24

La MADRE despertó a Teddy para decirle que iba a llevar a Buddy al veterinario para que le limara el pico, porque teniéndolo tan afilado se hacía daño.

—¿Estabas dormido? —preguntó.

—¡Lo intentaba, cuerno!

—Me pareció notar olor a humo. ¿Quemaste algo en la chimenea?

—Unos cuantos papelotes que ya no necesito. Ordené un poco los cajones.

—Eres un gandul sin remedio, pero siempre fuiste cuidadoso con tus cosas.

—Ey, mamá…

—Adiós, mi pequeño dormilón —dijo la madre, y se alejó con Buddy en una jaula.

El Chevrolet apenas habría tenido tiempo de arrancar, y Teddy se prometía un rato de tranquilidad, cuando sonó el juego de campanillas de la puerta. ¡La policía, sin duda! Una pareja de agentes que prestarían servicio diurno, y de nuevo se vería trasladado a Northfield para pasar por la maldita rutina. «¿Estuvo en Spade’s la noche pasada?» «Sí, señor. Estuve.» «¿A qué hora?» «También estuve en Bally’s, en el Claridge y en Sands. ¿Quién lleva cuenta exacta del tiempo cuando va en plan de juego y quiere divertirse un poco?» «¿Ganó?» «Pues sí, gané.» A la policía le gustaba jorobarte. Ponerte en fila con una serie de borrachos, y luego pasarte una luz por los ojos. Iría con ellos y les diría: «Ya he contestado a sus preguntas. Lo que ustedes están haciendo es un abuso. Cualquier otra pregunta que quieran hacerme tendrán que dirigirla a mi abogado». Eso sonaba bien.

Volvió a sonar el juego de campanillas.

Pediría a su madre que se ocupara de buscarle un abogado. No quería uno de oficio. Aunque aún no le habían acusado de nada. No podían.

¡Malditas campanillas! Ding-dong, ding-dong, ding-dong… Venga a sonar hasta que, ¡mierda!, la irritación le sacó de la cama y corrió hacia la puerta, con su taparrabos negro, para fisgar por la mirilla. A medio metro de él vio, en el porche, a un gigantesco tipo de color. Hubiera tenido que tomarse tiempo para serenarse y permanecer callado, pero la presencia de aquel coloso le puso muy nervioso, de modo que preguntó:

—¿Qué quiere?

El gigantón contestó:

—¡Te quiero a ti, encanto! ¡Abre la puerta!

No era aquél el modo en que un policía solía dirigirse a una persona. Teddy caminó de puntillas hasta la ventana, miró a través de la reja y descubrió el coche negro aparcado fuera… Igual que el automóvil en que Iris se había metido con más gente para ir al apartamento. Y en el grupo figuraba también un tipo de color… Teddy no sabía qué pensar. Si se trataba del coloso que había hablado con su madre, ¿dónde estaba el barbudo que pidiera pasar al cuarto de baño? Y si el tipo de la barba era Vincent, el polizonte de Miami, ¿qué diantre hacía con ese superhombre de Spade’s? ¡Era Como para desconcertar a cualquiera, tío!

Teddy atravesó el recibidor camino de la cocina, y miró por detrás. No había nadie en el patio. Ahora, el gigante golpeaba la puerta, y poco le faltaba para sacudir la casa entera, a la vez que decía:

—¿No me abres, Teddy? ¡Soy un amigo!

¡Qué tonto había sido de preguntar al hombre qué quería! Llegó a pensar si no debía llamar a la policía. Sería un buen golpe, ¿no? Pero al fin se dijo que no. Más le valía escurrirse. Ser el míster Magic que tan pronto aparece como desaparece. Se vistió rápidamente e introdujo en una bolsa de lona un par de camisetas de punto, ropa interior y unos pantalones de recambio. Se calzó unos zapatos azules de deporte, y se aseguró de llevar en la cartera el dinero que Marie le había dado. ¡Mierda, la cámara…! Fue en busca de ella y se la colgó del hombro. ¿Qué más faltaba?

Se apoderó de una de las tarjetas de crédito que su madre guardaba en el tocador y, sin hacer ruido, salió por la puerta lateral que daba al garaje. ¡Precisamente hoy, el dichoso papagayo tenía que ir al veterinario! De haber estado su madre en casa, se le hubiera ocurrido algo… Pero así, lo único que podía hacer era desaparecer en dirección al East Drive y, desde allí, seguir hacia Ventnor…

Abrió la puerta del patio y asomó la cabeza para mirar primero a un lado, detrás de la casa, y luego al otro…

Pero Vincent exclamó:

—¡Caramba, Teddy! ¿Ya tienes hecho todo el equipaje? ¡Bien, hombre!

Y se apoderó de la bolsa y de la cámara fotográfica.

Teddy retrocedió para abrir la puerta delantera. Vio cómo Vincent sacaba el Cok de la funda y se lo entregaba al gigantón de color, que de cerca todavía resultaba más alto y corpulento. Momentos después, el policía cruzaba el cuarto de estar. Teddy supo enseguida adonde iba, y lo único que se le ocurrió, fue gritar:

—¡Buena suerte, amigo!

Se puso a canturrear entonces Bad to the Bone, de George Thorogood, para ver si el negrazo conocía la pieza y decía algo. Pero aquel tipo fenomenal estaba ocupado en el examen del revólver, y Teddy aún se atrevió a decir:

—¡Cuidado con el juguete, si no tiene práctica en su manejo!

El gigantón alzó la vista, apuntó contra él y contestó:

—Me haces pensar en una película de dibujos que vi, en la que un ratón que sólo era piel y huesos estaba detrás de un gatazo rico, apuntándole en el cogote mientras decía: «Arriba las manos, te estoy apuntando con una pistola de agua. Esto es un atraco. El pobre bicho, estaba claro que no lo iba a conseguir». Pues tú me recuerdas a ese ratón.

—¡Bueno, basta de tonterías, ey! —protestó Teddy.

Vincent volvió con las manos vacías, desde luego, y Teddy Magyk dijo con su habitual descaro:

—No encontró lo que buscaba, ¿verdad? Es una lástima.

—No. Te desprendiste a tiempo —respondió el policía.

—¿Se refiere a las fotos? Se quemaron. Todos mis recuerdos de Puerto Rico se convirtieron en cenizas. Como si nunca hubiese estado allí.

—Menos mal que yo salvé un par de fotografías de la quema —declaró Vincent, sacándolas de su bolsillo para que las viera—. ¿No las encontraste a faltar? ¿O, simplemente, lo destruiste todo sin mirar qué era?

—¡Ey, un momento! —exclamó Teddy.

El policía sostenía en alto las dos instantáneas de Isidro, el taxista, y eso no tenía sentido. ¿Qué carajo tenía que ver aquel taxista con Iris, ahora? ¿Intentaba desconcertarle el policía? Entonces, Vincent Mora dijo que suponía que habría preparado sus ropas, y Teddy volvió a insistir:

—¡Ey, un momento…!

Rosemary entra en el despacho con varias cartas para que él las firme. Se detiene en seco, porque no puede dar crédito a sus ojos.

—Míster Garbo… ¿Qué hace usted ahí encima?

Y él contesta:

—Bailo claqué encima de esta jodida mesa. ¿Qué le parece, si no?

Así fue cómo empezó el día para Jackie, apenas salido de la cama. Iba a ser uno de los más felices de su vida: Frank Cingoro, muerto. Ricky Catalina, arrestado. Se había sacado de encima a dos indeseables. Sin embargo, experimentaba cierta inquietud. Algo se fraguaba… Había pasado la noche en el hotel, porque el Moose no aparecía por ninguna parte. Había llamado tres veces a casa de LaDonna, aquella mañana, sin obtener respuesta. Ahora, el policía de Miami, el de la cara de rastreador de drogas, estaba sentado en su despacho, y él se esforzaba todo lo posible en resultar cordial, dados los doce billetes grandes que ese hombre había depositado en la caja…

—El Moose dice que cometí un error —dijo—, y que le debo a usted una disculpa.

—No hace falta —respondió Vincent—, aunque hay algo que podría hacer por mí.

La mente de Jackie trabajaba deprisa: «Proporciónale una chica, dale entradas para algún espectáculo, consíguele autógrafos, llévale al camerino de alguna actriz bonita…». Y dijo:

—¿Ha visto cuántas fotos dedicadas tengo en la pared? Todas son de famosos artistas de variedades.

Jackie avanzó hacia la nutrida exposición, señalando un retrato.

—Como la de mi querido amigo Lee, que luce la chaqueta que le costó ciento cincuenta de los grandes. O la del inimitable Englebert. Nómbreme a alguien de su talla, como diría mi compañero Norm Crosby, y si su foto no aparece en una de mis paredes, ¡prometo darle un billete de cien dólares recién salido de fábrica!

Vincent se tomó unos instantes, y por fin dijo:

—¡Joe Cocker!

—¿Joe Cocker? —repitió Jackie—, ¿Me toma el pelo? —Y mirando a DeLeon, que en aquel instante asomaba por la puerta, agregó—: ¡Caramba! ¿Por fin te decidiste a aparecer? ¿Dónde demonios estuviste? —inquirió, con un meneo de cabeza.

—Haciendo recados, míster Garbo…

—¡Tú y yo ya hablaremos, amigo, cuando haya terminado con esto! —bramó, para añadir de cara a Vincent, sentado en un sillón junto al escritorio—: ¿Cómo se llama este tipo?

—Joe Cocker.

—Usted bromea —gruñó—. ¿Le oíste tú nombrar alguna vez, Moose?

—¿A Joe Cocker? ¡Sí, hombre!

El policía de Miami añadió:

—Consiguió un gran éxito con With a Little Help From My Friends. Y por cierto… No sé si usted y yo somos amigos, realmente, pero dado que yo le saqué de un apuro, como podríamos decir, pensé que quizá podría hacer algo por mí…

Jackie se inclinó sobre su mesa y movió lentamente la cabeza en sentido afirmativo, como si tratase de recordar.

—Que él me sacó de un apuro… ¿Sabes tú a qué se refiere este hombre?

—Escúchele —dijo DeLeon.

—¿Habla en broma, al afirmar que me sacó de un apuro? Entra un tipo, arma un tumulto con la dirección… Los Donovan… Dick y Jane en la jodida costa… No puedo dar media vuelta sin tropezar con alguien que intente joderme. ¡Y sólo faltaba la muerte de aquella tía! Por un lado tira de mí no sé cuánta gente; por otro, está la Cosa Nostra, está todo el mundo espiándome como si yo me ganara la vida haciendo trampas… ¡Y ahora viene éste diciendo que me sacó de un apuro!

—Pero usted no para de hablar —señaló DeLeon—, y no le escucha.

—Oye, Moose —replicó Jackie, alargando las palabras—. ¿No tienes nada que hacer? ¿Limpiar el jodido coche, o algo por el estilo? ¡Mira que llevas unos días ayudándome de veras, mierda…! Esta mañana, al despertar, me encontraba la mar de bien. No tenía acidez de estómago, ni mareo…

—Eso es porque no fue a cenar con el Ching —intervino Vincent—. Tuvo mucha suerte.

—Lo cree así, ¿eh? ¡Pues voy a decirle algo! Atribuyo mi éxito en la vida a tres cosas. La primera: que no me preocupo por nada ya pasado que no pueda cambiar. La segunda: que desconozco la envidia. La venganza es para los perdedores. Y la tercera, que es la más importante: ¡que vigilo lo suficiente mi culo, para que nadie me venga inesperadamente por detrás! Y cuanto más alerta estoy, amigo mío, mejor me van las cosas.

—¡Y una mierda! —exclamó DeLeon con una risita—. Fue este caballero quien le salvó el culo.

—¡Ah! ¿De veras? Que yo sepa, todo lo que hizo este caballero fue entrar dando traspiés y estar a punto de echar a perder todo este cagadero. ¡Si esto se llama salvarme el culo…!

El policía consultó su reloj.

—No deseo entretenerle —gruñó Jackie—. Supongo que tiene prisa.

—Sí, pero quiero que sepa algo —repuso Vincent—. Fui detrás de quien no debía, y pude haberle metido a usted en un buen lío, por el modo de funcionar que, según veo, tienen aquí las cosas… Me refiero al caso de que saliese a relucir que usted operaba fuera del casino. Para aquel caballero colombiano, por ejemplo. También están sus acuerdos con Frank Cingoro y otros de la misma calaña. Pero hasta ahora, todo ha salido a su favor. Puede estar contento con su suerte. Frank ha muerto, y a Ricky le largarán veinticinco años, probablemente, salvo que llegue a un acuerdo con la policía y esté dispuesto a cantar. Así pues, todos mis traspiés han servido para poner en claro su situación, Garbo, si bien lo mira. No del todo, naturalmente, pero al menos no se verá acosado por ambos lados. Y eso es importante para usted.

Jackie preguntó a DeLeon:

—¿Oyes lo que dice éste?

—Sí. Dice que está usted en deuda con él.

Jackie miró de nuevo a Vincent. ¿Qué podría desear un polizonte que ganaba treinta mil dólares al año? ¿Un simple aguilita que pretendía ser tratado como un jugador de categoría?

—¿Qué quiere? ¿Una corista alta y bien formada? ¿O… una mujerona con mucho vello en las axilas y bigote? Eso quizá se acerque más a sus gustos… ¡Diga qué prefiere, amigo!

—Todo lo que le pido —contestó Vincent—, es que nos lleve a tres de nosotros a San Juan, en el avión de la compañía. Tal vez seamos cuatro, pero no más. No hace falta que nos sirvan comida. Bastará con algo para beber. ¿Qué tal le parece eso?

Jackie dijo de cara a DeLeon:

—¿Has oído lo que pretende el amigo?

—Pregúntele lo que pasará si usted no le hace caso.

—Puede resultar interesante.

—No piense en lo que pasaría de no hacerlo —intervino Vincent—. Sea positivo. Considérelo como un seguro. Si hace lo que le pido, nadie testificará contra usted ante la Comisión de Control. Tenga en cuenta que, si salen a relucir todos los asuntos en que usted ha estado metido, perderá la licencia. O sea, considere esto como un seguro de licencia…

—¡Un momento! —dijo Jackie, llevándose una mano a la ore— ja~. Entone otra vez esa melodía, que me resulta familiar. Si no me equivoco, es la misma que tocó ayer, ¿verdad? ¿Qué ha cambiado? ¡Usted sigue intentando hacerme un jodido chantaje! Apenas le vi entrar, ya supe que venía a encocorar. ¡Y continúa igual!

—No. Ahora es distinto —señaló Vincent—. Tengo un testigo que puede reventarle.

—¡Vaya hombre! —exclamó Jackie—. Quisiera saber quién es.

—Él —respondió brevemente Vincent, indicando a DeLeon con el pulgar—. ¡Y ahora ponga el avión en condiciones!

Mora observó cómo Jackie cambiaba de actitud. El tipo duro se transformó en una figura trágica al hundirse en su sillón de alto respaldo; insignificante y perdido, mirando con aire angustiado a DeLeon.

—¡No; no puede ser el Moose! No lo creo… Después de todo cuanto pasamos juntos los dos, a lo largo de tantos años, no serías capaz de traicionarme ahora.

—¿Traicionarle? —dijo DeLeon.

—El amigo aquí presente tomó una decisión —prosiguió Vincent, sin apartar la vista de Jackie, que detrás de su amplio escritorio no hacía ahora un papel muy brillante—. Simplemente, hacemos palanca… Usted se encuentra en un punto en que no le conviene hacer ni el menor ruido. Le interesa que todo suceda de la manera más silenciosa posible. Por consiguiente, llame al aeropuerto y ordene que dispongan el aparato. ¿De acuerdo? ¡Recuerde el secreto de sus éxitos! No debe preocuparse por nada que no tenga remedio, ni alimentar sentimientos de rencor. Me parece muy prudente todo eso. En cuanto a lo de protegerse el culo…, la cosa podría haberle salido mucho peor.

—¡Ese individuo! —jadeó Jackie, que al extender el brazo mostró uno de los gemelos de oro que llevaba—. ¡Mi traidor!

—Al tío le gusta esa palabra —dijo DeLeon.

—Usted no quiere pensar mal de DeLeon, y me parece muy bien —concretó Vincent—. Nos serviremos de Ricky. Puedo ocuparme de que Ricky divulgue cosas referentes a usted, creyendo que va a conseguir un trato especial. De nada le serviría, pero… entretanto, la policía se habría interesado por usted y establecería contacto con el Departamento de Control de Juego. Ya sabe cómo son los policías, que procuran ayudarse entre sí… Creo que me entiende, ¿no?

—¡Rata! —gritó Jackie.

—Me parece que reacciona —señaló Vincent, mirando a DeLeon. Y de cara a Jackie Garbo, añadió—: Pero lo que hay detrás de todo esto, aquello que en realidad desea perder de vista a causa de sus problemas personales, es el «caso Iris». Porque… Se acuerda de Iris, ¿no?

—Nunca la obligué a hacer nada que no quisiera —se defendió Garbo—. Ella conocía exactamente las condiciones de su trabajo.

—Sólo le he preguntado si se acuerda de Iris.

Jackie hizo una pausa.

—La recuerdo, sí. ¿Qué más quiere que diga?

Vincent reflexionó brevemente, a la vez que observaba al hombre detrás de su gran mesa de despacho. ¿Pensaría ahora en Iris, recordándola como una chica más de las que habían trabajado alguna vez para él?

—Quizá sea mejor que no diga nada —concluyó Vincent.

A las doce menos cuarto, Vincent Mora abandonó la ventanilla del cajero con los doce mil dólares en la bolsa de lona azul. Los doce mil que pertenecían a cualquier otra persona; él todavía se preguntaba si tenía derecho a ellos. Pero, si no se los podía devolver a Ricky y no se creía en la obligación de entregarlos al estado de Nueva Jersey, ¿qué otra cosa podía hacer? Nunca se había embolsado ni un centavo del dinero confiscado, ni aceptado un soborno. Al almorzar en Wolfie’s, de Collins Avenue, se había demostrado conforme con que le cobraran sólo la mitad. Eso sí. Pero le preocupaba aquella cantidad enorme. Era un policía honrado, y se hallaba en una situación única… Podría decirse a sí mismo, por ejemplo, que empleaba esos doce grandes en el cumplimiento de su deber.

Al salir del casino, Vincent cruzó el salón en dirección al vestíbulo. Se fijó en que Tommy Donovan hablaba con el barman detrás del mostrador. Mora vaciló. ¿Por qué no hacerlo? Y eligió un taburete a cierta distancia de donde los dos hombres conversaban. Tommy insistía marcadamente en algo. El barman vio a Vincent, pero no se atrevía a interrumpir a su jefe. Por fin murmuró unas palabras, y Tommy se volvió hacia él.

—Una cerveza de barril —pidió Vincent.

Tommy se le acercó con la mano extendida.

—Soy Tommy Donovan —se presentó—. ¿Qué tal le va esta mañana?

—No del todo mal —contestó el policía.

—Precisamente le comentaba a Eddie que nunca vi un cóctel azul. ¿Y usted?

—No lo recuerdo —dijo Vincent—. Ni creo que me apeteciera. Me gustan las bebidas de color dorado o ambarino. También son buenas algunas totalmente incoloras, pero yo las prefiero de un tono ambarino.

—Usted me cae bien —dijo Tommy—. ¿Qué va a tomar? ¡Invita la casa!

El barman colocó la cerveza delante de él.

Esto mismo —señaló Vincent—. Nunca tomo nada fuerte antes del anochecer, o hasta que he terminado el trabajo.

—Yo tampoco —declaró Tommy—. Creo que tomaré una cerveza con usted.

Y miró al barman, que se apresuró a servir otra.

—Uno tiene que ir con cuidado, sobre todo en un sitio como éste, donde se mezcla el negocio con el placer. Por un lado debo cultivar las relaciones públicas. Por otro, es preciso que sepa todo lo que aquí ocurre. Comprende mi posición, ¿verdad?

Vincent preguntó:

—¿Usted es el famoso Tommy Donovan?

—Aquí, al menos, no hay ningún otro.

—Es el propietario, pues.

—Trabajo en este lugar…

—¿Detrás de la barra?

—Estoy al corriente de lo que pasa en cada rincón. Para mí el bar es tan importante como el casino. No quiero que se escatime en las bebidas, ni que los clientes sean tratados con indiferencia. Justamente hablábamos sobre distintos tipos de cócteles, con Eddie —explicó—, intentando encontrar algo nuevo, original.

—Dirigir un sitio como éste ha de ser interesante —opinó Vincent.

—Le mantiene a uno alejado de ciertos problemas —dijo Tommy, que vació su vaso y se llevó una servilleta de papel a los labios—. ¿Acaba de llegar?

—No. Acabo de despedirme.

—¡Caramba; lo siento! ¿Cómo le ha ido?

—Bastante bien. He conseguido lo que vine a buscar.

Vincent alzó la bolsa de lona, la depositó encima del mostrador y corrió la cremallera.

—Eche una mirada.

Tommy se inclinó para ver algo en la semioscuridad, y exclamó:

—¡Cielos! Espero que no lo ganase todo aquí. Por otra parte, si así fue… ¡Bien, para eso están los casinos! ¿Cuánto ganó?

—Doce de los grandes.

—¡Caramba! Ahora que pienso, creo que su rostro me resulta familiar…

—Estuve de invitado —dijo Vincent.

—¡Claro, ya recuerdo…! Me hablaron de usted…

—Ahora me dirijo a San Juan. A probar suerte allí.

—¡Pero, oiga…! ¿No va a permanecer en el Spade’s? ¡Insisto en que se quede! Desde luego, invitado igualmente. Va por ordenador. Sólo hay que marcar, y… ¡Denos una oportunidad de hacer negocio! ¡Sí, sí; su cara me es familiar! Ya lo creo… Lo que no logro recordar, es su nombre.

—Vincent Mora.

Tommy se puso a hacer gestos de afirmación.

—¡Ahora, claro! Mora… Usted procede de Boston, ¿no es así?

—Vine de Miami.

—¡Miami, sí…! Mire, es que me confundo fácilmente con los nombres. Sin embargo, nunca olvido una cara. Quiero beber algo con un cliente cuyo nombre ya nunca olvidaré. ¡Ya lo verá cuando vuelva! Vinnie Mora, de Boston.

Tommy, Jackie, Ricky, Teddy, Eddie… Y ahora Vinnie. Era hora de irse de Atlantic City. Vincent terminó su cerveza y dio la mano a Donovan.

—Ha sido un placer, Tommy.

Estaba ya a varios metros del bar, cuando volvió la cabeza y agregó:

—¡Ah, y salude de mi parte a su esposa!

Y allí le dejó plantado.

Tomó asiento en el borde de la cama. Con cuidado, porque no quería despertarla. Todavía no. Pero vio sus ojos abiertos, cuando se disponía a besarla, y sintió el estrecho abrazo de Linda, que le atraía hacia sí, reteniéndole.

—No voy a dejarte marchar —susurró.

—Ven conmigo —propuso él, apoyándose en los brazos.

Linda no dijo nada. Sus ojos se fundieron en una intensa mirada, pese a la escasa luz reinante. Los cortinajes de la habitación estaban corridos, pero Vincent tuvo la sensación de que el iris le cambiaba de color a la mujer. No era ésa la mirada que deseaba llevarse consigo. Le había visto otras antes, muy hermosas, y las recordaba. La de ahora era solemne, casi triste, y revelaba que sufría por él. No obstante, Vincent trataría de no verla así, cuando pensara en ella.

—No puedo pedirte que abandones tu trabajo.

—¡Cariño! —murmuró ella, intentando sonreír.

—Chiquita Banana… ¡Mi estupenda artista!

—Yo aún no tengo un nombre para ti. Todavía no. Pero buscaré uno —dijo—. Tienes que marcharte, ¿verdad?

—DeLeon se encarga de meter a Teddy en el coche grande. Tú puedes usar el mío, mientras trabajes aquí. Es de alquiler, ya sabes, pero soy rico. ¿De acuerdo? Las llaves quedan encima de la mesa… Seguramente te harán dejar la suite

—Ya encontraré otro sitio. No te preocupes… —Y mirándole de nuevo con aquellos ojos tristes, dijo—: Vincent…

Y vaciló.

—¿Qué?

—¿Saldrá bien, lo que vas a hacer ahora?

El hombre se dio cuenta de que ella iba a decir algo más, pero que cambiaba de parecer.

—Es preciso. No veo otro camino.

—Vincent… —murmuró Linda otra vez.

Y sus manos se deslizaron sobre los hombros de él, para tenerle más cerca. Permanecieron estrechamente abrazados todo el rato posible, hasta que Vincent musitó:

—He de irme, Linda…

Apenas la puerta se cerró con un clic y la pieza quedó en silencio, la muchacha sintió añoranza de él. Le recordaba en la oscuridad, sólo cubierto con los calzoncillos blancos, apoyada la pistola verticalmente contra el hombro, y creyó verle de nuevo desde la ventana de la habitación 310 del Holmhurst, cómo se movía en la calle envuelta en gélida niebla, aún prácticamente desnudo. Nunca había llegado a contarle lo que dijera el borracho que salía del hotel, al hallarle así. Habían hecho el amor. Un hombre se había puesto a disparar contra la habitación, y luego habían hecho el amor debajo de las mantas, ya que el cuarto estaba helado por culpa de la ventana rota. Vincent no le había explicado lo que le dijo el hombre, pero también había cosas que ella no le había contado a él. Necesitaban hablar mucho. Quizá no fuera imprescindible, pero había cosas buenas de oír. Linda se levantó y fue a la sala de estar.

Las llaves del coche estaban en el escritorio, encima de un sobre del hotel, dirigido a CHIQUITA. En su interior había veinte billetes de cien dólares y una nota que decía:

Querida Chiquita:

Esto es lo que te corresponde por soportar tiros y verte complicada en todo este lío. Confío en que sea sólo la primera parte de la historia y podamos vivir juntos muchas más. Pero debo dejarlo en tus manos. Me encontrarás en Spade’s Isla Verde. A lo mejor, también en plan de invitado.

Vincent el Vengador

Al salir del ascensor, Mora vaciló y dobló hacia la izquierda, en dirección al casino, en vez de tirar hacia el vestíbulo. A las doce y media, la sala estaba repleta de jugadores. Todo eran luces y timbres que sonaban. Empezaba a sentirse en su casa, allí. Echó un cuarto de dólar en la primera máquina tragaperras libre que encontró. Accionó la manivela y el tambor se puso a girar. Las listas y las cerezas y las campanitas y las naranjas dieron vueltas y más vueltas. Hasta que la máquina se paró. Nada. Vincent echó otra moneda y presenció la misma función. Nada, tampoco. Introdujo por fin la última moneda en la ranura, puso en marcha el aparato y se alejó con paso indiferente, aunque atento por si, de pronto, oía el ruido de monedas y el timbre que anunciaba el jackpot

Bueno, también en San Juan había todo tipo de juegos.