22

ENCIMA de él estaba la cara de su madre. Teddy trató de apartarse, hundiendo la cabeza en la almohada. Le asustaba la idea de que fuera a besarle en la boca, y abrió los ojos. Era plena noche, y la luz del techo estaba encendida. El mal aliento de la mujer envolvió su rostro cuando ella susurró:

—Vienen unos hombres a verte…

—¿Qué hombres? —gruñó, malhumorado, ansioso de que se separara de él.

—Policías. Se han acreditado. Oye, hijo mío…

—¿Qué?

¿Por qué no se largaba de una vez? ¡Todo eran ojos y rulos para el pelo!

—¿Por qué quieren hablar contigo?

—¡Y yo qué sé! —contestó con brusquedad—. ¿Me dejas levantar?

La madre se enderezó, por fin, descolgó el kimono de Teddy y se lo tendió, ya abierto:

—Póntelo, hijo. No vayas a resfriarte.

Teddy salió al cuarto de estar con las manos dentro de las amplias mangas. Los dos detectives observaban al papagayo llamado Buddy, y uno de ellos apoyó un dedo en su pico, para apartarlo. Pero al alzar la vista, el ave le mordió con fuerza mientras su compañero preguntaba:

—¿Es usted míster Magyk?

Seguidamente se presentó, así como al colega que se chupaba el dedo. Ambos permanecían muy serios, como todos los policías, y eran de aspecto macizo. El primero quiso saber si Teddy no tendría inconveniente en ir con ellos a la jefatura de la MCS en Northfield —a todos los polizontes les gustaban las siglas—, ya que se encontraba a escasos minutos de distancia.

Teddy inquirió:

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Con los ojos bien abiertos. Para demostrar lo inocente que era. Y educado, además.

El agente le indicó que no necesitaba decirles nada, si no quería.

—Si al menos me explicaran de qué se trata…

—Puede venir de manera voluntaria con nosotros o, si se pone en plan de crear dificultades, tendremos que ir al juzgado en busca de una orden de detención.

—Pero ¿qué dificultades?

Los hombres pusieron cara pétrea e, inmóviles como estaban, constituían una pared contra la que sólo le cabía golpearse la cabeza. No había manera de ganar, si esos tipos se ponían tercos. Eso le volvía loco.

—Esperan que alguien me identifique, ¿no?

—¿Por qué habíamos de hacer eso? —contestó uno de los detectives.

—Porque les conozco, amigos…

—¿Eso es cierto, Teddy? ¿De qué nos conoces? —exclamó el primer policía, apeándole el tratamiento.

Teddy dijo:

—Estuve aquí toda la noche.

—Sí; estuvo conmigo —confirmó su madre.

Pero los policías no estaban para bromas.

—¿Vienes, Teddy?

¡Mierda! No tuvo más remedio que vestirse e ir con ellos. Una vez en el coche, los dos policías se sentaron delante y cruzaban algunas palabras de cuando en cuando, en voz baja. Por radio se oía hablar a ratos a una mujer, pero nadie hacía caso. La carretera de Margate-Northfield, que atravesaba las islas, estaba oscura y silenciosa. No se cruzaron con ningún otro vehículo. El que conducía encendió su mechero y se lo arrimó al cigarrillo.

Marie había encendido el suyo, debajo del boardwalk, inclinada sobre la basura y los hierbajos.

—No la veo por ninguna parte —decía, refiriéndose a la moneda de la suerte—. No la encuentro… ¡Y se me hace tarde, oiga!

Él la golpeó entonces con una vieja botella de cerveza hallada por allí. La mujer dejó caer el encendedor, emitiendo una leve voz de sorpresa. Teddy volvió a darle con fuerza, a oscuras, y se dio cuenta de que Marie se había llevado las manos a la cabeza. Gritó ahora con mayor intensidad, y él notó de pronto que trataba de agarrarse a su cuerpo, jadeando: «¡Ayúdeme, por favor! ¡Socorro…!», sin comprender que el ataque procedía de él. El golpe siguiente fue tremendo, aunque Teddy ya no veía dónde daba. Asió él la parte delantera de la blusa cuando ella, desesperada, buscaba su protección intentando rodearle con los brazos, y la tenía tan cerca que hubiese podido machacarla con algo, de tener más libertad de movimientos. Por fin la golpeó de lleno en medio de sus angustiados «¡Oh, no, no…!». Unos faros que avanzaban por Kentucky Avenue, a media manzana de distancia, le iluminaron lo suficiente para ver fugazmente la cara sangrante de la mujer, que había perdido las gafas. La apartó entonces de un empujón, en espera de poder herirla de modo bien brutal con la botella. Pero el maldito vidrio no se rompía ni a tiros. Intentó cascarla contra una de las vigas de madera, pero ni por ésas. Harto ya, arrojó a la desdichada contra un tablón y no cesó de sacudirla hasta que creyó haber conseguido lo que quería. La experiencia le había enseñado que disparar contra alguien en una habitación de hotel no debía ser cosa impremeditada, y que una botella de cerveza no servía para dejar rápidamente sin conocimiento a una persona. El problema era, además, que no le gustaba nada el ruido que la botella hacía al golpear la cabeza, y eso era la causa de que no empleara la fuerza conveniente. Así pues, tardó más de lo debido y había tenido que ayudarse con el madero para que, al fin la víctima quedara inconsciente. Una vez conseguido eso, debajo del boardwalk reinó el silencio, y Teddy encontró que aquel lugar resultaba incluso acogedor, con la débil luz que a intervalos llegaba desde la calle. Apartó unas cuantas basuras y acostó a Marie sobre la húmeda y sucia arena del fondo. ¡Dios! Totalmente solo con aquella mujer, podía hacer lo

que quisiera. Quitarle la ropa y palpar su cuerpo de arriba a abajo. ¡Ay, qué gusto…! También deseaba mirarle ciertas partes. Desnudó a la víctima, pues, le arrancó las medias y las bragas… ¡Caramba, si las medias eran tan grandotas como las que su madre solía colgar en el cuarto de baño! Sacó después una caja de cerillas que había cogido en el hotel, empezó a encender una tras otra, aguantándolas en sus dedos todo lo posible para ver mejor a Marie. No había pensado en hacerle el amor, pero ver su felpudo le excitaba tremendamente. ¿Cuánto haría que la pobre…? Le entró risa. ¡Si parecía raído o apolillado…! Y al mismo tiempo…

Durante el viaje a Northfield, a través de canales e islas pantanosas, Teddy se preguntaba cómo lo haría la vez siguiente: ¿manteniendo despierta a la mujer, o sólo a medias, hasta que comenzara a penetrarla? Hacerlo con ella, y luego, en el momento justo, golpearla en la cabeza. Pero no con una botella de cerveza. ¡Nunca volvería a usarla! Tendría que habérselo preguntado a ciertos tipos, cuando estaba en Raiford. Sería interesante formar un grupo sentados todos en sillas plegables, y celebrar una sesión. Cuando a él le tocara el turno, diría: «Regla número uno, apartar el dinero antes de empezar a divertirte. Porque podrías dejarte llevar y acabar olvidándotelo». Poco le había faltado a él.

Cedric, el jefe de La Tuna, esperaba en el pasillo de cemento que había detrás del casino. Abrió el almacén y halló a Ricky en el suelo, entre filas de máquinas tragaperras. Estaba sentado con la cabeza baja, apretándose los brazos contra el cuerpo. Levantó la vista poco a poco y puso aquella expresión de apatía hasta que vio a Vincent.

DeLeon dijo:

—Trata de abrirle la boca. Tiene que sentir dolor. ¡Tranquilo, Ricky! Vamos a llevarte al hospital.

Ricky continuó mirando fijamente a Vincent. Quiso decir algo, averiguar qué diablos ocurría, pero no podía. Su aspecto era miserable.

Vincent llegó a sentir cierta compasión por él. Habían sido duros con aquel tipo. Por fin preguntó:

—Supongo que Frank se llevaría una gran sorpresa, ¿no? Si la policía quiere saber por qué lo hiciste, puedes decir que fue un error.

—Y que alguien la tomó con tu cabeza —añadió DeLeon, para comentar luego, de cara a Vincent—: Pasará tiempo antes de que pueda pronunciar su nombre.

—Quizá debiera escribirlo —indicó Vincent Mora—. «A quien corresponda. Cómo me cargué al Ching.»

Ricky gimió algo, una palabra, procurando no mover los labios.

—¿Qué? —inquirió Vincent—. ¡Habla más alto! Creo que ha dicho «Mierda».

—Puede escribirlo, o yo puedo encargarme de que tengan que operarle la rodilla, aparte del remiendo de la mandíbula.

Vincent les dejó y pasó junto a Cedric, que como siempre estaba envuelto en su olor a marihuana y sin abandonar sus aires de serenidad. Cedric llamaba «Mon» a DeLeon, y le decía que era un encanto, tan bueno…

Efectivamente, no era malo. Un buen elemento para la lucha. Vincent se dirigió al ascensor, pulsó el botón de su piso y subió. Eran casi las dos y media de la madrugada, pero parecía más temprano. Aún no había tenido noticias de Dixie. Le llamaría, y si él todavía no estaba enterado de dónde vivía la madre de Teddy, se lo haría saber. En Margate. ¿A que no se lo había imaginado? Más exactamente, en Marvin Gardens, a menos de cinco millas de distancia. No había otro Magyk en la guía telefónica.

Linda estaba en la puerta del dormitorio. Se volvió al verle llegar, pero no dijo ni media palabra. Parecía tranquila, serena, y él no tenía nada que esconder. Recordó a Nancy Donovan, como un relámpago, con los labios entreabiertos, pero apartó de sí aquella imagen. Sin la menor dificultad.

—Te preguntarás qué hace miss Oklahoma en nuestra cama, supongo…

Vincent se sentía con la suficiente seguridad para hacer bromas, libre de culpas como estaba, y contento, además, de reunirse de nuevo con la muchacha.

—Te lo explicaré —agregó—, pero antes dime cómo te fue.

Linda replicó que no, que primero necesitaba saber por qué se encontraba allí miss Oklahoma. En consecuencia, Vincent le habló del miedo de LaDonna, de su reciente experiencia, de lo sucedido entre tanto, y Linda alzó varias veces las cejas, mientras escuchaba atenta, pero sin un interés exagerado. ¡Qué chica! Tal vez hubiese podido demostrar un poco más de sorpresa, sí, pero Vincent quedó satisfecho. Era como si ella no quisiera actuar antes de subir al escenario.

—¿Y cómo fue lo tuyo?

—¡Fue un golpe!

—Gustaste, ¿no?

—Fue un éxito, Vincent. De momento, actuaremos durante dos semanas. Los chicos son formidables, mucho mejores de lo que yo había esperado. Empezamos a movernos y es a tope. Es tan… bueno, es a tope. Los tres juntos… o sea, genial… Vamos a tocar Música.

—Tú estarías la mar de bien, Linda.

—No lo hice mal, la verdad. Pero ahora necesito tomar un baño. ¿Qué te parece? ¿Tú no te sientes sucio?

—¡Asqueroso! Me meteré en la bañera cuando haya hecho una llamada por teléfono.

Habló con una voz masculina de Northfield, que le dijo que el capitán Davies se hallaba reunido y no podría atenderle hasta más tarde. Vincent preguntó si habían localizado a Teddy Magyk. La voz contestó que no estaba enterado de ello. El policía colgó el auricular y tomó asiento, sin dejar de mirar el nombre que escribiera en mayúsculas en el bloc de notas del hotel: MAGYK, con el número de teléfono debajo. Volvió a descolgar, marcó el 9 como prefijo…

Alguien estaba en la puerta. Tres golpecitos rápidos y nada más. DeLeon todavía no podía estar de vuelta… Vincent cruzó la pieza y abrió.

Era Nancy Donovan. Sencillamente vestida con una chaqueta azul y pantalones.

—¿No me invitas a entrar?

Su voz sonaba más dulce que de costumbre, y en sus ojos había una mirada propia de una estrella de cine.

Vincent necesitó reflexionar unos instantes, pero al fin contestó:

—¡Claro que sí! ¿Por qué no?

Entonces, la que vaciló fue ella.

—¿No te estorbo?

—No. Pasa y siéntate. Voy a prepararte una copa.

—¿Podría ser una copita de coñac?

Había entrado y se dirigía al sofá. Vincent dijo que podía tomar lo que quisiera, y preparó sendas copas. ¡Vaya noche, la que se preparaba!

—Quería decirte que… lo siento, pero…

—No tienes por qué disculparte.

—¡Ni pienso hacerlo! —replicó, aunque inmediatamente agregó en tono más suave—: Iba a decir que siento que se produjese una interpretación errónea… Me entendiste mal. No tenías razón, Vincent, al hablarme de aquella forma.

Nancy ocupaba un extremo del sofá, compuesta y serena.

Vincent se instaló en la butaca donde antes se sentara DeLeon, para estar más cerca. Sus rodillas casi se rozaban.

—No debí haber dicho aquello. Lo siento.

La mujer aguardó un momento, y su mirada se hizo anhelante.

—¿Podemos ser amigos?

—Sí. ¿Por qué no?

—¿Empezamos de nuevo?

Cuando él asintió y dijo que no faltaba más, Nancy sonrió.

—¿Te asusté un poco, quizá?

Vincent se encogió de hombros ligeramente, y ella dijo entonces:

—Luego lo pensé. Comprendo que tuvieras la impresión de que yo… de que yo, bueno, que de alguna manera, iba a por ti. Pero la verdad es que mi intención era buena.

Nancy le observaba por encima del borde de la copa, con la cabeza algo inclinada, y su postura le recordó la de unas horas antes en el salón del último piso. Tomó un pequeño sorbo, balanceó con gesto lento el contenido de la copa y le miró de nuevo.

—Cuando estábamos solos los dos, espiando lo que sucedía en el casino, parecíamos tan… tan… —y al decir esto, diríase que se encogió para ser chiquita— a gusto y cómodos, y al mismo tiempo tan conscientes… Fue como si en ese momento te conociera, Vincent, y supiese que lo experimentado la primera vez era real.

—¿La primera vez?

—Sí; en San Juan. Cuando viniste a mi casa. Entonces supe que…

—¡Vaya! —exclamó LaDonna al salir del dormitorio, sus blancas piernas asomando por debajo de una corta prenda que Vincent no reconoció—. ¿Cuánto he dormido?

La pequeña bata quizá perteneciera a Linda. Echó una mirada a Nancy, que vuelta de cara al respaldo del sofá trataba de apartar la vista de él.

—¡Hola! ¿Alguien puede decirme qué hora es? —dijo LaDonna. Y se estiró tan tranquila, con lo que enseñó aún más los lechosos muslos.

Las dos cuarenta y cinco —contestó Nancy—. Creo que es hora de que me vaya. Lo siento —agregó, mirando a Vincent.

El hombre tuvo que apartar los ojos de LaDonna para posarlos en Nancy, cuya voz ya no guardaba ninguna semejanza con la de poco antes. Resultaba asombroso que, de pronto, no tuviera nada de menuda en su chaqueta azul, sino que la vio alta y firme cuando, puesta de pie, introdujo las manos en los bolsillos para causar sensación de indiferencia.

Pero esa postura no duró.

No podía durar, saliendo ahora Linda del dormitorio con un gracioso paso de danza, totalmente desnuda, aunque jugando con una toalla a la vez que, en voz baja, cantaba la picaresca letra de un hit de las Pointer Sisters. Hasta que se dio cuenta de que tenía público.

Vincent se sintió orgulloso del aplomo con que Linda se volvió sin perder ni una nota, se arrebujó en la toalla y dijo, al mismo tiempo que doblaba un extremo hacia dentro:

—¿Qué os parece? ¿Estoy mejor así, o con mi conjunto tropical?

Vincent imaginó lo que sería una conversación con su amigo Buck Torres acerca de aquella noche. O con Lorendo Paz, de San Juan. «¿Ah, sí? ¿Y luego qué pasó?»

Nancy Donovan se fue. ¡Claro! ¿Cómo iba a competir? Pero lo hizo con tranquilidad, sin precipitaciones. Miró a todos los allí presentes, murmuró: «Creo que será mejor dar las buenas noches», y salió.

Linda y LaDonna se pusieron a charlar. Las dos sentadas en el sofá, medio desnudas y enfrascadas bien pronto en una conversación privada, pero que Vincent oía.

—Oye, pero… ¿te das cuenta de las ventajas que tú tienes? —decía Linda.

—Sí que me doy cuenta —replicaba LaDonna.

—No sólo eres una belleza —proseguía Linda—, sino que, además, eres simpática, atenta… Una persona realmente estupenda.

—Intento serlo —aceptaba LaDonna.

—¡Deja ya de sentirte abatida y anímate, ¡haz algo! Abandona la bebida y emprende una existencia nueva… —insistía Linda.

En efecto, Linda valía un tesoro.

De pronto se presentó DeLeon, que acababa de llevar a Ricky al hospital con las manos atadas y una nota sujeta a su americana. Le había empujado fuera del coche, dejándole a cargo del policía que montaba guardia delante del edificio.

Cuando finalmente sonó el teléfono, eran casi las cuatro de la mañana. Dixie Davies dijo:

—¿Sabes dónde encontramos a tu individuo? Echamos la red y atrapamos a todos los «astros» de la delincuencia sexual. Entre ellos, a tu amigo. Les pusimos en fila delante de ese grupo de gente de Harrisburg. Nada. Fuimos en busca de Jimmy Dunne y le invitamos a examinar bien de cerca a Teddy. ¿Y qué dijo? «Quizá sí, quizá no…» Ese Jimmy te contará todo lo que quieras de la época en que tocaba la trompeta con Víctor Herbert, pero no se aclara con lo ocurrido hace una semana. Teddy asegura que no se movió de casa en toda la noche. Su mamá dice lo mismo, y hasta el loro lo afirma. Por cierto que ese jodido bicho mordió a uno de mis hombres.

—¿Y qué hay del coche?

—Eso puede interesarte.

—¡Fue él! ¿No, Dixie? —exclamó Vincent—. ¡Dime que fue él, por todos los santos del cielo!

—El coche es un Monte Cario del 77. Amarillo. A nombre de la madre.

—¡Poco me importa a nombre de quién esté! Ni me importa todo lo demás que puedas decirme. ¡Fue él el asesino!

—Preguntamos a la Eastern

—¡Y los dos llegaron en el mismo vuelo!

—Así parece.

—¡Hazte con una orden de registro! —dijo Vincent—. ¡Inspecciona bien su casa!

—¿En busca de qué?

—Lo sabrás cuando lo encuentres. ¡No necesito darte esos detalles, por Dios!

—Aquí no hacen las cosas de esa manera. Vin… No puedo pedir una orden de registro porque el tío me resulte sospechoso y yo ande buscando pruebas contundentes. Ni siquiera creo que matara a esa mujer, a decir verdad, y no tengo motivo alguno para detenerle.

Vincent vaciló.

—¿Le tienes todavía?

—Sí. Sentado en el cuarto verde. Un joven muy educado, por cierto. Dice que le gustaría poder ayudarnos.

—Retenle una hora más. ¿Puedes? Quiero hablar con su madre.