20

LaDonna dijo:

—¿Quieres que te vomite dentro del coche?

Intentaba hacer comprender a Jackie que estaba horrorizada, y que físicamente se resentía de ello.

—Sabes cómo me encuentro —añadió—, ¿Cómo puedes pedirme que haga algo que me enferma?

Entre su lenta pronunciación amuñecada de Tulsa y el dialecto ‘de Jackie, propio de un clan que solía vivir en el Bronx y que sonaba lastimero —probablemente tampoco tenía muchos ánimos el hombre, en ese momento—, no era fácil llegar a un acuerdo. Trataba él de que LaDonna se hiciera cargo de la importancia de esa cena.

—Necesito hablar con él.

—Continuamente habláis por teléfono.

—Cara a cara es distinto. Tengo que explicárselo sentados a una mesa. Es lo que él quiere, ¿no? ¡Pues así lo haremos!

—¡Pero yo no puedo ir allí!

—Siempre te consigo lo que necesitas, y te ayudo en todo…

Le estaba sirviendo un tequila con zumo de lima, bien helado, que acababa de sacar del mueble bar situado junto al pequeño televisor.

DeLeon Johnson lo seguía todo desde su asiento delantero, ya que iba al volante, como si escuchara un sketch radiofónico. De vez en cuando echaba una mirada al espejo, y veía sombras y movimientos. Pero Jackie había corrido el cristal separador, para quedar más aislado. Y, por si fuera poco, a DeLeon le daban todos los faros en los ojos, de modo que apenas veía nada. El Cadillac negro se hallaba aparcado en la parte norte de Fairmont Avenue, frente a La dolce vita, cuyo anuncio de «Auténtica Cocina Italiana» parpadeaba en rojo, mareando a la joven. Tenían que reunirse con Frank el Ching para cenar, y LaDonna ya no sabía qué hacer para rehuir el compromiso.

DeLeon había pulsado el botón para subir el cristal separador, pero luego lo bajó un par de pulgadas mientras los de detrás discutían, con objeto de enterarse de algo. No era un extraño, y Jackie podía desear que escuchara y fuese testigo. No importaba que se llevara un chasco o quedara en ridículo delante de cualquier italiano. (Jackie les llamaba «espaguetis de mierda», y una vez le dijo DeLeon: «Perdone usted, pero mi abuelo era italiano», y entonces Jackie explicó que no se refería a todos los italianos, sino únicamente a ciertas ratas…) Pero Jackie no deseaba testigos mientras hablaba con LaDonna, que tenía esos ataques de histeria y a la que no sabía cómo manejar en momentos semejantes.

—¡Entra tú! —dijo ella—. ¿Para qué me necesitas ahí dentro? ¡Yo espero fuera!

DeLeon dirigió una risita al espejo. «¡Suéltaselo, nena!»

A lo mejor estaba en casa conversando con LaDonna, enseñándole cómo conservar la calma —es decir, cómo respetarse a sí misma a cambio de tragar un poco de mierda—, y entraba Jackie hecho un basilisco, porque creía que les iba a encontrar haciéndolo. ¡El muy imbécil! Había sitios de sobra donde DeLeon podría llevar a LaDonna, pero eso sería un resbalón; equivaldría a decir: «Monto una vez a esta reina de belleza, pero soy el segundo de a bordo». Se apuntaría un tanto, y nada más. Nunca sería como con aquellas mocitas de Puerto Rico, divertidas como ellas solas, capaces de cualquier cosa y siempre dispuestas a proporcionarle el máximo placer. Hubiese querido estar en Puerto Rico, en vez de tener que oír aquí las palabras de Jackie, que decía:

—¡No es que te necesite, mujer, sino que quiero tenerte conmigo para que ese animal del Ching se comporte mejor! Si no le gusta lo que le digo, nada le costaría atravesarme la mano con el tenedor.

—Hoy pasará algo —dijo LaDonna—. Estoy segura de eso.

—Eso lo hacen en las películas. En El padrino, por ejemplo.

—Y lo lees en los periódicos, y ves cosas así por la tele.

—Típico del sur de Filadelfia. Ven de una vez, que pasan de las ocho. ¡Dios, si son las ocho y veinte!

—¿Cómo tengo que hacértelo comprender? —exclamó LaDonna—, Ese hombre que trabaja para Tommy es el único, de todos vosotros, que resulta un poco simpático. Cuando le dije que no podía comer con personas de tal calaña, contestó: «No me extraña. Yo tampoco podría».

DeLeon miró por el espejo cuando Jackie inquirió:

—¿Quién es ése que trabaja para Tommy?

—Aquel de la barba. Ya sabes a quién me refiero. Es muy agradable.

DeLeon oyó explotar a Jackie:

—¿Qué dices? ¡Cielos! ¿Hablaste con él?

Al instante, Jackie dio unos golpes en el cristal separador.

—Entra y dile a ese Ching que nos retrasaremos otro par de minutos. Tengo que hacer una llamada. Invítale a tomar algo, entre tanto.

Cuando DeLeon salía del coche, oyó que Jackie preguntaba a LaDonna:

—Bien… ¿Cuándo hablaste con ese individuo?

Primero, Ricky Catalina había decidido que no le convenía recurrir a nadie de su familia. Era mejor buscar ayuda fuera de ella, entre tipos que actuaran sin interés personal: simples músculos que cobraran por su trabajo.

A última hora de la tarde recorrió Boystown hasta dar con una pareja de pesos pesados. Estaban en Snake Alley vendiendo marihuana casera y hojuelas de perejil espolvoreadas con PCP, a la vez que explicaban a unos gays, que vestían chandal y llevaban cintas sujetas a la cabeza, cómo el polvo dilataría sus mentes y sus cuerpos, haciéndoles casi crecer alas. Los dos traficantes iban sin mangas, pese a que la temperatura exterior era de nueve grados, para lucir sus músculos, sus tatuajes y su mascota, que era Hagar el Terrible, el de los cómics. Ricky logró hablar con ellos en un bar, les expuso el asunto con ojos soñolientos, y los tipos dijeron que sí sin pensárselo dos veces. Cualquier cosa loca o destructiva les parecía bien.

Uno de los dos, llamado. Bad Isham, había resultado con quemaduras graves al saltar por los aires su laboratorio, situado allá en los Barrens. Un lado de su cara era sólo una reluciente cicatriz, y le faltaba una oreja. El otro, Weldon Arden Webster, era famoso por su habilidad para fabricar explosivos. Éste le dijo a Ricky:

—Si te divierte, puedo volar un coche desde el otro extremo de la calle.

—Bien —contestó Ricky—, pero no quiero que vuele el tío. Me interesa darle un buen susto. ¡Que salga espantado, al oír la explosión!

Weldon propuso entonces:

—Si quieres una cosa bien hecha, le conecto los cables.

—¡Quiero hacerlo yo! —declaró Ricky.

—Conforme. Te doy una caja de control remoto.

—Me interesa que él me vea hacerlo. ¿Entendido? Se trata de un asunto entre él y yo.

El profesional gruñó:

—¡Bonita idea de cómo hacer las cosas tenéis los profanos!

Y Bad Isham añadió:

—Ese individuo no será el único que te vea, Ricky… Déjame pensar…

El problema de recurrir a esa clase de hombres consistía en que —apoyados como estaban siempre en una mesa, haciendo saltar los músculos de sus enormes brazos al mismo tiempo que bebían sus cervezas mezcladas con aguardiente— la idea pasaba a ser suya, de pronto, y ellos querían decidir lo que convenía hacer. Ricky fijó sus cansados ojos primero en uno y luego en el otro.

—¿Habéis acabado? ¿Habéis acabado?

—Aquí, ahora no hay más que turistas —dijo Ricky—. ¡Con los precios que han puesto! Excepto en algunos de estos bares, los tíos andan haraganeando por los locales y hacen apuestas locas. Supongamos que tú, Weldon, entablas pelea con cualquiera y se arma algo de ruido. La ayuda llega enseguida de la parte dedicada a restaurante. «¿Qué diablos pasa?» En Reno aparece el chófer del tío… ¿Conocéis Reno? ¡Claro que sí; sin duda recorristeis todo aquello! Pues bien… En cuanto al tipo… —Ricky no estaba dispuesto a dar su nombre—; yo entro por aquella puerta, procedente del estacionamiento para coches, le saludo y vuelvo a salir. El auto está en la calle lateral. Tú, Isham, coges un coche y lo conduces. Eso es todo.

¿Acaso no era suficientemente sencillo, incluso para un par de cerriles vendedores de droga?

Bad Isham dijo:

—Hagámoslo al revés. Weldon conduce, y yo entro en el bar.

—¡Y una mierda! —protestó Weldon.

Ricky vació su vaso de whisky mientras ellos discutían sobre quién era más audaz y puerco, quién había sacudido a más civiles, golpeado a más policías, y contra quién había habido más cargos. Ricky les escuchaba, preguntándose cómo unas personas podían llegar a aquel grado de embrutecimiento. ¡Tanto músculo de mierda! Ya podían irle a él con todo ese alarde de fuerza, que lo único que les diría, era: «¡Estáis locos los dos!» Y, de poder ser, haría unos cuantos agujeros en sus corpachones. No había manera de entenderse con semejantes tipejos. Si le preguntasen cuál de los dos era más bruto, no sabría qué contestar. Por consiguiente, dijo:

—¡A ver si acabamos de una vez, maldita sea! Dejaremos el coche en la calle lateral. Si tantas ganas tenéis de pelear, meteos dentro y reñid hasta que voléis por los aires.

A las ocho de la tarde estaban sentados en el bar La dolce vita, con varias cervezas y copas de aguardiente delante de ellos. Empezarían a pelearse como en las películas, dejarían tendido en el suelo a cualquier transeúnte y, por poco que pudiesen, armarían una pelotera formidable… Pero cuando Weldon se volvió y arrojó su cerveza a la cara quemada de Isham, éste quedó desconcertado. ¡Vaya manera de iniciar las cosas! Indignado, le soltó un revés acompañado de un puñetazo en el estómago, que envió al suelo a Weldon y a una persona que nada tenía que ver con ellos. No contento con eso, Isham barrió el bar de botellas y copas…

El estrépito hizo asomar, alarmada, a la gente que cenaba en el comedor, separado por un arco del espacio destinado a bar, como unas luminosas letras rojas indicaban.

Ricky pasó por delante del perchero situado en un vestíbulo lateral, hasta detenerse junto al mostrador del cajero. Tomó una pastilla de menta de un platito y se la metió en la boca mientras echaba una mirada a su alrededor. Las paredes, estucadas presentaban paisajes del norte de Italia y canales venecianos. Vio seis mesas ocupadas por personas desconocidas, hasta que, en un rincón algo apartado, halló a Frank Cingoro sentado solo a una mesa para cuatro, con una bandeja de entremeses y una botella de vino tinto delante. Comía el hombre pimientos con gambas, que acompañaba con tragos de vino. No levantó la vista hasta que Ricky se colocó a su lado, de espaldas al local.

—No vale la pena apostar por ninguno, en esa pelea… ¿Verdad, Frank?

—¡Bah! Un par de patanes —contestó el Ching, mirándole por encima de sus gafas de montura negra—. ¿A quién le interesa eso? ¿Y tú, qué tal, Ricky? ¿Te van bien las cosas?

—No pareces sorprendido de verme.

—¿Es lo que esperabas? —dijo Frank Cingoro, el Ching, a la vez que, con un palillo, pinchaba una gamba y la untaba con salsa antes de metérsela en la boca—. Siéntate, si quieres, mientras llegan Jackie y su chica. Si ese tipo va al lavabo, soy capaz de pegarle un morreo a LaDonna.

—Sigues con tu jodida sangre fría, Frank. Necesito decírtelo. Los viejos no tenéis remedio.

—¿Qué edad supones que tengo, Ricky?

—Sesenta y pico… Quizá sesenta y tres.

—¿Cuántos años me haces?

—No sé… Tal vez sesenta y dos.

—¿Cuántos?

—¡Cuerno! Puedes tener sesenta…

—¿Cuántos?

—Unos sesenta, digo.

—¡Cincuenta y ocho, animal!

—Bueno, y puede que no cumplas muchos más —le soltó Ricky, llevándose la mano al bolsillo de su chaqueta de cuero.

El Ching tenía una gamba enganchada a un palillo, muy cerca de la boca. Vaciló, la mantuvo allí e inquirió:

—¿Qué demonios haces aquí, Ricky?

—¿Cómo? —dijo Ricky—. Yo puedo oírte, Frank. Estoy en Brigantine. Estuve allí toda la noche.

Extrajo del bolsillo una 38 Special, envuelta en papel higiénico desde el puño hasta unos cinco centímetros de cañón… Un «regalo» que presentó con ambas manos… Apretó el gatillo a través del fino papel, apuntando contra la gamba en el palillo, y disparó cinco veces seguidas, hasta que el papel se incendió. Rápidamente tuvo que arrancar del arma el resto de papel, alzó la bola formada con él y dejó que el revólver se desenvolviera solo para caer sobre el blanco mantel.

DeLeon lo vio, y también presenció cómo Frank se desplomaba detrás de la mesa. Vio dar media vuelta a Ricky y avanzar por el local con una pelota de papel chamuscado en la mano. El menudo petimetre apartó la vista de las demás mesas y se encaminó al bar, donde aún seguía el jaleo armado por los dos matones.

DeLeon retrocedió hacia las prendas colgadas de las perchas, que no le permitían esconderse, dado que le sobresalían la cabeza y los hombros. Pero allí se quedó sin mover ni un músculo. Y no tardó en pasar Ricky, tan tranquilo. Al verle, alzó la vista y sólo demostró una ligera sorpresa. DeLeon se adelantó, le plantó un codazo, se abalanzó sobre él, golpeándole con terrible fuerza en la cara y, al agarrar su cuerpo antes de que cayese, oyó el crujido de un hueso roto. DeLeon sujetó rápidamente a Ricky por la chaqueta y dejó que se doblara sobre sus rodillas, lentamente, hasta quedar en el suelo. El muchacho no había perdido el conocimiento, pero era evidente que sufría. ¡Vaya con el engreído de Ricky! DeLeon levantó una bota del número 48 para ponerla encima de su rodilla y mantenerle inmóvil, dispuesto a decirle que esperara, porque alguien acudiría en su ayuda. Pero se contuvo. Una idea había cruzado su mente. Al menos, parte de una idea. Hizo poner de pie a Ricky y le sostuvo agarrándole por debajo de un brazo.

Ricky musitaba:

—¡Ay, mi hombro, mi hombro…!

Casi no podía andar, pero DeLeon le sacó por la puerta lateral y, una vez en la esquina de Fairmount Avenue, el guardaespaldas de Jackie advirtió a Ricky que, si no se contenía, iba a arrojarle delante de un coche. Cuando el semáforo detuvo el tráfico, le condujo al otro lado de la calle. Así que alcanzaron el enorme Cadillac negro, DeLeon abrió el maletero, hizo meterse dentro a Ricky y lo cerró con cuidado.

Jackie, que sólo tenía ojos para la gente que salía del restaurante y del bar, no se enteró de nada, ya que, además, las ventanillas del coche tenían los vidrios ahumados. DeLeon lo había conseguido. Antes de que Jackie pudiese preguntarle nada, dijo él:

—¿Prefiere ver llegar a la policía, o que nos marchemos ahora mismo?

Durante la cena, Nancy habló y Vincent se dedicó a escuchar. De vez en cuando sonreía. La noche anterior, en la misma resplandeciente habitación, había escuchado a Linda hablar de música, de salones de recreo, sonriendo de continuo porque comprendía lo que ella sentía y se preguntaba cómo sería una vida en común, o incluso estar casados, unidos de manera definitiva.

Hoy, en cambio, sonreía por cortesía, sin sentir nada, mientras Nancy explicaba cómo ella se dormía cuando su primer marido, el atractivo y afable Kip, tomaba un martini tras otro y no cesaba de referir fastidiosas historias de perros con características humanas… La de un perdiguero pardo —el suyo— que escuchaba la información bursátil durante el desayuno…

Vincent fingía interés, pero pensaba: «¡Pobre jodido perro!».

—Luego, cuando Kip murió —prosiguió Nancy—, ¿qué podía hacer yo en Bryn Mawr? Jugar al tenis durante el resto de mi vida? ¿Seguir con aquella gente? ¡No, por Dios! Vine aquí y busqué una colocación.

Vincent hizo gestos afirmativos, no exentos de admiración. Después los hizo con simpatía, al hablarle ella de la afición a la bebida que tenía Tommy, de su actitud machista y de su alta tensión sanguínea. Tommy parecía ser un tipo bastante tratable, pese a todo. Nancy dijo:

—Hubiese querido cenar con nosotros, pero está muy ocupado… —Una pausa—. Creo, la verdad, que hace juegos de vídeo con su computadora. Le gusta el Burrito Kong.

Tanto escuchar, asentir… Vincent pensó que no pasaría mucho antes de que aquella mujer le hiciera una proposición en serio. Nancy entraría en detalles. Tenía dinero, una posición, contactos con elementos prominentes de la sociedad. Poseía un equilibrio, un estilo personal y… era muy guapa. ¿Qué más? Tendía a besar con demasiada insistencia, pero eso no era un problema. Poco le faltaba para mandar a paseo a su marido. Sólo había un inconveniente…

La mujer le acompañó al último piso del edificio, reservado para los peces gordos y sus invitados. Estaba casi vacío, aquella noche, sólo tenuemente iluminado por unas discretas lámparas rodeadas de vidrio.

Tenían a sus pies toda Atlantic City cuando Nancy murmuró, entre sorbo y sorbo de coñac:

—Podría hacerte rico.

—Es lo que siempre deseé —dijo Vincent.

Nancy vaciló, mirándole con seriedad.

—No hablo en broma.

El preguntó a su vez:

—¿Por qué?

Era más importante que el «cómo».

—Creo que sería divertido.

—¿Trabajando para ti?

—Para Spade’s.

—No entiendo nada de eso.

—La mitad del personal más destacado en esta clase de negocios, no entiende nada de nada. Antes eran algo, y eso es suficiente. Tú eras detective de la policía.

—Y lo sigo siendo.

—¿Cómo conseguiste esos doce mil dólares envueltos en cintas de goma?

—Tuve suerte.

—Yo también la tengo. Por eso sé que valdrías para el negocio. No tienes intención de jugar,' ¿verdad? —preguntó por encima de la copa.

—Tengo el presentimiento de que no puedo perder.

—Eres muy astuto, Vincent. Fácilmente se te podría juzgar mal. Pero yo creo que te conozco, y mis corazonadas suelen dar en el clavo —señaló, bebiendo otro sorbo—. Podría convertirte en actor, Vincent, y proporcionarte un papel importante en una película dentro de seis meses. ¡Te lo garantizo! Por eso sé, y lo repito, que tu colaboración aquí sería un éxito. Puedes serme muy útil, Vincent.

Eso era lo que él temía.

—Te gustará. Estoy segura.

—¿Y por qué me eliges a mí?

—No seas modesto.

—Hablo en serio. Recuerda que soy policía.

—No, Vincent. Estás a un paso de ser todo un señor vicepresidente de… Todavía no lo sé, pero ya se me ocurrirá algo. Con un sueldo inicial de… digamos ciento cincuenta mil. ¿Qué tal te suena eso?

—¿Con coche?

—¡Naturalmente!

—¿Tendría que ir siempre muy bien vestido?

—Yo te ayudaré a elegir algunas prendas —dijo ella con encantadora sonrisa.

—¿Y dónde viviría?

—Donde quisieras. Longport es un sitio bonito. Ya te encontraríamos algo adecuado.

—¿No ibas a tenerme en un apartamento?

—Eso sería impropio.

—Y… ¿cuántas veces por semana debería acostarme contigo?

Vincent creyó que la mujer iba a arrojarle el coñac a la cara, pero no lo hizo. Dejó la copa y se levantó. Detrás de ella parpadeaban las luces de Atlantic City. Cuando hizo ademán de marcharse, Vincent la llamó.

—Nancy…

Ella siguió de espaldas unos momentos, tomándose tiempo antes de volver a mirarle.

—¿Qué quieres?

—¿Aún soy un invitado de la casa?

No era una forma cortés de actuar. Podría haberlo dicho de otra manera. Ni siquiera hubiese estado mal un simple «No, gracias». Al mismo tiempo, Vincent encontraba que sus palabras no estaban más fuera de lugar que el ofrecimiento de ella. ¿Cómo iba a nombrarle vicepresidente del casino, sólo basándose en su presunto don para olfatear una habilidad latente? Por otra parte, ¿cómo podía suponer él que a Nancy le interesara su físico, teniendo en cuenta el gran número de hombres de pelo bien cortado y elegantemente vestidos que había a su alrededor? Salvo que quisiera hacerse uno a su gusto, con materiales bastos, y utilizarlo como macho… Podía haber cometido un error. No al rechazar el ofrecimiento, sino al presuponer lo que ella deseaba en realidad.

Vincent bajó a sus habitaciones para cambiarse de camisa —había llevado dos noches seguidas una blanca— y ponerse una azul, que por cierto quedaba bien con su nueva chaqueta deportiva, y coger el arma. Eran las nueve y media, y Linda actuaba en Bally’s a las diez. Era su debut. Se detuvo a contemplar brevemente la urna colocada encima del tocador: una pobre Iris metida en acero inoxidable, sin diamantes ni todo lo que había venido a buscar a Atlantic City…

Sonó el teléfono. Sería alguien del hotel, para anunciarle con voz fría que el plazo de su invitación había terminado.

Pero era Dixie Davies. Quería que fuese uno de los primeros en enterarse: Frank Cingoro había muerto a tiros una hora antes, en un restaurante italiano de Fairmont Avenue.

—Uno diría que esos tipos podrían haberse acostumbrado a otra clase de comida, ¿no? Parece que fue un individuo costilludo, moreno, de chaqueta de cuero, que entró y salió. Nadie se fijó bien en su cara, pero… ¿a quién te suena? Enviamos un coche a casa de Ricky. Allí no está.

—A esas horas estaba en Brigantine. Con unos ocho testigos.

—Ahí debiera estar yo —gruñó Dixie—. Sentado en casa delante del televisor. Pero no sólo me largan este caso, sino también otro, para cuando acabe las averiguaciones del primero. Una mujer de cierta edad fue encontrada debajo del boardwalk de Kentucky Avenue. Un individuo la pisoteó. Ella parece ser de Harrisburg, de modo que vamos a ver si vino en uno de los autocares de turismo, si pertenecía a un grupo, quién la vio por última vez, etcétera.

Vincent pensaba en Ricky y Frank Cingoro, pero preguntó:

—¿Y qué le pasó a esa mujer?

—El tipo la mató a golpes, seguramente le robó todo cuando llevaba encima, y, por lo visto, la violó, porque le había quitado las bragas.

Ricky y el Ching se borraron de su mente, y de manera espontánea acudió a ella un nombre. Podía tratarse de un simple reflejo, pero el nombre se le había grabado y Vincent lo repitió hasta pronunciarlo en voz alta:

—¡Teddy Magyk!