FAROS de coches patrulla iluminaron la escena y penetraron en la subestructura del boardwalk. En la parte enmaderada del extremo sin salida de Kentucky Avenue había varias personas. Los conos luminosos de las linternas recorrían la oscuridad, se introducían por debajo de la estructura y se deslizaban también por el marco exterior del lugar del suceso. Cerca de Vincent surgían y se apagaban sonidos, voces que brotaban de coches patrulla y radioteléfonos. Luego, el silencio. Vincent aguzó el oído para percibir el ruido del cercano mar. Aguardó entre los vehículos de la policía y, a la vez, repasaba todo cuanto pudo recordar con respecto a Teddy Magyk, procurando situarle aquí o allá… Podía ser un tiro a larga distancia, pero no importaba, porque la primera sentencia de Teddy había sido en Nueva Jersey, y su madre se había trasladado luego de Nueva Jersey a Miami, para asistir al juicio. Vincent no podía apartar esa idea de su pensamiento, y fumaba un cigarrillo tras otro.
Recordaba perfectamente a Teddy en San Juan, conduciendo un Datsun. A Teddy en la playa. A Teddy en taxi, primero, y luego en el coche alquilado. También le parecía verle durante el juicio, casi ocho años antes; en la primera fila nunca faltaba una robusta mujer de cabellos rubios. Vincent se dijo que, como mucho, jugaba con una posibilidad muy remota. Porque, si la presencia de Teddy resultaba tan lógica ahora, ¿cómo no se había acordado de él antes? Pero el instinto le decía: «No importa. Vas por buen camino».
Dixie se apartó del círculo de luces y comentó:
—Lo único bueno del caso es que se trata de un suceso reciente. Por regla general pasan días antes de que uno descubra un cadáver ahí abajo.
—Con un poco de suerte, antes de mañana puedes tener solucionados los dos casos —dijo Vincent, procurando que su voz sonara tranquila y espontánea—. Quizá tengas la suerte cerca. Arresta a Ricky. Sabes que le tienes a tiro.
—Sé que fue Ricky, sí, pero nunca había oído hablar de ese otro tipo. ¿Teddy?
—Magyk. Cumplió condena en Yardville, por violación.
—¿Dónde vive?
—Lo ignoro, pero hay una manera de averiguarlo. Está registrado por ordenador. Pulsa cinco teclas, a ver si es tu noche afortunada. Ese Magyk es un criminal de marca mayor. En Miami Beach violó a una vieja, y por poco la mata.
—¿Dónde cometió el delito por el que fue a parar a Yardville?
—Tampoco lo sé, pero el tipo procede de Camden. Trata de indagar algo acerca de su madre. Ese Teddy se dirigió a San Juan… ¿Qué dirías tú de un tío que acaba de salir de la cárcel y ya tiene dinero para pagar un hotel y alquilar un coche? Bueno, quizá se lo diera su mamaíta.
Dixie miraba hacia las luces con el ceño fruncido. Luego se volvió hacia Vincent.
—¿Es ése el tipo que la tiene tomada contigo?
—También pudiera ser él quien intentó disparar contra mí la otra noche. Poco vi, porque era oscuro, pero sí lo suficiente para creer que era él… Y la descripción que Jimmy Dunne te hizo del chico que subió la cena al apartamento donde estaba Iris, también encaja…
—¡Un momento! —dijo Dixie—, ¡Sólo un momento! Estábamos hablando de un asesinato. El de la mujer del boardwalk.
—Sí, pero precisamente ésa es la especialidad de ese puerco —señaló Vincent—. Mira, tú me hablaste de ello por teléfono, y es como si tú dices «caliente» y yo digo «frío». ¿Me entiendes? Tú me explicaste que una mujer ya mayor había sido violada y muerta a golpes, y a mi mente acudió de inmediato el nombre de Teddy Magyk. Pero en este caso hay algo más, y todo junto me hizo pensar en ese tipo.
—¿Qué más hay?
—Conocía a Iris. La había visto conmigo.
Dixie se llevó la mano al bigote y empezó a atusarse uno de los extremos.
—¿Ah, sí?
—Teddy abandonó San Juan el mismo día que ella. Llama a la Eastern Company para comprobar si fueron en el mismo vuelo. Averigua su destino. Si tú no lo haces, lo haré yo. Pero tú puedes conseguirlo todo con más rapidez.
Dixie pareció asentir, a la vez que reflexionaba. De pronto se interrumpió.
—¿Cómo estás tan seguro de que es él?
—No estoy seguro, pero me lo dice el instinto, y suelo poder fiarme de él.
—Entonces no entiendo cómo no le mencionaste antes.
—Porque vosotros partís de la base de que siempre tiene que tratarse de tipos matones. Y ese Teddy nunca caminó al mismo ritmo que Ricky, el colombiano, Jackie o cualquier otro de esos tipos. No llama la atención. Parece un muchacho que vaya vendiendo helados. Si pasa por la calle, no te volverías a mirarle. No es persona que invite a la disputa, como sucede con otros sujetos; ni te vienen ganas de fastidiarle, a primera vista. Teddy tiene un aspecto totalmente inofensivo. ¡Y ésos, precisamente, son los peores!
Dixie hizo nuevos gestos de afirmación.
—Está bien; ya le controlaremos.
—¿Cuándo?
—En cuanto sea posible. Te llamaré. ¿Dónde puedo alcanzarte? ¿En tu suite, tomando un baño?
Vincent vaciló brevemente, antes de contestar:
—Sí; estaré allí.
Abrió la puerta de la suite pensando en Linda. Estaría molestísima por no haber acudido él a aplaudirla…
A medio movimiento quedó inmóvil. Dentro había luz. Instintivamente introdujo la mano debajo de la chaqueta. Reconoció una voz, la de DeLeon, que decía:
—Hace frío fuera. ¡Entra, que nadie te hará nada!
DeLeon se hallaba instalado en una espléndida butaca dorada, de líneas aerodinámicas. Se había preparado un trago, y sus pies descansaban sobre la mesa de cóctel, que era de vidrio. En el sofá estaba LaDonna, frente a la ventana en que se reflejaba la habitación. Había vuelto la cabeza para mirarle por encima del hombro, y su expresión era… ¿solemne, quizá?
¿O vacía? Sostenía el vaso con ambas manos, sin apartar la vista de él.
—Tenías las luces apagadas, ¿no? —dijo DeLeon en tono relajado, como si estuviese en su casa—. Cuando entramos, estaba todo a oscuras.
—En el bar hay una pequeña nota —señaló Vincent—, en la que se ruega a todos los clientes que apaguen las luces al abandonar la habitación. Para ahorrar electricidad. Abajo ya las han de tener encendidas constantemente, y tal vez sean más de mil.
—Como poco —respondió DeLeon—. Este sitio es una locura.
Bajó de la mesilla sus lustrosas botas y se puso de pie sin apoyarse en la butaca.
—¿Qué te preparo?
—Un whisky —dijo Vincent de cara a LaDonna, avanzando hacia ella—, ¿Qué ocurre?
—La chica está trastornada —explicó DeLeon.
—Por poco me matan —añadió LaDonna.
—¡Bueno, bueno, no exageres ni mientas, muchacha! Cuéntale la verdad.
—Podrían haberme matado. Pasó exactamente lo que yo temía que pasara. ¿Lo recuerda?
Miraba a Vincent, vuelta hacia atrás y con el vaso apoyado en el respaldo del sofá. El policía recorrió brevemente, con la vista, la parte delantera de su vestido de color púrpura. Aquella mujer parecía demasiado sana para estar pesarosa.
—Lo recuerdo, sí.
—Pues bien… ¡Sucedió!
Vincent la miró a los ojos y observó, también, su cara. Había estado llorando. Comprendió entonces lo que LaDonna quería decir, y preguntó:
—¿Estaban allí, con el Ching? ¿Usted y Jackie?
—Ella no estaba allí por milagro —explicó DeLeon—. Estás enterado, ¿no? Claro, como tú tienes contacto con la policía —agregó, al mismo tiempo que le ofrecía la bebida; un gigantón a su lado, pero de cara totalmente inexpresiva—. Me parece lógico que lo sepas… Siéntate, que tenemos algo que hablar. Tú, LaBaby, vete al dormitorio y descansa. Te sentará bien.
—No. Prefiero quedarme y ver qué pasa.
—¡Si no vas a ver nada, pequeña! Retírate y cierra un rato esos bonitos ojos. Ya entraremos de cuando en cuando, por si necesitas algo.
LaDonna dejó los zapatos en el suelo y salió de su rincón con paso inseguro. Se la notaba realmente impresionada. Vincent le dio una cariñosa palmada en el hombro. La joven le dedicó una mirada de «¡pobre de mí!», intentando una sonrisa. Era demasiado mujer y estaba demasiado bien formada para que se la llamara «baby»… DeLeon la siguió a la alcoba y dijo que podía dejar la luz encendida, si lo prefería, y que no cerraría la puerta del todo, no…
De regreso en el salón, comentó:
—¡Qué tetas tan preciosas! ¿Te fijaste?
—Esa chica necesita ayuda —indicó Vincent.
Quizá pudiese hablar con ella. Se sentó en el sofá al mismo tiempo que DeLeon se instalaba de nuevo en la butaca.
—¿Cuánto mides? —preguntó de pronto—. ¿Uno noventa?
—Uno noventa y siete, en calcetines.
—Y debes de pesar unos ciento veinticinco kilos.
—Me conviene bajar algo.
Vincent se inclinó para dejar su vaso encima de la mesa, se introdujo luego la mano debajo de la chaqueta y se sacó de la cadera la Smith automática, que colocó a su lado, sobre un cojín, para tenerla a punto.
—Ahora, el más fuerte soy yo —dijo—. Puedo preguntarte a qué viene esto de entrar en mis habitaciones y actuar como si estuvieras en tu casa. No olvides que, si no me gusta lo que dices o, simplemente, me molesta el tono de tu voz, puedo echarte de una patada y quejarme a la dirección.
Era preciso que lo dijera. Pero también tuvo que añadir:
—Sin embargo, siento curiosidad y has sabido despertar toda mi atención.
DeLeon sonrió.
—Eres mi hombre, en efecto. Lo sabía. Lo supe al ver cómo te abrías camino hasta aquí y conseguías ser tratado como un cliente de preferencia. Me dije: «He aquí un policía que piensa». Debo presentarte disculpas, desde luego. En primer lugar, por sacarte del despacho de Jackie como lo hice. Lo siento de veras.
Yen segundo, por penetrar en tu suite. Pero tenía que ocuparme de LaBaby. Lo natural habría sido llevarla a su casa, a Longport, pero yo necesitaba verte con urgencia, por un asunto que no puede esperar. De no ser así, nunca hubiese entrado sin una invitación tuya.
—No está mal —murmuró Vincent, a la vez que apartaba la mano de la pistola y tomaba el vaso.
—Bien… Tus colegas te contarían lo del asesinato del Ching, supongo…
—Tuvieron esa cortesía, en efecto. Pero tú tienes que saber más que ellos, con respecto a lo ocurrido. Dijiste que LaDonna no estaba allí por milagro… Eso significa que tú te encontrabas bien cerca. ¿Acierto?
Yo estaba. ¡Allí mismo! —recalcó DeLeon—. ¿Me entiendes? ¡Vi el asesinato! LaBaby y Jackie seguían en el coche, discutiendo, porque ella no quería cenar en el restaurante. Y Jackie me mandó entrar en busca del Ching para decirle que se retrasarían un poco. Voy y, una vez dentro, veo aparecer al pequeño Ricky que, sin más, le pega una serie de tiros. ¡Tío! Nunca había presenciado nada igual.
Ni en las películas —dijo Vincent.
—Ni en ninguna parte.
—¿Y cómo saliste?
—Espera y déjame hablar.
—Perdona. Sigue.
—Veo cómo Ricky le mata… —Aquí, DeLeon hizo una pausa—, Pero Ricky no me ve a mí… ¿Comprendes lo que quiero decir? Me escondo detrás de los abrigos colgados en los percheros, junto a la puerta lateral. Ricky pasa por delante de mí, dispuesto a salir. Había dejado el arma encima de la mesa. No me ve hasta que está a mi altura. Yo salgo y le arreo una. El tío cae al suelo como un saco de mierda.
Vincent levantó las cejas.
—Parece que lo veo.
—Cayó como un saco, sí…
—Sin embargo, Ricky no estaba allí cuando llegó la policía.
—No. ¿Y sabes por qué? ¡Porque yo me lo llevé! Jackie lo ignora, y LaBaby tampoco está enterada. Le arrastré fuera y le escondí en el maletero del coche.
—Y te lo llevaste.
—Sí. Iba muy dolorido. Le había dado bastante fuerte. Para compensar su poca estatura, yo me agaché… ¿Me entiendes? El hijo de puta acabó hecho papilla. Creo que le casqué la mandíbula, y probablemente tiene el hombro dislocado o roto. El tipo sufría.
—¿Aún sigue en el maletero?
—No. Le metí en un almacén que hay aquí abajo, al lado del garaje. No puede escapar, pero para mayor seguridad pedí a los chicos de La Tuna que le vigilaran.
—¿A los del conjunto musical?
—Sí, a tres de ellos. Son rastafaris. ¿Sabes qué quiero decir? De Jamaica, y llevan la cabeza llena de rizos.
Vincent asintió.
—Creen que Hailé Selassié, el que fue rey de Etiopía, era Dios. No me preguntes por qué, pero así es. Si descubrieran que yo procedo de allí, porque nací en Etiopía, me construirían un altar para plantarme encima… ¡Se imaginarían que soy Jesús!
—Eres más voluminoso que él.
—Están llenos de «dulce» hasta las orejas, pero no son malos chicos.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Vincent—. ¿Por qué trajiste aquí a Ricky?
DeLeon se enderezó en su sillón.
—¿No lo entiendes? ¿No ves la posibilidad que se te presenta?
Vincent meneó la cabeza.
—Pues no.
—¡Lo traje aquí para ti, hombre! Para compensar lo que te hice por culpa de aquella bola de grasa… No debí tratarte de semejante manera.
—¿Me das a Ricky?
DeLeon pareció sorprendido.
—Tú andas buscando al asesino de tu amiga Iris, ¿no es así? ¡Pues aquí tienes a Ricky! Habla con él. Interrógale mientras no puede más de dolor. ¡Cantará! ¿Me entiendes ahora? Si no fue él, te dirá quién lo hizo. Ricky tiene que saberlo. Te proporciono esta oportunidad, hombre. ¡Acéptala, que no me debes nada!
—Aprecio tu intención, pero ya hablé con Ricky —confesó Vincent.
—¿Que hablaste con él?
—Sí, y no sabe nada.
—Espera… Conozco sus instintos. Y le creo suficientemente loco para cometer una barbaridad semejante.
—Eso es cierto.
—¡Yo le vi matar al Ching, Vincent!
—A lo mejor, yo mismo le di la idea —admitió el policía—, pero Ricky no se cargó a Iris. Sostuve una larga conversación con él.
En la pieza reinaba el silencio. Vincent se levantó, llevó los vasos al bar y preparó dos nuevos whiskies con hielo. DeLeon dijo:
—¡Me llevas la delantera, caramba! ¡Sabes más cosas que yo!
Vincent le explicó su entrevista con Ricky, sentados en el coche de éste mientras llovía. DeLeon esbozó una risita, pero luego exclamó:
—¿Y qué voy a hacer ahora con ese tipo?
—Suéltale delante de un hospital. La policía ya le encontrará.
DeLeon dijo que, antes, podría darle un nuevo golpe en la rodilla, para que no pudiera largarse por su propio pie. Pero Vincent le aconsejó que no lo hiciera.
—¡Caramba, caramba! —continuó DeLeon—. ¡Tú, delante de mí, delante de Jackie y delante de todos! ¿Me entiendes? ¡Tanto negocio de casinos, tanta mierda…! Esta gente cree saberlo todo. Tú, en cambio, te ocupas callandito de tus asuntos y avanzas poco a poco, sin llamar la atención… Me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo expuesto a la influencia de Jackie.
—Debe de resultar divertido de vigilar —dijo Vincent.
—Divertido quizá sí, pero te cansa terriblemente. Me gustaría dejar esto. ¿Sabes qué te digo? ¡Que quiero trabajar por mi cuenta! ¿Por qué no? Podría vivir en un lugar tan agradable como Puerto Rico.
—A mí también me gustaría vivir allí.
—¡Podríamos montar juntos alguna cosa!
Terminaron sus bebidas y aún se prepararon otras mientras Vincent le hablaba a DeLeon de Teddy Magyk. El hombre le escuchó sin moverse ni interrumpirle, para asentir finalmente:
—La idea no me parece descabellada. Y sin duda metió tu nombre en las bragas de Iris para comprometerte.
—Parece que le veo hacerlo —admitió Vincent.
Sin embargo, ¿qué habría en la mente de Teddy, al actuar de ese modo?
—Ha hecho de ti su obsesión —señaló DeLeon.
—Sí; y yo quisiera saber por qué da tanta importancia a mi persona. Oye…, tú cumpliste condena por tráfico de drogas, ¿no es así? —agregó, deseoso de obtener una opinión.
—Seis meses en Dade, y luego en un centro de reinserción. No estuve el tiempo suficiente para acabar loco. O fui afortunado y supe adaptarme. Me había dejado enredar por esos niños bonitos que se las dan de deportistas y no son más que unos disolutos; por esas chicas modernas, teñidas de rubio; por esos clubes privados que parecen tan atractivos… Me entiendes, ¿no? Me metí tan hondo en toda esa mierda, que el único camino para salir de ella consistía en ponerme en manos de la justicia. Entiendes lo que quiero decir, ¿no? Me preguntas qué hay en la cabeza de la gente que cumple condena, o qué ocurre en la mente de ese Teddy… ¿Quién sabe? Están tan acostumbradas a mentir, esas personas, que nunca sacarás el agua clara. Además, en su mayoría ni siquiera son capaces de expresarse.
—Y siempre le echan la culpa a cualquier otro, ¿no?
—¡Ah, eso sí! En cualquier parte. Mi caso era distinto. Mi madre me visitaba con regularidad. No es mi madre, en realidad, pero como si lo fuera. Esa mujer, pobrecilla, venía a la cárcel. Tú ya conoces el sitio. Me miraba a los ojos, y yo no podía mentirle. Le expropiaron la casa, que estaba a mi nombre, y ella nunca dijo nada. Lo único que le preocupaba, era que su niño se había mentido a sí mismo. ¿Me explico bien? —preguntó, pensativo—. Ahora le proporcioné otra casa, en Miami, y cada mes le envío dinero.
—Mi madre vive en Miami-Norte —dijo Vincent—. Es corredora de fincas. Se le murió el segundo marido el año pasado… Hoy día soy más viejo que mi padre. ¿Oíste decir alguna vez algo semejante?
—Ya te entiendo —contestó DeLeon—, Yo estoy en tu mismo caso. Jamás conocí a mi padre.
—Ni yo. Sólo a través de fotos.
—Hoy día, mi madre… —dijo DeLeon—; bueno, la mujer a la que llamo madre, disfruta cultivando cosas y se pasa las horas en el huerto.
—Con frecuencia pienso en la madre de Teddy —comentó Vincent— y me pregunto si ella mantiene a ese zángano. Espero información de la policía, respecto de él. A ver si le han seguido la pista o saben dónde vive su madre.
—¿No consultaste la guía telefónica? —inquirió DeLeon.