VINCENT encontró la casa de Caspian Avenue en la que Linda se hospedaba con el conjunto: otra reliquia de madera, que alguien había pintado de amarillo veinte años antes diciéndose luego probablemente: «¡Al diablo con ella! Al fin y al cabo, todo lo devorarán los casinos!».
Había empezado a comprender a Atlantic City y la geografía que la rodeaba, y ahora ya le gustaba un poco más. Al menos le aturdía, se apoderaba de su atención, y no dejaba de tener su interés aquel barrio costero imitado en plástico en Las Vegas para ofrecer a los jugadores un ambiente que probablemente les gustaría. «He aquí el país de las maravillas», anunciaban los guías a la gente que se apeaba de los autocares de turismo y que, pese a las caras serias, se disponía a pasarlo bien. Era algo sin sentido. Nadie sonreía.
Entró por la puerta delantera de la casa de Linda y se dio cuenta de que alguien estaba divirtiéndose. El olor a marihuana por poco le tumba. Los miembros de La Tuna se hallaban sentados en el cuarto de estar, envueltos en una nube de humo, y no parecieron nada preocupados por la aparición del barbudo Vincent, que aguardó en el recibidor. Cuando Linda bajó la escalera, dijo:
—Creí, por un momento, que había fuego en la casa. ¡Esos chicos fuman hierba como locos! —Y añadió, cuando ella hubo salido—: ¿Cómo puedes vivir en semejante sitio?
—¿Y dónde voy a meterme? Pagué por todo el mes, y aquí no me devolverían nada.
Vincent dijo: —Podrías alojarte conmigo, en el Holmhurst.
El tono de su voz no permitía comprender si hablaba en serio o en broma.
—Con gusto me mudaría —contestó Linda—. ¿O no lo crees?
Él le abrió la puerta del coche.
—¡Caramba! —exclamó—. ¡Si olvidaba darte lo que te traje! Mira qué hay detrás.
En el asiento posterior estaba el abrigo de invierno de la muchacha.
En medio de la lluvia, Linda tomó el rostro de Vincent entre sus manos y le besó en la boca. Él la estrechó contra sí, para que aquello fuera algo más que una simple muestra de agradecimiento.
—Vincent —suspiró Linda—; creo que voy a tener que empezar a tomarte en serio.
Y diríase que lo sentía.
Se dirigieron a la funeraria, donde Vincent anunció al Bertoia menor que iban a recoger las cenizas de Iris Ruiz. El hombre les dejó solos unos instantes para volver con una urna de acero inoxidable, del tamaño de un recipiente de dos litros de leche. Vincent lo miró y dijo:
—Podría considerarse la posibilidad de guardar las cenizas en una vasija de alfarería taina.
El empresario de pompas fúnebres señaló:
—En realidad, lo que se llevan consiste en unos cuatro kilos de fragmentos de huesos. De cenizas, nada. Cuando un cuerpo se quema no quedan cenizas, sino únicamente huesos.
—Gracias —dijo Vincent, que se hizo cargo de la urna y tomó a Linda del brazo.
Al llegar a la puerta, la joven trató de soltarse, pero él la sujetó. Una vez en el coche, Linda preguntó:
—¿Por qué permitiste que ese tipo te despachara de semejante manera? ¡Y encima le das las gracias!
Su tono denotaba asombro.
—¿Qué querías que hiciese?
—Mandarle a la mierda. ¡Y soltarle algo gordo!
—No se me ocurrió nada adecuado.
La muchacha se mantuvo callada mientras se alejaban de la funeraria y doblaban una esquina tras otra en dirección a Pacific Avenue. A Vincent todavía no se le ocurría nada. Por fin dijo Linda:
—Tendrías que haberle dicho algo como: «¿Por qué no se mete una manguera por el culo, míster Bertoia, para que le salga el líquido embalsamador y sea usted capaz de actuar como una persona viva, con sentimientos?».
—¿Quieres que volvamos atrás?
—A ti no te gustaría.
—Pero haría efecto.
—La idea no me parece mala, aunque sería mejor que primero hablases del líquido embalsamador y terminaras aconsejándole que se metiera una manguera por el culo, como aguijonazo final. ¿Me entiendes?
—Sí.
—Habría que soltarle algo así como: «¿Sabe cuál es su problema, míster Bertoia? ¡Pues que tiene usted la sensibilidad de una… de una piedra!». Tal vez le hiciera efecto. Plantarle que es un asqueroso insensible.
—¿Te sientes aliviada?
—No mucho.
—Dime ahora qué debo hacer con la pobre Iris. ¿Devolverla a Puerto Rico?
—¿Crees que le importa?
—Me imagino que preferiría estar aquí.
—Incluso en su estado actual —asintió Linda—. Y yo tengo sus ropas, unas cuantas joyas de fantasía, un papagayo trabajado a mano la mar de bonito…
Linda se proponía hablar con los directores comerciales de varios hoteles para ver de conseguir trabajo, y quería empezar por el Golden Nugget. Vincent la dejó allí, dio una propina al portero y le pidió que vigilara el coche mientras él hacía una rápida llamada telefónica. El portero se le quedó mirando, con la moneda en la palma de su mano enguantada de blanco.
Oyó decir esto a Dixie Davies:
—¿Estás seguro de que es lo que quieres hacer?
—Veremos qué sucede —contestó Vincent desde una cabina telefónica separada del vestíbulo.
—Ricky anda por ahí, pese a la lluvia. Debe de ir recaudando su comisión de las apuestas de carreras de caballos. O practicando la usura, no lo sé. Entró en el café Satellite del Boardwalk, hace cosa de dos minutos. Solo.
—Gracias, Dix —dijo Vincent, y añadió—: ¡Espera un momento! ¿Qué sabes de un tipo llamado Ching?
—Frank Cingoro —le informó enseguida Dixie—. El Ching. Estuvo aquí. Es uno de los veteranos que aún corren por el mundo. Lo suyo era el homicidio. Dicen que ahora es un honorable consejero, reintegrado mientras Sal cumple sus dos años.
—Estuvo en el apartamento la noche en que Ricky hacía de portero —explicó Vincent.
—¿Quién te lo dijo?
—También estuvo allí Jackie Garbo. De Spade’s. ¿Le conoces?
—De nombre —respondió Dixie—. Trataremos de conocerle mejor.
—¿Por qué no te ocupas tú de eso, por el momento? —propuso Vincent—. Podría convertirse en una confabulación del juego ilegal, que nos sirviera para hacerlo saltar todo. ¿Dónde está, si no, tu investigación de homicidios?
—En el mismo punto —confesó Dixie—, En ninguna parte.
—Café Satellite, Boardwalk…
—Eso mismo. Cerca de St. James Place.
Vincent se hallaba ante el mostrador, ocupado en secarse la cara y las manos con servilletas de papel. A través del empañado vidrio veía el Boardwalk, aquella gran extensión de tablaje en forma de espinapez, desierto en aquella tarde lluviosa. Dio media vuelta, se pasó otra servilleta por la barba y saludó con un gesto a un viejo, el único cliente del local a aquellas horas, que le observaba desde su rincón. El anciano, que llevaba gafas, leía un periódico doblado a lo largo. El local era estrecho, decorado en formica amarilla y madera oscura. En un extremo del mostrador había dos camareras sentadas cara a cara, en animada conversación. Vincent esperó. La que estaba frente a él le vio y se puso de pie, alisándose el uniforme y el delantal, ambos de color amarillo. Vincent se instaló en un taburete cuando la mujer se le aproximó con un menú en la mano.
—Sólo tomaré café. Negro, por favor —dijo, y cuando la tuvo delante comentó—: No veo al jefe…
La camarera no se movió.
—Está ocupado —contestó, y se apartó rápidamente de él.
Vincent fumó dos cigarrillos y echó una ojeada al menú, para entretenerse con algo, hasta que se abrió la puerta de la cocina y por ella salió el propietario, seguido de Ricky. Vincent dedujo que aquel hombre de cierta edad, que encima de la camisa y de la corbata llevaba un grueso jersey, y cuya mano derecha aparecía envuelta en un paño de cocina, era el dueño. En el otro reconoció enseguida a Ricky Catalina, ya que había visto su cara picada de viruela en cuatro distintas series de fotos de la policía, con los negros cabellos cada vez más cortos. Cuando el dueño y Ricky pasaron por delante de él, al otro lado del mostrador, Vincent pudo comprobar que el primero sufría. Sostenía en alto la mano vendada con el trapo, y al llegar donde estaba la caja, la miró ceñudo, como si, de pronto, su manejo no le resultara familiar. Ricky le hundió dos rígidos dedos en las costillas, y el hombre pulsó entonces un botón con su mano izquierda. La caja registradora se abrió.
Vincent Mora bajó de su taburete y se acercó al mostrador para la venta de tabaco, donde se hallaba también la caja. Y mientras el viejo entregaba dinero a Ricky, oyó que éste decía:
—Aquí falta algo.
Ese Ricky tenía mejor aspecto que en las fotos, aunque se le veía el cutis estropeado y, con aquella luz, su color resultaba cetrino. Tenía exceso de peso, era rechoncho y más bajo que Vincent, que ahora le miró a los ojos vidriosos y descubrió la expresión estúpida de quien se limita a ir por la vida pisando mierda. A Vincent no le costó nada imaginárselo blandiendo un hacha sobre la espina dorsal del otro hombre, mientras su rostro permanecía totalmente pétreo…
Mora depositó un billete de dólar sobre la alfombrilla de goma situada junto a la caja registradora, y dijo:
—Un café.
Ricky tomó enseguida el billete, a la vez que dirigía a Vincent una mirada mortecina, pero que le estudiaba a través de los pesados párpados. ¿Practicaba quizá delante de un espejo? Añadió el dólar al dinero que tenía en la mano, formó un rollo con los billetes, lo sujetó con una goma colorada y se lo introdujo en el bolsillo delantero de la chaqueta.
—¿Y mi cambio? —preguntó Vincent.
—¿Ha tomado un café? Vale un dólar.
—En la carta pone cincuenta centavos.
—Ha subido.
Vincent miró al viejo y vio el sufrimiento en sus ojos.
—¿Qué le ocurrió en la mano? —quiso saber.
—Fue un accidente —contestó Ricky, saliendo de detrás del mostrador para dirigirse a la puerta, y desde allí se volvió para decir—: Nos veremos mañana, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, sí —respondió el hombre de edad con un acento especial.
Ricky le miró y pareció a punto de añadir algo, pero empujó la puerta y se fue.
Vincent Mora siguió un momento en su sitio. Las dos camareras habían acudido junto al dueño, preocupadas, posando las manos en sus brazos. El viejo estaba pálido y sudoroso, como si fuera a sufrir un shock.
—¿Qué le hizo ese hombre? —inquirió Vincent, pero el dueño no le oyó, y en su lugar contestó una de las camareras.
—¡Déjenos, por favor! —dijo con voz reveladora de angustia, y Vincent obedeció.
Siguió a la encogida figura de Ricky a lo largo de las fachadas llenas de comercios de Broadwalk. Al final de la manzana, el individuo torció hacia una escalera que desembocaba en St. James Place, donde en un callejón sin salida estaba aparcado un Cadillac Eldorado.
Ricky permanecía junto al coche, ocupado en sacar las llaves. Alzó la vista cuando Vincent descendía la escalera. Ricky hizo una pausa. Una vez estuvo Vincent abajo, el delincuente se encaminó hacia un bar que había a escasa distancia. Antes de entrar, volvió a detenerse. Vincent le siguió.
Dentro estaba muy oscuro. Vincent pidió un whisky y preguntó al camarero:
—¿No hay nadie más?
El hombre meneó la cabeza y dijo:
—Verá… Yo únicamente trabajo aquí… La gente no se anima a entrar… Y si alguien lo hace, va para él…
Ricky se había sentado cuatro taburetes más allá y bebía una cerveza. Vincent estudió las botellas que había detrás del mostrador, intentando leer las etiquetas y las marcas. Se dio cuenta de que Ricky le observaba. Cuando éste se retiró a los lavabos, Vincent le dijo al barman:
—¿Podría prestarme un cuchillito como el que usa usted para cortar limones?
El hombre le ofreció uno de filo serrado.
—¡Eso mismo; gracias! ¡Ya se lo devolveré!
El hombre le vio alejarse con su cuchillo, y no pareció importarle.
Vincent sabía que las puertas del Eldorado estaban cerradas con llave, pero probó suerte con la del copiloto. Luego miró a su alrededor y se asomó a oscuros espacios abiertos a los lados del Boardwalk, semejantes a pozos de mina con soportes de madera; vio escombros y botellas vacías —necesitaba algo con mango que pudiese sostener con una mano—, volvió a repasarlo todo y descubrió la máquina niveladora, los montones de cascotes delatores de que allí habían derribado algún viejo edificio… Vincent rebuscó y, por fin, eligió un pedazo de obra que pesaría unos diez kilos.
Cuando Ricky salió del bar, Vincent se encontraba junto a la parte trasera del automóvil, con la mano derecha dentro de su impermeable y el brazo izquierdo cruzado delante del pecho.
Ricky se acercó por la acera con paso cauto.
—¿Qué coño hace aquí?
Vincent se preguntó si el tipo sería bueno peleando cara a cara, sin armas. No debía de ir armado, ya que se hubiera arriesgado a pasar dos años a la sombra.
—¡Apártese de mi coche!
—Alguien le rompió el cristal de la ventanilla —dijo Vincent.
—¿Dónde?
Ricky corrió hacia el vehículo; Vincent señaló con la cara hacia la ventanilla del conductor, y el hombre se apresuró a comprobar lo ocurrido. El policía se mantuvo detrás de él.
—¿Qué dice usted? —exclamó Ricky, desconcertado—. ¡El cristal está entero!
Vincent le miró con una expresión extraña, sacó de pronto el trozo de obra que llevaba escondido debajo del chubasquero y lo arrojó contra el cristal de color, que quedó hecho añicos. Seguidamente se volvió hacia Ricky y le dijo:
—No. ¡Está roto! ¿Lo ve?
Ricky quedó boquiabierto y balbució:
—¿Está usted loco? ¿Loco de remate?
A Vincent le gustó la pregunta, y también le divirtió la especie de shock en que Ricky parecía hallarse. Era la primera vez que sus apagados ojos cobraban cierta vida, aunque fuera para expresar confusión. No sabía qué le pasaba. Su cara, picada de viruelas, mostraba un sorprendente aspecto de vulnerabilidad y tristeza. Estaba perplejo y aturdido.
Vincent dejó caer el trozo de cemento. Ricky miró al suelo y, entonces, Vincent le agarró por la chaqueta y por los pelos y le golpeó contra el coche.
—Abre las piernas —le ordenó a continuación—. ¡Abre las piernas, maldita sea!
Y le golpeó en las espinillas hasta obligarle a que se apoyara. Ricky levantó una mano y protestó furioso.
—¿Qué coño se ha propuesto hacer? —jadeó.
Vincent agarró aún con más fuerza el mechón de cabellos de Ricky, hizo chocar su frente contra el curvado techo del automóvil y dijo:
—¡Todo lo que me dé la gana, Rick! Todo lo que me dé la jodida gana… ¡Y ahora dame tus llaves!
Vincent se las devolvió cuando los dos estuvieron dentro del coche; Ricky al volante, sometido, retrocedió hacia el solar de la casa derruida, maniobró hasta enfilar la Pacific Avenue, y sólo entonces empezó a recuperarse y a echar miradas a Vincent. En sus ojos aparecía de nuevo aquella expresión apática. Vincent sacó su pistola —una automática de 9 mm— y se la colocó en el regazo, apuntando a Ricky; el delincuente dijo:
—¿Adonde quiere ir? ¿A Northfield?
—Atlantic Avenue.
—Se va a meter de patas en la mierda, si vamos a Northfield. Alguien tiene que pagarme la ventanilla rota. ¿Qué carajo le pasó por la cabeza? ¿Está usted loco, o qué?
—Tuerce hacia la derecha.
—No es ése el camino.
—¡Tuerce hacia la derecha! —insistió Vincent.
—¿Adonde me lleva, por Dios? ¡Mierda, me estoy mojando!
—Pon tu atención en lo que tienes delante —ordenó Vincent, a la vez que escuchaba el ruido monótono de los limpiaparabrisas mientras circulaban por Atlantic Avenue, ahora desierta; y cuando faltaba poco para su extremo doblaron hacia el norte por la zona del abra. Vincent buscaba un lugar aislado, pero le convenía actuar con pies de plomo. Al final creyó haberlo encontrado cuando se aproximaron a la dársena de Gardner y se introdujeron en la vacía zona de estacionamiento situada frente a la desembocadura del canal de Absecon.
—Sigue adelante, hasta la escollera, y para allí.
En la dársena había botes de pesca amarrados, pero no se veía por allí alma viviente, ni tampoco había casas cerca.
—¿Adonde conduce ese puente?
A través del parabrisas, que pese al mecanismo limpiador presentaba una película de agua, se distinguía a intervalos un lejano arco de obra.
—A Brigantine —gruñó Ricky—. ¿Adonde, si no? —Y de súbito agregó—: ¡Un momento!
—¿Qué es aquello de allá? ¿Un hotel?
—Harrah’s —contestó Ricky—. ¡Ni siquiera tiene idea de dónde está! ¿Quién demonios es usted? Procede de Northfield, ¿no?
—Piensa lo que quieras —replicó Vincent—. ¿Qué hacemos aquí?
Los ojos de Ricky se estrecharon, a la vez que se posaban en la azulada Smith & Wesson.
—Usted es de la poli. Esa pistola es la que lleva la policía…
—¿Qué le hiciste a aquel pobre viejo?
~¿A qué viejo?
—Al del restaurante… Quizá pagaba mal, y le apretaste la mano contra la parrilla…
—¡Váyase a la mierda! Usted quiere joderme, ya lo veo, y yo no tengo por qué decirle nada.
—Se te ha antojado que soy policía, ¿eh? —dijo Vincent con un movimiento de hombros—, ¡Tanto me da!
—Sé de sobras que lo es —replicó Ricky—. Algún tipo nuevo, venido a demostrar a esos otros imbéciles que no saben hacer nada de nada…, ¿acierto?
Vincent movió lentamente la cabeza.
—Soy Vincent el Vengador, Ricky.
—¿El qué?
—Simplemente cumplo con mi deber.
—Oiga…, ¿cómo sabe mi nombre?
—Me enviaron expresamente.
—No le había visto en mi vida. ¿De dónde viene?
—De Miami.
—Le enviaron para…
—Tengo entendido que la jodiste, Rick. Mataste a una tía y luego te arreglaste con la pasma, ¿no?
—¡Usted está loco! —protestó el delincuente—. ¿De qué coño me habla?
—La arrojaste al vacío desde el balcón de un decimoctavo piso…
—¿Qué? ¿Se refiere a aquella zorrita portorriqueña? ¡Jamás me arrimé a ella! Yo estaba en Brigantine, pasé allí casi toda la noche. ¡Puedo probarlo!
—No me vengas con cuentos —le cortó Vincent—, Eso tendrías que habérselo contado a Frank. Le debiste de explicar una bonita historia, pero él pensaría que era un saco de mierda. De otro modo, yo no estaría aquí.
—¿Frank? ¡Un momento! ¿Frank qué más? ¿De quién hablamos?
—Le llaman Ching o Chingo. Apenas le conozco, pero él me indicó dónde dar contigo, y cómo quería que yo actuara…
La mano izquierda de Vincent se introdujo debajo del impermeable y salió con el cuchillo que le había prestado el barman.
—Voy a preguntarte algo… ¿Ves cómo suelo hacerlo?
Y con la punta del cuchillo le tocó la frente.
—Pero Frank lo quiere según su costumbre. ¡Ya sabes…! Simplemente, te hice una demostración. Pero recuerda que te pregunté algo…
—¿De qué mierda habla?
—Mi pregunta es ésta: ¿te corto la polla y te la meto en la boca antes de pegarte un tiro?
—¡Eh, un momento! No me venga con salvajadas…
—¿O te mato primero y luego te corto la polla? Siempre me lo pregunté —prosiguió Vincent—, ya que no estoy muy familiarizado con las costumbres de unos tipos como vosotros… También cabe la posibilidad de…
—Aquí hay un error —le interrumpió Ricky—. Alguien cometió una jodida equivocación.
—En eso aciertas —señaló Vincent—. Nunca debiste haber dado el chivatazo. ¿Te ofrecieron inmunidad?
—Yo nunca les conté nada.
—O quizá no hubieras tenido que hacerle eso a la portorriqueña… Aunque ya te digo que yo no conozco del todo esa historia, porque nadie quiere entrar en detalles, y todo lo que hacen es echarse la pelota unos a otros.
—¡Escúcheme! Puedo demostrarle que yo nunca tuve nada que ver con esa chica.
—No es eso lo que dice Frank.
—¡A la mierda con él! Ni siquiera me habló jamás de esto. ¿De dónde saca ahora semejante invento? ¡El muy jodido! Ahora se vale de la ausencia de Sal para meterme a mí en un lío. ¡Así es la cosa, y nada más! Estoy harto de… —Pero se interrumpió y, de pronto, dijo—: Escuche… Usted no tiene nada contra mí, ¿verdad? Como ha reconocido, no le impulsa ningún motivo personal, sino que sólo cumple con su trabajo. Simplemente, le pagan, y tiene que cumplir. Sé en lo que se ve enredado, pero présteme atención durante un minuto. Yo no maté a esa zorra. Si acaso, lo haría ese colombiano de mierda, Benavides, con el que yo no tengo absolutamente nada que ver. ¡Estoy dispuesto a probarlo! Yo pasé toda la noche, hasta las cinco de la mañana, con dos o tres amigos. La chica fue asesinada a eso de la una. No tengo nada que ver con el asesinato, ni tampoco le fui con el chivatazo a nadie. Lo que la poli grabó, puede escucharlo. Puede estar seguro de que detrás de todo esto está Ching, el muy jodido. No sé por qué está empeñado en jorobarme, pero no para de hacerlo. ¡Mierda! ¿Se entera de lo que le estoy diciendo? A usted tanto le importa que haya sido un tío u otro, ¿no? Al fin y al cabo no le afecta. Así pues, aguce el oído… Supongo que no le importa quién le pague, ¿verdad? ¿Cuánto le da ese Ching?
Vincent tuvo que reflexionar brevemente. La cosa tomaba un giro interesante, que quizás ofreciese nuevas posibilidades.
—¡Venga, diga una cantidad!
—Veinticinco —contestó Vincent.
—¡Una mierda! El Ching podría conseguir lo que quiere sin necesidad de pagar nada. Hay tipos, y estoy dispuesto a darle los nombres, que pagarían por servirle.
—Tal vez, pero pidió alguien de Miami, y aquí estoy —le cortó Vincent.
—Tanto me da que pidiese alguien a la China. Ese tipo no le paga veinticinco. Yo le ofrezco diez, para que se esfume. Pero… ¡espere! Tiene que llamarle y decir que no me encontró, que no estaba allí. Manténgale entretenido durante dos o tres días… No pido más que eso.
—Está bien. Dame el dinero —dijo Vincent.
—¡No lo llevo encima, caramba! ¿Acaso supone que ando por el mundo con diez de los grandes encima?
—¿Qué piensas hacer, pues? ¿Enviarme un cheque? Creo que voy a seguir con mi plan. ¡Sal del coche! —ordenó.
—¡Qué carajo! ¡Sabe que no puedo llevar encima esa cantidad! Pero podemos llegar a un acuerdo. Le mandaré el dinero dentro de los dos próximos días. Adonde usted quiera.
—No cumplí en vano treinta y nueve años, Rick…, y no acepto acuerdos semejantes. Quiero ver el dinero.
—¡Le juro por Dios que se lo pagaré! Tiene usted mi palabra de honor. ¿Diez de los grandes, o lo prefiere en billetes de cien? Como quiera. Nos encontraremos en… ¿El Satellite, del Boardwalk? ¿Qué me contesta?
—¿Dónde vives?
—¿Quiere venir a mi casa? Vivo en Georgia Avenue. ¿Sabe dónde está Angeloni? Pues al lado.
Dio el número a Vincent, mientras éste le observaba fascinado, dada la expresión de honradez que Rick procuraba dar a sus ojos.
—¿Quieres demostrar tu buena fe? —dijo entonces Vincent.
—¿Cómo? ¡Explíquemelo!
—Dándome el dinero que llevas en tu chaqueta.
—Suyo es… ¡Tómelo!
—Ahora sal del coche.
Lo hizo, pero vacilante y cauteloso.
—Llegamos a un acuerdo, ¿no?
Vincent arrancó de la ventanilla un fragmento de vidrio y se sentó al volante. Ricky permanecía bajo la lluvia con los hombros encogidos, esperando.
—Nos veremos pasado mañana —dijo Vincent—. A las cuatro, si todavía estás entero.
Regresó a St. James Place, dejó el Eldorado donde lo había encontrado y con las llaves puestas. Sin resentimiento. Su Datsun aguardaba en un aparcamiento de la misma calle, algo más arriba. Pero antes volvió al café-restaurante Satellite. La camarera que estaba detrás del mostrador le reconoció.
—¿Cómo está el jefe?
—En el hospital.
Vincent le entregó el fajo de billetes y, al ver que la mujer vacilaba, la obligó a aceptarlo.
—No me diga nada —suplicó ella—. No quiero saberlo.
Vincent Mora utilizó el teléfono de fichas para llamar a Northfield y le anunció a Dixie:
—Ricky no lo hizo.
—¿Estás seguro?
—En un noventa y nueve por ciento.
—¿Y cómo lo sabes?
—Él me lo dijo —respondió Vincent—. Pero es igual. Ahora tendrás ocasión de acusarle de intento de homicidio. Espero que no pase de intento. Porque pasado mañana es posible que me ataque…
Vincent regresó a la esquina, pese a estar cansado, llegó a la escalera que conducía a St. James Place y se detuvo a medio camino, muy despierto, recordando el Eldorado tal como lo viera poco más de una hora antes, desde el mismo ángulo elevado, con Ricky sacando las llaves… ¡Pero para abrir el maletero, y no la puerta!
Porque aquél era día de cobros, claro, según había dicho Dixie Davies, y Ricky andaba ocupado con lo de las carreras de caballos, de los juegos de cartas y demás, persiguiendo a quienes les debían o estaban sujetos a usura. Vincent abrió el maletero, y allí estaba la bolsa de lona azul con correas y hebillas y prácticos bolsillos, y fajos y fajos de billetes sujetos con tiras de goma roja.
El barman del hotel Holmhurst dijo:
—¿Qué tal? ¿Sigue ganando?
Vincent había pedido un whisky doble para llevárselo a la habitación, y con la otra mano agarró la bolsa de lona azul que había dejado encima del taburete.
—¡No se imagina usted lo que tengo aquí dentro…!
—No, probablemente no —dijo el barman.