12

CUANDO Moosleh Hajim Jabara tenía dieciséis años y asistía al segundo curso en el Southeastern High School de Detroit, cambió su nombre por el de DeLeon Johnson. Así, quienes leyesen su nombre sabrían que era americano.

A su llegada al país, siendo todavía un niño bastante pequeño, un tío político del primo de su padre, que daba clases en la escuela, le miró con asombro y dijo:

—¡Dios mío, hijito! ¿Sabes quién eres? ¿Sabes dónde estuviste antes?

Todo cuanto sabía Moosleh era que su padre y su madre habían muerto, que él había llorado mucho y que ahora debía vivir en otro país. El tío de un primo de su padre, míster Johnson, le enseñó un mapa y explicó:

—¡Fíjate, hijo, dónde naciste! ¡En Etiopía, el reino de Hailé Selassié, el León de Judá! Bien pudieras llevar sangre suya en tus venas, por parte de tu padre. La mamá de tu mamá fue violada por un italiano…, ¡nunca lo olvides!…, y tu mamá nació a consecuencia de eso. Dicen que su familia mató al italiano con una lanza… De cualquier modo, tú no tienes la culpa de que fuese tu abuelo. Era un tipo grandote y robusto, y me parece que en eso vas a parecerte a él. Mira ahora aquí —agregó, señalando de nuevo el mapa—. Dejaste la ciudad llamada Yibuti, fuiste a Egipto, el país de los faraones, y viviste en Ismailía…, ¡qué bonito es ese nombre! Y te metieron en un barco, ¡pobrecito, a tus ocho años!, que te trajo aquí…

El muchacho quería a míster Johnson y adoptó parte de su nombre y parte del nombre de aquel valiente que, según leyera, había ido a Florida en busca del Manantial de la Juventud.

El joven DeLeon llegó también a ese estado, procedente de Michigan; entró a formar parte de los Miami Dolphins y jugó durante cinco años como extremo defensa hasta que una rodilla y la cocaína pusieron fin a su carrera, arruinando sus ambiciones, y de nada le sirvió la estatura. La droga le condujo a pasar seis meses en el penal de Dade County, y luego le tocó realizar un servicio social consistente en dar charlas para los niños. Cuando Jackie Garbo le ofreció buen dinero por hacer de guardaespaldas, DeLeon aceptó. Con respecto al trabajo, no tenía queja. Lo que no le gustaba era la forma en que Jackie hablaba de él a los demás, en su presencia, diciendo, por ejemplo, que le había elegido entre un montón de esclavos. Siempre le llamaba Moose, por lo que, para casi todo el mundo, DeLeon era Moose Johnson, dada su corpulencia.

Ahora, DeLeon se hallaba junto a la amplia ventana del despacho de Jackie, contemplando el Boardwalk y también el océano, que parecía embravecerse. Pensaba en Puerto Rico y hubiese deseado estar allí. Le gustaba la gente y la comida de la isla. Recordaba su primera visita al casino y lo atractiva que le había resultado la cúpula de estilo árabe, que invitaba a entrar y rezar… En su memoria aún resonaban algunas voces mahometanas, de cuando era pequeño. Pero, de haber permanecido en Ismailía, seguramente sería cargador de muelles, con su fuerza, en vez de vestir un traje de cuatrocientos dólares, de color gris perla, y trabajar para el memo de Jackie, que le llamó en ese instante:

—¡Eh, tú!

DeLeon se apartó de la ventana para ver a Jackie Garbo detrás de su escritorio. Sonaba el teléfono. Jackie descolgó y, con la otra mano, pareció querer pinchar el aire. DeLeon se dirigió a la mesilla de vidrio y tomó el auricular supletorio, para escuchar la conversación, como Jackie quería. Por lo visto, le convenía contar con un testigo. Quizá temiera que alguien fuese a hacerle una trastada. El hombre siempre necesita confiar en una u otra persona. En consecuencia, Jackie confiaba sus secretos a Moose, igual que le confiaba a su mujer, como si Moose fuera para él una especie de eunuco con traje gris.

DeLeon se instaló en el sofá y apoyó la cabeza en un cojín mientras oía que la voz decía por teléfono:

—Esta mañana arrestaron a Ricky. A las ocho, en su casa, y lo condujeron a Northfield.

DeLeon esbozó una sonrisa. ¡Bien! ¡Que le rasquen el culo!

Jackie preguntó:

—¿Por qué?

—¿Acaso no te lo imaginas, hombre? —dijo la voz, sin perder la tranquilidad—. ¡Lo llevarían a la sala verde, para interrogarle!

Esa voz lenta y ronca, de un típico acento barriobajero del sur de Filadelfia; esa forma de expresión de la gente dura… Era Frank Cingoro el que hablaba. Chingo. Frankie el Ching. Frank el Líder. Capo, o lo que se quisiera, a las órdenes de Sal Catalina, grande en el negocio de las drogas.

Y el canijo de Jackie intentando dar la impresión de igual dureza, al exclamar:

—¿Ah, sí? ¿Interrogarle? Bien, pero… ¿acerca de qué? ¿De todo lo que hizo el año pasado? Quizá, pero… ¡bah, que pregunten lo que les dé la gana!

DeLeon volvió a esbozar su sonrisita. ¡Bravo! Acorralaban a ese asqueroso hijo de puta. Pero la sonrisa se le heló en la boca cuando Frank Cingoro dijo a través del hilo:

—Le interrogan con respecto a la chiquita, Jackie.

Entonces se produjo el silencio. DeLeon miró a Garbo, que de súbito se preguntaría por qué demonios había que hablar del asunto, y desde dónde llamaría ese Ching. ¿Desde el bar de Catherine Street, allá en Filadelfia? Pidió a todos los santos que no fuera así… ¿O desde aquel club de Hutchinson? En cualquiera de esos sitios el teléfono estaría pinchado. El Ching debió de leer los pensamientos de Jackie en medio del silencio, porque explicó:

—Salí de White Horse Pike y estoy por el camino. Ya puedes hablar, Jackie.

Jackie se había puesto de pie, detrás de su escritorio, haciendo un movimiento como si se dispusiera a ir al lavabo. De pronto dijo:

—¡Bueno! Ricky no soltará nada.

DeLeon, por su parte, creyó que le harían cantar, y bailar también.

—No; Ricky no cantará —continuó el Ching—. Pero ahora no hablemos de Ricky, sino de la chica. Esos tipos de Northfield se juegan el culo. Quisiera saber qué descubrirán, Jackie… Ya te diré por qué.

—¿Y yo qué coño tengo que ver con todo eso? —explotó Garbo—. ¡No sé nada de nada!

Benny dice que no tocó nunca a la chica.

—¿Benny?

—Me consta que no lo hizo —gruñó Jackie—. Estuve con él aquella maldita noche, para pasarle algo.

DeLeon recordó entonces que Benny era el tipo al que el Ching llamaba Benavides, el gato de Bogotá, el sudamericano de la marihuana… Una medrosa bola de grasa, con ojos de serpiente.

—¿Y dónde está ahora?

—Partió esta mañana. El Moose le acompañó al avión de Miami.

DeLeon observó cómo le miraba Jackie, con los ojos muy abiertos, ansiando no perderse nada.

—Dime —prosiguió el Ching—. ¿Quién la empujó?

—¿Y tú me lo preguntas? —saltó Jackie, con voz desesperada—, ¡Ni siquiera tenía noticia de que la tía estuviese allí! Cuando todos se hubieron marchado, yo también me fui. No haría ni quince minutos que tú estabas fuera. Benavides se metió en una alcoba con la tía y se la tiró. Eso fue todo. Luego, nosotros le acompañamos de regreso al hotel.

Garbo contempló el montón de fotografías que tenía en la pared —celebridades en marcos dorados: artistas de cine, cómicos, showmen, algunos de ellos ya desaparecidos—, como si buscara ayuda o inspiración en sus rostros, y DeLeon no pudo contener una sonrisa ante todas aquellas estrellas de dentadura perfecta, que parecían divertirse con el aprieto en que el Ching ponía a Jackie.

—Resulta que te encuentras con una chiquita muerta, y ni siquiera sabes qué le ocurrió… Me consta, sin embargo, que no era una de las tuyas… —dijo la voz, por teléfono.

—Tommy la descubrió.

—Tommy, según yo tengo entendido, no sabe una mierda de nada… Él no controlaba a la chica. Ella decidió hacer algún negocio y tropezó con un loco que quiso tirársela colgada de ese jodido balcón, o algo por el estilo. Los tíos esos abundan más de lo que parece; la chica no cuenta con protección y se expone cada vez que se baja las bragas… A mí no me concierne demasiado esa jovencita, Jackie, pero la policía sí que se preocupa por lo ocurrido. ¿Me entiendes?

«¡Qué hombre tan ignorante! —pensó DeLeon—. Se cree muy sabio porque no está muerto. ¡Cuántos imbéciles hay en este ramo del crimen! Vulgares hijos de perra. Algunos podrían ser buenos jugadores de pelota.»

La voz por teléfono continuó:

—Todos dicen que la policía no tardará en descubrir que tú organizabas partidas de juego allí, Jackie. Sigue estando en peligro tu culo.

DeLeon se dijo que pronto harían callar a ese Ching.

—Lo menos que hará la policía, será avisar a la División de Control de Juego, ¿no? Y esos pondrán sobre aviso a la Comisión de Control, y te retirarán la licencia… ¿Ves por dónde voy? Por no tener cuidado y no seguirle la pista a la chica, puedes encontrarte con el negocio en el aire.

—¡Un momento! —exclamó el regordete y pequeñajo Jackie, que no podía creer lo que oía—. ¿Para qué monté todo eso? Tú me relacionaste con Benavides… ¡Yo no quería tener nada que ver con él!

Estaba frenético.

—Todo lo que yo vi, fue cómo rastrillabas aquellas fichas rosas y blancas —dijo la voz—, ¿Qué le sacaste? ¿Dos y medio?

—Sí… —contestó Jackie—, ¿Y voy a jugarme el culo por un pavo cada vez, esperando a que el maldito techo se me derrumbe encima? No es culpa mía, ¿sabes? ¡Ni hablar!

Volvió la espalda a las fotos de la pared y, de pronto, quedó inmóvil. Bajó la voz y susurró:

—Adiós, tú.

Yen el oído de DeLeon resonó un «clic».

Míster y mistress Donovan aparecieron en el umbral de la puerta. No habían llamado. Tommy Donovan exclamó:

—¡Caramba, Moose! ¡Hola, Jackie!

Pero la mujer, que llevaba en la mano un sobre de papel pardo, se adelantó y dijo:

—¿Nos disculpará?

—Sí, señora —contestó el guardaespaldas, sin tiempo para corresponder al saludo.

DeLeon se levantó, hizo una breve inclinación y no dejó de observar la seguridad y la intención con que ella examinaba a Jackie. Aunque eso, a él, no le importaba.

Caminó pasillo abajo en su traje de color gris perla, dándose cuenta de que, por primera vez, había visto algo… Era la mujer la que llevaba la batuta, y no el marido. Por su aspecto, parecía capaz de poder con cualquier hombre. Con sólo mover el dedo meñique.

Se hallaban en la sala de interrogatorios del Departamento de lo Criminal, sentados a la gran mesa de reuniones. Vincent vestía su nueva chaqueta deportiva y fumaba un cigarrillo. Poco más allá, Dixie leía la información facilitada por el ordenador.

—Asalto con arma blanca en Filadelfia, mayo del ochenta y dos. Rechazada la acusación. Homicidio, noviembre del ochenta y dos. Ricky mató a un hombre a cuchilladas, empleado de Bartender’s International, que examinaba un caso en Cous’Little Italy, restaurante de Filadelfia. Acusado de homicidio intencionado sin premeditación, cumplió dieciocho meses en Trenton. Con desacato a la autoridad del tribunal, se negó a testificar ante la Comisión de Investigaciones del estado de Nueva Jersey con respecto a actividades de usura; sesenta días y, luego, a la calle. Interrogado con referencia a cuatro, cinco o seis homicidios en los dos últimos años. Un testigo le vio disparar tres veces en la parte posterior de la cabeza a un individuo, cortarle luego el pene y metérselo en la boca. Esto es lo que el testigo declaró: luego el hombre desapareció y le encontramos un par de meses más tarde, con una bala en la cabeza y, también, con el pene en la boca. Aquí aparece una acusación por préstamo ilegal de dinero a un interés del ciento setenta y cinco por ciento… Y otro caso de usura… El deudor se había retrasado en los pagos, y Ricky le golpeó con un hacha, lesionándole la columna vertebral. Ese hombre quedó parapléjico y nunca más podrá volver a andar; sin embargo, no quiso declarar en contra de Ricky por temor a perder la mísera vida que le queda…

Vincent apagó el cigarrillo y se sacudió una partícula de ceniza de su chaqueta nueva.

—¿No sacaste nada en concreto?

—La cinta grabada dura casi una hora. ¿La quieres oír?

—¿Te la dejó grabar?

—¿Por qué no? No dijo nada. No vio nada. Nadie entró ni salió mientras él estuvo allí. A no ser que pasara alguien mientras echó una cabezada de un par de minutos. Aceptó el trabajo porque necesitaba dinero… Es el único vigilante del que yo sepa que lleva un Cadillac Eldorado.

—Déjame escuchar a qué suena su declaración —dijo entonces Vincent, y sacó otro cigarrillo mientras Dixie se acercaba al magnetófono para pulsar un botón.

Al sonar la voz de Ricky, Dixie Davis observó:

—La hemos cogido un poco adelantada. Escucha, ¡escucha a esa rata!

RICKY:… negocio de la construcción… Reconstrucción, mejor dicho… Reconstruíamos habitaciones, por ejemplo…, o adaptábamos un porche… Pero Sal fue enviado a Alabama, entonces, y eso fue el fin del negocio.

DIXIE: ¿Cobras por estar en el paro?

RICKY: ¡No! ¿Tengo cara de eso?

DIXIE: No pienso decirte de qué tienes cara. Esta mierda la va a transcribir una señorita joven y muy mona… ¿Quién estaba en el apartamento?

RICKY: ¿Allá donde estaba la chica? ¡Si ni siquiera era la misma noche, hombre! La noche en que ocurrió eso, yo estaba muy lejos de esa jodida casa. Había ido a Brigantine, a una fiesta…

—Bien, bien —comentó Vincent, al mismo tiempo que Dixie guardaba el aparato—. ¿Qué te parecería que yo sostuviera una conversación con ese Ricky? Sólo para hacerle un par de preguntas.

—¿En qué plan? —quiso saber Dixie al volver a la mesa—, ¿Como policía o como paisano?

—Como parte interesada. No le enseñaría la insignia ni le pondría en un aprieto, porque luego eso se volvería contra ti. Sin embargo, yo no necesitaría mostrarme con él tan cortés como tú, ¿entiendes?

El grueso bigote de Dixie se ensanchó en una amplia sonrisa.

—No necesitarías ser nada cortés ni amable con él —admitió Dixie Davis—, Pero no puedo permitir que lo hagas… Mira esta hoja. ¡Está loco!

—La noche pasada gané cuatrocientos setenta pavos jugando al black-jack. En sólo tres minutos. Cobré el dinero y me largué. —Dijo Vincent.

—¡Te admiro! —exclamó Dixie.

—Me compré esta chaqueta. ¿Te gusta? Y alquilé un coche. Bonito, por cierto. Un Datsun. De color acanelado, y marrón por dentro.

—Hará juego con tu chaqueta —bromeó Dixie—, ¿Qué otras novedades hay?

—A ver… Ah, sí. En aquel dichoso apartamento hubo juego —explicó Vincent—, Dos noches seguidas. Iris estaba allí para entretener al tío. Es un individuo colombiano, que se hospeda en el Spade’s. No sé cómo se llama, pero lo averiguaré si puedo hablar con Ricky.

Dixie no dijo nada.

—Por mucho que tú le interrogues, no le sacarás nada —insistió Vincent—, No tiene por qué abrir el pico. Deja que yo le pregunte de manera distinta. Veremos qué contesta.

Se hizo un nuevo silencio. Dixie, mirándole fijamente, dijo por fin:

—Viste a la compañera de pensión de Iris. A esa Linda…

—Todo lo que esa muchacha puede explicar, es sólo de oídas —contestó Vincent—. No ha de servirte de nada. ¿Para qué molestarla, pues? Ninguna de las personas a las que te dirijas con respecto a este asunto sabe nada —señaló Vincent—, ni soltará prenda. ¿Sabes por qué? Porque los tipos que aquella noche estaban en el apartamento tienen acojonado a todo el mundo. Acabas de hablarme de un testigo, y… ¿cómo acabó? Con un balazo en la cabeza. Y mencionaste el caso de ese hombre que, pese a quedar inválido, tampoco quiere decir nada. Supón que consigues un buen testigo… ¿Podrías garantizarle una protección? Dices que sí. Yo también lo dije no sé cuántas veces. Consigues una cooperación en casos de homicidio si se trata de papá o mamá, o simplemente de un robo… Entra un tío en una tienda, armado con una pistola… Los clientes que le ven, luego declaran. Pero ahí acaba la cosa. En cambio, si te metes con individuos como Ricky y compañía, sabes que lo más probable es que te peguen un tiro. Tú has visto lo que sucede, y los testigos que pudieses conseguir han leído lo ocurrido a otros que hablaron. Bien… Si Ricky estaba de vigilancia aquella noche, pudo entrar un tipo más corpulento que él y subir al piso. Es de suponer que tenía asuntos con el colombiano. El mismo tío que organizó el juego y le proporcionó la chica, Iris, para que le entretuviera y, además, le diera suerte… ¿No lo ves tú así?

Dixie hizo un gesto afirmativo, tras unos instantes de silencio.

—Pero tú no te ocupas de narcóticos y esas cosas. De eso se encargan otros. Tú perteneces a Homicidios. En consecuencia, procura hacerte un poco el tonto durante todo el tiempo que puedas. ¿De acuerdo?

Dixie volvió a hacer una señal de asentimiento.

—Bien. Alguien permaneció todo el día siguiente con Iris, en el piso, o volvió aquella noche, se introdujo en la casa y Jimmy no le vio. Creo que podemos confiar en su palabra de que él no vio a nadie —recalcó Vincent—, Hemos llegado a este punto, pues. Ahora, tú puedes preguntar a Ricky si sabe quién estaba con Iris, o se lo puedo preguntar yo. En esto piso terreno firme. No obstante, para hablar con ese Ricky voy a necesitar tu ayuda.

Dixie alzó la cabeza un poco más.

—No deseo ir a esa casa. Prefiero atraparle en cualquier otra parte; en la calle. Así pues, tendrás que someterle a vigilancia y decirme dónde está. Yo te llamaré de cuando en cuando, y tú me dirás por dónde anda… En un bar de Pacific Avenue, o donde sea… Es todo cuanto has de hacer. Tu agente puede largarse, ya que a ti no te conviene saber nada del asunto hasta que yo te presente mi información. ¿Qué tal te parece? ¡Ah, por cierto!, ya lo olvidaba: ¿recuerdas aquel abrigo negro que encontraste en un armario? Tú no lo vas a necesitar, y yo sé de alguien que se alegraría de tener una prenda caliente, con este tiempo. ¡Hay que ver qué frío hace!

Dixie cayó enseguida:

—¡Su compañera de pensión…! ¡Vaya por Dios!

—Te prometo que ella sólo sabe lo que oyó decir, y que yo te tendré al corriente de todo cuanto averigüe, de modo que… —dijo Vincent.

—¿A qué te refieres? —contestó Dixie, y vaciló brevemente—. No sé si debiera preguntarte…

—En caso de duda —le interrumpió Vincent—, no lo hagas.

—… si trajiste tu pistola.

—Eso puedes preguntármelo.

—Mejor que no —decidió Dixie.