19

Vincent explicó:

—Es como estar en un hotel de Star Trek. ¿Sabes lo que quiero decir? Todo es tan moderno, que no aciertas a abrir nada, ni a encender la luz.

—¿Y te invitan a una suite? —preguntó Dixie—. ¡No puedo creerlo!

—Les caigo en gracia —contestó Vincent—, o bien desean vigilarme de cerca.

Se hallaba sentado, teléfono en mano, en un extremo del dorado sofá compuesto de varios cuerpos, y se envolvía en una espléndida toalla, gualda también.

Dixie Davies estaba en la cocina de su casa, en Brigantine.

—Todo es verde o dorado.

—El color del dinero. No lo olvides.

—Las paredes blancas indican honestidad. Ignoro lo que significan los cuadros, en cambio. Tengo un bar bien provisto, ¿sabes? Y hasta en el cuarto de baño hay teléfono. Un aparato en cada pieza. En la bañera cabrían cuatro personas, y se baja al agua por unos peldaños.

—Estoy a punto de cenar —dijo Dixie—, ¿Sabes qué tomamos? ¡Pan relleno de carne!

—¡Hum! Me chifla —contestó Vincent.

—Lo creo. Oye —continuó Dixie después de unos segundos—, ¿Y Ricky?

—Esperaba que fuera él, pero estaba en un error.

—Di que tienes un buen motivo para pensar que fue él, y conseguiré una orden de registro. Dame una oportunidad para inspeccionar su casa.

Vincent le contó lo sucedido y comentó:

—¿Crees que huele a esos tipos? ¿Una cosa tan mal montada? Se presenta un tío, dispara a tontas y a locas y echa a correr. Ni siquiera disponía de un chófer… Podrías averiguar si, entre los coches robados, aparece un Monte Cario amarillo que por lo menos tiene cinco años.

—¿El hotel dio parte del tiroteo?

—Nadie oyó nada. Salí a la calle en calzoncillos, con mi pistola, y al volver al hotel vi a un borracho en la acera, que me miraba atontado. ¿Y sabes qué dijo?

—Cualquier cosa. «¡Atlantic City! Las tres de la madrugada… Los de Resorts International, al otro lado de la calle, ya te advirtieron que no lo hicieses… ¡Que no valía la pena! Piensa en tu mujer y en los niños, hombre…»

—No. Lo que dijo fue: «¡Tendrías que guardarte los calzoncillos, porque uno nunca sabe cuándo cambiará la suerte!». Me despedí del hotel y dije que deseaba pagar también los vidrios rotos, pero me contestaron: «¿Qué vidrios? ¡Un centenar de viejas señoras de Miami Beach hubiesen dado cualquier cosa por presenciar la escena!».

—Yo sigo interesado por atrapar a Ricky —declaró Dixie.

—Procura no perderle de vista. Quedamos en vernos mañana, pero no me extrañaría nada que antes fuese en busca de Frank Cingoro. Sabes a quién me refiero, ¿no? Telefonea a Frank y, si no contesta, bien pudiera ser que estuviese tendido en el suelo. Es como esos tipos suelen tratarse entre sí… Y me figuro que Ricky está convencido de tener todos los motivos del mundo. ¿Lo harás?

—Sería como para sacar entradas —contestó Dixie—. ¿Hablas en serio, Vin? ¡Madre mía, lo que sería atrapar a Ricky por haber eliminado al Ching y enviarle a Trenton con el culo por delante! Sólo de pensarlo, me entusiasmo.

—Pero la cosa es —señaló Vincent— que tengo la certeza de que ninguno de esos individuos tiene nada que ver con la muerte de Iris.

—Sí, creo que estás en lo cierto… Por un lado, nada de lo que hagamos le servirá a la chica, pero… por otro… Nunca se sabe, ¿verdad?

—Pueden ocurrir cosas maravillosas, si uno siembra la desconfianza en un jardín de capullos.

—Espera, que quiero apuntarme eso.

—Hablé con Jackie Garbo. Un tío muy chistoso, por cierto… Me imagino que, de crío, debió de recibir muchas tundas y las pasaría negras. Es un hombre que no pisa terreno firme y que hace sus cosas, aparte del casino. Se le ve nervioso, y nada costaría agarrarle por las pelotas. Pero no sabe absolutamente nada, referente a lo de Iris. Estoy convencido de ello. ¡Vaya ciudad, ésta! No os ha de faltar trabajo, aquí.

—Si algún día te interesara pertenecer a la plantilla —dijo Dixie—, creo que podría arreglarlo.

—¡Cómo! ¿Ahora que vivo en un plan tan lujoso, con teléfonos por todas partes? —exclamó Vincent en tono de broma—. ¿Qué hay del resultado de la autopsia?

—Tardarán aún otra semana en decir algo.

—Bueno, tampoco hay prisa.

—Tú querías quejarte y telefonear a Newark…

—Mientras tanto —dijo Vincent—, interroga a Jimmy Dunne con respecto a la entrega de unos bocadillos o no sé qué…

—Del White House, ¿verdad? Ya lo comprobamos —explicó Dixie—, Allí no tienen registro de nada. Volvimos a hablar con Jimmy, y él nos dijo que quizá los hubiera servido otra casa.

—¿Supo describir al chico que llevó el pedido?

—De raza blanca, treinta y tantos años, pelo rubio y chaqueta de cuero. Podría ser cualquiera.

Cuando llegó Linda, Vincent preparó unas bebidas, y luego jugaron los dos en la bañera.

—¿Te das cuenta —señaló él— de que con este sistema podría vivir un mes, como poco? Ir de un hotel a otro, depositando siempre los mismos doce billetes… Cuando se dan cuenta de que no los gastas, te largas y ya está. Recorrer todos los hoteles de la ciudad y, luego ir a Las Vegas.

Linda le escuchaba sonriente.

—Te equivocaste de profesión —dijo—. Tendrías que ser petardista, o quizá lo seas.

—Si tengo tiempo, tal vez juegue.

—Cuando no estés en la bañera.

Salió ella del baño para preparar nuevas bebidas y encender cigarrillos. Vincent la contemplaba… ¿Quién le hubiera dicho que iba a verse en una suite de quinientos dólares diarios, atendido por una hermosa mujer desnuda? La chica no era nada pagada de sí misma, ni hacía demasiado caso de todos los aceites de baño y las lociones alineadas en el tocador de mármol. Era la primera mujer que veía sin marcas de bañador, y su blanca piel la hacía parecer todavía más desnuda y atrayente.

—¿Qué haces? —preguntó—. ¡Vuelve al baño!

—Pronto entro a trabajar —dijo Linda—. Esta noche empiezo en Bally’s… —Extendió los brazos y adoptó postura de artista—. ¡Linda Moon! La nueva estrella de…

—No dudo de que lo seas. Pero no me explicaste nada.

La chica dejó caer los brazos.

—Es lo que ahora hago. Explicártelo. ¿Por qué te sorprendes tanto?

—Pensaba que, caso de conseguirlo, aún sería cosa de un par de semanas.

—Necesitaba conseguirlo, Vincent. No soy persona para estar inactiva.

—Pero precisamente ahora… —dijo él con cierta vacilación—. Quien fuese el tipo de anoche, si descubre que trabajas en Bally’s… No me gusta la idea.

Permanecía junto a la empotrada bañera con las manos en sus redondas y blancas caderas, mirándole.

—Pasé medio día con el director comercial… ¿Dónde pensabas que estaba?

—Sabía que habías ido allí.

A Vincent le costaba alzar la vista y fijarla en la cara de la mujer.

—Bien, pero… ¿realmente te importa?

—¡Linda!

—Conseguí una entrevista con ese hombre, y me prometí no dejar su despacho hasta que me contratara. Y me dejarán tocar lo que yo quiera, Vincent, ¡mi música! Mírame, por favor… ¡Deja ya de mirarme el coño…! Hice una demostración y le gustó… todo lo que a un tipo de ésos puede gustarle realmente algo, pero dijo: «¡Muy bien! ¡Adelante!». Es maravilloso que pueda tocar lo que me apetezca… ¿Me escuchas, Vincent?

—Te escucho, claro.

—Entonces mírame a la cara. ¿Sabes lo que eso significa?

—Lo comprendo.

—Hace tiempo que luchaba por lograr algo así. ¡Bally’s Park Place! Interpretando lo que en cada momento sienta… ¡Y ahora pretendes que me esconda en una habitación de hotel! Si quieres protegerme, Vincent, acompáñame y te sientas entre el público.

—¿A qué hora actúas?

—A las diez.

—De acuerdo. Pero después volveremos aquí.

—A tomar otro baño —agregó Linda.

De pronto sonó el teléfono.

Vincent se reunió con Nancy Donovan en una sala tranquila y oscura, amueblada con grupos de sillones. Ella propuso beber algo, antes de conducirle al casino y enseñárselo con detalle.

Dijo que, si por algún motivo no le agradaba la suite, podía darle otra. O si tenía cualquier otro deseo…

—No, gracias —contestó Vincent—, Me gusta la que ocupo. Verde y oro eran mis colores en la escuela. Y la bañera es una preciosidad… ¡Si casi se puede nadar en ella! Otra cosa que me encanta es la vista. Resulta maravilloso contemplar el mar y la rompiente.

Hablaron del tiempo y de las playas de Nueva Jersey, Florida y Puerto Rico. Nancy era un tipo de mujer muy distinto de Linda. Las dos eran abiertas y miraban a la cara, pero Nancy procedía con cuidado y sin prisa, como si eligiese cada una de sus palabras, mientras que Linda era espontánea y decía lo que sentía. Un poco como Jackie Garbo, pero con clase. Vincent dijo:

—Tuve una interesante charla con míster Garbo. Me parece un hombrecillo obsesionado. Pero con buena información, ¿no?

—Se muere de ganas de que usted crea eso —confesó Nancy.

—Usted no le estima mucho, ¿verdad?

—Verá… ¡Mientras cumpla con su obligación!

Y se encogió de hombros, sin descuidar ni por un momento su postura de aparente abandono. Era siempre la modelo que lucía vestidos costosos y sabía sacarles provecho, fuese una u otra la moda del año. Linda podría servir de modelo para lápices de labios, con su boca entreabierta. Poco antes, había sentido deseos de morderle y arrancarle el labio inferior, pero sin hacerle daño… Eran las dos de una misma estatura, aproximadamente, y delgadas. Sin embargo, Vincent se decía que, desnudas una al lado de la otra, sus cuerpos resultarían distintos. Linda se quitaba el jersey, y debajo aparecían sus perfectos senos de pezones rosados, mientras la cabeza todavía estaba cubierta por la prenda de lana. Estaba convencido de que Nancy, en cambio, usaba sostén, y de que tendría el pecho tan moreno como el resto de su cuerpo. Vincent pensó que nunca había visto un culo bien tostado por el sol. Del mismo modo que Linda era la primera mujer que veía sin unas partes más morenas que otras.

—Está decidiendo a qué va a jugar —dijo entonces Nancy.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Vincent con una sonrisa.

—Apuesto algo a que le atrae el black-jack.

—Acertó.

—¿Querrá jugar con fichas verdes o negras?

—¿Qué cuestan las verdes? ¿Veinte…?

—Veinticinco. Las negras, cien.

—¿Invitarían a alguien que sólo jugara a las máquinas tragaperras?

Teddy paseó por Bally’s, el Claridge y el Sands sin ver a ninguna chica que fuese su tipo. La mujer de sus sueños debía ser de estatura mediana, poco corpulenta, con el pelo teñido o peluca, y jugar a las máquinas tragaperras con un gran recipiente lleno de monedas en una mano, y un vaso encima del mostrador. Un cigarrillo colgando de una de las comisuras de la boca era buena señal, y si además tenía la voz ronca, era sin duda la mujer que buscaba. A eso de las ocho, los casinos se llenaban de ansiosos gastadores, y durante largas horas serían el centro de incesantes centelleos y sonidos de timbres. Teddy creyó que había agentes de seguridad, con sus placas indicando el nombre y sus walkie— talkies en la mano, para controlarle. En realidad no era así, pero él se lo imaginaba. Lo mismo le sucedía al conducir: veía a un guindilla, y ya se ponía nervioso. La noche anterior sí que había tenido motivo para asustarse. ¡Mira que abrírsele de aquella manera la puerta de la habitación del hotel! Así sin esperarlo, cualquiera se hubiera cagado de miedo. El plan era bueno… Sólo que el maldito policía se habría levantado para orinar, y en aquel momento oyó girar el pomo. De cualquier forma, la puerta estaba cerrada con dos vueltas de llave y un pestillo, con lo que tampoco hubiese podido entrar… Ahora había elaborado otro plan. Seguir al polizonte, que llevaba un Datsun, detenerse a su lado junto al semáforo y dejar que ese Mora le echara una mirada y se quedase boquiabierto… Él no agitaría la mano ni diría «hola», sino que se mostraría totalmente frío. Eso sí: cerciorándose de que había sido visto y reconocido. Saldría luego disparado, dejando que el policía le siguiera. Le haría ir por el bulevar Longport y pasar el puente John F. Kennedy para meterse en los marjales y, de pronto, se apartaría de la carretera. Mora se acercaría a su coche para mirar por la ventanilla, muy de cerca. Y, entonces, ¡pum, pum, pum! Sí; lo haría cuando tuviese algún dinero. Pero ¡mierda!, no tenía ni para poner gasolina al coche.

Teddy abandonó el Sands y se encaminó al Spade’s Boardwalk, que constituía la siguiente estación en su busca de la vieja ideal.

Nancy le tomó del brazo y le condujo a través del vestíbulo en dirección a los ya familiares ascensores dorados. Vincent dijo:

—Creía que iba a enseñarme el casino.

—Y así es, pero quiero que lo vea como muy pocas personas pueden hacerlo.

Recorrieron el pasillo hasta llegar al departamento de vigilancia. Allí, Vincent vio la batería de monitores. Veinte imágenes a la vez: caras inexpresivas, auténticamente de póquer, esperando el turno de su carta; jugadores embobados ante las máquinas tragaperras; los más audaces, ante las de dólar… Sólo los que jugaban a los dados parecían divertidos.

—Podría pasar aquí la mar de rato —comentó Vincent.

—Pues aún no ha visto nada —dijo Nancy.

Le presentó a Francés Mullen, que apartó brevemente los ojos de una pantalla para excusarse:

—Ahora mismo les atiendo.

—Francés vigila la cámara de recuento —explicó Nancy, a la vez que señalaba los buzones recogidos de las mesas al final de cada turno, que eran vaciados por unos hombres que vestían monos sin bolsillos, para contar el dinero antes de trasladarlo a la caja general.

Cuando Francés terminó, dijo:

—¡Caramba! Veo una cara familiar… Usted jugaba al black-jack la otra noche, ¿no?

Vincent vio cambiar su expresión cuando la mujer echó una rápida mirada a Nancy, situada detrás de él.

—Gané cuatrocientos setenta pavos —comentó Vincent, imaginándose a sí mismo en una de las pantallas—. ¡Y juro que no hice trampa!

Estaba convencido de que Nancy tenía una foto de él.

—De haberlo intentado, aquí ya lo sabrían —contestó ella—. Aunque el croupier o el jefe no lo viesen, a Francés no se le escapa nada. Venga, que quiero enseñarle otra cosa.

Vincent siguió a Nancy por el corredor y a través de una puerta que conducía a una escalera metálica, una escala de barco, al fondo de la cual había un espacio oscuro, comparable a la armadura de un tejado; con la única diferencia de que allí se podía estar de pie y seguir una pasarela con barandillas, mirando hacia abajo desde ambos lados por un cristal ahumado por una cara, y al fondo se veían las salas de juego: las mesas, las máquinas tragaperras y la masa de jugadores y curiosos. Todo ello, a menos de tres metros de distancia.

—El Ojo del Cielo —dijo Nancy.

Teddy había leído en alguna parte que, en Spade’s, había más de mil seiscientas máquinas. No deseaba contarlas, aunque eso no habría sido imposible. Sólo era cuestión de recorrer las hileras y, de paso, buscar a la mujer de sus sueños. ¡Pero, señor, qué ruido hacían las máquinas tragadólares cada vez que una moneda caía en la bandeja! A él le gustaba más el tintineo de las piezas de veinticinco centavos; era un sonido más real, más familiar. También había máquinas para monedas de medio dólar, más pesadas pero igualmente ruidosas.

De vez en cuando, se detenía a jugar veinticinco centavos. Ganó cuatro pavos, los perdió, ganó cinco, avanzó con su pocillo de papel verde y, de pronto, ¡hombre, si delante tenía una mujer que jugaba en dos máquinas a la vez y había marcado su territorio con un vaso de whisky, dos pocillos de monedas y su bolso! La miró y comprobó que no hacía ningún movimiento inútil. Introducía una moneda, le daba a la manivela y se dedicaba a la otra máquina mientras la primera trabajaba. Si el dinero obtenido era poco, apenas se permitía una pausa para mirarlo. Metía piezas de medio dólar en los aparatos como si estuviera trabajando en una cadena de montaje. De cuando en cuando se permitía fumar un cigarrillo, pero eso era todo. «Esa mujer me interesa», pensó. Andaba alrededor de los sesenta, y sus cabellos, teñidos con alheña, hacían juego con el traje pantalón de punto gris y la blusa rosa.

Los cristales de sus gafas lanzaron destellos cuando miró a otra mujer, voluminosa y pesada, que se había parado junto a ella, y le decía:

—Oye, Marie… Vamos al Delikatessen de enfrente para tomar algo.

Marie encendió un nuevo pitillo, arrojó una voluta de humo a la cara de la amiga y contestó:

—Adelantaos vosotros.

«¡Vaya personita independiente —pensó Teddy—, ¡Hazla ganar, Dios! Bien que se lo merece.»

Apoyado con ambas manos en la barandilla metálica, Vincent, observaba, a través del cristal, que formaba ángulo, una mesa de black-jack en la que dos hombres y una mujer jugaban con fichas verdes. Veía perfectamente sus cartas.

—¡Queda esto tan cerca de todo! —exclamó.

—Sin embargo, desde abajo no se nota nada —señaló Nancy—, Formamos parte de esa decoración tan centelleante. A nadie se le ocurre mirar hacia arriba, además.

—¿Cubre el piso entero?

La mujer asintió, mostrando la longitud de aquella especie de pasarela.

—Llega hasta el extremo, da la vuelta al otro lado de la planta y retorna hasta aquí.

—¿Tienen personal que vigila desde este escondrijo?

—En ocasiones. Por ejemplo, cuando a través de un monitor se ha visto algo. Un jugador que se esconde una ficha detrás de la corbata, o la maniobra sospechosa de alguien que, digamos, intenta doblar su apuesta cuando el otro enseña sus cartas… En este momento estamos completamente solos —agregó Nancy, aproximándose tanto a él, que sus brazos se rozaron.

También ella miró abajo, y de paso dejó que Vincent la contemplara y sintiera su contacto y respirase su perfume, más penetrante que el de Linda; más caro.

Linda habría dicho: «Estamos solos», mirándole al estilo de las vampiresas o poniendo, incluso, los ojos medio en blanco, al tiempo que se la cogía con la mano. Y él, por su parte, habría saltado sobre ella.

Pero las dos maneras podían dar resultado. El método de Nancy era más sofisticado y, por lo visto, surtía efecto, ya que él sentía la imperiosa necesidad de dar el siguiente paso. No obstante, no hacían más que juguetear y flirtear un poco. Y eso nada tenía que ver con Linda, salvo que Linda asomaba una y otra vez a su mente y él necesitaba decirle, en su interior: «¿Qué hago? ¡No hago nada, muchacha…!».

El hecho de haber sido educado como un buen chico le hacía sentirse culpable, de repente, y estropeaba sus posibilidades. ¡Qué diantre! Linda era una amiga, y su vida, la música…

Nancy dijo:

—En alguna parte, ahí abajo, está Tommy. Con otro de nuestros buenos clientes.

Y le dio un ligero toque con el codo.

—Todavía no hablé con él.

—¿Sigue interesado en verle? —preguntó ella con voz muy queda.

Desde abajo llegaba una tenue mezcla de sonidos, semejante al zumbido de las abejas.

—No importa, en realidad. De cualquier forma, no creo que sepa nada referente a la muerte de Iris.

—Es usted muy considerado —dijo Nancy—, Tommy sabe muy poco de lo que ocurre por aquí.

Vincent guardó un discreto silencio.

—Casi siempre está bebido.

Nancy le daba ánimos, de este modo, para hacer el movimiento siguiente. La cosa no iba mal.

—Siempre creí tener vista para las personas, pero con Tommy me equivoqué de lleno. Me casé con él por un impulso…, no sé…, y lo hice demasiado aprisa…

Lo que decía ella, era: «¡Anda, vente conmigo! ¿A qué esperas?».

—Hablamos de negocios, pero hace meses que no… Bien; no importa.

«¿Qué es lo que hace meses que no…?», pensó Vincent.

Y Nancy respondería sin duda: «Que no dormimos juntos».

Los ojos de la mujer le invitaban. Y él no tenía nada que oponer. El silencio que les rodeaba, el ambiente, el instinto… Vincent, con delicadeza, volvió hacia él la cara de Nancy; sus bocas se encontraron, sintió su lengua y… debajo de ellos sonaron timbres, de súbito, como si se hubiera disparado una alarma de incendios. Con los rostros todavía juntos, y sonriéndole con sus bellos ojos castaños, dijo ella:

¡Jackpot!

Entonces fue Vincent el que sonrió. ¿Por qué no, al fin y al cabo? Y cerró los ojos, igual que ella, entregándose a aquellos labios entreabiertos.

Marie había dejado de activar sus dos máquinas al sonar el timbre y empezar a brotar las monedas de cincuenta centavos, y aunque éstas dejaron de caer durante unos segundos, volvieron a salir luego a chorro, algunas yendo a parar al suelo, donde ya había bastantes.

Teddy tomó un pocillo vacío y se agachó para ayudar a la mujer a recogerlas. Luego colocó el recipiente junto a su bolso, diciendo:

—¡Ey, acaba de ganar cuatrocientos dólares! No está mal. Yo también conseguí doscientos pavos, en Sands. Suerte, ¿no?

Marie alzó las cejas, satisfecha de sí misma, y le miró a través de sus gafas ahumadas, de montura gris con lentejuelas.

—Los demás se fueron a cenar. Yo les dije que, si uno espera ganar, tiene que jugar.

—Es la verdad —señaló Teddy—, y usted sabe manejar las máquinas, por lo que pude ver.

Marie volvió a dedicar la atención a sus ganancias, pero poco después miró al desconocido por encima del hombro.

—Oí decir que vale la pena insistir, porque siempre hay dinero dentro.

—Exactamente —respondió Teddy—. ¿Oyó hablar de frecuencia modulada? Pues bien: los jackpots están regulados de forma que suelten monedas a determinados intervalos, cuando hay mucha gente alrededor.

Marie confesó no estar enterada de eso. Teddy consultó su reloj.

—Mire…, dentro de unos veinticinco minutos pienso ir de nuevo a Sands, donde, sin duda, alguna máquina arrojará monedas de medio dólar. Las vigilo todo el día. Vivo aquí cerca.

—¿No me estará tomando el pelo? —dijo Marie.

—No me cree, ¿verdad? Llevo estudiando las máquinas tragaperras desde que inauguraron Resorts, el primer casino. Ni siquiera necesito trabajar. ¿Ve esto? —agregó, sacando de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos—. Llevo ya ganados mil novecientos setenta y ocho pavos con ella.

—¿Habla en serio? —preguntó Marie.

—Tengo esta monedita desde haces seis años. Nunca perdí, con ella. La sostengo encima de la ranura, y sé cuándo va a salir dinero y cuándo no.

—¡Y usted espera que me trague eso!

—Yo me voy a Sands. ¿Me acompaña?

—No lo sé… Sands es el siguiente, calle arriba… ¿No es así?

—Tardaremos quince minutos.

—Primero he de ordenar mis ganancias.

—¡Dese prisa, pues!

Debía actuar como si fuera hijo suyo. Si la mujer tenía hijos, le parecería natural que él se mostrara gruñón. Y acertaba: Marie tenía tres hijos varones, ya crecidos. Había llegado en autobús, procedente de Harrisburg, donde trabajaba de cajera en un supermercado. A las nueve debía tomar el coche de regreso. Una vez en el Boardwalk, Teddy le dijo que tenía el tiempo justo para ganar otro pocillo lleno. ¿No había quedado una noche preciosa, después de tanta lluvia? Explicó, también, que de chiquillo solía ir con sus amigos por debajo del Boardwalk y mirar a las engalanadas chicas a través de las rendijas. Lo llamaban «ver las estrellas».

—Me parece que era bastante diablillo, ¿verdad? —dijo Marie.

Teddy señaló al cielo.

—¡Mire cuántas estrellas hay ahora!

Marie obedeció.

—¡Ay, Dios mío…! —exclamó Teddy—. ¡Se me ha caído la moneda de la suerte!

Enseguida se puso de rodillas, apoyándose además en las manos, para escudriñar entre las rendijas.

Marie se inclinó también.

—¿La ve?

—Cayó abajo. ¡Necesito encontrarla! Estoy seguro de que está aquí mismo, debajo del tablado —dijo con cara de preocupación—. ¿Tiene usted un encendedor?

—Sí, pero…

—Venga conmigo. Sé que podemos encontrar mi moneda…