17

Al TORCER hacia Atlantic Avenue, Vincent dijo:

—Me ha tocado seguir a muchos coches, por mi profesión, pero nunca un coche me había perseguido a mí, que yo sepa…

Y echó una mirada al retrovisor. Linda se volvió en su asiento.

—No veo más que faros… ¿Estás seguro?

—Cuando el mismo coche toma las mismas curvas que tú, no cuesta adivinarlo.

—Pensaba que te habías perdido. ¿A qué coche te refieres?

—Es el tercero. Parece un Chevrolet de color claro, quizás amarillo.

—¿Y sabes quién lo conduce?

—Me imagino que es un tipo que generalmente lleva un Eldorado, pero alguien le rompió el cristal de una ventanilla, y un amigo le habrá prestado otro coche. O bien es un amigo de ese tipo que conduce el Eldorado…

Linda le miró y dijo:

—¿Esperas que entienda lo que me explicas?

Vincent se dirigió en línea recta a Spade’s Boardwalk y dejó el Datsun al cuidado de un vigilante. Linda parecía sorprendida.

Y cuando entró consigo en el hotel la bolsa de lona azul, preguntó:

—¿Es que vamos a pasar aquí la noche? Creí que sólo íbamos a cenar.

Vincent sonrió. Acababa de ocurrírsele: depositó la bolsa en manos de un conserje. La música de La Tuna les llegaba a través del vestíbulo. El policía preguntó a Linda si no le entraban ganas de ponerse a bailar un mambo con el conjunto, y ella le contestó que si a él le apetecería un puntapié en las pelotas. ¿Era quisquillosa, o hablaba en broma? A veces resultaba difícil saber cuándo decía algo en serio.

Se introdujeron en un dorado ascensor que les subió a un resplandeciente comedor iluminado con candelabros de cristal y decorado con escenas versallescas en las paredes; el servicio de plata era auténtico; los manteles, de lino dorado, y la cándida luz de las velas confería un encanto especial a las mesas… ¿Estaría impresionada Linda? El, Vincent, sí que lo estaba. Tomaron whisky y consultaron la carta en silencio. No necesitaban hablar mucho. El policía se sentía a gusto con la muchacha, y no tenían prisa. Se dijo Vincent, súbitamente animado, que sería bonito contar con mucho dinero. Linda podía pasar por una joven rica. El conjunto azul marino que llevaba, le daba un aire distinguido. Su fina tez, los oscuros cabellos, su delicada constitución… Bien merecía ser una modelo de las que cobran quinientos dólares por hora anunciando productos de cosmética o algún champú…

—¿Qué miras tanto?

—Nada.

Linda hizo ademán de acercarse la servilleta a los labios.

—¿Tengo los dientes pintados?

—No. Estás perfecta. Capaz de dejar fuera de combate a cualquiera.

Ella entornó los ojos, embellecidos por tan largas pestañas, murmuró «Gracias», volvió a mirarle con cierta expresión de sospecha y dedicó de nuevo su atención al menú, preguntando:

—¿Qué vas a pedir tú?

—Hígado con cebollas, o lenguado de Dover… ¿Y tú? Oye, no sé nada de ti, en realidad —dijo Vincent—, Empezaste a tocar el piano a los nueve años, más o menos…

—A los ocho.

—Te criaste en Nueva York…

—En Nueva Orleans. Tocaba la trompeta en la banda de Tulane… Pero prefiero la corneta, ¿sabes?

—Me despistaste. Creía notar en ti un acento de Brooklyn, aunque no muy marcado. De modo que tocabas la trompeta…

—Tienes ganas de conversación…

—Me interesas.

—Estás enterado de algo que no me dices. Intentas ser astuto y no sabes cómo hacerlo.

—Me encuentro a gusto; eso es todo.

—¿Por qué?

—Tuve un buen día. ¿Cómo fue el tuyo? ¿Conseguiste el trabajo?

—Estoy segura de poder entrar en Bally’s, si quiero. Pero he de volver con un guitarrista y un tambor. Y creo que es buena idea. Al menos, sería otra forma de trabajar.

—¿Te gusta Atlantic City?

—¿En comparación con qué? ¿Con el Holiday Inn de Orlando? Sólo pido interpretar un poco de mi música para un público que escuche de vez en cuando y no esté demasiado borracho, que es lo que ocurre en algunos locales. La mayor parte de lo que interpreto es tan fácil como abrir una lata y calentar su contenido encima del fuego. Hay cosas que no están mal y se prestan para improvisaciones divertidas. Pero si has de tocar cada día lo mismo, esa dichosa música de computadora, dándole un poco de aire de bossanova… ¡A veces me siento como un ingeniero y creo que debiera ponerme bata blanca y llevar una hilera de lápices en el bolsillo! De cuando en cuando, si toco con mis propios chicos, enviamos a paseo las partituras y nos entregamos a la inspiración. Pero… ¿quién hace eso y luego cobra? ¡Nadie! Quizás un McCoy Tyner, un Gil Evans y un par más. Dejar que el público aguante lo que uno quiere… ¿Por qué no? A lo mejor sigue el compás con los dedos de los pies, pero también es cuestión de escuchar con la cabeza. Nadie sabe los resultados de las improvisaciones. Es cosa de probar y abrir nuevos caminos. ¿Me entiendes? Lo que ocurre es que el director se enoja y, aunque yo le diga que la gente viene a oírme tocar, él contesta que los clientes vienen a beber y pasar un rato entretenido, ¡pero sobre todo a beber! Y me larga un montón de exigencias. ¡Todos los éxitos de Michael Jackson! En fin… ¿Qué me preguntabas?

—Me gustaría oírte tocar alguna vez —dijo Vincent—, pero no al estilo de Carmen Miranda, sino al de Linda Moon. Eso no significa que no me interesara tu actuación.

—Ya me oirás —contestó la joven—. Me sorprende que no lleves traje cruzado a rayitas blancas. Los policías tienen fama de ir siempre en plan muy soso.

—Bebamos algo más.

—De acuerdo —declaró Linda, a la vez que repasaba el conjunto de Vincent: su nueva chaqueta deportiva, la camisa de algodón blanco…—. ¿Sabes que no vistes mal?

—Si lo prefieres, me quitaré la corbata y me desabrocharé el cuello.

—No lo harías. Eres demasiado conservador —señaló la chica, mirándole a los ojos—, Pero me parece bien. De vez en cuando conviene cambiar un poco.

Mientras acompañaba a Linda a su pensión, comentó:

—Nunca había visto que una jovencita tan delgada comiese tanto. ¿Dónde lo metes?

—No estoy tan delgada —respondió Linda y, al mirar el nombre de una calle por la que pasaban agregó—: Creo que debieras haber ido por allá… ¿Estás un poquito trompa?

—Estoy en el punto justo —observó él.

—Yo me pongo algo blanda cuando bebo.

—Me gusta oírlo.

—Todas las calles tienen nombre de Estados…

—Norte y sur, sí.

—Excepto que no están por orden, sino revueltas. Carolina del Norte, Pennsylvania… ¿No tendríamos que haber girado?

Vincent echó una ojeada al retrovisor, y descubrió unos faros y reflejos en el húmedo pavimento.

—¡Ya vuelve a seguirnos!

Linda se giró en el asiento para mirar atrás.

—¿Es el mismo coche?

—Un Monte Cario amarillo… No creo que deba acompañarte a casa. Probablemente, este tipo me vio irte a buscar…

Linda vaciló unos instantes.

—¿Significa eso que he de pasar la noche contigo?

—Creo que sería más prudente.

—¿Para quién? Si ese tío te sigue a ti, ¿por qué estaré yo más segura a tu lado?

—Tú no deseas regresar a la pensión —dijo Vincent—, y a mí me parece que no te conviene estar sola. Hay tipos peligrosos.

—No sé si pensar que contrataste a ese hombre para que nos siguiera. ¿Lo hiciste para que yo consintiera en ir a tu cuarto?

—Mira, Linda… Voy a hablarte de Ricky Catalina y del angelito que es.

Mientras se encaminaban al Holmhurst, le expuso en breves palabras de qué individuo se trataba, de su encuentro con él y de cómo le había plantado en la dársena de Gardner, aunque no mencionó para nada la bolsa de lona azul.

Al entrar en el hotel, Linda preguntó:

—¿Te persigue porque le rompiste el cristal de la ventanilla? ¿Por qué lo hiciste, en realidad?

Vincent se volvió para mirar a través de la puerta de cristal, y lo hizo a tiempo para ver pasar de largo, sin prisas, al Chevrolet amarillo.

—Parece que eso de demostrar un carácter violento da resultado —dijo Vincent.

—¿Resulta divertido ser policía? —preguntó Linda.

—Unas veces más que otras. Yo nunca puse multas de tráfico ni me dediqué a chinchar a nadie.

Mientras subían la escalera, Linda señaló:

—Olvidaste tu bolsa en Spade’s.

—Me la guardan allí.

La joven le miró de manera especial.

—Tú no me lo cuentas todo, ¿verdad? No te pregunto qué hay en la bolsa.

—Si quieres saberlo…

—¿Qué?

—Doce mil ochocientos setenta dólares.

—¡Cielos!

Avanzaron en silencio por el pasillo del tercer piso.

—Pero tú no los ganaste…

—En cierto modo, sí.

—¡Por eso te sigue! —exclamó Linda.

Vincent la hizo seguir adelante, tomándola del brazo.

—Ese tipo supone que yo tengo el dinero, pero no está seguro.

—Te sigue para averiguarlo.

—Sólo necesita preguntármelo.

—¿Qué le contestarías?

—Que no sé de qué me habla.

—Espera… ¿A quién pertenece ese dinero, en realidad?

—Es dinero cobrado, Linda. Procede de apuestas deportivas, de juegos de cartas… De fuentes ilegales, claro.

—¡Vaya, vaya! —murmuró la muchacha—. Pero tú 110 te lo puedes quedar, ¿verdad?

—¿Por qué no? Si lo devuelvo, el Estado se lo apropiará, o esa cantidad irá a parar al Fondo Recreativo de la Policía. Pero nadie se lo restituirá a sus dueños; eso lo sabemos. Y nos consta, también, que Ricky no correrá a presentar una denuncia. De modo que…

—¿Y qué piensas hacer con esa cantidad?

—Tengo una idea… Pero puedo darte algo, si lo necesitas.

—¡Por Dios, Vincent!

El hombre sacó la llave, abrió la puerta y, con una delicada palmadita, indicó a Linda que entrara delante de él. Luego cerró y dio dos vueltas a la llave. Linda llevaba el abrigo echado sobre los hombros y se lo sostenía con las manos al mismo tiempo que contemplaba la urna de acero inoxidable depositada encima del tocador.

—¿Te molesta? —preguntó.

—¿Qué?

—Tener a Iris aquí.

Las manos de Vincent retiraron suavemente el abrigo, para que no se interpusiera entre ellos.

—Meteremos a Iris en un cajón.

Teddy abrió los ojos, vio el techo que tenía encima y, de momento, creyó que estaba en la litera de Monroe Ritchie. Pero no: se hallaba aparcado en el extremo de Pennsylvania Avenue, y a través del parabrisas vio que todo el primer piso estaba iluminado, mientras que, en los de encima, sólo en dos ventanas había luz. El Datsun seguía parado delante. El reloj luminoso del tablero de mandos indicaba las tres y diez. Probablemente, a esas horas su mamá se habría levantado para hacer pipí, metiendo de paso la nariz en su cuarto. Tendría que inventarse una historia para ella. Algo así como: «Mira, tuve que esperar a que el tipo se hubiese dormido, para entrar en la habitación y pegarle un tiro». Entonces, la madre exclamaría: «¡Tú y tus excusas…!».

Pero la idea había nacido, y Teddy se dijo: «Podría hacerlo… Mirar qué ocurre en la habitación. He estado tonteando lo suficiente, todo este tiempo… La mujer puede seguir con él ahí dentro, si no se fue en un taxi…». ¿Y qué importaba? Nada, en realidad. ¡Qué cara pondría esa chica! La escena imaginada le excitó un poco… La chica desnuda, mirando boquiabierta… También le había excitado la idea de arrojar a Iris por el balcón, desnuda. Teddy notó que se iba calentando…

Extrajo la funda de su cámara y sacó de ella el Colt automático, pero no se lo introdujo debajo del pantalón hasta que hubo salido del coche. Una noche agradable. Mejor dicho, una bonita madrugada. ¿Debía cerrar las puertas del automóvil? No, por si tenía que salir de allí a toda prisa. ¿Y el motor? ¿Convenía dejarlo en marcha? No, tampoco. Podrían robarle el coche. Había que pensar en muchas cosas. No se trataba simplemente de entrar en el edificio y disparar contra un hombre. Se alisó la chaqueta de cuero, para que no se notara el arma, y se encaminó al hotel. En el bar había movimiento. En el vestíbulo, en cambio, no se veía a nadie. Y desde allí no podía vigilarse el bar, porque un tabique lo impedía.

Hasta aquel momento creyó que iba a llamar a la puerta del policía, decir «¡Botones!», si era preciso, y encañonarle la pistola en la cara, cuando acudiera a abrir. No podía fallar. ¿Qué tenía que entregar? ¿Flores, quizá? ¿O un mensaje que pudiera ser introducido por debajo de la puerta?

Pero… «¡Un momento!», pensó. Paseó la vista por el vestíbulo desierto. Vio la conserjería y, detrás del mostrador, las casillas para el correo de los clientes. Ni un alma se movía por allí. ¡Decidido! Teddy tomó una llave de la habitación 310 y empezó a subir la escalera.

Desde el lugar de estacionamiento, al otro lado de la calle, podía verse la ventana, la pared donde estaba el tocador e incluso los pies de la cama, con parte de la colcha apartada, y casi hasta la puerta.

En medio del silencio, Linda besó el pecho a Vincent, llegó a la barba y susurró:

—¿Dónde tienes la boca? ¡Ah, sí, aquí…! Me gusta tu boca —agregó en un tierno murmullo—. Puedo besarla, Vincent. Sé que es tuya… Me mentiste, Vincent, pero no importa… Tu boca me sigue gustando mucho.

—¿En qué te mentí?

—Tú no eres de carácter violento, sino dulce… Pero eso es todo cuanto sé de ti, en realidad.

—También sabes que soy rico.

—Ah, sí. Lo había olvidado.

—Soy muy conservador.

—Puede que obre mal —dijo Linda de pronto—. No te pregunto si estás casado.

—Me parece muy bien.

—¿Lo estás? ¿Eres casado?

—Lo estuve… Pero mi mujer murió.

—¡Oh! —hizo la joven, y guardó silencio.

Vincent dijo entonces que estaba allí con ella, y no en otra parte. Al acariciarla sintió que le invadía una profunda ternura, y creyó que había empezado a enamorarse. La verdad era que, lo que le estaba sucediendo tenía bastante parecido con su enamoramiento de Ginny, la enfermera que en el hospital le había retirado la sonda. Pero a Linda le musitó:

—¡Nunca había hecho el amor con una pianista!

—¡Bien! —contestó ella, y su mano se deslizó por encima del hombro de Vincent para acariciar su pecho y tocar, con los dedos, cada una de las costillas, hasta la cadera.

Necesitaba sentirle, conocerle más, rozar con suavidad la cicatriz.

—Podría tocar en ti, Vincent. Despacito, como un blues… Alargar la nota hasta que creyeras que se iba a romper… Y alargarla todavía más… —Y cuando su mano llegó a la ingle, susurró con voz casi imperceptible—: ¡Ah, aquí tengo el instrumento…!

—Tócalo —dijo él—, y obtendrás una ovación continua.

—¿Qué te gustaría escuchar?

Vincent no contestó. A Linda le pareció notar que el cuerpo del hombre se tensaba, y alzó ligeramente la cabeza. Uno de los dedos del compañero se posó en sus labios. Sus cuerpos se separaron. Ella le vio rodar sobre su estómago y apoyarse en el borde de la cama para bajar al suelo. De súbito, la mano de Vincent sostuvo una pistola. Seguidamente desapareció para aparecer de nuevo, con unos calzoncillos blancos y cortos colgados del cañón del arma.

La mano de Teddy se apartó de la puerta del 310. Había hecho girar el pomo en ambas direcciones con el máximo cuidado. Inútil. El cuarto estaba cerrado. Al sacar la llave de su chaqueta comprendió que iba a necesitar dos manos: una para introducir la llave, y otra para darle vuelta al pomo. Eso significaba, ¡mierda!, que tenía que meterse el arma debajo del cinturón.

Calculó la longitud del pasillo hasta la escalera. Era bastante, y si se veía precisado a huir… Por el otro lado le separaban unos nueve metros del extremo cerrado del corredor, donde el letrero luminoso de SALIDA brillaba encima de la puerta que daba a la escalera de urgencia.

Hubiese querido saber hacia qué lado mover la llave. Y, también, si había dentro alguna cerradura de seguridad, un pestillo de esos que uno corre por la noche. ¿Lo haría servir un policía? Ni siquiera estaba seguro de que Mora llevase encima un arma.

Tenía húmedas las palmas de las manos. Como siempre. También se le ponían igual cuando llamaba a una puerta para decir que iba de parte de International Incorporated… Formaba parte del juego. No podía faltar en él un cierto nerviosismo.

Teddy introdujo la llave en la cerradura y le dio vuelta con facilidad. Simplemente, con sólo un leve «clic». Apoyó la otra mano en el pomo. Bien… Tenía prácticamente abierta la puerta, sacaría el Cok, entraría…

En ese instante, delante mismo de él —tan cerca que oyó cómo era corrido el pestillo y notó cómo el pomo giraba dentro de su propia mano—, alguien abrió la puerta por el otro lado… A Teddy se le puso la carne de gallina, mientras daba un salto atrás y alzaba el Colt con el brazo extendido hacia adelante…

Linda, que estaba a un lado de la cama, donde Vincent la había hecho agachar, lo vio así: su amigo, en calzoncillos, mantenía el arma junto al hombro; la única prenda que llevaba se ceñía, blanca y estrecha, a su moreno cuerpo, que resultaba realmente sexy. El corazón de la mujer latió con violencia, dominada como estaba por aquellos pensamientos, pese a la situación. Vincent, que permanecía pegado a la pared, muy cerca de la puerta, alargó el brazo para correr el pestillo y, luego, agarrar la manija y abrir la puerta de golpe…

El estruendo fue ensordecedor… Los disparos, tres en rápida sucesión, y el estallido del vidrio, al romperse la ventana… Se produjo después algo semejante a un retumbo, en medio del silencio, un campaneo en los oídos de Linda… Percibió pasos en el corredor, y un portazo. Vincent se asomó, más cauto que vacilante. Linda oyó sus pasos, por fin, ligeros y descalzos. Cuando ella llegó a la puerta, él ya estaba en el extremo del piso. Abrió la salida de urgencia con cuidado, se detuvo unos segundos a escuchar, y desapareció. Linda miró en la dirección contraria. Nada. Quietud absoluta. Ni una sola puerta se había abierto.

La joven regresó a la habitación, se puso el abrigo y se arrebujó en él, tiritando, a la vez que procuraba decirse que no tenía nada que temer. ¡Pero ahora, aquel silencio…! Se situó junto a la ventana rota para vigilar la calle, en cuyo húmedo pavimento se reflejaba la luz.

Una puerta de coche se cerró de golpe. Un motor se puso en marcha, aumentando sus revoluciones hasta emitir un aullido que sonaba a pánico. Y, de repente, de la oscuridad salió disparado un automóvil claro, de dos puertas, con los faros apagados, para perderse en dirección a Pacific Avenue. Entonces, Linda vio a Vincent. Era él, sin duda: una figura a la luz de la farola, sólo vestida con calzoncillos blancos, extendido el brazo derecho y con algo en la mano… Pero bajó ese brazo al debilitarse el ruido del coche en la lejanía. Y volvió al hotel. Apareció en aquel momento otra figura, mucho más oscura. La de un hombre que había salido del hotel. El hombre se paró, esperando a Vincent, y le dijo algo al encaminarse éste a la entrada. El policía pareció responder, y luego desapareció.

Linda se acostó, se cubrió hasta el cuello para defenderse del frío reinante en la habitación y observó atenta el resquicio de luz que penetraba por la puerta entreabierta. Trató de preguntarse qué debía hacer. Telefonear a alguien…, a la policía. Vestirse. Ir en busca de la bolsa…

Vincent entró y se acostó a su lado, dándole a entender, con sus gestos y sonidos que temblaba de frío. Le castañeteaban los dientes, aunque quizás exagerara un poco la cosa. Linda arrimó su cuerpo al del hombre, introdujo una pierna entre las suyas y comenzó a acariciarle con la mano. Estaba muy frío, en efecto, y tenía las tetillas duras, pero no se encontraba mal. Linda conoció su cuerpo en una sola noche, sobre todo las partes íntimas. Deseaba hacerle preguntas cuando oyó muy cerca la voz de Vincent:

—Imagínate que sale un borracho del hotel y me ve a mí en calzoncillos, con una pistola en la mano… ¿Qué supones que dijo?

—No lo sé; déjame pensar… —contestó ella, pero fue incapaz de hacerlo. Además le faltaba la paciencia, por lo que le aconsejó—: ¡Intenta recomponerlo todo! ¿Quién era ese tipo? ¿Pudiste verle?

—No era Ricky. Tal vez un amigo suyo, pero no estoy seguro… No lo creo, la verdad. Ese individuo actuó a tontas y a locas.

—Vincent… Alguien quiere matarte. ¿No sabes quién es?

El policía no contestó.

—¿Hablaste con alguien? Del hotel, quiero decir… ¿Con el director?

—No, Linda. Sólo crucé unas palabras con el borracho, en la calle.

—No lo entiendo —señaló ella—. Es muy raro que, con tanto ruido nadie se asomara al pasillo.

Los dos se miraron en silencio. Quizá pensaran lo mismo, aunque Linda lo dudaba. Con la boca casi pegada a ella, Vincent pareció repetir: «Imagínate que sale un borracho del hotel y me ve a mí en calzoncillos, con una pistola en la mano…».