26

VINCENT pasaba por delante del restaurante, abierto a la calle. La bolsa de lona azul pendía de su hombro. No tardó en descubrir a Teddy entre las plantas colgantes y las mesas cubiertas de hule verde. Vestía camisa de punto, roja, llevaba la cámara a cuestas en plan de turista y, con la carta en la mano, elegía un desayuno tardío. El policía siguió por la avenida Ashford hasta Walgreen’s y marcó el número que le diera DeLeon.

—¿Se trata de algo importante?

—Me pregunto si me harías un favor.

—Aunque tu casa se estuviese quemando, creo que hablarías con la misma calma.

—Ve en busca de la viuda del taxista y llévala al «Consulado». Sabes dónde está, ¿no?

—Todo el mundo lo sabe.

—Allí tienes ahora a Teddy.

—¡Caramba! Parece interesante.

—Pero mejor no ir más allá. No se trata de atacarle en cuadrilla.

—Sólo de darle un susto, ¿eh? ¿Y si le espantamos?

—Todo es posible.

—No sabemos lo que allí interrumpimos.

—Pero alguna vez hay que descansar.

—¿Ah, sí?

Teddy comía sus panqueques con una mano, mientras con la otra sostenía su vaso de Coca-Cola. Vincent, sentado a una mesa para cuatro al otro lado del pasillo y con la bolsa de lona colgada de la silla, procuraba observarle. Teddy cortó un trozo de la pila de panqueques, se lo introdujo en la boca, muy abierta, y no empezó a masticar hasta haber tomado un sorbo de cola.

Inclinado sobre su plato, Magyk volvió de pronto la cabeza para mirar por encima del hombro y dijo:

—¡Ey! ¿Un alto en el camino?

¿Se sentía efectivamente dentro de la ley, o fingía estarlo? Jugando a hacerse el chulo… Vincent se fijó en que, a aquellas horas, sus ojos ya tenían un brillo acuoso. ¿Consecuencia de un exceso de whisky? Quizá. No parecía estar en guardia, ni importarle un pito su situación. Se había dirigido a Vincent como si fuera alguien de su tierra… Un viejo compañero que tal vez pensara lo simple que sería llevarse la mano a la parte posterior del pantalón, por debajo de la chaqueta, sacar la pistola y eliminarle de un solo tiro. Allí mismo. Y decirle a la camarera: «Oiga, quisiera los huevos un poco más hechos».

—¿Por qué me sigue? No le va a servir de nada.

—No te sigo.

—¿Qué estuvo haciendo durante toda la mañana? Le vi pasar por aquí delante.

—Eras tú quien me seguía a mí —señaló Vincent—. Tomabas fotografías… ¿Para qué, por cierto? ¿Te importa que te lo pregunte?

—¿Acaso lleva encima una grabadora?

—De sobras sabes que estás libre de responsabilidades. No llevo nada. Simplemente, siento curiosidad.

—¿Por las fotos que saqué? No es ningún secreto —dijo Teddy con la boca llena, bebió luego un sorbo de su refresco y se pasó la lengua por los labios—. Deseaba ver su cara de cerca.

—¿Por qué?

—Para comprobar cómo mira a la gente —contestó Teddy, volviéndose del todo para fijar la vista en Vincent—. Para saber si mira a los demás como me mira a mí.

—¿Cómo te miro a ti? No te entiendo.

—¡Y una mierda! No voy a decir nada más a ese respecto, por ahora. Puede surgir otra ocasión, pero no sabemos con certeza si ocurrirá ni cuándo… Hoy, usted parece tener ganas de conversación. En el avión, en cambio, cuando estaba tan seguro de que yo iba a dar con el culo en la cárcel, ni siquiera me dirigió la palabra. Usted y aquel tío grandote no hacían más que reírse, claro, qué divertido meter en la cárcel a míster Magyk!

Entonces, yo estaba seguro de que usted habría querido hacerme algunas preguntas.

—¿Puedo ser sincero contigo? —quiso saber Vincent.

—Naturalmente.

—Temía abrir la puerta y arrojarte del jodido avión, si llegas a decir algo. Por eso me aguanté. Ahora, eso ya pasó.

Teddy movió los hombros dándoselas de listo.

—¿De modo que ahora ya no le intereso?

—¿Y qué voy a hacer? —respondió Vincent—. He sido policía durante quince años. Sé que si presento una prueba al abogado del Estado, al fiscal, y no la considera suficiente, lo tengo que aceptar. No voy a actuar a espaldas de la Ley por estar convencido de que un individuo es culpable.

—¿Y por qué me llevaron a aquel transbordador? ¡No fue muy amable, por su parte!

—Aquello era distinto. Trataba de impedir que hicieras alguna estupidez. Me entiendes, ¿no? Quería asustarte, hacerte reaccionar.

—Me extravié —le reprochó Teddy—. Tardé dos horas, como poco, en regresar al hotel. Primero, aquellos dos portorriqueños se me llevan, sin que yo supiera adonde. Luego, usted sale de otro coche… ¿Cree que no estaba asustado?

—No lo suficiente —replicó Vincent, arrellanándose en el sillón mientras repasaba la carta del restaurante—. De cualquier forma, poco importa ya eso.

—¿Qué es lo que no importa?

—Creía que caerías por uno de los tres homicidios. Pero estaba equivocado.

—¡Un momento! ¿De qué tres casos habla?

—Primero, el taxista. Me consta que fuiste tú. Pero no puedo demostrarlo aquí ni allá. Luego Iris y aquella mujer.

—¿Qué mujer?

—La que encontraron debajo del boardwalk. Muerta a golpes y violada, además. Todo eso suena a Teddy.

—La mujer se llamaba Marie, ¿verdad?

—Anna Marie Hoffman.

—¿Hoffman? ¿Ah, sí?

—Luego está lo de Iris. Hoy, sin embargo, no creo que tú la mataras.

—¿Ah, no? ¿Y por qué?

—Probablemente sería otro tipo. No eres tú el único canalla que anda por el mundo, Teddy. Podéis sumar millones.

—¿De veras? —dijo Teddy, y con expresión tensa tomó la cámara que tenía encima de la mesa, y se acercó a Vincent—. Así que cree que la mataron, ¿ey?

Retiró la silla situada enfrente de Vincent y tomó asiento en ella, con la cámara fotográfica en sus rodillas y la vista fija en el policía.

Vincent se reclinó en su sillón, muy satisfecho por el giro que tomaban las cosas.

—Tengo entendido que la chica dio un doble salto mortal desde el balcón —prosiguió Teddy—. Oí decir que no lo había hecho mal del todo, aunque sólo merecía una puntuación de ocho y medio, más o menos. ¿Y sabe por qué? ¡Porque no juntó los pies!

Vincent necesitó dejar pasar un momento. Tomó su vaso de agua y bebió un sorbo. Era preciso que se calmara un poco. Por fin dijo:

—Tengo entendido que no gritó. Y me pregunto por qué.

Teddy se encogió de hombros, con los ojos clavados en Vincent.

—Tal vez estuviese muerta, o poco le faltara. ¿No lo pueden averiguar mediante pruebas?

—Eso requiere su tiempo —contestó Vincent.

—A lo mejor estaba drogada y perdió el sentido.

—Iris no tomaba esas cosas.

—¿No? Pero quizá se las hizo tomar alguien, dejándola fuera de combate. También es posible que estuviese cansada, y con poco tuviera bastante… ¿Quién sabe? ¿No se puede imaginar usted algo? ¡Caray, si parezco yo el policía! Voy a decirle una cosa: usted puede dedicarse a la vigilancia, a toda la vigilancia que le dé la gana. Pero eso no va conmigo. Yo, todo lo más, me dedico a seguir a algún tipo descalabrado que se apoye en un bastón… —agregó con una risita—. Eso es diferente.

—¿Qué me dices de la mujer?

—¿De cuál? ¿De aquella Marie?

—Sí. ¿Qué le sucedió?

—¿Que qué le sucedió? ¡Pues que alguien la jodió, según parece! Esa clase de mujeres parlanchínas se enzarzan con cualquier desconocido un poco amable, y si llevan encima algo interesante, pues… ¡ya está!

—Una ayuda económica, por ejemplo.

—Posiblemente.

—Pero… ¿para qué violarla, además?

—¡Y yo qué sé! Tal vez pareciera buena idea. Quizás ella misma lo pidiera. ¡Todo cabe!

—La mujer ya estaba muerta cuando la violaron.

—Una vieja como ésa no puede permitirse ser demasiado remilgada, si busca algo. ¿Me entiende? Apuesto lo que quiera a que no se había sentido nada dentro desde hacía años y años. Al menos es de suponer, dado el tipo de mujer que era y la edad que tenía. Las viejas no consiguen eso con facilidad. ¡Quién sabe si, incluso, murió con una sonrisa en los labios, pensando en el placer que la aguardaba!

Vincent tuvo que contenerse de nuevo.

—¿De veras crees eso?

—Tengo entendido que allí dentro reinaba la oscuridad. ¿Quién sabe, ey? Usted cree saber muchas cosas, y no hace más que meterse en dificultades. Se imagina, por ejemplo, que le pegué un tiro a aquel taxista y luego arrojé su cuerpo al precipicio, de manera que me arrastró de culo hasta aquí… Bueno, por lo menos me resultó gratis el viaje, y no me sabe nada mal volver a verme en Puerto Rico. Sin embargo, creo que alguien debiera pagarme el hotel… No estoy aquí por capricho.

—Tú nunca tienes la culpa de nada —replicó Vincent—. Probablemente eres un enfermo, pero todavía sabes lo que haces. Eres un jodido cabrón, Teddy. Nunca en mi vida me había encontrado con alguien como tú.

—Pues más vale que se acostumbre —le plantó Teddy con su desvergonzada risita—. Le ha costado muchos sudores llegar a comprender que no me llaman míster Magic en vano.

—¿Quién te llama así? Jamás se lo oí decir a nadie.

—Muchos amigos.

—¿Qué amigos? ¿Los compañeros de Raiford? ¿Todas esas joyas? ¡Pues yo no considero un acto de magia el cumplir condena!

—A mí no me fue demasiado mal.

—Y saliste de allí con grandes ideas.

Teddy le miró de soslayo.

—Vuelvo a descubrir no sé qué en sus ojos… ¡Sí; ahí está! Como si creyera saber algo…

—Sé que deberían retirarte de la circulación.

—No aparte la vista. ¡Míreme a mí!

Era lo que Vincent deseaba, en realidad, y Teddy se exponía ahora expresamente a sus ojos, pero más allá acababa de descubrir a la gruesa mujer negra que, luciendo un vistoso vestido estampado en el que destacaban varios tonos de rojo, se acercaba a través de la abertura que había en el pequeño seto que rodeaba las mesas. Ahora, la africana miraba a su alrededor. Un gran sombrero de paja le cubría parte de la cara, y debajo asomaba un pañuelo también rojizo.

Vincent echó un breve vistazo a Teddy, que ahora tenía los ojos muy abiertos, y en ellos se reflejaba la angustia. Una preocupación, casi un temor que no encajaba con la ordinariez de su voz cuando dijo:

—Usted no sabe ni una mierda. Sin embargo, se refiere a mí en cada una de sus palabras… ¡Y afirma cosas que no son verdad! ¡Es un estúpido y un imbécil…! ¡Venga, míreme a los ojos! ¿Adonde va?

Vincent respondió:

—De momento quiero que veas a una persona. —Y se levantó para saludar a la gruesa mujer negra de vestido estampado y gran sombrero de paja, que se acercaba a la mesa.

Vincent le ofreció un asiento a la vez que les presentaba:

—Modesta Manosduras… Teddy Magyk.

Acudió una camarera para servir agua, y Vincent observó cómo Teddy miraba a la mujer sin ponerle la vista encima. Permanecía sentado con las manos encima de la funda de la cámara. Cuando la camarera se alejó, Teddy pareció arrellanarse mejor en su sillón metálico, tomó el vaso de agua y apenas logró contener una de sus insolentes risitas. Volvía a ser él mismo.

—¿Esta es su pareja? —se atrevió a preguntar con descaro.

—Es la esposa de Isidro —declaró Vincent.

—Le reconozco —dijo entonces la mujer—, ¡Es el que mató a mi marido!

Teddy clavó los ojos en Vincent.

—¡Nunca en su vida me había visto!

—No importa. Usted fue quien le mató —intervino Modesta, mirando seguidamente a Vincent, que hizo un gesto de afirmación.

—Usted recomendó a su marido que fuese con cuidado —señaló Vincent.

—Sí, pero Isidro no me hizo caso.

—También me aconsejó a mí que tuviera cuidado con Teddy…

—Si me hace caso, tal vez no le ocurra nada.

—Ustedes dos pueden divertirse tanto como les venga en gana. Yo me voy —anunció Teddy.

Agarró la funda de la cámara y apoyó una mano en el brazuelo de su silla.

—¡Mírele bien! —dijo Vincent, de cara a Modesta—. ¡Procure recordar sus facciones!

—Sí…

—¿Es realmente mágico?

—Míster Magic… —murmuró la mujer—. No habrá policía capaz de atraparle.

Teddy dirigió una torcida sonrisa a Vincent.

—¿Se ha enterado?

—¿Qué ve usted? —insistió Mora, de cara a Modesta—. ¿Qué le ocurrirá?

—¿A Míster Magic?

—Sí. Mírele bien y dígame qué ve.

Vincent observó que Teddy esperaba, y que en su rostro se insinuaba otra de sus repugnantes sonrisas.

—Me cuesta verle… —murmuró la viuda, entornando los ojos.

—Aquí me tiene, delante de usted —indicó Magyk—, Tan pronto cree ver mucho, como no ve absolutamente nada.

—Está metido en algo —declaró la mujer, alzando las manos para mantenerlas a cierta distancia una de otra—, Pero se trata de una cosa así de pequeña… —Después puso la palma de una mano a unos treinta centímetros de la mesa y añadió—: Y creo que sólo así de alta. Como una olla… o un cántaro… Le veo, pero no le veo… —balbució.

—¿De qué demonios habla esta mujer? —exclamó Teddy.

Vincent alargó el brazo en busca de la bolsa de lona azul que pendía de su silla. Teddy siguió sus movimientos con la vista. El policía depositó la bolsa sobre sus rodillas, abrió la cremallera y sacó la urna de acero inoxidable.

—¿Es como esto, lo que usted relaciona con Teddy Magyk?

—¡Sí, exactamente! —asintió la viuda—. ¡Una caja de metal!

—¿Está segura? —inquirió Vincent, al mismo tiempo que, con todo cuidado, situaba la urna en medio de la mesa y observaba, además, que Teddy se ponía ceñudo contemplando el objeto.

—Estoy segura, sí —confirmó la mujer—. Era esto mismo lo que yo veía.

Teddy levantó la vista.

—¿Tiene inconveniente en decirme qué lleva ahí dentro?

—Es Iris —dijo Vincent.

—¡No me tome el pelo, caray! —protestó Teddy, que sin embargo no podía apartar los ojos de aquella caja. De repente cambió de expresión y pareció volver a sonreír.

—¡No me venga con cuentos! ¿Aquí dentro está Iris? ¡Cómo no sean sus cenizas…!

—Todo cuanto queda de ella.

—¡Dios! Nunca había visto una de esas urnas. ¿Ya miró lo que hay dentro? Si quiere, puede abrirla otra vez. ¡A mí no me asusta, ey!

—Eres un tipo repelente, Teddy —repuso Vincent.

—¿Ah, sí? —replicó Magyk—. ¿Y usted, qué? ¿Adonde va con eso tan macabro?

—Llevo la urna a la familia de Iris, que vive en Mayagüez —dijo Vincent—. A no ser que la quieras entregar tú. De paso podrías explicarles cuáles fueron las últimas palabras de la chica.

—¡Es usted un bicho raro!

Teddy colocó la funda de su cámara encima de la mesa.

—¡Todo este montaje tan ridículo para ver si me desconcierta! —bramó—, ¡Como el cuento de esta mujer vudú, que pretende ver el futuro! De sobra sé que fue usted quien le enseñó lo que debía decir, como un papagayo. ¡Es todavía mucho más tonto y obtuso de lo que podía imaginarme! ¿Cómo se le ocurrió esta mierda de idea? Olvidó que trataba con míster Magic, amigo…

—Le veo… —empezó Modesta.

Pero Teddy la cortó en seco.

—¡No si te veo yo antes, mamaíta…!

—Espera, escúchala —exclamó Vincent.

—¿Aún no terminó con su retahila?

—Le veo con una mujer —continuó Modesta.

Teddy la miró con una risita.

—¡Eso ya está mejor!

Vincent observaba el rostro de la negra, cuyos ojos permanecían cerrados a la sombra del gran sombrero.

—Le veo bailar. Sí, creo que baila… Muy apretado a alguien.

—¿De veras? ¿Y qué ocurre?

—Usted escapa.

—¿Y no nos ve en la cama?

—A usted no le veo más. Se ha ido.

—¡Ah, bien, bien! —dijo Teddy, echándose la funda de la cámara al hombro mientras miraba a Vincent—, Tan pronto me ve como no me ve. En consecuencia, es posible que vuelva a verme algún día, o que ya no me vea más.

«¡Vaya!», pensó Vincent.

Teddy soltó una de sus horribles risitas, subió y bajó dos veces las cejas y se despidió con estas palabras;

—¡Adiós, y que se diviertan!

«¡Dios mío!», se dijo Vincent, sintiéndose extrañamente preocupado, como si temiese que la gente de las otras mesas, que le miraba con curiosidad, pudiera asociarle con Teddy.

Entre tanto, aquel monstruo atravesaba la calle con sus shorts y con la cámara colgada del hombro, haciendo señal a los coches, con la palma de la mano, para que le dejasen pasar. Miraba hacia adelante e ignoraba por completo los indignados bocinazos. Teddy en plan de actor. Teddy saboreando su espectáculo. Actuaba como un chiquillo crecido antes de hora. ¡El criminal que había asesinado a tres personas en tres semanas! Caminando con aire garboso por la otra acera de la calle, como si sólo los dedos de sus pies tocaran el suelo.

«Esto no es lo mío —pensó Vincent—. No sirvo para jugar con tipejos tan extraños. No puedo seguir. He de apearme del asunto…»

Sin embargo, continuó observando al maldito Teddy, al asesino de tres personas en tres semanas, hasta que le perdió de vista, y Modesta dijo al mismo tiempo:

—Tengo hambre.

Vincent se volvió hacia ella.

—¿De veras le vio bailar al mirarle?

—Con una mujer, creo —explicó—. Pero cuesta de ver, porque está en un lugar muy oscuro. Oiga…, ¿podría tomar una hamburguesa?

Vincent se sentía agotado, sin ánimos.

Condujeron a Modesta a su casa, con música en el coche y la refrigeración a toda marcha. Luego, cuando salían de la ciudad en dirección a Isla Verde, redujeron ambas cosas y el viaje resultó agradable. DeLeon iba relajado, y Vincent prefería no pensar en nada.

—Me voy a mi tierra —dijo al fin.

—¿No soportas ya tanta injuria?

—Me veo incapaz de continuar su juego.

—¿Qué te parecería que yo le derribara al suelo y tú le arrojases encima algo bien pesado?

—Estoy cansado.

—¿Te importa, o no, que él aún tenga ganas de fastidiarte?

—Si las tiene, que venga a Miami Beach.

—De cualquier forma, se nos acaba esta manera de vivir invitados a base de cara dura. Nada es gratuito en este mundo —dijo DeLeon—, Mierda, voy a tener que buscarme un trabajo.

Llegaron a la mezquita situada junto a la playa. Una auténtica Meca del juego… ¿Era ésa la conexión? Vincent aún no estaba seguro. Dejaron el coche delante de la entrada principal. Después de tantos días de esfuerzos inútiles, de encontrarse siempre en un callejón sin salida, Vincent había llegado al límite de sus energías.

Sin embargo, pareció animarse un poco —quizá de manera inconsciente— cuando dijo:

—Vamos a tomar algo, mientras todavía pueda firmar…

No era que la idea le confortase mucho, de todos modos. El negrísimo portero de capa y turbante le recibió con una de sus amplias sonrisas, que permitían ver todos sus dientes, semejantes al teclado de un piano viejo. Eso volvió a alentar algo a Vincent. Para el portero, aún era alguien. El hombre se ganaba la vida así, y tenía que hacer el papel. DeLeon se unió al juego, exclamando:

—¡Alá es Dios, hermano mío!

A lo que el portero respondió con otra de sus marfileñas sonrisas:

—¡Y Jackie Garbo es su profeta! Me encargó que les dijera que les espera en el salón. Ansia verles a los dos.

DeLeon se detuvo en seco.

—¡Ah…!

Para Vincent, en cambio, la idea de ver de nuevo a Jackie constituyó otro motivo de ánimo. Le invitaría a beber algo.

—Entremos —dijo.

Era sorprendente. O quizá no; no tan sorprendente. Pero como Jackie era una persona de verdad, fuera mejor o peor, se podía hablar con ella y sacar provecho o, por lo menos, pasar el rato. Jackie era Jackie… Teddy, en cambio… No podía afirmarse que Teddy fuera Teddy… Teddy entrando y saliendo por la mente de Vincent sin desaparecer nunca del todo. Incluso ahora, mientras cruzaba el vestíbulo en compañía de DeLeon, camino del salón interior. Pese a la oscuridad allí reinante, enseguida descubrió a Jackie, de pie junto al bar.

Parecía un oso a medio crecer, con traje de seda. Cuando alzó el vaso, relucieron sus blancos puños y centelleó la sortija… Vincent avanzó hacia él, dispuesto a estrechar su mano, darle una palmada en el hombro, sentarse frente a él y divertirse con sus opiniones y conjeturas y chascos.

De pronto escuchó un tenue acorde de piano, y luego otro y otro… Jackie dijo:

—Surtió efecto. Algo hizo entrar a esos dos jodidos payasos… ¿Adonde vas, hombre?

Vincent dio unos pasos hacia la tarima de los músicos. Allí en el pequeño escenario, alguien tocaba… Vincent se colocó junto al instrumento, y Linda se interrumpió al verle. ¿Sonreía, o se la veía triste? O quizás ambas cosas a la vez. No estaba seguro. Sólo supo decir:

—Estás aquí…

Y ella contestó:

—Te añoraba, Vincent. ¡No sabes cómo te añoraba!