigo, no se menosprecie a sí mismo. ¡Lleva usted muy buen camino! Siga así, que no se arrepentirá.

—Gracias —murmuró Vincent.

En el vestíbulo dijo:

—No podré apartar las manos de ti.

—Espero que así sea —respondió ella.

Y una vez en el ascensor:

—Ya no puedo aguantar más.

Y ella:

—Pues a mí me ocurre lo mismo.

De modo que se abrazaron con fuerza, y sus bocas se encontraron ansiosas. Ni siquiera pudieron separarse cuando el ascensor abrió sus puertas. Les condujo hasta arriba de todo y, cuando de nuevo llegaron al piso de Vincent, echaron a correr a través del vestíbulo y por el pasillo hasta la habitación, sin cruzar palabra. Apenas dentro, ella se quitó las bragas y se levantó el vestido, y él se bajó el pantalón con el tiempo justo para echarse ambos sobre la cama, jadeando uno contra el otro hasta que, después del inmenso alivio, volvieron a ser capaces de sonreír y hablar.

Teddy temía tener problemas si seguía a Vincent en el Chevette automático que había alquilado. Algo le sucedía al coche: el hijo de puta necesitó casi veinte minutos para ponerse en marcha. Cuando descubrió que Vincent llevaba el mismo automóvil, no pudo contener la risa. Proseguían un juego mortal en unos coches que parecían hechos para niños. El rojo persiguiendo al blanco desde Isla Verde, a través del intenso tráfico de Condado Beach y por el puente que conducía a donde antes se había alojado Vincent. Diríase que él y Linda (¿de dónde diablos habría salido ella?) se dirigían al lugar donde él vivía poco tiempo atrás: los apartamentos Carmen, situados encima del establecimiento de bebidas alcohólicas. Ese policía tenía clase, ¿no? Los dos llevaban maletas, y parecían instalarse allí. ¡Qué gracia!

En el acto decidió realizar la idea que había tenido en Atlantic City, pero que no había puesto en práctica. Seguir a Vincent para que Vincent le siguiera a él. Acercarse a su coche a la altura de un semáforo, para ser visto. Y, quizá, decirle algo a la chica o hacerle un comentario a Vincent referente a ella, que no estaba nada mal… Y luego forzarles a salir a alguna parte del campo. A un sitio previamente elegido. Y detenerse al lado de la carretera, en un lugar protegido por árboles, y esperar a que Vincent se acercase a su coche para hablar o lo que fuera… Era capaz de consultar su libro de reglas policiales para ver qué podía hacer y qué no. ¡Nunca había conocido a un hombre tan estúpido y cerrado! Tendría a punto su nueva Smith & Wesson de acero inoxidable, de la que le habían dicho que era un arma militar, robada de los depósitos del ejército. No una pieza de juguete, sino realmente eficaz. Haría una buena faena, con ella: dispararle al maldito policía entre los ojos, mientras hablaban, sentado Vincent en su coche, y luego le pegaría un tiro a Linda, o mejor dos. ¡Y adiós a Puerto Rico en el primer avión! Regresaría a Atlantic City, para ver qué se cocinaba por allí.

Su mamá le había dicho, por teléfono, que no había nada nuevo. Ni visitas, ni llamadas de la policía; ni tan sólo de aquel amable individuo de color que tanto admiraba su colección de papagayos.

Al replicar él que aquel tipo no era más que un jodido secuestrador, la madre había exclamado: «¡Desde luego, en mi casa no aprendiste a hablar así!».

Luego, cuando Teddy pidió a su madre que le enviara un cheque, ya que los abogados no aceptaban las tarjetas de crédito y él iba a demandar al odioso policía por perseguirle sin motivo, la señora contestó:

—¿Cómo? ¿Qué…? No te oigo bien. Estas líneas…

Y el hijo contestó:

—¡Claro, sí! Siempre hay alguna excusa. ¿Sabes una cosa? ¡Que tu actitud es bien mierdosa, para una madre!

—¿Qué dices? ¡No te entiendo…!

Aparcado al otro lado de la calle, algo más cerca del Hilton, Teddy observaba los apartamentos Carmen, tres pisos de ventanas y pequeños balcones en un viejo edificio que daba a la calle Gerónimo, bautizada así en memoria de un indio. Cosa rara, por cierto, porque no parecía probable que ese Gerónimo hubiese sido portorriqueño. Se preguntó qué apartamento ocuparía la pareja… Y justamente en aquel momento, Linda apareció en un balcón del segundo piso, encima mismo del establecimiento de bebidas.

Vincent no mencionó Miami Beach ni que empezaba a ser hora de volver allá. En realidad ya hubiera debido estar, pero trataría de olvidarlo durante algún tiempo más. Ahora se hallaban juntos, más unidos todavía a causa de la reciente separación. Tomaban el sol en la playa de Escambrón, bajo un cielo maravillosamente límpido, y conversaban sobre lo que les ocurría. Habían apartado el tema «Teddy», considerándolo asunto muerto.

Sin embargo, Vincent dijo en cierto momento:

—No puedo seguir jugando con él.

—Bien. Pero te vuelve loco.

—¡Más que eso, Linda!

—Tienes que olvidarte de él.

Vincent ya lo intentaba. En la playa se distraían los dos observando los lisos cuerpos juveniles en sus escasos y mojados bañadores, el ir y venir de los vendedores de comidas y bebidas, las familias instaladas encima de mantas de colores…, y con la vista puesta en la baja barrera de rocas que asomaba a unos cien metros de distancia, mar adentro, imaginaban un abandonado casco herrumbroso, un largo submarino marrón…

Lo que no se imaginaban, era que a sus espaldas tenían un Chevette rojo, aparcado a la sombra de unos pinos australianos. Pero el coche estaba allí, y desde su interior les vigilaba alguien…

La verdad es que, aunque Vincent luchara por olvidar a Teddy, a ratos intuía su presencia.

Linda acababa de decir:

—Te encontraba mucho a faltar, Vincent. ¡No sabes cuánto!

Y él estaba convencido de que era cierto. Pero también se enteró de otra cosa. Uno de los ejecutivos de Bally’s había impuesto a Linda un músico especializado en teclados.

—Un hombre que solía hacer arreglos para Jerry Vale… No hablo en broma, no… Parece ser amigo íntimo del ejecutivo, y se presentó con sus partituras. Por lo visto, había trabajado antes para él, y exigían que yo interpretara su música, piezas la mar de románticas, o cosillas típicas italianas, de esas alegres y superficiales…

—Así pues, no te marchaste por tu voluntad —dijo Vincent.

—Espera. Tuve que irme, sí. Eso es cierto. No sabría mentirte. Pero te echaba muchísimo de menos. ¡No te figuras hasta qué punto! Y podría haber ido a Orlando, donde tenía una oferta…

—Viniste con Jackie…

—Iba a ver a Tommy, para pedirle otro trabajo, y tropecé con Jackie, que se disponía a abandonar aquello. Dijo que el edificio amenazaba ruina y las cosas se presentaban mal. Y que necesitaba poder hablar con alguien. Preferiblemente, con una mujer.

—Parece cambiado, ¿verdad?

—¿Y no sabes por qué? Verás… En primer lugar, me enteré de que miss Simpatía le había dejado.

—¡No me digas!

—LaDonna regresó a Tulsa. Jackie se lamentaba: «¡Después de todo lo que yo hice por ella…! Podría haberla convertido en una estrella». Luego supe que sostuvo una larga conversación con la policía, probablemente sobre Ricky y el tipo asesinado por él.

—Eso debió de ser; sí —asintió Vincent con una risita.

Jackie se había adelantado, sin duda, porque veía que le iban a relacionar con esa gente. No existía otra razón.

—Es el mismo Jackie de siempre, aunque ahora parezca distinto —agregó por fin.

—Exactamente. Le vi más nervioso que de costumbre. Pero fue al grano, sin perder ni un instante. «¿Quieres trabajar, chica? ¡Eres justo lo que necesito allí abajo, en Isla Verde! Te garantizo que, antes de dos semanas, serás una gran estrella.» El león de Las Vegas… En el avión se puso a hablarme de todas las celebridades con que se trata, de las amistades que tiene, de las fotos dedicadas que cubren las paredes de su despacho, y de que hace una apuesta con todo el que entra allí…

—Lo sé —dijo Vincent, con un gesto afirmativo.

—… Ofrece cien pavos a quien indique una figura del mundo del espectáculo cuya jodida foto no figure allí… Y yo le aposté cien dólares a que no sería capaz de aguantar todo el vuelo, desde donde estábamos entonces hasta San Juan, sin pronunciar al menos una vez la palabra «joder», porque ya sabes cómo habla.

—Perdió, ¿no?

—Apenas se atrevía a decir nada. Empezaba una frase y hacía una pausa. Como si aprendiese una lengua extranjera. Al final exclamó: «¡Joder, prefiero perder los cien dólares!». Me dio el billete y declaró querer corregirse a su manera.

—¡Ahora comprendo! —exclamó Vincent—. Ya veo en qué consiste su transformación. No es que haya aprendido a escuchar más que antes, sino que, en el salón ¡no soltó ni una sola vez esa palabra!

—Una vez sí que la dijo —señaló Linda—, pero, para un Jackie, eso es un éxito enorme.

Cuando se vestían para cenar, Linda observó que Vincent se introducía en la cintura de su pantalón la pistola de acero azulado y después se miraba en el espejo para comprobar que la chaqueta quedaba suficientemente holgada.

—Le viste —dijo Linda.

—Eso creo.

—¿Sabe dónde estamos?

—Probablemente.

—¿Qué piensas hacer?

—Nada.

—Tú me escondes algo…

Simplemente, era distinto. Era un policía y sabía cómo contenerse y fijarse en algo sin que sus sentimientos se interpusieran. Teddy podía haber vuelto, pero no se hallaba entre ellos. Así se lo explicó a Linda mientras cenaban en un restaurante español, llamado Torreblanca.

—Ese tipejo tendrá que esperar. Y quizá se aburra y se largue. No me preocupa su existencia, mientras le vea delante.

—Yo no le he visto nunca —comentó Linda.

—¿Te gustaría?

Al salir del restaurante aguardaron a que el encargado del aparcamiento fuese en busca del Chevette blanco y lo detuviera delante mismo del edificio.

—Mira, Linda —dijo Vincent entonces—. Está media manzana más abajo. Al lado izquierdo.

Dispuesto a seguirles de nuevo. Vincent tendría que torcer hacia la derecha, y él había parado su coche junto a la entrada de la calle Magdalena, de una sola dirección.

Pero el policía empleó una táctica inesperada. Dobló hacia la izquierda, aprovechando que no circulaban vehículos en aquel momento, y se deslizó tranquilamente hacia el Chevette rojo, de frente, hasta que sonaron tres estridentes bocinazos y Teddy alzó la mano para protegerse de la luz de los faros.

—¿Ése es Teddy? —jadeó Linda, cuando Vincent hizo girar con violencia el coche y salió de allí a toda marcha.

—¡Ese es, sí!

En medio del tráfico nocturno de la avenida Ashford, con tanto joven portorriqueño cruzando el barrio de Condado, Teddy volvió a aparecer por detrás de ellos. Controlaba sus movimientos por medio del retrovisor. Linda se volvió en su asiento, para mirar atrás.

—¡Ha agitado la mano! ¿Lo has visto?

Vincent ni siquiera contestó.

De pronto, los faros del Chevette rojo desaparecieron del espejo. El policía miró hacia un lado. Teddy se acercaba gradualmente por su derecha. Tuvieron que pararse en un semáforo, y el criminal todavía se arrimó más.

—Es Teddy, ¿verdad? —murmuró Linda.

Vincent no le perdía de vista. Teddy tenía la vista fija, hacia adelante, y zumbaba quedamente al compás de la música emitida por la radio del coche. Cambió la luz. Teddy les miró y les dedicó una de sus repelentes sonrisas.

—¿Ni siquiera pudiste ponerle la mano encima? ¡No lo creo! —dijo Linda.

—Si comenzara, creo que no sería capaz de parar.

—¡Ni falta que haría!

Los dos Chevettes, el blanco y el rojo, avanzaban uno al lado del otro y tuvieron que detenerse ante el semáforo situado frente al Holiday Inn.

Teddy miró con insolencia y preguntó:

—¿Es ésa tu nueva amiguita? ¡Muy mona, la niña! ¿Qué, ya no me diriges la palabra? —agregó de repente, sin apartar los ojos de Linda, que a su vez le miraba con asombro.

Vincent permaneció callado. Consideró que era mejor. Linda se volvió hacia él y musitó:

—Vincent…

Pero no dijo nada más.

—¿Está tan buena como nuestra gatita portorriqueña? ¿Ey?

Cambió la luz.

Vincent estaba pendiente y el Chevette blanco salió disparado antes que el rojo, llegando rápidamente al extremo de Condado Beach, fuera ya de la fila de hoteles y comercios, para cruzar el puente que, dada su escasa altura, formaba una especie de calzada por encima del abra y sólo permitía circular en una dirección hacia la parte antigua de San Juan.

Vincent dio más marcha a su Chevette, sin perder de vista al Chevette rojo, que ganaba terreno y se colocaba otra vez al lado de Linda. De súbito, hizo retroceder un poco el coche. El Chevette rojo se acercó más, se situó junto al blanco, y Vincent se preguntaba: «¿Le doy ahora?».

Teddy, por su parte, gritó con toda su fuerza a través de la ventanilla abierta:

—¡Ey, imbécil! ¡Cázame si puedes!

«¡Ahora!», se dijo Vincent, dispuesto ya a inclinar el volante, cuando Linda le animó a que lo hiciera, con la misma energía y la misma prisa, agarrando ella misma el volante con ambas manos para dar un brusco tirón hacia la derecha, a la vez que voceaba:

—Jódete, Ted!

Era curioso: Vincent habría empleado la misma expresión.

Aún pudieron ver la locura en los ojos de Teddy cuando el coche blanco embistió el suyo, por el lado, con estridente ruido de metal, arrojándole encima de la acera, y perdió el control de su vehículo. El blanco redujo su marcha, y Vincent y Linda miraron hacia atrás, dado el concierto de claxons y frenos que se había armado.

El Chevette rojo había quedado bastante lejos, rozando todavía la baranda protectora y arañando cemento hasta que por fin se paró.

Aquella noche, le dijo que no quería perderla. Sobre todo después de lo sucedido. Y ella contestó que, aunque quisiera, no lograría sacársela de encima.

No cesaban de decirse, de mil maneras, que se querían y no podían vivir el uno sin el otro, y empezaron a analizar su amor y llegaron a la conclusión de que su ardor no era solamente físico. Claro que lo era en gran parte, porque estaban sedientos de abrazos, pero había algo más. Algo real. Por la noche hablaban de amor, empleando palabras familiares y sencillas, que a los dos les sonaban maravillosas.

—Pero él tenía que irse.

Al día siguiente irían a Mayagüez, y al otro, por la tarde, él debía partir para Miami.

Linda se hacía cargo. Por su parte, tenía un contrato para ocho semanas, que cumpliría en parte, y después seguiría a Vincent a Miami, donde se buscaría otro trabajo.

—Con tu profesión —dijo—, no puedes ir siempre detrás de mi persona, y tú significas mucho más que el piano para mí, Vincent. Claro que me gustaría que estuviéramos juntos, y que ahora iniciases tu convalecencia y yo empezara también el contrato… Toco mejor si tú estás cerca, ¿sabes? Entonces estaríamos juntos todo el día, y casi toda la noche, pensando sólo en nosotros. ¿Verdad que sería maravilloso?

—¡Y tanto! —exclamó Vincent.

Aquella misma noche, más tarde, el hombre despertó, salió al balcón y permaneció varios minutos contemplando la calle desierta.

De madrugada, Teddy se levantó para ir al cuarto de baño. «Hacer pipí», lo llamaba su mamá. Incluso al hablar con el papagayo decía: «¿Ha hecho pipí mi Buddy?». Una bola de grasa que era, y tratando de ser graciosa. Él, Teddy, había estado dentro de su vientre y por poco la mata, según ella, al nacer. ¡Perdón, mamiiiiita Eso podía solucionarse todavía.

Cuando durmiera la madre, no sería difícil sostener una almohada encima de su cara, para no tener que verla… Y apoyarse encima hasta que la vieja dejara de combarse y de respirar, y ya nunca más tendría que oír su odiado «Da un besito a mamá» o «¿Ha hecho pipí mi Buddy?»… Pero no debía pensar cosas semejantes, no… De cara al espejo del cuarto de baño, preguntó:

—¿Le harías eso a tu madre?

La respuesta fue una risita, que contempló en el espejo desde varios ángulos.

—¡Hola!

—¡Hola, tú!

—¿No te había visto antes en alguna parte?

—Quizá sí, quizá no.

—¡Espera!

Se miró a sí mismo en silencio. Ahora, sin sonreír.

—¿Cuándo piensas hacerlo?

—¿Qué?

—De sobra lo sabes.

Teddy se contempló en silencio.

—Mañana. ¿Acaso no te lo dije?