La MADRE de Teddy le dijo al papagayo, levantando la cabeza de la misma manera que el ave alzaba la suya, verde y anaranjada:
—Este chico no recuerda nada de lo que hice por él… ¡Tú no sabes lo que pasé en el hospital, cuando nació, porque tuve una hemorragia horrible y estuve a punto de palmarla…! La sangre me salía a borbotones, y no sabían cómo atajarla…
—¡Ay, mamá! —intervino Teddy.
—Tampoco recuerda cuántas noches pasé en vela, cuando estaba enfermo… —Y de pronto adoptó una voz de pucheritos al estilo de Shirley Temple—: ¡Ni las comidas tan ricas que yo le preparaba…!
—Lo que recuerdo es cómo papá solía ir al garaje, donde escondía sus botellas… —intervino Teddy—, Recuerdo perfectamente que se iba y no encontraba el momento de volver. Recorramos juntos los senderos de la memoria, tú y yo, y verás cuántas cosas de nuestro feliz hogar saldrán a la luz.
—Te gusta herirme —protestó la madre—. ¡Y haces mal!
Lo único que quería, era que le prestara el coche. Ya había escuchado cómo era todo en Camden, Nueva Jersey, durante la depresión, cuando su mamá tenía que alimentarse de gachas y bocadillos de ketchup. La verdad era que ahora tampoco sabía cocinar. Si metía un lechón en el horno, lo único que le echaba era un vaso de agua cada veinte minutos… Teddy siempre había preferido la comida que le servían en Raiford. Y si había algo que no le gustaba, Monroe Ritchie le proporcionaba barritas de caramelo. «Para los preciosos dientecitos de mi amiguito», decía Monroe. Era curioso, pero él echaba de menos a ese Monroe. Una vez quiso ponerle nervioso y preguntó:
—Oye, Monroe: ¿eres homusaxual?
Monroe frunció las cejas y contestó:
—¡Nooo, gatito! Si te toco con mi varita, sin embargo, te convertirás de pronto en… ¡eso mismo!, en un gatito mágico…
—¿De veras? ¡Pues qué bien!
Lo que Teddy hizo al fin, fue poner una cassette de Van Halen a todo volumen, y luego una de David Lee Roth. Ya tenía preparada la que contenía la canción titulada Bad to the Bone, de George Thorogood, cuando su madre exclamó:
—¡Lárgate con el coche! No puedo seguir escuchando esas musicotas.
Pero, de dinero, ni hablar. Y a él le quedaban sólo diez pavos… ¡Alto, no! En la bolsa de la cámara fotográfica tenía otros veinte. Los había olvidado.
Su madre preguntó:
—¿Vas a sacar fotografías, con esta lluvia?
—Oh, parece que el tiempo se arregla. Creo que tendremos un hermoso crepúsculo —contestó Teddy.
Y de veras lo creía, desde que recordó aquel billete de veinte dólares. Esa cantidad significaba que podía seguir de nuevo la pista al policía, sin tener que molestar a ninguna dama añosa.
Eran casi las ocho cuando el policía salió del Holmhurst. Teddy había entrado en el hotel, aventurándose, y preguntado al conserje si míster Mora se hallaba en su habitación. El empleado consultó un fichero y le dijo que marcara el 3-10 en la cabina situada enfrente. Teddy lo hizo, oyó la voz del policía y colgó; salió del hotel y se sentó a esperar en el coche amarillo de su madre. Tuvo una sorpresa al comprobar que Vincent Mora se introducía en el Datsun de color tostado aparcado poco más allá, y que tanto le gustaba. ¡Ojalá fuera suyo! De cualquier forma, se dijo que aquello podía ser un buen presagio. A Teddy le atraía eso de los presagios y los agüeros, porque demostraban que uno estaba sobre la buena pista.
Siguió los pilotos del Datsun hacia barrios más pobres y se encontró con otro presagio: ¡el Datsun se detenía delante de la casa de Caspian Avenue donde Iris se había alojado, y entraba en ella!
Teddy había seguido a Iris hasta aquel lugar…
Había seguido a Iris por todas partes. Había intentado hablar con ella en el salón, cuando lucía su coquetuelo y reducido uniforme de camarera, y había intentado convencerla para que saliese con él, llegando a ofrecerle un dinero que no poseía. Dos veces la había visto salir del hotel con tres hombres, uno de ellos un tío voluminoso, y con otra mujer, y meterse en un coche que él había seguido hasta Ventnor. A las tres de la madrugada todavía daba vueltas alrededor del edificio, la primera de esas noches, vigilando las ventanas desde el otro lado de la calle para comprobar que apenas había luces encendidas, con excepción de las de la parte del último piso que daba a Atlantic Avenue. A las cuatro y media, todos salían de nuevo y el vehículo les conducía a sus respectivos domicilios. La noche siguiente, Iris volvió a subir a la casa, y Teddy se dijo que eso de montar guardia era una pesadilla. En San Juan, la vida era divertida, pero allí… Nunca sería detective privado. Iris no bajó aquella madrugada con los demás, y Teddy se animó. ¿Habría llegado su oportunidad? Permaneció allí el día entero, sin ver a Iris. Y sin dejar de pensar.
A las once y media de la noche, Teddy entró en la casa con unos bistecs al queso servidos por White House y le hizo el juego al vigilante, afirmando haber perdido la nota en que llevaba el nombre, pero que el apartamento era el mil ochocientos y pico. El conserje de turno miró la lista sujeta al panel de corcho, con una mano apoyada en el teléfono.
—Veamos… El 1802 no puede ser, porque no hay nadie. Los del 1803 han salido… El 1804… El 1805… Esa gente se acuesta temprano y nunca se manda traer nada a casa. Habrían sido los Shipman, del 1806…
—¡Eso es! —exclamó Teddy—, ¡Los Shipman!
El vigilante quería telefonearles, de todas maneras, pero Teddy se apresuró a ofrecerle un bistec al queso, que por casualidad sobraba…
—¡Mmmmm! —hizo—. ¡Huela estas cebollitas!
Así fue cómo consiguió subir y llamar a la puerta del apartamento 1802.
Pero entonces tuvo que hacer otro papel, delante de Iris, cuando ésta acudió a abrir. No pareció muy contenta. Teddy dijo algo de una comida enviada por el hotel, y ella hizo un gesto afirmativo y volvió a cerrar la puerta sin darle siquiera una propina. Bajó Teddy las escaleras a toda prisa y abrió la puerta trasera del edificio, por donde entraban los suministros. Volvió a subir con tal rapidez que temió sufrir un ataque al corazón, descansó unos instantes para tomar aliento y descendió de nuevo, pero esta vez en el ascensor, se apeó en el vestíbulo y dijo adiós al encargado de la vigilancia, que todavía saboreaba el bistec al queso.
Entró otra vez en el edificio, pero por detrás, subió a pie al piso decimoctavo y, cuando Iris abrió, le dedicó una sonrisa y un guiño y preguntó:
—¿No me añoras?
Le asombraba que hubiesen contratado a una chica de tan poca personalidad, sobre todo siendo portorriqueña.
—¿Es que no sabes sonreír?
—Estoy harta de sonrisas.
Era una gruñona. No parecía tener miedo de él, ni importarle un bledo que estuviese allí. Quizás era otra cosa la que la preocupaba, o su forma de vida le había agriado el carácter. La muchacha no llevaba más que sostén y bragas negras.
—¿Vives aquí, ahora?
—Cuando me apetece.
Teddy miró a su alrededor. En uno de los estantes de la cocina había bebidas alcohólicas de todo tipo, y sobre el tablero vio los bistecs al queso. De pronto, el hombre se dio cuenta de que tenía hambre, y se comió uno. Incluso frío era rico. Preparó luego dos refrescos de cola con ron, vaciando una cápsula en el de Iris —que contenía nada menos que ochenta miligramos de Valium— y llevó los vasos al cuarto de estar.
Ella rechazó la bebida, como era de esperar. Así, pues, Teddy la abofeteó con fuerza, y cuando Iris le miró, desconcertada y luego temerosa, gritó:
—¡Bébelo! No me vengas ahora con historias. ¡Bébelo…!
Cuando, por fin, Iris hubo tomado un pequeño trago, el hombre se calmó y añadió con una sonrisa:
—¡Lograré hacerte sonreír, aunque para ello tenga que matarte!
Iris se limitó a bostezar. Entonces, Teddy optó por mostrarse simpático y cariñoso, diciendo:
—¡Anda, pequeña! Dime qué te ocurre…
Y ella le habló de aquel tipo colombiano de ojos de serpiente, que la obligaba a desnudarse delante de todo el mundo y le frotaba los dados contra la cocha, para que le trajera suerte.
—¿Ah, sí? Y se la trae, ¿ey? —rió Teddy.
Iris confesó que era la peor experiencia de su vida, porque ese tío, cuando perdía, se ponía hecho una fiera y se vengaba de ella en la cama. Era un auténtico animal que la castigaba con su bicho, llegando a hacerla gritar de dolor.
—¿De veras? —preguntó Teddy, lleno de interés, y súbitamente comentó—: ¡Caramba, esto es una lección de español! ¿Cómo llamáis las tetas?
La muchacha declaró haberse trasladado a Atlantic. City para ser azafata de caballeros, y no de un indio que merecía ser puesto a trabajar en los campos. Teddy quiso saber, entonces, si le apetecería acostarse con él, porque aquella historia le había excitado, pero Iris contestó que no. Estaba demasiado dolorida. Teddy la animó a terminarse toda la bebida y dijo:
—Comprendo. En otro momento será; cuando te sientas mejor.
Preparó otro refresco para ambos, volvió al cuarto de estar y preguntó a la joven si no deseaba regresar a San Juan.
—Hay ratos en que sí —respondió Iris.
—¿Encuentras a faltar a Vincent?
—¿A aquél? ¿Por qué?
—Te protegería, ¿no?
—Eso, si yo creyera necesitar esa protección…
Iris bostezaba y parecía medio dormida. Se le cerraban los ojos. Quizá no debiera haberle dado toda la dosis… Comprendió que urgía actuar.
—Oye, ¿por qué no escribes una carta a Vincent? ¡Pídele que suba a verte!
—¿Por qué había de venir?
—Dile que te acuerdas de él.
—¿Crees que me haría caso?
—Explícale que estás en peligro, y que le necesitas… —insistió Teddy, al mismo tiempo que le bajaba las bragas y metía la nariz.
—¿De veras lo crees? ¡Ay, me siento tan agotada…!
Mierda, pero él no llevaba papel…
—¡Ey, no te duermas encima de mí! —protestó suavemente.
En la pieza había un escritorio. Se acercó a él y halló un bloc de papel, sobres y una pluma… Lo que necesitaba era espabilar a Iris. Volvió junto a ella y dijo:
—¡Toma, empieza!
Depositó un sobre delante de ella, encima de la mesilla de cóctel, y añadió:
—Pon aquí su nombre y su dirección… Vuelvo enseguida.
Teddy se llevó a la cocina el vaso de la chica y le echó ron. Tal vez eso la despertara un poco. Tendría que haber traído algo de meth, porque era preciso que Iris se avivara, en vez de hundirse en el sueño. Le convenía controlarla, pero… ¿cómo no había recordado lo lenta de movimientos que ya era ella de por sí, como si cualquier cosa constituyese un esfuerzo? Pertenecía a aquel tipo de chicas que, según su madre, se interponía en su propio camino.
Con su ayuda, ya que él dictaba, Iris terminó el sobre. Pero eso fue todo. Instantes después, la muchacha yacía echada hacia atrás en su butaca. Inútil fue que la golpeara en el rostro, le echara agua encima o la sostuviese debajo de la ducha… No reaccionaría durante todo el resto de la noche.
Ni él estaba dispuesto a volver, tampoco. ¡Basta ya de jugar a detectives desde el coche de su mamá, para luego tener una ocasión como la de esta noche, que no volvería a presentarse! Pensó en escribir una nota que dijese: «VEN EN SEGUIDA. Te NECESITO. ESTOY EN PELIGRO», e introducirla en el sobre. Pero entonces se le ocurrió que, probablemente, el policía intentaría llamarla por teléfono al recibir la nota… Eso, si se tomaba la molestia…
Al reflexionar sobre la forma de actuar, Teddy supo de pronto cuál era la manera de obligar a acudir al policía. ¡Qué excitante, imaginárselo! ¡Y cómo deseaba tirársela en el suelo, allí mismo…!
Cuando la levantó del sillón, los ojos de la muchacha se entreabrieron un poco, pero se cerraron de nuevo al quedar su cuerpo echado sobre la alfombra. Teddy la incorporó lo necesario para desabrocharle el sostén, tirar de él y recostarla otra vez. Tendría que dejarle las bragas puestas…
Entonces se preguntó si no sería más prudente dejarla tal como estaba y marcharse. ¿Qué pasaría, si a alguien se le antojaba subir en esos momentos?
Teddy dobló una vez, dos veces, el sobre escrito, y lo deslizó bajo las bragas de la chica. Luego la alzó hasta conseguir que su cuerpo cayera por encima de su hombro y la transportó así hasta el balcón donde imperaba la más negra de las noches. Una ventana sopló cuando la sentó en la baranda, delante de él, y la sostuvo sujeta por debajo de los brazos, apretado su propio cuerpo contra las desnudas piernas de Iris.
—¡Qué frío…! —musitó la chica, sin abrir los ojos. Poco a poco, Teddy apartó las manos. La cabeza de ella se dobló hacia abajo. Cuando su cuerpo fue a caer contra él, el hombre apoyó las manos en los hombros de Iris para mantenerla alzada y que su cuerpo se inclinara hacia atrás. Sólo lo justo. Retiró entonces las manos y presenció cómo la joven se desplomaba desde el balcón sin un gemido, dando su cuerpo una vuelta en el aire mientras se precipitaba en la oscuridad.
«Un 8,5 —pensó Teddy—. Bonita ejecución. ¡Lástima, ey, que la chica no cayese con los pies juntos…»
El policía y una chica de abrigo oscuro salían de la casa. Ella parecía Linda, la de la funeraria.
Teddy puso en marcha el coche y, de modo silencioso, se aproximó al Datsun por la desierta calle. «Calcula el tiempo —se dijo—, arrímate cuanto puedas, enciende las luces y, apenas asome el policía por el lado de la acera para detenerse junto al vehículo alquilado, te vea llegar y mire, tú disparas contra él y pasas a toda mierda por su lado…»
Pero no estaba preparado para eso. Hubiese tenido que llevar la pistola a punto, y abierta la ventanilla del lado opuesto… Debiera haberlo pensado antes. Además… ¿Y si el policía iba armado y tenía tiempo de contestar con otro disparo y estropeaba el coche amarillo de su mamá? ¿Cómo explicaría él lo sucedido, entonces?
No… La idea no parecía mala, y el lugar era ideal: oscuro y solitario. Pero la cosa no le satisfacía del todo. Teddy quería ver una vez más los ojos del maldito polizonte, antes de pegarle un tiro, y que el tipo ese viera los suyos.
«¡Ey! ¿Te acuerdas de mí…?»