25

MODESTA Manosduras, la viuda de Isidro, dijo que sí, que podría describir al hombre, e identificarlo si le viera. Era un americano de cabellos claros, nariz estrecha y piel tan pálida que se le transparentaban las venas y se le notaban los huesos…

—Espere un momento, por favor.

La condujeron al oscuro extremo de una habitación donde, al otro lado, había cinco hombres iluminados por poderosas luces. Le preguntaron si entre ellos veía al turista que usaba el taxi de su marido.

—¡Sí! —dijo ella sin titubear—. ¡Es aquél!

Y señaló a Teddy Magyk.

Los cinco hombres fueron retirados.

Uno de los policías preguntó a la mujer si había visto antes a aquel individuo.

—Nunca le vi de la manera que ustedes se imaginan —declaró Modesta.

Los agentes se miraron entre sí.

—¿Cómo pudo identificarle, pues?

—No le veo con mis ojos —explicó la mujer, al mismo tiempo que se tocaba la frente con el dedo índice—. ¡Le veo aquí dentro!

La llevaron entonces a otra pieza, un despacho, la invitaron a sentarse y le mostraron una fotografía.

—Es mi marido, cuando fue a El Yunque con el turista.

—¿Había visto antes esta foto?

—No; nunca.

—¿Cómo sabe que está tomada en El Yunque, pues?

—Conozco el sitio.

—¿Estaba enterada de que su marido iría a ese lugar con el hombre al que acaba de identificar?

—Me consta que fueron allá —dijo la mujer—, porque el de la foto es mi marido, y está en El Yunque.

Los policías volvieron a intercambiar miradas. Pidieron a Modesta que siguiera sentada en aquella incómoda silla y le sirvieron un café que parecía agua. Después de hablar con los agentes durante más de una hora, venga a repetir todo cuanto Isidro le había contado acerca del turista que tanto le daba a ganar, la mujer sintió hambre y dijo que deseaba regresar a casa.

Un estadounidense que llevaba barba se ofreció para acompañarla en coche desde Hato Rey hasta su casa de Puerta de Tierra. Dijo su nombre y le expresó su condolencia por la muerte del marido. Conducía despacio, con lo que otros automóviles hacían sonar el claxon, impacientes, y les adelantaban. El taxi de Isidro era mucho más amplio y confortable. Este automóvil tenía el morro corto, y los asientos eran estrechos. La mujer se acordaba del Chevrolet de su marido, que había vendido por dos mil quinientos dólares, cuando el americano barbudo preguntó si contaba con lo suficiente para vivir.

Modesta le miró a la cara, antes de contestar, y dijo que sí, que saldría adelante. Incluso había comprado un televisor en color y ropa nueva para los niños.

¡Qué despacio conducía aquel hombre!

—¿Por qué advirtió usted a su marido que tuviese cuidado con ese Teddy?

—Porque se llama Magic.

—Es su apellido.

—Aunque así sea.

—Pero no hay nada de mágico en él. Sólo que su apellido suena raro.

—Bien, sí, pero… ¿Puedo preguntarle qué le harán?

—Se le acusará de asesinato, y será juzgado.

—¿De veras?

—Tan pronto como el fiscal del distrito tenga las pruebas convenientes.

—¡Ah!

—Y luego le enviarán seguramente a Oso Blanco. Condenado a cadena perpetua.

—¿Esto es lo que usted supone?

Estaba decepcionada. Aquel hombre no sabía más que los policías. Pero debía de ser rico, porque le dio dinero al detener el coche delante de la casa. Cinco billetes de cien dólares, y luego cinco más, cuando los niños salieron a ver el automóvil. Dada su generosidad y gentileza, Modesta se animó a decir:

—Oiga, señor… ¿Realmente no cree que ese tipo es medio mago?

Vincent contestó con un movimiento de cabeza.

—No. De ningún modo.

—Entonces… ¿por qué van a dejarle en libertad?

Esta vez, los agentes de la brigada criminal que almorzaban en El Cidreño volvieron a observar la mesa que ocupaba con Lorendo Paz el mismo tipo barbudo, todavía con permiso de convalecencia pero sin bastón. Pero ahora sabían de qué hablaban. Lorendo, inmaculado, como siempre, y el de la barba tan mal arreglado como la vez anterior. Varios de los investigadores discutían el mismo asunto que Lorendo y el detective estadounidense: no cabía duda, prácticamente, de que Teddy Magyk había matado al taxista. Sin embargo, aquella misma tarde, a las seis, estaría paseando tan tranquilo por la avenida Franklin Delano Roosevelt.

—¡Le teníamos en el transbordador de Loíza! —exclamó Herbey Maldonado, hablando con su compañero de mesa—. ¡Y le dejamos escapar…!

El detective estadounidense apenas había probado la comida.

—Comprendo lo que siente —agregó Herbey.

Vincent Mora no hacía más que beber whisky y fumar cigarrillos.

—Tienes que hacerte cargo de la influencia que sobre nuestro sistema, sobre nuestro modo de preparar un caso, ejerce aquí el fiscal del distrito.

—Es como si os pusiera un emplasto encima; ya lo veo.

—Un emplasto, sí. ¡Buena comparación!

—No quiere enredarse en un caso, si existe algún riesgo de perderlo…

Lorendo Paz movió la cabeza.

—Le haría maldita la gracia ver que un defensor se salía con cualquier sutileza, de manera que procura ser muy objetivo con respecto a las pruebas. Si no procesa a éste, procesará a otro.

¿Qué más da? En este caso, me figuro que ve más agujeros que Teddy pueda utilizar para escapar con bien, que modos para mantenerle sujeto… Sabes de sobra a qué me refiero. ¿Qué hay de nuevo sobre la capa de la Tierra, amigo? Aunque podamos presentar la foto tomada en un lugar situado exactamente encima de donde fue descubierto el cuerpo, ¿cómo probamos que, en efecto, fue sacada aquel día? ¿Qué día se produjo el asesinato? La foto no lleva fecha. Los del establecimiento fotográfico dicen que quizá tengan registrado el nombre, y que lo mirarán. Pero eso tampoco demostrará nada. Si hubiera testigos que declarasen haber visto juntos a Teddy y al taxista…

—Yo soy testigo —dijo Vincent.

—Tú les viste en la playa, pero no en la montaña. En el DuPont Plaza hay un portero que, posiblemente, les viera juntos una o dos veces. La única persona que podría identificar de forma segura a Teddy sería la viuda de Isidro, pero ella nunca le había visto, antes de hoy. ¿Te interesa oírla testificar?

—Esa mujer sabe que Teddy Magyk quedará en libertad.

—También nosotros deberíamos saberlo, ¿no?

Vincent no contestó.

—Dices que compró un papagayo de artesanía en la tienda de objetos típicos que hay allá arriba, en la selva, y que se lo entregó a Iris. ¿De veras lo hizo? ¿Cuándo?

El pensamiento de Vincent se encontraba en otra parte.

—La pistola —señaló.

—Suponemos que es el arma homicida —replicó Lorendo—, pero en el cuerpo de la víctima no se hallaron balas. Quien fuera, disparó dos veces contra ella. Una de las heridas era con orificio de salida. Yo confiaba en que se encontraría una bala, para comparar… Pero ten en cuenta que el cadáver estaba terriblemente descompuesto, después de dos semanas o más de yacer en el bosque, y comido, en parte, por alimañas. No sé adonde pudo ir a parar la bala, pero constituye la única posibilidad para demostrar algo. Enviaré de nuevo a un equipo de hombres, con orden de que rastreen el suelo con sus cepillos de dientes.

—¿Y puedes retener a Teddy, entre tanto? ¿Bien encerrado?

—No, Vincent. Ni siquiera por lo del arma. La trajiste tú; no era él quien la tenía. Su abogado diría: «¿Y usted quién es?». No tienes jurisdicción. Teddy afirma que la pistola no es suya, y que nunca la había visto antes. Por consiguiente… Todo lo que puedo hacer, es decirle que no debe abandonar Puerto Rico hasta que hayamos terminado la investigación. Y apostar algunos hombres en el aeropuerto, para más seguridad. Y alargar el asunto al máximo… Quizá se nos ocurra algo, mientras tanto. No sé, Vincent… La cosa parecía bastante clara, primero, pero… Tendríamos que haber aprendido a no animarnos demasiado pronto.

—Insisto en que fue él —declaró Vincent.

—Yo también lo creo; no necesitas decírmelo. Pero los dos hemos pasado antes por esto.

—Sí, demasiadas veces —asintió Vincent.

—Dijiste que tenías el presentimiento de que no habría extradición para él, ¿no? Lo preveías. Por eso le trajiste. Tal vez logremos hacerle cantar, al final y, con ello, cerrarle las puertas.

—Tal vez.

—Pero lo cierto es que, tanto aquí como en Miami o Atlantic City, siempre tienen ventaja los delincuentes. Le pregunté si pensaba defenderse y negar la acusación. ¿Sabes qué contestó?

—Sé que mató a tres personas en las últimas tres semanas —insistió Vincent.

—Sí.

Tomaron sus bebidas a pequeños sorbos, guardando un breve silencio entre el ruido de platos y las voces que sonaban en el restaurante. Lorendo miró hacia una mesa, y luego de nuevo a Vincent.

—Tú ya conoces a Herbey Maldonado…

—El del transbordador de Loíza, sí.

—Exactamente. Pues ese Herbey dice que podríamos volver a llevarle allí, y no permitir que regrese. ¿Bromea, o no? Algunos de esos chicos…, tú ya lo sabes bien de Miami…, no se lo pensarían dos veces, y eso que son buena gente.

—Vincent no dijo nada.

—Espero que tú no estés pensando en algo parecido. Tú no, ¿verdad Vincent?

Mora seguía sin hablar.

—¡Di algo, Vincent! Me preocupas. ¿En qué piensas?

Estaba en San Juan, pero no estaba… Apenas había probado el almuerzo. En el cenicero de estaño había ya varias colillas. Al fin alzó la vista y miró a Lorendo.

—Nunca te preocupes por algo ya sucedido, o que queda fuera de tu control.

—Estoy de acuerdo con eso, sí.

—Nunca busques vengarte…

—No; yo tampoco lo haría.

—Eso queda para los perdedores…

—Porque no pueden ganar, claro.

—Alrededor de eso gira todo. Teddy Magyk ansia vengarse de mí. Hacérmelas pagar. El taxista se enteró de algo, y por eso le mató Teddy. Luego mató a Iris para hacerme acudir. Por último asesinó y violó a una mujer porque necesitaba dinero o porque le dio la gana, y antes intentó matarme a mí.

—Porque tú le enviaste a la cárcel.

—Porque está loco. Porque no tiene nada mejor que hacer. ¿Quién sabe? Creo que, si hablo con él, lo averiguaré. Es preciso que lo haga.

—Vincent…

Otra vez se hizo el silencio en medio de los ruidos del restaurante.

—Esperemos a ver qué sale —aconsejó Lorendo.

—Sería autodefensa.

—No lo sería —recalcó Lorendo—. No de la manera que tú lo ideas.

Salieron del mundo comercial de Hato Rey para encaminarse al mundo turístico de las playas y los grandes hoteles, al lujoso conjunto de Isla Verde con el edificio semejante a una mezquita.

—Para entrar ahí —comentó DeLeon—, me da la impresión de necesitar una alfombra. Sabes a qué me refiero, ¿no? Para arrodillarme en el vestíbulo, de cara a La Meca, que quedaría… ¡en esta dirección!

—Allí está Miami —respondió Vincent.

—En cualquier otra dirección, entonces. Es igual. Desde donde yo vivía hasta La Meca, había sólo un salto. Sin embargo, nunca fui. Esto de aquí podría ser Egipto, salvo que allí hay unos lavabos…

Vincent estaba sentado de lado en una tumbona, y delante de él tenía a DeLeon estirado en otra. Su cuerpo, de piel de color de café, destacaba contra el blanco pantalón de baño, y los ojos del africano no se apartaban de la cúpula árabe del casino. Poca era la gente que aún se bañaba en la piscina. El sol, próximo a ponerse ya, proyectaba sus tenues rayos sobre el cemento y sobre el océano que bañaba la playa. Aunque no querían hablar más de Teddy, el tema volvía una y otra vez por sí solo, porque siempre había algo que decir.

—Es un hijo de puta, ¿no?

—Se está poniendo muy insolente —dijo Vincent—. ¡Siempre con esa sonrisa idiota!

—Actúa a su manera.

Teddy había dicho a los policías que, si le hacían permanecer en Puerto Rico contra su voluntad, tendrían que pagar los gastos de hotel. En consecuencia, se le había ofrecido un apartamento en una casa situada detrás de la jefatura, donde vivía la gente que recibía asistencia social. Teddy echó una mirada a aquello, según le contaron a Vincent, se tapó la nariz y se hizo conducir al DuPont Plaza, donde se serviría de una tarjeta de crédito.

—¡Ese tío es capaz de demandarnos! —exclamó DeLeon.

—¡Y tan capaz!

—Tendríamos que traérnoslo aquí —dijo DeLeon, de pronto.

—Estaba pensando en ello… En el modo de organizado.

—Quizá pudiésemos hacer ver que le ocurre un accidente… ¡Que da un traspiés y cae por el hueco de un ascensor…!

Habían llegado dos días antes a última hora de la tarde, entregando a Teddy a Lorendo Paz en el mismo aeropuerto. Luego, DeLeon introducía a Vincent en Spade’s Isla Verde, como un huésped muy especial. «¡Consulta el ordenador, hombre!»: y allí estaban, hasta que ese mismo ordenador mandara echarles.

—«Secuestradores, Sociedad Anónima» —bromeó DeLeon—, descansando entre gente importante y confiando, sobre todo, en que no nos arresten en este preciso momento… ¿Cómo se llama aquel hombre? ¿Herbie?

—Herbey.

—Creo que la idea es suya. Uno de esos chicos lo puede hacer por ti. ¡Llevarse a ese maldito hijo de puta hasta bien dentro de la selva, hacerle perder el culo!

—No está nada mal —admitió Vincent—. Si yo supiera adonde había de ir a parar… ¡La idea es buena!

—Pegarle un tiro sería demasiado fácil —dijo DeLeon, apoyándose en un codo para mirar más de cerca a Vincent—. ¿Recuerdas lo que me confiaste? ¡Que deseabas matarle, pero que te gustaría hacerlo de manera que pudieses convencerte a ti mismo de que no habías sido tú! ¿Qué mierda quisiste decir con eso?

—No deseo matarle.

—Eso significa que no quieres reconocerlo.

—No; ya lo hice una vez. Pero entonces no pretendía hacerlo, ¿entiendes?, ni quiero que se repita ahora.

—Respeto tus decisiones, amigo; pero lo que haces es jugar contigo mismo.

—Hum… Tal vez. Pero nunca quise matar a aquel tipo.

—No me refiero a aquel tío. Estoy hablando de aquí, y de ahora. Creo que estás esperando a que Teddy se mueva: que se exponga y dé algún paso contra ti. Entonces tendrás ocasión de volarle el culo sin querer. Jurarás que no querías, pero ya se lo habrás volado.

—He pensando en eso.

—Pero tú mismo te lo pones difícil. Todo has de hacerlo según el libro. Nunca estuve tan cerca de un buen policía, Vincent, ni había tenido ocasión de seguir sus pensamientos. Lleváis pistola, y siempre ‘pensé que os gustaba usarla. Pero tú pareces otra cosa… ¿Qué otro camino ves, pues?

—Pegarle un susto de los que no se olvidan —contestó Vincent.

¡Ah, la teoría de salvar vidas de Mora! Pero Buck Torres preguntaba cómo podía saberse si daría resultado o no. Porque… hay para eso un momento decisivo: el de disparar y salvar tu vida, o no disparar y quizá perderla.

—Asustarle de manera que abandonara la lucha, y tal vez incluso confesara.

—¿Hablas en serio? —exclamó DeLeon—. ¿Asustar a ese tipejo? ¡Y una mierda! La policía de allá arriba y la policía de aquí abajo no hace más que buscar modos de arañarle el culo a Teddy, y no consiguen nada. ¡Si parece que lleve polvo de hada encima! ¡Nada puede herirle!

—Es míster Magic —dijo Vincent—. No lo olvides.

—No es más que un repudiado, pero ese diablo ha de tener algo. ¡Vaya con el criminal hijo de perra! Los más escurridizos son los peores.

Vincent preguntó qué pensaba hacer aquella noche. DeLeon contestó que iría al viejo San Juan, a dar vueltas por allí.

—¿Te importaría detenerte unos momentos por el camino? Quisiera que conocieses a Modesta, la mujer del taxista. ¡A ver qué efecto te produce!

—Lo haré con mucho gusto —dijo DeLeon—. ¿Está buena?

Modesta pesaría alrededor de los cien kilos, pese a ser baja, olía a colada reciente y llevaba un vestido que, dado su volumen, apenas le alcanzaba hasta las rodillas. Tenía las piernas flacas, en cambio, con feos nudos en las espinillas. Era una africana negra negra, que desde el pasillo que daba a la calle dijo:

—¡Pasen, por favor!

Fue un alivio volver a salir de allí y respirar de nuevo en la calle, después de aguantar el olor a grasa caliente y el terrible ruido de la lavadora en marcha, del ventilador eléctrico que proporcionaba aire caliente y del televisor a todo volumen. Los niños veían el programa titulado Love Connection, ansiosos por saber si la joven concursante había elegido al programador de ordenadores, al chico del bar o al vendedor de coches…

«O a ninguno de ellos», se dijo DeLeon mientras seguía hacia fuera a Vincent y a la mujer, a través de un patio lleno de trastos.

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó la viuda.

—¿Qué es lo que entiende? —inquirió Vincent.

—Un sueño que tuve. Iba en un coche negro, pero no tirado por caballos… —explicó, acercándose al automóvil de DeLeon—. Estaré dentro mientras ustedes me hablan. Si pudieran poner la radio, por favor, y hacer funcionar el aire acondicionado…

DeLeon miró a Vincent, que le contestó de la misma forma mientras la mujer saludaba a unos vecinos y se introducía en el vehículo, seguida de Vincent. Bajó la ventanilla y volvió a saludar a la vez que Vincent le preguntaba cómo sabía que Teddy iba a ser puesto en libertad. Modesta dejó de decir adiós a sus conocidos y pareció muy sorprendida por las palabras de aquel hombre.

—¡Ay, pues porque es míster Magic! ¡Ya se lo dije!

—Está libre, en efecto, pero… ¿cómo podía saberlo usted? ¿Fue un presentimiento, o también un sueño?

—No sé. De repente lo supe. Las ideas me vienen a la cabeza. También la policía me lo preguntó.

—¡Ah…! —dijo Vincent.

DeLeon, sentado al volante pero medio vuelto y muy interesado, observó la mirada de Vincent. No había en ella más que desilusión. ¿Qué había esperado? Por lo visto, abrigaba bastantes esperanzas, ya que entonces inquirió:

—¿Y sabe qué le va a ocurrir ahora? Ahora que está libre, quiero decir.

—No lo sabré hasta que le vea —declaró la mujer, saludando de nuevo a sus vecinos—. Si le veo, quizá pueda explicarle algo. Pero una cosa —agregó, de cara a Vincent—: ¡Tenga mucho cuidado con él!

Cuando el policía posó en él la vista e hizo un gesto con la cabeza, DeLeon levantó la bolsa de lona azul, que estaba en el asiento delantero, y se la pasó atrás. Vio que Vincent extraía de ella la urna de acero inoxidable.

—¿Sabe usted qué es esto?

La mujer tocó la urna con las puntas de los dedos, y de pronto se puso a acariciarla con dulzura. DeLeon observó que cerraba los ojos.

—Veo… —murmuró Modesta—, veo caer del cielo a una muchacha.

A DeLeon se le puso la piel de gallina. Los ojos de Vincent volvían a mirarle con gran intensidad.

La casa se hallaba cerca de donde Iris se había alojado, y en el piso, en lo alto de la escalera, la pintura se desprendía de los postigos y de las sucias paredes. Una mortecina luz iluminaba el cuarto donde dos mujeres y un flaco muchacho portorriqueño en camiseta seguían el programa Love Connection. Uno de los favoritos de Teddy.

Éste se encontraba en la cocina, hablando con otro portorriqueño igualmente delgado, que llevaba un descarado sombrerito de paja que casi le cubría los ojos, y una camiseta sucia. La cocina sólo quedaba separada del cuarto de estar mediante una especie de tablero, de modo que Teddy podía prestar atención al programa aunque no lo viese. Al mismo tiempo le decía al tipo de la cocina que no, que no necesitaba todo un paquete, sino únicamente unos cuantos canutos. Cuando el portorriqueño oyó eso, se mostró impaciente, como si Teddy estuviera haciéndole perder el tiempo.

Le había dado diez pavos a un ayudante de camarero del DuPont Plaza, por recomendarle aquel lugar. Allí le darían todo lo que quisiera. «¿Todo?» «¡Todo!»

Teddy opinaba que la chica era imbécil, por haber elegido al vendedor de coches, un tipo artificial de grandes patillas y ya no muy joven. Se habían citado, y ahora explicaban a Chuck Woolery, el presentador del programa, el tiempo que habían pasado juntos. Que primero habían tenido problemas con el automóvil, retrasándose dos horas todo el plan. En el restaurante japonés donde almorzaron, la chica había quedado mareada de tanto yukky. El público se rió mucho al explicar ella que el pescado crudo y el vino caliente no eran lo suyo. Entonces, Chuck Woolery puso su acostumbrada cara de inocente y preguntó al gilipollas del vendedor de coches si la tarde había ido mejor, y si existía la posibilidad de un romance. Y el gilipollas del vendedor de coches contestó, a través de una pantalla, que le había estampado un largo beso de las buenas noches…

Teddy le dijo al individuo de la cocina:

—Mira, no sé cuánto tiempo voy a estar aquí. Tal vez sólo un par de días, y no puedo llevarme hierba en el avión. ¿Lo entiendes? ¿Por qué no me lías cinco canutos? Seguro que los haces casi a medida.

El tipo sacó una caja de zapatos.

Teddy se veía a sí mismo en el programa de televisión, conversando con Chuck Woolery. El presentador preguntaba si la cita había sido un éxito, y él contestaba que, bueno, a la chica no le hacía demasiada gracia el pescado crudo, pero que sin duda enloquecería cuando él le enseñara la carne. ¿Qué diría Chuck en un caso así?

Una de las mujeres y el tipo delgaducho del cuarto de estar discutían en español sobre el programa, y se chillaban el uno al otro. Entre tanto, el del sombrerito de paja había abierto su caja de zapatos y mostraba a Teddy otros productos que podían resultar interesantes en el caso de una estancia breve: cocaína, kifi, dulce

Era hora de moverse. Lo que de veras le había llevado a la casa. Teddy alzó la vista de la caja y dijo:

—No es esto lo que me interesa. Voy a explicarte qué. Sacó doscientos dólares en billetes de veinte, muy doblados, y se puso a deshojarlos uno a uno.

—Supongo que tienes una pistola para venderme. ¿Estoy en lo cierto, o no?