11

VINCENT le explicó al barman del Holmhurst que había ganado cuatrocientos setenta pavos jugando al black-jack, en unos tres minutos. El barman le predijo que no tardaría en volver a perderlos, pero Vincent contestó que no; que iba a comprarse ropa de abrigo tan pronto como abriesen las tiendas. Se sentía bien. El bar del hotel era acogedor, todo él recubierto de madera de pino, y parecía más un saloncito particular que un local público. Fuera, la noche era fría y desapacible. Pidió otro whisky y también le contó a otro cliente —el que se sentó a su lado en el bar— que acababa de ganar cuatrocientos setenta pavos en Spade’s Boardwalk. En sólo tres minutos. El otro dijo:

—¡Caray, qué suerte! Pero si quiere conservar el dinero, váyase cuanto antes de esta ciudad.

Resultó que trabajaba en una mesa de black-jack de Resorts International, al otro lado de la calle. Había pertenecido antes a Tropicana, donde descubrió a un tipo que apartaba la vista de los naipes, pero casualmente ese individuo tenía más medios que él, y… podía decirse que le habían echado por cumplir con su deber. Cosas de la política… Si no eras del partido que tocaba, ¡una patada, y fuera!

Eran las doce y media. Linda estaría a punto de llegar… Uno tenía encima la mirada del encargado. El jefe de sala miraba al encargado de la mesa. El director de turno miraba al jefe de sala… El director adjunto del casino miraba al director de turno. Y el director general miraba al director adjunto… Y el vicepresidente de la junta miraba al director general…*

—Discúlpeme, pero tengo una cita —dijo Vincent. Y se fue. Esperó en el vestíbulo, paseando de un lado a otro al mismo tiempo que contemplaba los viejos cuadros, y ya estaba por marcharse cuando, poco antes de la una, apareció Linda. Cada vez que la veía, estaba distinta. Ahora resultaba algo rara, con aquel maquillaje, el impermeable y los pantalones tejanos asomando por debajo. Al ver la expresión de sus ojos, Vincent dijo:

—¿Qué hay?

Linda no contestó. Tomó asiento en el extremo de un sofá de cuero y encendió un cigarrillo.

—Gané cuatrocientos setenta pavos jugando al black-jack. ¿Sabes cuánto rato necesité?

—Me han despedido —dijo Linda—. ¿Sabes cuánto rato necesitaron para eso? Era lo único que tenían esos brutos de Jamaica, y van y me echan a la calle.

—¿Y por qué? ¿Qué hiciste?

—¿Cómo?

—¿Quién te dijo que te despedían?

—Ese majadero… Cedric, se llama…, el director de La Tuna. ¡Una cosa así me consume, vamos! Hubiera tenido que largarme antes, ¿sabes? Pero no lo hice… ¡Dios mío, que me echen a mí…! Es un golpe para el orgullo de una… «Yo no puedo hacer nada, nena —dijo Cedric—. Es la dirección la que me dio el encargo…»

—¿Donovan?

—Probablemente. ¡Ese hijo de puta!

—Pero Donovan es el jefe, el presidente del consejo de administración…

Linda miró a Vincent.

—Fue él quien se trajo a Iris, ¿no? Desde Puerto Rico…

Vincent permanecía con la vista fija en los oscuros cabellos de Linda, en su rostro, en sus ojos todavía muy maquillados, y preguntó:

—¿Qué quieres tomar?

—Whisky.

—No te muevas.

Vincent fue a buscar dos whiskies dobles con hielo y los llevó al vacío vestíbulo donde la chica aguardaba sentada, sola. Acercó uno de los sillones de cuero para ver mejor su cara, y Linda dijo, entonces:

—No estaba tan mal la cosa…

Hablaba en voz baja, vencida.

—¿Mal, dices? Pero si el espectáculo eras tú, sólo tú. ¡La gente te adoraba!

—Sospecho que hay algo detrás de todo esto.

Echó una bocanada de humo en dirección a Vincent, y al hombre le agradó el aroma del tabaco.

—Quizás al director de La Tuna le molestara que te llevaras todo el éxito…

—No. Creo en lo que dijo Cedric. Él no tiene nada que ver con mi despido. Precisamente empezaba a mostrarse interesado por mí.

—¿Ah, sí?

—Es lo que me hace pensar que se trata de otra cosa —dijo Linda, haciendo una pausa—. Tal vez sea por ti… O por nosotros dos.

Vincent no se movió. Seguía inclinado hacia adelante en su sillón.

—Dime por qué.

—Nos vieron juntos. Quizás en la sala, o incluso en la funeraria.

—Allí no había nadie más que nosotros.

—Quizá nos observaba alguien.

—¿Te refieres a Donovan?

Linda vaciló.

—No sé… No estoy segura.

—¿Y qué importa que nos vieran juntos?

—Tú eras amigo de Iris… Llegas desde Puerto Rico al enterarte de lo ocurrido y… ¿cuál es la primera persona con la que hablas? ¡Yo!

—¿Y supones que te han despedido por eso?

—Es posible, para sacárseme de encima. Si no trabajo para ellos, ya no tengo nada que hacer allí.

El asunto se iba perfilando.

—Está bien… Supongamos que Donovan nos viera juntos… Me pregunto qué puede importarle a él eso.

—Tú eres policía, ¿no? Pues podría sospechar, por ejemplo, que yo ande contándote cosas que no debo.

La cosa se iba animando.

—Dame un cigarrillo —pidió Vincent.

Ella le ofreció la cajetilla. Vincent encendió un pitillo, inhaló profundamente, quedó sorprendido por el frescor del mentol y miró el paquete: Kools. Siguió fumando y señaló:

—Aunque Donovan me viese, ignora que yo soy policía. Nunca nos encontramos.

—En tal caso, puede que teman que hable con otros policías. No lo sé, pero tengo la impresión de que me vigilan.

—¿Hablaste con la policía?

—La policía habló conmigo.

—¿Tienes miedo?

—¿Cómo no voy a tenerlo?

—¿Alguien te advirtió que no dijeras nada?

Linda meneó la cabeza.

—Comprendí que había que tener cuidado cuando supe lo que hacía Iris. Ella no me dijo nunca nada. Fue uno de los chicos del conjunto, un portorriqueño, el único con el que Iris mantenía cierta relación.

—¿Y ése contó algo a la policía?

—¿Estás de broma? Los chicos de La Tuna pusieron a su conjunto el nombre de una prisión federal donde todos se habían conocido cumpliendo condena por asuntos de narcóticos… El portorriqueño pensaba que yo era algo así como la hermana mayor de Iris y, cuando estaba drogada, soltaba cosas de las que me suponía enterada. Ella se lo contaba todo.

—¿Y qué hacía Iris?

Linda vaciló, temerosa de comprometerse. Vincent la vio encender un nuevo cigarrillo y, al mirarla a los ojos, descubrió en sí mismo cierto sentimiento de ternura.

—Temo cometer un grave error.

Vincent la ayudó.

—Era una chica de alterne que entretenía a peces gordos… ¿Qué hacía en aquel apartamento?

Linda exhaló una lenta voluta de humo de cigarrillo; casi un suspiro.

—Utilizaban el apartamento para el juego ilegal. Montaron un crap para ese tipo tan especial que debe de ser muy importante, pero que casi no habla inglés. Por eso estaba Iris allí. El individuo procede de Colombia, de Bogotá, si eso te dice algo. El portorriqueño se moría de ganas de conocerle para conseguir algo de cocaína. Iris no le podía tragar, porque ese cerdo la hacía desnudar. Decía que eso le traía suerte. Frotaba los dados contra el vello de su pubis.

Durante unos momentos, Vincent se preguntó si el individuo habría ganado o perdido. Pero había algo que no tenía sentido…

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó.

—Iris se lo explicó a su amigo, el portorriqueño.

—Pero ella estaba en el apartamento…

—Pasó allí dos noches seguidas, con el colombiano. Le dijo a su amigo que había pasado ya una noche, y que debía volver, pero que no le importaba, porque el tipo le daba quinientos pavos. Aunque había perdido cien mil.

—¿Pasó ese hombre la noche con ella?

—La primera noche… no lo sé. Regresó a casa a eso de las cinco.

—La segunda la pasó allí —dijo Vincent—. Estuvo allí el día entero. Supongamos eso, al menos. Y alguien volvió a verla.

—O alguien permaneció allí con ella —señaló Linda.

—¿Quién? ¿Quién trajo al colombiano?

—Ése tenía una suite en el Spade’s. Le trajeron desde Miami en un jet particular, y todo…, habitación, comidas…, todo lo tenía gratis. Si te puedes permitir perder cien billetes de los grandes, Vincent, todo lo paga la casa.

—¿Hablamos de Donovan, ahora? ¿Fue él quien lo montó todo?

—O Jackie Garbo. Él dirige el casino. Pero Donovan tenía que estar enterado. Es su hotel, ¿no?

—¿Estuvo Donovan en el apartamento?

—Lo ignoro. Es posible.

—O Jackie… Se apellida Garbo, ¿no?

—Sí. Probablemente también estuvo allí.

—¿Y quién más?

—No lo sé.

—¿Gente de aquí?

—¿Qué quieres decir?

—Si, por ejemplo, acudió un tipejo llamado Ricky Catalina.

—Nunca le oí nombrar.

Vincent se recostó en el sillón y terminó su whisky. Recordó el edificio de Ventnor, el vestíbulo alfombrado, la ordenada mesa de Jimmy Dunne…, y se preguntó qué aspecto tendría ese Ricky, tratando de imaginárselo en aquel lugar. Luego pensó: «¿Qué haría semejante tipejo allí, fingiendo actuar de portero?». Observar. Simplemente era un número, un «soldado raso». Pero nunca hubiese ido a parar allí de no haber alguien, arriba, para quien él trabajaba. Vincent empezó a ver una conexión. Los tipos listos haciendo negocio con el colombiano, que era su proveedor. Irían de juerga en juerga desde que llegó a la ciudad y se ocuparon de que Donovan o Garbo montaran un juego ilegal, durante el que Iris tenía que desnudarse para darle suerte al tipo. Vincent se dijo que le gustaría probar fortuna con ese colombiano… si no era demasiado tarde. Había conocido a un par de colombianos que, después de limpiar bonos por valor de medio millón de dólares, desaparecieron por la noche. El dinero lo era todo; ninguna otra cosa interesaba en aquella ciudad: sólo el dinero.

Linda le miraba fijamente.

—Allí había otra chica —dijo de pronto, sin apartar de él aquellos ojos maquillados. Luego alzó su vaso, indecisa. Vincent aguardó—. Pero no recuerdo su nombre, aunque sé quién es. La vi en el salón con Jackie. Fue miss Oklahoma hace cinco o seis años.

—Tómate tu tiempo, ya lo recordarás —dijo Vincent.

Teddy observó que el cuero cabelludo de su madre asomaba entre los encaracolados ricitos teñidos de un rubio dorado. De momento, al llegar a casa, le había parecido que llevaba peluca. Pero ella le dijo que no, que todavía conservaba cierta riqueza capilar. Y que sólo necesitaba marcarse el pelo de cuando en cuando. El hijo miró su cara de pájaro, ahora reluciente de crema, que asomaba por encima de la colcha.

—Buenas noches, mamá. ¡No dejes que te piquen las chinches!

Cerró la puerta y salió al cuarto de estar, preguntándose si el hidrato de cloro se notaría en la leche caliente.

Algo más arriba, en la New York Avenue, los chicos tenían todo lo que uno quisiera: gotas para dejar inconsciente a una persona, canutos de marihuana, «chocolate», todo tipo de anfetas…

Buddy enderezó su cabeza verde y naranja y dio unos pasos por su percha a la vez que decía: «¡Magic, Magic!», y su voz sonaba como la de las brujas de las películas de dibujos.

Teddy le saludó:

—¡Ey, Buddy! ¿Cómo está mi pequeño Buddy? Compré un papagayo de adorno, que es igual que tú. Debía traerlo una chica portorriqueña, pero supongo que no vino… Podrías haber jugado con él, Buddy, y pasarlo bien…

El papagayo llegó al extremo de su percha manchada de blanco y verde. Teddy se dijo que su madre sólo necesitaba ponerse una pipa de girasol entre sus arrugados labios, murmurando «Dale un beso a mamá… Dale un beso a mamá…» para que el ave la tomara de su viscosa boca, la cascara y se la comiera en un santiamén. En cambio, si él le ofrecía un cacahuete encima de las hojas de periódico extendidas sobre la mesa del comedor, Buddy se irritaba y enseguida se cagaba. ¿Por qué?

«¡Ey, que no te voy a comer! Ven a mi mano… —solía decir Teddy—, ¿No quieres? ¡Pues bueno, no me importa!»

También esta vez fue así. ¿Por qué demonios estaría tan nervioso el bicho?

Teddy se inclinó para mirarle a los ojos al papagayo, pero éste se apartó. Diríase que Buddy veía algo en sus ojos. ¿Sería posible? Era difícil saber lo que pensaba un papagayo. El hombre había observado los ojos de los convictos, preguntándose si veían algo, y lo que consiguió fue una proposición y una declaración de un voluminoso tipo de color llamado Monroe Ritchie, que le pedía que fuera su pareja… Pero jamás había visto en los ojos de un delincuente lo que descubriera en los del policía, aquella mañana en que le despertaron rompiendo la puerta y se encontró con un poli que le apuntaba una pistola a la cara. No era exactamente una mirada de odio, sino más bien delatora de saber algo.

Luego había vuelto a ver los ojos de aquel policía en la balsa transportadora de coches, allá en Puerto Rico, cuando el hombre le amenazó en la cara con el extremo curvo de su bastón. Aquella nueva mirada le había confirmado que, en efecto, algo existía en la mirada anterior… Siete años y medio después aún brillaba ese algo en los ojos del maldito corchete.

Teddy le dijo a Buddy:

—¿Qué te parecería a ti? ¿Enfrentarte con un tipo que cree saber más de ti que tú mismo? Como si pudiese mirarte dentro de tu cabeza y ver cosas que le hacen sentir deseos de volarte los sesos… ¡Es una mirada que te delata que el tío quiere tu muerte! Te estoy poniendo nervioso, ¿no? ¿Ey? ¿Te gustaría arrancarme los ojos para que nunca más pudiera mirarme en los tuyos? ¿Lo harías? Entonces sabrías lo que se siente.

Teddy había visto nublarse los ojos de Monroe Ritchie: «No veo nada…». Y luego ponerse lechosos: «Ven, cariño…».

Estaba entre los brazos de Monroe, en la litera inferior. A oscuras. El cuerpo de Monroe apretado contra su espina dorsal, con un pesado brazo del negro por encima de él. En su cogote notaba el perezoso aliento del compañero.

—Quiero matarle, Monroe.

Respuesta de Monroe:

—Hazlo, amor mío, y vuelve pronto.

—Pero… ¿cómo?

Hablaban mucho de eso. Monroe era partidario de ir detrás de él y pegarle un tiro.

Teddy sentía los dedos de Monroe en el hueco que se forma en la base del cráneo. Monroe le dijo la manera de comprar una pistola en Miami.

—Lo haces, y luego echas el arma al mar.

Según Monroe, sólo necesitaba una del 22. Pero cuando Teddy vio el Colt 38 Super, no supo resistir la tentación. Era el inicio de lo que se convertiría en una costosa empresa. La pistola, el billete de avión a Puerto Rico, el hotel, el alquiler de un coche… Ahora estaba de vuelta en casa, y mamá no quería darle más dinero. La buena señora creía que su hijo había trabajado para Encuestas Internacionales, porque las tarjetas mandadas imprimir por él mismo así lo indicaban. En ellas aparecía su nombre y, debajo, «Encargado de investigaciones». Por consiguiente, cuando su madre le preguntó si pensaba conseguir trabajo, Teddy explicó que probablemente volvería a la misma empresa, que disponía de un buen equipo, ofrecía un generoso sistema de pago y, además, otros beneficios.

—Así me gusta —dijo su madre.

Aunque no de manera demasiado precipitada, él comentó entonces la necesidad de readaptarse al mundo y de alejar de su mente, de una vez para siempre, la pesadilla de la cárcel. Explicó haber visto allí a otros hombres tan inocentes como él, injustamente acusados, y su madre le pasó una mano por el pelo y dijo:

—¡Pobre hijo mío! Verte tratado como un criminal…

Pero cuando se trataba de echar mano de parte de sus bonos del Tesoro o de sus valores para darle unos cuantos dólares…, sólo unos centenares, digamos…, su mente presentaba más cerraduras que la puerta de la casa. No se podía hablar de dinero con ella. Le había dado mil doscientos dólares, y eso era todo. No estaba dispuesta a soltar más.

—¡No, no y no! —repetía—. ¿Sabes lo que significa la palabra «no»? ¡Pues que NO!

Teddy decía entonces:

—Conocí a chicos que emprendieron el camino del delito con menos motivo. No tuvieron otro modo de abrirse paso.

Pero la vieja bruja no cedía.

Lo que tendría que hacer, sería acercarse a alguna ancianita que extrajera monedas de una máquina tragaperras, ofrecerse para ayudarla y hacerse el simpático, diciéndole cuánto le gustaban sus cabellos azulados. Y llevarla a dar un lindo paseo por el Boardwalk. Un golpecito sería suficiente. Ignoraba cuánto tiempo le quedaba, y cuánto tiempo andaría aún por ahí el maldito policía. Quisiera poder entrar en su habitación del hotel, despertarle con la pistola apuntándole a la cara, como había hecho él, mirarle a los ojos y decir:

—¿Qué ves?

Sí; mirarle primero a los ojos, obligarle luego a dar media vuelta y hundirle el arma en ese huequecito del cogote…

«Mañana mismo tengo que conseguir algún dinero en metálico», decidió.