14

VINCENT condujo el coche alquilado a través de la lluvia, carretera de la costa abajo: hasta el extremo de Absecom Island. Montones de dinero y grandes villas, sí…, pero aquello le pareció muy árido. Los árboles eran sumamente escasos. El estaba acostumbrado a las costas de Florida. Había allí viejas casuchas de madera junto a blancos y modernos chalets de esquinas redondeadas, tan poco parecidos entre sí como un retrete y una nave espacial. Quizá, de lucir el sol, aquello tuviese más aspecto de lugar de veraneo… Encontró la casa de Donovan y quedó asombrado al comprobar que era una de las viejas, con picos y aleros y un porche montado sobre soportes de ladrillo y que rodeaba todo el edificio.

Reconoció a la sirvienta: la misma que le abriera la puerta en Isla Verde. También ella le reconoció, por la cara que puso. Sin embargo, Vincent preguntó:

—¿Se acuerda de mí?

Dominga le sonrió y, llevándose una mano al mentón, explicó:

—Sí; por la barba…

—¡Ah, mi barba! —dijo Vincent—, Estoy contento de haberla conservado, porque me abriga. ¿No pasa usted frío, aquí?

—¡Huy, sí! Desde que vinimos, no he dejado de tiritar.

Dominga le invitó a entrar, y el policía le comentó que, por su gusto, estaría en Puerto Rico.

—¿Deseaba usted ver a míster Donovan?

—Eso quería, sí.

—Pues tiene mala suerte.

—No está en casa, ¿eh? ¿Y la señora?

La chica meneó la cabeza.

Me pareció haberles visto hoy en el hotel…

En la casa reinaba un silencio absoluto. No obstante, había en ella una confortable sensación de vida: los alegres colores de la sala de estar, una galería de pinturas, un recipiente de los indios taino encima de la repisa de la chimenea. Era semejante a una urna, o a como él se imaginaba una urna. Aquella misma mañana había hablado por teléfono con Linda. Tenían que decidir lo que se hacía con los restos de Iris. Con sus cenizas, mejor dicho. Una urna de acero inoxidable costaba treinta y nueve dólares, pero las había de bronce sólido, que costaban hasta novecientos dólares.

Vincent extrajo un cuaderno de notas del bolsillo de su impermeable y le dijo a Dominga:

—¿Podría pedirle un favor? Mire…, tendría que llamar a casa de míster Garbo, en Longport. Conoce a ese señor, ¿verdad?

—¿A míster Garbo? ¡Sí!

—Aquí tiene el número. Pregunte por LaDonna Padgett, El nombre está escrito al lado.

—Ya lo veo.

—Le agradeceré que le diga que míster Mora sale ahora de casa de míster Donovan y pasará a verla. Esto es todo. ¿Tendrá la amabilidad de telefonear?

—No hay problema —respondió Dominga—. Anunciaré a esa señora que míster Mora acaba de salir de aquí en dirección a su casa.

—Perfecto —dijo Vincent.

—¿Es eso lo que preocupa a Tommy? —exclamó LaDonna—. Jackie me preguntó un centenar de veces si estaba segura de no haber dejado nada, y yo le dije: «¿Qué pude dejar? No me quité ninguna prenda, salvo probablemente los zapatos, ya que aprovecho cualquier ocasión para descalzarme. ¡Ya lo sabes! Pero difícilmente pude marcharme de allí sin los zapatos, ¿verdad?». Repito que Jackie me lo preguntó infinidad de veces, después de que la noticia apareciera en la prensa y nos enteráramos de lo ocurrido. Es angustioso, ¿no?

LaDonna le había pedido que colgara el impermeable en la puerta del armario empotrado que daba al recibidor, para que se secara; dijo que se descalzara, si le apetecía —ella ya se había quitado sus zapatos—, y le condujo a una habitación decorada con elementos veraniegos, con un gran ventanal como protección contra el mal tiempo, que ese día mantenía la pieza sumida en una silenciosa oscuridad.

LaDonna vestía un grueso jersey de pescador que casi cubría el blanco pantalón corto que llevaba debajo.

Vincent inquirió:

—¿Fue Iris la única que se quitó a ropa? ¿Nadie más lo hizo?

—Yo no había ido para eso —contestó LaDonna—. Resultó muy violento, sobre todo por ser yo la única mujer, aparte de Iris. ¿Me entiende? A ella parecía importarle poco, porque se paseaba desnuda de un lado a otro. Una chica de esa edad puede permitírselo, ya que no teme que su trasero parezca un saco lleno de requesón. Yo hago ejercicio, ¡no vaya a creer…! Pero… no sé si alguna vez intentó usted que se le adelgazaran las posaderas… ¡Es imposible, vaya! Yo no ceso de decirle a Jackie que tiene que perder peso. Come una barbaridad, y también bebe demasiado… ¿Le apetece otro Bloody Mary? A mí, sí.

—Yo mismo lo prepararé; gracias.

—No, no, ¡quédese sentado! —dijo la mujer, levantándose del sofá con un esfuerzo—. ¡Maldito tiempo! Me gustaría poder hacer alguna cosa, aparte de tragarme un serial tras otro… Los veo en compañía de la muchacha, pero hoy es su día libre. ¿Le gustan mis Bloodies!

—Lo hace riquísimo.

—Jackie me enseñó.

—De todos modos, si no le sabe mal me pasaría ahora al whisky. ¿Tiene?

—Aquí no falta nada: crema de menta, coñac, martini… ¿Le gusta el amaretto? ¡Es muy bueno!

—No; gracias. Me quedo con el whisky.

LaDonna Holly Padgett, otrora miss Oklahoma, se puso unas gafas oscuras de gruesa montura. Si ella ya era alta, la rubia cabellera que llevaba amontonada encima de la cabeza todavía la hacía parecer más espigada. Fijó la vista en la enorme masa gris de cielo y océano, permaneció así durante unos momentos y, de pronto, hizo un gesto como si despertara. Vincent la vio cruzar la pieza en dirección al mueble bar: descalza, con sus largas y hermosas piernas cuyos muslos cubría parcialmente aquel informe jersey de pescador. Su piel era limpia y lisa. LaDonna conservaba una considerable belleza. Vincent se la imaginó en el brillante acto de la elección, diciendo que amaba la democracia, era amiga de los animales pequeños, y que creía en la pareja. El policía calculó, al verla moverse, que al menos había tomado un par de Bloodies antes de su llegada.

—¿Estuvo usted allí las dos noches?

LaDonna usaba una medida de cristal para verter en el vaso, exactamente, una onza y media de vodka.

—No sé a qué se refiere.

Echó el líquido en su vaso, reflexionó brevemente y añadió un rápido chorro de la botella.

—Pregunto si estuvo en el piso.

—¡Ah! ¿Con Benny, quiere decir? Claro, usted ya sabe que Jackie tenía que estar a su entera disposición y acompañarle a todas partes.

Agregó a su cóctel tres cucharaditas de Lea & Perrins, y seguidamente se inclinó sobre el vaso para echar una, dos, tres gotas de tabasco a su Bloody Mary.

—Tommy no habló mucho —señaló Vincent, observando cómo añadía zumo de tomate al cóctel y lo removía—. No pude averiguar exactamente qué noche estuvo allí.

—¿Quién?

—Tommy.

—¿Quiere el whisky con hielo?

—Sí, por favor.

LaDonna le sirvió un drink generoso, volvió a su sofá y, de súbito, se paró.

—¿A qué se refiere al decir «qué noche»? Tommy no estuvo allí para nada. ¿O quizá sí? —dudó de repente—. Ahora me ha confundido usted.

Vincent estaba sentado en un mullido sillón cubierto por una funda, con un cenicero en el brazuelo. Encendió un cigarrillo y observó cómo la mujer se sentaba en el suelo, apoyada en el sofá, procurando no derramar su cóctel.

—Creo que aquí estoy más segura —dijo LaDonna—, No me puedo caer… Y es que me siento un poco rara, ¿sabe? Como si incubara una gripe o algo por el estilo…

Vincent explicó que debía hablar con todas las personas que habían estado una de aquellas noches en el apartamento y averiguar si ninguna de ellas había olvidado nada. Aunque se tratara de una caja de cerillas. Tommy no deseaba que relacionasen nada con él. Según LaDonna, porque temía que eso entorpeciese sus negocios.

—Veamos —dijo Vincent—. En el piso había un jugador profesional…

—Dos —señaló LaDonna—. Además estaban Benny y aquel otro tipo llamado Ching. Aunque lo cierto es que ese Ching no es tan rastrero como el colombiano… Se mostró bastante amable, a pesar de que, a mí, me asusta…

—¿Ching? —preguntó Vincent.

—¡No me diga que no conoce a Chingo! ¿Dónde estuvo hasta ahora? Y también estaba el Moose, desde luego. ¡Menos mal! Es divertido hablar con él, porque es un tío frío, frío, pero en el fondo tiene un gran sentido del humor. Es de aquellas personas que lo dicen todo sin inmutarse ni sonreír. Sin embargo, tú te das cuenta de que habla en broma. Es agradable. A Jackie no le hace gracia nada de lo que el Moose diga, porque tiene unos celos terribles. Sin embargo, es incapaz de dar dos pasos sin él. El Moose no cree que nadie del grupo tenga nada que ver con la muerte de Iris…

Vincent escuchaba atento.

—Como no fuera Ricky, uno de esos tipejos indeseables… Porque, según el Moose, Ricky quería subir, pero el Ching le hizo quedarse fuera. En opinión del Moose, Ricky es el único suficientemente loco, de todos los que él conoce, para hacer caer a la chica. Incluso para divertirse. El Moose no puede ver a Ricky porque, cuando habla de él, le llama «el negro favorito de Jackie».

Vincent era todo oídos. LaDonna continuó:

—De no tenerle a él para conversar un poco…, ¡no sé qué habría hecho! Me refiero al Moose… Qué, míster Mora, ¿bebemos algo más?

Vincent preparó dos nuevos tragos. LaDonna apoyó su Bloody Mary contra el pecho y lo miró fijamente, apoyada la cabeza contra el borde del sofá.

Vincent le preguntó si había hablado mucho con Iris. Y ella respondió que Iris era de aquellas mujeres que sólo hablaban con hombres. Había conocido a otras chicas semejantes en las pasarelas. En general eran amables y sinceras, pero siempre había, en los concursos, alguna que otra desdeñosa. LaDonna añadió que le resultaba extraño estar de nuevo en Atlantic City. ¡El tiempo pasaba tan deprisa…! Parecía que sólo hiciera un año de todo aquello.

—Fui elegida miss Simpatía.

—Ya veo por qué —dijo Vincent.

—Más vale ser simpática y tratar de llevarse bien con una persona como Jackie. Es tan… Digamos que… ¡está tan pagado de sí mismo! Yo no soporto su manera de hablar, su lenguaje… ¿Puede tragarlo, usted?

—Entonces… ¿por qué sigue con él?

—Cuando salimos, no para de hablar. Cuando volvemos a casa, por el contrario, no abre la boca como no sea para insultarme. Francés dice que ella no lo aguantaría. Hablé con ella… Nos conocemos de Las Vegas. Es una mujer muy lista. De otro modo no estaría en el puesto que ocupa. ¡Arriba de todo! ¿Sabe una cosa? Yo sospecho que a ella le gusta Jackie, y que lo que busca es hacernos reñir. Por eso me dice: «¿Cómo diablos le aguantas?».

—¿Y por qué lo hace, en realidad?

—Verá… Francés dice que vale mucho para llevar un casino y todo eso. Usted ya lo sabe, ¿no? Además es divertido. Puede serlo, cuando le da la gana. Cuando estábamos en Las Vegas soltaba cada reniego de miedo, y su lenguaje era horrible, eso sí…, pero te divertías con él. Siempre hizo reír a la gente, o sea que algo tiene. Pero ahora… creo que está asustado, aunque no quiera admitirlo.

—¿Asustado de qué?

—Esos tipos… ¿Usted qué piensa? Yo también tengo miedo… ¿Sabe qué es lo que más me asusta? Pensar que, a lo mejor, estamos comiendo en Angeloni o uno de estos sitios, y entra un tipo con una ametralladora dispuesto a matar a alguien, como tantas veces sale en los periódicos. Los cuerpos quedan tendidos en el suelo, en medio de un charco de sangre… Y que Jackie y yo resultamos muertos por haber compartido una comida con un individuo de ésos. Sólo de imaginármelo, se me pone la carne de gallina…

—No me extraña —dijo Vincent.

—Ni siquiera me gusta ya la comida italiana. Nada más de oír mencionar los fettucini con salsa de almejas, ya me vienen náuseas. Antes no conocía ese plato… Jamás había probado las almejas… En Tulsa, quiero decir. ¡Ay, no sé lo que me digo…! Fui a Wilson. Nunca había oído hablar de los fettucini… Y usted quizá no haya oído hablar nunca de Wilson, ¿eh? Había allí una chica, mi mejor amiga, que se llamaba Melanie Puryear… Tenía una forma muy especial de firmar, así que se la copié y estuve escribiendo mi nombre, LaDonna Holly Padgett, hasta que por poco se me cae el brazo. LaDonna Holly Padgett… ¡Venga a llenar hojas con mi nombre! Melanie escribió en mi agenda… ¡Ay, no, por Dios, que fue Marilyn Grove! Me puso: «Reluce, reluce, de Wilson la estrella… LaDonna, ¡qué lejos llegará ella!». Era Marilyn, sí… Porque yo ya había sido elegida miss Tulsa Raceway, para entregar trofeos. Una vez, ¡ay!, creí que debía besar a un viejo que había ganado una carrera. Pero él se limitó a darme la mano. ¡Me parecía imposible! En cambio, y eso no lo olvidaré nunca…, Corky Crawford me agarró para estamparme un beso formidable en la boca, y la gente chillaba y lo celebraba como loca…

Vincent oía caer la lluvia.

—Pues sí —prosiguió LaDonna—. Fui elegida miss Simpatía… —y, alzando la vista para mirar al hombre, agregó—: Me pelo el jodido trasero tratando de ser simpática… ¡Fíjese en mí!