DELEON Johnson, el Moose, asentía sin cesar.
—Hum, hmmmm, hum, sí…
Y venga mover la cabeza en sentido afirmativo mientras Jackie Garbo —gordo, bajo y de pelo rizado— paseaba de un lado a otro por delante de su escritorio, haciendo su defensa.
—¿Qué demonios me ocurre? Siempre lo hice todo con el máximo cuidado, ¿no? ¡Dime si no es verdad! No salgo de la cama, por la mañana, sin saber lo que voy a hacer durante el día. Lo tengo anotado al lado. Al abrir los ojos ya sé a quién tendré que besarle el culo, y qué aspecto tiene. Conozco la línea de crédito de cada tío, dólar a dólar, y qué marca de whisky prefiere. Sé si quiere que le proporcione a una de las girls o le apetece otra bien tetuda. Conozco sus gustos. Tú vienes a buscarme, yo salgo de casa, y ¿qué llevo en la mano? ¡La maldita nota! Dime si no me ocupo bien de todo… Desde jovencito no hice otra cosa. Aunque no tuviera manos sabría hacerlo, ¡incluso con los ojos cerrados! En nuestro primer año llegamos, en bruto, a los doscientos cincuenta millones, ¡lo garantizo! La cantidad más elevada conseguida por un casino de esta ciudad, con excepción de un Resorts y, quizá, del Nugget. ¡Y esa mema se figura que, cuando bebo, ya no sé por dónde voy! «¿Es un martini?», pregunta. ¡No, cuerno; es gaseosa con una aceituna dentro! Estuve veinticinco años en Las Vegas, ¿no? Creo que fue Johnny Carson, buen amigo mío, quien dijo: «¿Conduces en Las Vegas? ¡Es horrible! ¡Algo increíble! Sacas la mano para girar hacia un lado, y alguien te arranca el martini para bebérselo». Podría contarle muchas cosas a esa engreída. Parece broma, ¿no? ¡Pero así es Las Vegas! Ella no lo comprende. Y Tommy… ¡Ése no distingue lo blanco de lo negro! Se pone a hablar y emplea las palabras que sé le antojan, sin saber nada de nada, y por eso mete la pata. Ella le deja hacer. De cualquier forma, está trompa la mitad del tiempo… No entiendo cómo llegó adonde está. ¿Sabes lo que es? ¡Pues un puerco comerciante que tuvo la suerte de estar en el punto justo en el momento justo! No es un tipo que se te meta en el corazón. ¿A que no? A mí me convenció, sin embargo. «¡Joder! —me dije yo—. ¡Este Tommy es todo un tío!» También la encandiló a ella. Pero ahora, Dios, Nancy se da cuenta de que él no vale ni la mitad que ella. ¿Para qué necesita a ese gilipollas? Así pues, le pasa por las pelotas todo aquello donde pone la mano…
DeLeon asintió y dijo:
—Es cierto, sí…
—Y yo, que tan cerca estoy del dichoso Tommy, podría perder las mías en la misma barrida. ¿Y para qué? ¿Necesito vivir envuelto en tanta mierda?
—Usted es el alma de todo el negocio —indicó DeLeon—, Sin usted, sólo tienen un hotel y varios restaurantes.
—Estamos metidos en…
DeLeon, sentado en el sofá, volvió rápidamente la vista hacia Rosemary, la secretaria de Jackie, atractiva pelirroja que aguardaba en el umbral de la puerta.
—Estamos tomando un bocadillo… Le explico todos los problemas que caen sobre mis espaldas… Lo de esos tipos que nos traen a sus compinches con la pretensión de que les invitemos también, cuando a veces ni siquiera nos salen las cuentas. A lo mejor, el director pasa por aquí para decirme que Tommy ha advertido que los salamis colgados detrás del mostrador están arrugados. Y que habla en serio. Pero que él contesta: «Lo siento, míster Donovan, pero son viejos…». Uno quiere avisar a Donovan de lo que puede causarle un disgusto serio, y el muy memo se preocupa por los embutidos… ¿Hay algo especial, Rosemary?
DeLeon alzó la mano e hizo una señal a la secretaria.
—Hay un señor en el vestíbulo, míster Mora —anunció Rosemary—. ¿Desea verle?
Jackie miró a DeLeon.
—¿Qué te decía? ¡Ya me lo sueltan a mí! —Y de cara a la joven, agregó—: ¡Le recibiré, sí! Como, de todas maneras, no tengo nada que hacer… Tráigale. Quizá le apetezca tomar algo.
DeLeon esperó. La secretaria se alejó, y él preguntó entonces:
—¿Me necesita aquí, o donde pueda alcanzarme?
—Quiero verle a solas —contestó Jackie—, Si toco el timbre, vienes enseguida. Y si te hago un gesto con la cabeza, no te andes con miramientos. ¿Entendido? Eso significará que le quiero fuera de aquí.
Se dieron la mano.
—¿Míster Garbo?
—Míster Mora, ¿no?
De pie, uno frente al otro con la mesa entre ambos… Vincent llevaba colgada del hombro la bolsa de lona azul.
—¿Quiere tomar algo?
—No, gracias.
—Siéntese, por favor. ¿En qué puedo servirle?
Muy cortés, hasta ese momento.
Vincent se acomodó, dejando la bolsa junto a su sillón.
—Vengo a hablar de Iris Ruiz —dijo.
Jackie se arrellanó en su sillón de cuero.
—Podríamos —repuso Jackie—. Excepto que no sé por qué debo decir ni media jodida palabra, sentado aquí, en Atlantic City, a un policía que está a mil doscientas millas de su jurisdicción, que por cierto es Miami Beach… —Y esbozó una sonrisita—. Después de veinticinco años de observar jugadores de cara pétrea, me basta la menor contracción, un parpadeo, para ver cuándo cojo de sorpresa a alguien. Bien. Hemos llegado hasta aquí… Usted es de la pasma, según tengo entendido. Al menos, dice serlo, y era amigo de Iris, o la conocía. Pues ahora yo le digo que me la trae floja quién sea usted o lo que pueda pretender. Sin embargo, me lo figuro perfectamente… ¿Qué más?
A Vincent le hizo cierta gracia la forma directa en que el hombre le hablaba. Aquel tipo grueso con una sortija en el dedo meñique y rodeado por todas partes de fotos de artistas… Un tipo que se esforzaba en parecer duro y, probablemente, era hipocondríaco… El policía se fijó en que sus zapatos de cocodrilo tenían el tacón bastante alto. Era un hombre al que gustaba hacer suposiciones, sin duda, y que era amigo de hablar. Muy bien; porque a Vincent le gustaba escuchar. Mora había conocido ya a varios Garbos en Miami Beach. Resultaban originales. Si uno actuaba con cierta ingenuidad, desempeñaban enseguida el papel deseado.
Por eso dijo:
—Creo que usted estuvo con Iris la noche anterior.
—¿La noche anterior a qué?
—A su muerte. También había un tipo llamado… —Vincent sacó de su chaqueta un papel, que desdobló—, llamado Benavides. ¿No es eso?
—¿Usted viene a preguntarme o a informarme de unos hechos?
—Parece decir Benavides, en efecto. De cualquier forma, ese hombre también se encontraba allí. Tengo entendido, además, que se alojaba en este hotel.
—¿No está seguro? —Jackie se inclinó hacia adelante y fue a coger el teléfono—. ¿Quiere que lo comprobemos? ¿Qué coño busca, hombre?
—Ayer mismo, usted le acompañó en avión a Miami. Desde allí, él salió hacia Bogotá en el vuelo 7 de Avianca.
—¡Un momento! —exclamó Jackie—. ¿Pertenece usted al Departamento de Drogas?
Vincent meneó la cabeza.
—Conozco a varios de los agentes, sin embargo… —Y agregó—: Asimismo estaba presente DeLeon Johnson, que antes jugaba con los Miami Dolphins.
—Y sigue con la misma agresividad, cuando hace falta… ¿Quiere que se lo presente?
—Me dijeron que trabaja para usted…
—Es mi guardaespaldas y hará todo lo que yo le mande. ¿Qué más vino a averiguar? ¡Veamos adonde piensa ir a parar con su plan!
—¿Conoce usted a LaDonna Padgett?
—¡Sí! Es una amiga muy querida.
—¿Y qué hay de Frank Cingoro? ¿También es amigo suyo?
Jackie no contestó. Sus párpados parecieron más pesados, al mirar a Vincent. Poco a poco separó las manos de la mesa para apoyarlas en su regazo.
—¿No hay comentario con respecto a Frank Cingoro? —insistió el policía—. ¿Y con respecto a Ricky Catalina? ¿Es Ricky otro amigo, o simplemente uno de los gilipollas con los que usted anda asociado?
—Tal vez me informasen mal —dijo Jackie—. Usted pertenece a la policía de Miami…
—¿Usted me pregunta o… me informa? —devolvió Vincent las anteriores palabras de Jackie, y tras unos instantes sonrió.
Lo mismo hizo Jackie.
—No está aquí en misión oficial…
—¿Quiere saber si me «prestaron» a la policía de aquí? Pues no —dijo Vincent, sacudiendo la cabeza—. Eso sólo ocurre en raras ocasiones.
—De modo que actúa por su cuenta, ¿eh?
—Podríamos llamarlo así.
—Bien, bien… Usted viene a Atlantic City, es policía y conoce todos los sistemas. Supongo que no me equivoco. En su tierra tiene un coche y una embarcación, aparte de una bonita casa. Pero le resulta cargoso enviar a los chicos a un colegio bueno. ¡Claro, con la paga de un policía…!
Vincent se encogió de hombros.
—Es curioso prosiguió Jackie. La primera vez que le vi, pensé que era un especialista en narcóticos, dada su barba y ese chubasquero tan cochambroso que llevaba. Ahora, en cambio, está muy presentable. Ya no le relacionaría para nada con la droga. Más bien parece un croupier, o incluso un profesor de matemáticas de Minneapolis. A mí me vienen de todas partes… Tipos convencidos de que van a hacer fortuna con el juego. Trampistas, maniobreros, dispuestos a cualquier cuento, que a veces hasta intentan hacer tratos conmigo. Algo parecido, en cierto aspecto, a lo que ahora intenta usted, amigo. ¿Todavía no tiene bastante con todo el tráfico de drogas que hay en Miami? ¿Necesita meterme a mí en líos, hombre de Dios?
Jackie apoyó el codo en su escritorio, alzó una mano flojucha, en la que relucía el diamante, y señaló a Vincent con un dedo.
—Déjeme ver si puedo establecer contacto. ¿Conforme? ¿Dispone de tiempo? ¿No le aparto de otras cosas importantes que deba hacer?
—Continúe —dijo Vincent.
—Usted conoce a mistress Donovan.
—La vi una vez, sí.
—Procure quedar con ella. A lo mejor tiene suerte y se encuentra con que ese día olvidó atarse las rodillas. La vio en San Juan, ¿no? Veo que la historia nos llevó al soleado Puerto Rico…
Vincent hizo un gesto afirmativo. La cosa iba bien.
—Usted estaba allí con permiso de convalecencia. Un tipo le disparó en la calle.
La cosa avanzaba más aprisa de lo previsto.
—¿Cómo lo sabe?
—Probablemente, también sé lo que tomó para desayunarse. Un par de cervezas. Hace rato que le veía venir… Pero volvamos a San Juan. Debe de tener allí unos cuantos amigos aguilitas, ¿eh? No es que los policías portorriqueños sean precisamente unos artistas… ¿Intercambian noticias entre ustedes? ¿Cómo lo hacen, aparte de su trabajo? ¿Reservan sitio en Spade’s Isla Verde, quizá?, ¿organizan una convención y hacen acudir a policías de todas partes? Bueno, supongamos que la «poli» de aquí notificó a la de Puerto Rico lo de la pequeña Iris… El vuelo que hizo desde un decimoctavo piso a la calle. ¡Cielo santo! Buscan parientes próximos de la chica y le cuentan a usted el caso, y usted se dice: «¡Joder, alguien se ha pasado!». Porque, sin duda, usted estaba enterado de la clase de trabajo que hacía Iris… ¿Qué tal le resulta la entrevista por ahora?
—No va mal.
—¡«No va mal», y una mierda…! Así es, exactamente, cómo usted se vio metido en el asunto. Le pusieron en contacto con algunos portorriqueños de aquí, gente que conoce Atlantic City y sabe cómo funciona la cosa, y lo que sucede aquí durante la noche… Le proporcionaron diversos nombres de tipos poco recomendables. Y tiene suerte, ¡maldita sea!, porque encuentra a Benavides haraganeando por la ciudad y, a través de Miami, averigua quién es. Le informan sobre su vuelo de regreso, le leen su ficha… Con el apoyo de sus colegas, usted hace sus suposiciones y luego viene corriendo a mi despacho, para ver qué saca de la entrevista.
Vincent hizo un gesto de afirmación, después de escucharle. Se sentía divertido y sorprendido. ¡Un hombre como Jackie, hablando de suposiciones!
—¿A qué conclusión llegó, pues?
—Usted estaba en el apartamento —dijo Vincent—. Con Iris.
—¿Cuándo? ¡Dígame exactamente cuándo!
—La noche antes de que la mataran.
—¿La noche antes? —repitió Jackie, ceñudo—. ¡Eso sí que no lo entiendo!
—Usted estaba allí, y también los demás.
—Bueno, pero… ¿qué importancia tiene eso? ¡Tanto da que fuese la noche antes, como un año antes! ¿Dónde está la diferencia? Y aunque realmente hubiese una conexión, ¿a quién le va ni le viene que nosotros nos encontrásemos allí?
Vincent no contestó.
—A usted le interesa descubrir quién estuvo con la chica la noche de su muerte, para que cargue con las consecuencias, ¿no?
—¿Quién cree usted que pudo ser?
Jackie tardó unos segundos en responder.
—Todo eso me parece un cuento. ¿Qué hacen ustedes allí abajo, en Miami? ¿Irrumpir en donde se juega al bingo? ¿Lleva mucho tiempo en esto, o qué? Luego viene aquí, dispuesto a desmontarme, y de pronto le interesa mi parecer. Como mi querida amiga Joan Rivers cuando dice: «¿Podemos hablar?». ¡Pronto sabrá con quién trata! Si empieza a joderme con alguno de los tipos de su lista, ¡está apañado, amigo! Ya puede despedirse de su propio culo. Conmigo, de momento, la cosa no ha de salirle bien. Fíjese ahora, porque aquí hay arte de magia…
Aquel hombre parecía más pequeño que nunca, con los redondos hombros encogidos detrás de su gran mesa y la pléyade de estrellas sonriéndole desde las paredes.
—Me froto las pelotas y pronuncio estas palabras: «Abracadabra, ¡que entre Jabara!». ¿Y quién aparece? —dijo Jackie, mirando hacia la puerta de su despacho—. ¡Caramba, nada menos que Moosleh Hajim en persona! ¡El hombre al que todas sus fans llaman simplemente «Moose»!
Vincent se volvió en su sillón, dispuesto a levantarse. Reconoció a DeLeon Johnson por haberle visto en los periódicos, en diversas entrevistas de televisión, y se encontró con que se le acercaba una sonrisa, un Moose mucho más voluminoso al natural y que, con su elegante traje de color claro, parecía medir más de dos metros. Vincent, de pie, se disponía a darle la mano. Vio la inalterable sonrisa y vio, también, el brazo que avanzaba hacia él. Tuvo tiempo de volver la cabeza, pero eso fue todo. No estaba preparado para un ataque tan súbito. El poderoso brazo chocó contra él, y Vincent vio luces rosadas que danzaban a su alrededor, cayendo por encima del sillón para aterrizar sobre sus manos y rodillas, desconcertado y con la cabeza llena de zumbidos. Oyó decir a Jackie:
—¡Sácale de aquí! ¡Llévate también su bolsa! Y échale a la calle.
Vincent se sintió levantado y sostenido en volandas. A los pocos momentos ya estuvo en condiciones de caminar. Pasaron por la antesala, hacia el vestíbulo, en dirección a la serie de ascensores dorados que había junto a la recepción. El Moose llevaba en una mano la bolsa de lona, y con la otra mantenía agarrado a Vincent.
Mientras esperaban uno de los ascensores, el policía dijo:
—Celebro no ser jefe de nadie… Esto es casi lo que se llama ser echado a patadas, ¿no?
Abría y cerraba los ojos tratando de fijarse en el bajorrelieve de la puerta: un sol dorado, con una cara en medio.
—Lo ignoro. Nunca me echaron de ninguna parte —contestó DeLeon.
—Cinco veces, y solo, contra Eric Hipple, de los Lions… Asistí al partido.
DeLeon volvió la cabeza sin mover el cuerpo, mirando a Vincent por encima del hombro, pero no dijo ni palabra. Se abrió una puerta dorada. DeLeon le echó una segunda mirada cuando entraron en el ascensor, y Vincent señaló:
—En aquella ocasión podría haber conseguido quince yardas, pero no le dejaron. Usted lo sabe mejor que yo, ¿no?
Luego, cuando bajaban en el ascensor, Vincent preguntó a DeLeon por su rodilla.
—Bastante bien —respondió DeLeon—, pero no puedo golpear.
—¡Ya! —dijo Vincent.
Durante su carrera en el NFL como extremo defensa de los Miami Dolphins, hubo algunos tipos a los que DeLeon Johnson ayudó a levantarse, después de largarles un puntapié, y otros a los que dejó tendidos encima del césped. Algunos de aquellos a los que ayudó, le miraron con ojos tristes al verse de nuevo en pie, mientras que otros meneaban la cabeza como si quisieran decir: «¿Y por qué mierda me recoges ahora?». También hubo quien le preguntó con cara muy seria, por qué no se había quedado en África para jugar con leones de verdad. Ese hombre, Vincent Mora, era uno de ellos. En el ascensor dijo que nunca se había perdido un partido de los Dolphins en Miami. No parecía haberle afectado mucho el trato recibido. Por fin, al cruzar el vestíbulo de abajo, Vincent dijo:
—Lo que yo proyectaba, en realidad, era alojarme aquí. Pero no tuve ocasión de decirlo.
—¿En este hotel, quiere decir?
—Sí, para jugar un poco.
En aquel momento, DeLeon vio a mistress Donovan. Salía de una tienda de objetos de regalo y se detenía a hablar con un agente de seguridad que llevaba un walkie en la mano.
—Consiguió pasta, ¿eh? ¿Cuánto?, ¿veinticinco dólares? —preguntó DeLeon.
—Devuélvame la bolsa —dijo Vincent.
—¿Guarda en ella todo lo que piensa gastar?
—Vamos allá —contestó Vincent, a la vez que se dirigía al mostrador del conserje, donde en aquel momento no había nadie.
En el mismo instante se acercaba mistréss Donovan, y DeLeon se dijo que no era por casualidad. El recepcionista había llamado a su teléfono cuando ellos dos se disponían a bajar en ascensor y, a la vez, ponía sobre aviso al agente de seguridad del vestíbulo. La red funcionaba. DeLeon pensó que a aquella mujer nada podía pasarle inadvertido.
Sentíase él testigo de ello, pero entonces tuvo la gran sorpresa. No porque ella dijera:
—¿Puedo ser de utilidad?
No; no por eso. Sino porque Vincent contestó con una amplia sonrisa y saludó a mistress Donovan con estas palabras:
—¡Caramba! ¿Cómo está usted? ¡Me alegro de verla de nuevo!
Y lo decía de veras. Aquellos dos no sólo se conocían de vista. Entre ellos parecía existir algo más.
—Estuve buscándola —añadió Vincent—. Ayer fui a su casa.
—¡Sí, me lo dijo Dominga! Sentí mucho no haber estado allí. ¡Oh, y cuánto lamento la desgracia de su amiga Iris! ¡Qué horror! Tommy y yo hablamos varías veces con la policía, pero lo cierto es que parece muy despistada.
—Yo también hablé con la policía —dijo Vincent.
—¿De veras?
En la voz de la mujer hubo una leve vacilación, como si temiera que Vincent saliese con alguna sorpresa. DeLeon se dio cuenta enseguida. Y observó que ella experimentaba algo de alivio cuando el hombre aseguraba:
—Están trabajando en eso.
—¡Qué pena, una chica tan joven!
Aquella mujer, atractiva y con estilo, podía resultar simpática. Era capaz, sin duda alguna, de meterle el miedo en el cuerpo a Jackie, de castrar a su marido, y al mismo tiempo había momentos de una gran dulzura en ella, como entonces, cuando sus grandes ojos miraban a Vincent.
—¡Me alegra volver a verle! —dijo—. ¿Dónde se aloja?
—Pensaba hacerlo aquí…
—Nosotros estaríamos encantados.
—Pues… ¡no sé si lo estarían tanto!
DeLeon vio que el hombre le echaba una mirada, a punto de descargar sobre él, y en su rostro creyó descubrir el sarcasmo, los deseos de vengarse y decir cómo acababa de ser tratado. Sin embargo, Vincent se limitó a decir:
—Fui invitado a abandonar el establecimiento.
DeLeon se preparó cuando mistress Donovan clavó en él unos serios ojos de mujer de negocios, de ejecutiva.
—¿Qué problema hay?
—Me ordenaron acompañar hasta la calle a este caballero. Pero ahora acaba de explicarme el motivo de su venida… Quería entrar en tratos con el casino.
La mujer se mostraba paciente, un poco fría, y con un gesto regio se apartó de la cara los hermosos y rubios cabellos.
—¿Quién invitó a marcharse a míster Mora?
—Míster Garbo. Ahora mismo.
Vincent le sorprendió al decir:
—Alguien tuvo que avisar de mi llegada a míster Garbo.
Sus palabras iban acompañadas de una pequeña sonrisa, como si le interesara ver la reacción de ella. «Un gato astuto», pensó DeLeon, y descubrió que ese Mora empezaba a gustarle.
Mistress Donovan no cambió de expresión. Sólo que, en su frente, se formó una pequeña e inocente arruga de extrañeza, como si se preguntara cómo podía ser tal cosa…
—Me figuro que míster Garbo tiene una idea equivocada de mí —dijo Vincent.
«Te juzgó mal —pensó DeLeon—. ¡Eso es lo que hizo ese imbécil de Jackie!»
—Bien —habló entonces mistress Donovan—. No se preocupe por lo que dijese míster Garbo. Yo iré a verle.
«Lo que significa —se dijo DeLeon, con una sonrisita— que le vas a cortar su cabeza rizada.»
—Y ahora —continuó la mujer— le inscribiremos. ¿Conforme? Me ocuparé enseguida de que le concedan una línea de crédito. Estoy segura de que se puede arreglar.
Vincent retiró la bolsa azul del mostrador y respondió:
—No necesito créditos. Traje suficiente dinero conmigo. ¡Aquí está!
—¡Oh! —exclamó mistress Donovan, y con un gesto de afirmación agregó—: ¡Magnífico! ¿Qué cantidad desea depositar?
La perfecta dama, esposa del propietario del local… Educada y fina.
Vincent sostuvo la bolsa delante de él, miró dentro y alzó la vista.
—Unos doce mil.
No importaba, aunque era curioso que llevase tanto dinero encima. Bien. El hombre demostraba tener clase. Y supo aguardar el momento, al decir con sencillez:
—¿Debo pagar por la habitación, o puedo considerarme invitado?
Perfecto.
Y tendió la mano a mistress Donovan. Con finura, sin guiños.
La mujer contestó:
—Por doce mil dólares no le corresponde una simple habitación, míster Mora, sino una suite.
Intervino entonces DeLeon:
—¡Permítame llevar su bolsa, amigo!