23

A TRAVÉS de la mirilla de la puerta delantera, Verna May Magyk vio a un hombre blanco, barbudo y de aspecto un poco hippy, y a otro de color, el más voluminoso que había visto en su vida. Sintió un escalofrío y se le puso la piel de gallina.

—¡Ay, Señor! —exclamó, dando un brinco cuando el juego de campanitas sonó de nuevo.

La luz del porche estaba encendida, de manera que les veía bien. Cuando se apartaron un poco para mirar la casa, descubrió el negro coche aparcado delante. Era de los grandes, e incluso en la oscuridad relucía. Sin duda era un coche de pompas fúnebres. La madre de Teddy experimentó cierto alivio, pero no demasiado. Sin abrir la puerta, dijo:

—Se equivocan de dirección. ¡Aquí no hay ningún muerto!

Pero pronto tuvo que comprobar su error, porque el hombre de la barba preguntó:

—¿No es usted mistress Magyk? Deseamos hablar con usted unos minutos. ¿Será tan amable de abrirnos la puerta?

¡Aquellos tipos hablaban como los policías que antes se habían llevado a su Teddy!

Enseguida preguntó:

—¿Dónde está mi hijo? —y les vio mirarse uno a otro.

—Está bien, señora, y regresará pronto. ¿Podríamos entrar y conversar un poco con usted?

—Sólo un minuto —contestó la mujer, y tardó mucho más que eso en descerrar la puerta y retirar el pestillo del cancel.

Sus nuevos visitantes eran tan educados como los anteriores. Entraron, y mientras el enorme negro miraba a su alrededor, el barbudo se acercó a la percha del papagayo comentando que estaba enterado del picotazo arreado a uno de sus compañeros

por aquel animal. Eso pareció poner nervioso a Buddy, que se alejó.

La madre de Teddy negó tal cosa.

—¿.Mi Buddy, atacar a alguien? ¡Si es tan bueno! ¿Verdad que sí, ricura mía? ¿Verdad que sí? ¡Papagayo bonito, papagayo bonito!

Y Buddy graznó:

—¡Hola, May! ¿Quieres beber algo?

—¡No me digan que no es rico mi Buddy! —continuó la mujer, y dejó que el animal le cogiera de la boca una semilla de girasol, para después decirle—: ¡Un besito a mamá! ¿No le das un besito a mamá?

Entretanto se sujetaba el kimono con las dos manos, para que los hombres no viesen lo que había debajo.

—¡Fíjense! —exclamó—, ¿Acaso me ha mordido a mí?

—Es un ave muy hermosa —dijo el hombre de color.

Muy cerca de Buddy, la madre de Teddy explicó:

—Tengo que hacerle afeitar el pico, para que no se haga daño a sí mismo. ¿Verdad, Buddy? Mañana tenemos hora en casa del veterinario. A las diez.

—¿Compró Buddy, quiero decir Teddy, ese papagayo en Puerto Rico?

Era el barbudo quien había formulado la pregunta, y agregó:

—Yo también estuve allí.

La mujer contestó que no, que Buddy llevaba doce años en la familia. Lo que Teddy le había regalado era un precioso papagayo de artesanía, tallado a mano, que sin embargo no había llegado todavía.

—¡Es curioso! —comentó el barbudo—. Me pregunto qué habrá sido de él.

La madre de Teddy no lo encontraba tan curioso. Ni siquiera creía que su hijo se lo hubiera enviado. Era bastante aficionado a decir mentiras. Además, en su mirada se reflejaba cierta culpa. Era muy cruel con el animal, al que tampoco parecía gustarle él. La mujer estaba convencida de que era esa mirada la que había llevado a la cárcel a su hijo. Por si fuera poco, Teddy era una persona muy pagada de sí misma. De cara al voluminoso hombre de color, Verna Magyk preguntó:

—¿Qué se supone que hizo esta vez?

El interpelado respondió:

—¿A quién se refiere, señora?

—A mi hijo Teddy.

—Simplemente quieren hablar con él. Saber qué opina —dijo el negro, a la vez que volvía a mirar a su alrededor—. ¡Cuántos papagayos, señora! Debe de ser una colección importante…

Verna May Magyk era buena conocedora de los caracteres, y el aspecto de aquel hombre no le disgustaba. Se le veía educado, y llevaba traje y corbata, cosa que el otro no parecía considerar necesario. Además, iba muy limpio.

—¿Le gustan a usted los papagayos?

—¡Pues sí! —contestó él, contemplando la serie de animales que adornaba la repisa de la chimenea—. ¿Le importaría mostrarme todos los que tiene?

—Bien; veamos… —dijo la madre de Teddy.

Entonces, el hombre de la barba preguntó si podía usar el cuarto de baño.

La luz del techo estaba encendida en el cuarto de Teddy. Era una habitación propia de un chico joven, con muebles de arce moteado. La cama, de una plaza, había sido ocupada y seguía sin hacer. En la pared, encima de la cabecera, no podía faltar un papagayo pintado a la acuarela. Pero no había en la pieza ni un póster, ni un disco, ni tocadiscos o aparato de radio, y ni siquiera libros. Vincent corrigió su primera impresión: aquello no era la habitación de un chico joven, sino un cuarto de huéspedes. Teddy podía ocuparlo, pero no se había instalado de verdad en él. Vincent registró todos los cajones de la cómoda, introdujo la mano debajo de la ropa y se metió, también, en el armario empotrado para rebuscar entre los pantalones, las chaquetas y los jerseys allí colgados. Descubrió la Colt 38 automática, escondida en la funda de la cámara fotográfica, examinó el arma a la luz de la habitación, aunque sin tocarla, y volvió a dejarlo todo en su estante del armario. Encima de una mesa había un álbum de piel, pero sus páginas estaban vacías. En el cajón de ese mueble halló sobres con fotografías, muchas de ellas reveladas en un establecimiento de San Juan. Vincent se puso a mirar las fotos obtenidas en sitios que le eran familiares. Reconoció la playa de Escambrón en más de una docena de instantáneas en las que aparecían Iris Ruiz y él. Vio su propio bastón de rota, colgado de la silla. En otra foto aparecía Iris hablándole, mientras él intentaba leer. Los dos paseando por la playa. Comiendo piña. Fotos semejantes a las que pudiera sacar cualquier amigo, sin pose. Se guardó una de las instantáneas en el bolsillo de la chaqueta y, a toda prisa, miró las de otro sobre. Fotos de lugares de San Juan, de aquellos edificios tan familiares, de las estrechas callejuelas, de diversos monumentos, parques llenos de flores, árboles añosos, árboles tan altos que parecían penetrar en las nubes…

Vincent quedó inmóvil unos instantes. Seguidamente encendió la lámpara de la mesa y se inclinó sobre una de las fotos para verla mejor. Luego examinó otra. Las dos eran casi iguales. La persona que aparecía en ellas, era la misma. Y en idéntica postura. Era el fondo lo que le resultaba familiar… Vincent Mora lo recordaba de otro momento, con otra persona en la fotografía. Pero el fondo era inolvidable. No necesitaba tener los ojos abiertos para verlo.

Cuando Teddy regresó, era ya casi de día. Saludó con la mano a un vulgar Fairmont de color claro que en aquel momento arrancaba. ¡Hijos de puta! Su madre aún estaba levantada, ansiosa de explicarle la visita del hippy y del enorme negro mientras él se hallaba ausente.

—¡Ya, ya! —gruñó Teddy—, ¿Y qué se llevaron? ¿El frigorífico o sólo el televisor?

Ella contestó que no se habían llevado nada, y que uno de los hombres, un negro gigantesco que prácticamente llegaba al techo, era muy amable.

—Hoy día, los de esa raza se hacen muy altos. Los de más estatura se dedican al baloncesto, y los delgaduchos llegan a millonarios vendiendo toallas de papel en los lavabos para hombres.

La madre insistió en lo atento y educado que era el negro y en lo pulcro que iba.

—¿Por qué no, mamá?

¡Ay, sus viejas arterias…! Mal asunto. La falta de riego sanguíneo en el cerebro la había hecho abrir la puerta a tipos de color, que quién sabría lo que se habrían llevado…

—¡Seguro que robaron algo!

—¡Te digo que no! La policía no roba. ¿Es que no sabes de qué va el asunto?

—¿Cómo? ¿Eran de la policía, esos hombres?

¡Vaya noticia!

—Me dijeron que volverías pronto, y que sus colegas sólo querían hablar contigo.

—¡Claro! Conocer mi opinión sobre ciertos problemas mundiales. Por cierto: ¿les hiciste enseñar el carnet? ¿Y fisgonearon por la casa?

La madre aseguró haber vigilado especialmente al hombre de color, porque uno nunca sabe… Pero que ambos eran muy educados. Incluso el de la barba, que parecía un hippy.

—Pidió permiso para ir al cuarto de baño, y se expresó de muy buena forma.

—¡Maldito sea! —dijo Teddy entre dientes, y se precipitó hacia su cuarto.

La pistola seguía en la funda de la cámara. ¡Menos mal! Tendría que esconderla mejor, o deshacerse de ella. Aunque, bien mirado, tanto daba… Había disparado contra el policía, con ella, pero… ¿y qué? En realidad, con el arma sólo había matado a una persona, y allí en Nueva Jersey, nada podrían hacerle. Salvo que aquellos asquerosos aguilitas, con su acostumbrada bajeza, buscaran el medio de meterle en chirona, sólo por estar en posesión de la pistola…

Teddy miró en los cajones. Todo parecía en orden. Luego repasó el escritorio. Si uno de aquellos tipos era Vincent, ¿quién diablos sería el tío alto que su madre había encontrado tan educado?

¡Qué gentuza tan rastrera…!

Había marcado los sobres de las fotos y los tenía ordenados por números, con objeto de atrapar a su madre si ésta, husmeaba en sus cosas sin su consentimiento.

Los sobres ya no estaban por orden. Al examinar las fotos tomadas en la playa de Escambrón, empezó a ponerse nervioso. Parecían estar todas… Entonces contó las del policía e Iris. Creía recordar que había veinte… Pero ahora no sumaban veinte. Teddy las contó dos veces, y salían sólo diecinueve… Bien: fuesen diecinueve o veinte, le convenía deshacerse de ellas… ¡De todo lo que pudiera relacionarle con Iris! Necesitaba ponerse a salvo a toda costa. Por si acaso… Repasó el resto de los sobres y contempló las fotos y postales del soleado Puerto Rico… Allí estaba la tienda de bebidas, situada debajo de los apartamentos Carmen… Por ahí no podrían agarrarle, ¿no?… No… Más postales… ¡Un momento! Volvió a mirar con detención cada fotografía de uno de los sobres, confiando en que la que tanto buscaba sería la siguiente. Eran dos, exactamente, las que buscaba. Miró el contenido de todos los sobres, para estar seguro. Pero las dos fotos faltaban. ¡Las dos! Como no fuera que él mismo las hubiese tirado… ¡Ay, Dios! No logró hacer memoria. Parecía haber pasado una eternidad desde su viaje al sur…

Aquellas fotos, sin embargo, no podían significar nada para el policía…

A las ocho de la mañana, Vincent telefoneó a la oficina de Asuntos Criminales de Hato Rey, en Puerto Rico. Preguntó por Lorendo Paz y, mientras esperaba, oyó voces que hablaban español.

Linda estaba acostada. DeLeon se había marchado con una LaDonna que no cesaba de frotarse los ojos, para acompañarla a su casa, descansar también él algunas horas y, luego, volver. Vincent aguardó con una cafetera de plata y dos fotografías a su lado, encima del escritorio. Por la ventana penetraba el sol, y en la mesilla de vidrio estaban aún los vasos con restos de bebida. Apagó el cigarrillo encendido mientras pedía la conferencia. Se sentía agotado. Necesitaba sentarse al sol y leer. Realmente le encantaría estar sentado al sol y leer junto a Linda, pero eso era difícil de imaginar: Linda en la playa de Condado, sin hacer nada…

Lorendo exclamó:

—¡Hola, Vincent!

Y comenzó a preguntar acerca de Iris. Pero Vincent le dijo que ahora se trataba de otra cosa.

—Andabais metidos en una investigación referente al cadáver descubierto en la selva, cerca de El Yunque…

—Sí. La víctima era un taxista, Isidro Manosduras. Que, por cierto, dejó familia.

—¿Habéis avanzado mucho?

—Logramos identificarle. Eso es todo. Creemos que durante cuatro días llevó en su coche al mismo cliente, un americano. Pero desconocemos su nombre y de quién se trata. Isidro era taxista independiente y no registraba nada.

—¿Sabes qué aspecto tenía ese americano?

—Sólo disponemos de los datos que nos facilitó la viuda.

Desde luego debía de ser un tío rico. Claro que, para algunas personas, cualquiera es rico. No era muy joven, aunque tampoco viejo. Se alojaba en un hotel, pero la mujer no recuerda cuál era. Isidro le explicaba que era un hombre muy generoso; para él, un auténtico chollo…, y que compraba regalos para su madre. Sin embargo, el tipo parecía extraño. Comentó la viuda que ella le había dicho que se andara con cuidado.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—¿Quién sabe? La mujer procede de Loíza… Pero una cosa: Isidro le había comentado que el americano llevaba un tatuaje en el brazo. Cerca del hombro.

—¿Con las letras de «Mr. Magic», quizá?

Hubo un silencio antes de que Lorendo contestara con angustia en la voz:

—¡No puedo creer eso, Vincent! ¿Cómo lo has sabido? ¡Cuéntamelo!

—Espera. ¿Qué aspecto tenía Isidro? ¿Era moreno?

—Muy moreno, casi negro. Delgado, de estatura mediana y bastante huesudo. La dentadura, deficiente. Algunas canas en el pelo. Escucha, Vincent…

—Tengo una foto del hombre —le informó Vincent—. Tomada en esas selvas tropicales, precisamente. Supongo que encima mismo de donde encontrasteis su cuerpo. El hombre retratado está al borde de un abismo, allí donde la gente se para a contemplar el paisaje.

—¿Estás seguro de que es en El Yunque?

—Desde luego.

—Visitaste ese lugar y lo conoces, ¿no?

—No. No lo conozco personalmente. Te expliqué que deseaba ir a Roosevelt Roads, porque mi padre estuvo estacionado allí durante la guerra… ¿Lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—También tenía ganas de visitar El Yunque. Mi padre fue retratado en ese lugar, hace ya muchos años.

—Vincent…

—Aguarda. No llevo la foto encima, pero tengo presentes casi todos los detalles. La miraba con frecuencia, de niño, porque yo nunca llegué a conocer a mi padre, ¿sabes? En la foto, tomada en las montañas, se le ve un joven simpático, vestido de marinero. Se distingue el fondo. Hay algunos árboles, pero lo que predomina detrás de él son las nubes. A lo lejos asoman las montañas.

—Allá llueve mucho, sí. Cada día, prácticamente.

—Pues la foto que tengo de un portorriqueño de piel muy oscura, sonriente a medias, fue sacada en ese mismo punto.

—Envíamela con toda la rapidez posible.

—Se trata de Isidro —dijo Vincent—. Para mí, no cabe duda.

—De acuerdo, pero el tipo que le fotografió…

—Es Teddy Magyk: Vive a unas cinco millas de aquí.

—¡Aaah…, y Magic es su apellido!

—¿Tú no te acuerdas de él?

—No. ¿Debiera acordarme?

—Le tuvimos en nuestras manos —señaló Vincent—, Era el ex convicto al que yo quería asustar, y que tú me aconsejaste llevar al transbordador de Loíza.

—¡Ah, aquél…! Teddy… ¡Sí, claro que le recuerdo!

—Es posible que yo no mencionara su apellido. En aquel momento, no significaba nada.

—Escucha —dijo Lorendo—. Debo hacer algo al respecto. ¡Sin demora! Pero… ¡una cosa! ¿Cómo obtuviste la foto de Isidro?

—La robé.

—Te creo, Vincent. Y me interesa mucho saber cómo, pero no ahora. He de poner en marcha toda la maquinaria. En primer lugar tengo que pedir a Atlantic City que le arreste como criminal fugado. ¿Qué te parece? ¿Lo hacemos así? Antes de que se largue y no podamos dar con él. Cuando esté concedida la extradición, iré en su busca.

—Eso, y con mucha suerte, te llevaría un par de semanas —objetó Vincent—: ya sabes que son tremendamente lentos. Mientras tanto, ese tipo puede hacerse con un abogado que le allane el camino. Transcurrirían meses, y ni siquiera tendrías la certeza de poderle pescar.

—No lo sé, pero mándame enseguida la foto. ¿Lo harás?

—Se me ocurre otra idea mejor —dijo Vincent—, ¿Por qué no vuelo yo mismo a Puerto Rico con la foto?

—¡Hombre, magnífico!

—Y me llevo a Teddy conmigo.