De PRONTO era una chica totalmente distinta. Vuelta a una nueva vida con su turbante de color naranja dorado, grandes pendientes en forma de aro, la mínima expresión de un sostén y numerosos volantes en su falda, también anaranjada y abierta de arriba abajo por delante, para mostrar el movimiento de sus piernas desnudas y las rápidas y casi crispadas flexiones de las rodillas, al vibrante compás de los bongos, las congas y las marimbas, marcado por tambores metálicos, Linda parecía embrujada por aquel funkie caribeño… ¿O quizá se trataba de un vulgar punk de barrio?
Había mucho adorno en las luces del escenario, pero aquello tampoco era reggae. Vincent bebió un sorbo de su cerveza y trató de hacer memoria. ¿Cómo se llamaba aquella música? ¡Ah, sí: Beat It!; una música llegada al golfo de México y latinizada allí. Linda estaba cantando en español, acompañándose con vivos gestos: «¡Pégale, pégale!». Echaba los hombros hacia atrás, venga a sacudir las maracas mientras sus caderas marcaban el ritmo.
El público disfrutaba con aquello, aplaudía y silbaba, se movía al compás de La Bamba y de Hump to the Bump, sonriendo divertido ante canciones como Oh, Frank Sinatra… Oh, Frank Sinatra… Tú no lo sabes, Frankie, pero tienes la voz perfecta para cantar calipsooo o Mama, Look a Boo Boo.
—¿Bonito, no? Pero… —dijo Linda.
—En escena eres totalmente distinta.
—Tengo que llevar este dichoso conjunto de Chiquita Banana durante cuatro números seguidos. No hay cambio de ropa. Creo que tomaría algo —agregó, mirando a su alrededor.
—Ya lo he pedido —dijo Vincent. Enseguida lo traerán.
—¡Cuánto ruido, Dios mío! Eso es jungle rock… Los chicos golpean cualquier cosa, salvo una tabla de lavandera y un cubo.
Y yo, a multiplicar todo el estruendo con el polisintetizador y la caja de ritmos… No son malos chicos, pero deberían volver a Nassau y tocar en un barco de cruceros… ¿Cómo sabes lo que bebo?
—Con lo que acabas de interpretar, sólo podía encargarte una Sonrisa al Ron.
Linda frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—Ya lo veremos.
Aparecieron las piernas de la camarera, muy largas en sus medias de red.
—En un vaso escarchado y con una sombrilla —señaló Vincent cuando la joven depositó la bebida sobre la mesa, con una ligera genuflexión.
—¡Justamente lo que me apetecía! —exclamó Linda, tomando un sorbito—. Mataría a ese Donovan… ¿Tienes un cigarrillo?
—Dejé de fumar cuando estaba en el hospital.
—Sí, claro… ¿Por qué contraer cáncer cuando uno puede morir de un tiro? —dijo ella—. El mierdoso de Donovan dijo que yo tendría mi propio conjunto… Vengo aquí, y me hacen interpretar el Automatic, de las Pointer Sisters. Esos chicos se disparan, y yo ni siquiera sé qué tocan. Siguen su ritmo y se me escapan. En No Parking on the Dance Floor, que es el número estelar de la medianoche, tengo que ocuparme del sintetizador y de todo, porque ellos pasan olímpicamente de todo…
—Ya veo que no estás contenta —dijo Vincent.
—En realidad no sé qué hago aquí.
—¿Cuándo terminas?
—¿Qué día es hoy? Empezamos a las ocho y trabajamos hasta las doce. Los fines de semana actuamos desde las diez hasta las dos de la madrugada.
—Podríamos ir a comer algo, después.
—No sé… Quizás a tomar una copa juntos. ¡Pero no si has de empezar con tus preguntas!
—Creo que Iris subió al apartamento la noche anterior a la de su muerte —dijo Vincent.
Linda dejó el vaso e hizo gesto de levantarse.
—Esto no fue una pregunta. Simplemente, dije lo que supongo.
—He de volver al trabajo.
El barman descendió del interior de la sala hacia el extremo del bar en forma de herradura situado más cerca de la planta baja del casino, el oscuro rincón anterior al redondel de luces y sonidos mecánicos. El hombre sonreía cuando dijo:
—Lo siento, mistress Donovan. No la había visto.
Nancy Donovan observaba a Vincent y, detrás de él, a la chica vestida de color naranja, que volvía junto a los músicos.
—¿Quién es esa muchacha? La que canta —le preguntó al barman.
—Ah… ¿aquélla? Es Linda. Linda… Ahora no recuerdo su apellido. ¿Qué puedo servirle, mistress Donovan?
La mujer vio que Vincent se levantaba de su mesa. Un hombre con barba y chubasquero. Decididamente, no estaba ahí en su elemento. Vincent hablaba con la camarera y pagaba. Luego avanzó por la parte del bar que estaba a oscuras, Nancy hubiese podido dar tres pasos y colocarse a su lado. Estuvo tentada de hacerlo y entablar conversación con él, pero no lo hizo. Por el contrario, se volvió de cara a la barra y pidió:
—Un vaso de agua, por favor, Eddie.
—¿Sin nada, mistress Donovan?
—Con un poco de hielo.
—Como usted quiera —dijo el barman, y se alejó en el preciso momento en que Vincent pasaba por detrás de ella.
Nancy no estaba preparada para hablar con él, pero procuraría no perderle de vista, vigilándole como lo había hecho mientras Vincent permanecía sentado junto a Linda, muy cerca de sus hombros desnudos. Nancy observó que debajo del turbante le asomaban los oscuros cabellos, y que esa Linda, la misma que había estado en San Juan, no estaba nada mal… Parecían ser amigos. Después siguió con la mirada a Vincent, que atravesó una sala vacía hasta detenerse junto a una baranda y contemplar el casino con su actividad, las parpadeantes luces y las serias caras que tanto abundaban en ese lugar de diversión, en el que cabía una docena de salones de baile. Le vio también dar media vuelta y avanzar en dirección a la escalera de cinco peldaños alfombrados de rojo que conducía a la planta del casino.
Nancy subió en el dorado ascensor al cuarto piso. Una vez allí, siguió el largo pasillo, gris pálido y silencioso, al que daban las puertas dobles con rótulos que indicaban los diversos despachos: «Huéspedes del Casino», «Administración», «Nómina», «Comité de Control»… Dobló hacia un lado, pasó por delante de otras oficinas administrativas y también de las habitaciones particulares de su marido, hasta detenerse al final del corredor, donde llamó a una puerta donde decía «Seguridad».
—Mistress Donovan…
La mujer dio un paso atrás, sorprendida, y abrió la puerta de par en par.
—¿En qué podemos servirla?
Llevaba un carnet de plástico sujeto a su blusa con un imperdible, y en él se leía que era Francés Mullen, supervisora de la vigilancia del casino.
—Creo haber visto a una persona conocida —dijo Nancy entrando—, pero la perdí…
La supervisora preguntó, mientras conducía a Nancy a través de un estrecho recibidor:
—¿Y cómo es esa persona?
—Es un hombre de unos cuarenta años, moreno, con barba y chubasquero.
—No costará demasiado localizarle.
Penetraron en un pequeño despacho sin ventanas, donde dos jóvenes, un hombre y una mujer, se hallaban sentados ante una especie de pupitre con veinte pantallas de vídeo que enmarcaban distintas áreas del casino; eran escenas en blanco y negro: mesas de juego tomadas desde diversos ángulos, grupos de personas delante de las máquinas tragaperras… Francés se inclinó sobre la consola, entre el hombre y la mujer, pulsó varios botones y cambiaron las escenas de unas cuantas pantallas, aunque se parecían mucho a las anteriores.
—Un hombre con barba y que lleva chubasquero… ¿De qué color? ¿Beige, más o menos?
—Sí, del color más corriente —dijo Nancy.
El joven miró por encima del hombro y le sonrió.
—¿Qué tal, mistress Donovan?
—Bien, Roger, gracias. ¿Y tú qué, Terry? ¿Mucho trabajo?
La chica se volvió esbozando una sonrisa: una cara sana y contenta en aquel lugar tan tecnificado.
—No… No hay problemas.
Nancy se colocó detrás de Roger para observar a un tipo con cazadora de cuero, situado junto a la esquina de una mesa de juego alrededor de la cual había mucha gente. Estaba cerca del jugador que tenía los dados. Nancy Donovan comprobó que el mismo individuo aparecía en tres monitores a la vez, enfocado desde distintos ángulos.
—¿Le conocéis?
—Ese tipo se comporta de manera extraña —dijo Roger—, Pudiera estar al tanto, para ver si hay forma de pescar alguna ficha.
Francés le echó una mirada.
—¿Aún sigue ahí? ¡A ver si le tenemos fichado!
Roger hizo girar un botón, y la imagen del hombre de la chaqueta de cuero quedó en primer plano. Seguidamente cogió del suelo una cámara Polaroid que llevaba aplicado en el objetivo un aparato semejante a un megáfono, largo y cuadrado; lo situó encima de la pantalla, cubriendo ésta, y —¡clic!— tomó una foto.
Nancy se fijó en otra pantalla.
—¿No es Jackie, ése?
El hombre estaba junto a la mesa de black-jack donde un único jugador se encontraba de cara al empleado y daba la espalda a la cámara.
—El mismo que viste y calza —dijo Francés—. Y ahí llega miss Simpatía…
En el monitor apareció una joven de arremolinados cabellos rubios, que se acercó a Jackie por detrás. Cuando le habló, Jackie volvió la cabeza y dijo algo por encima del hombro sin mirarla.
—¡Pobre LaDonna! —comentó Nancy.
—¿Pobre LaDonna? ¡Y una mierda! —intervino Francés—. ¡Si anda mendigando! Además, a Jackie hay que hablarle desde detrás, si no quieres que te atropelle. ¿Ve que ella lleva un sostén muy exagerado debajo de esa blusa de campesina? ¡Pues Jackie llama «Kathryn Graysons» a sus pechos!
—Es un hombre afectuoso… —comentó Nancy—. Ahora se vuelve y le da un golpecito en el trasero…
—Eso quiere decir que todavía la quiere.
Nancy vio que Jackie hablaba y, cuando se acercó una mano a la nariz, en su dedo meñique resplandeció un diamante. A continuación, el hombre dedicó de nuevo su atención al juego.
—¿Qué hace?
—Se rasca —dijo Francés.
—Parece una señal.
—Si lo es, no lo sé —confesó Francés—. Yo trabajé doce años para él, en Las Vegas. Era el hombre de confianza del jefe. Jackie se rasca siempre; es un tipo nervioso, que vive en un mundo muy particular. ¡Ahí viene Tommy! No creía que fuera a venir por aquí esta noche.
—Cenamos en el Salón Versalles —dijo Nancy—, Creo que la comida ha mejorado.
—Les vieron llegar. Pero sí; también yo oí decir que había mejorado —asintió Francés—, Ese pequeño y espabilado míster Hayakawa está arreglando las cosas… Todos los restaurantes servían la comida procedente de una sola cocina, lo que significaba un ahorro.
Nancy observó cómo su marido conversaba con Jackie Garbo. La cabeza plateada de Tommy quedaba a bastante más altura que la rizada cabellera de Jackie, y éste no cesaba de hablar. Luego hizo un gesto afirmativo de cara al jugador de black-jack, y Tommy esperó con la sonrisa a punto cuando Jackie alargó su brazo para tocar el del jugador. Nancy no se perdió detalle cuando, entonces, su marido agarró la mano del jugador con las suyas y se puso a derrochar encanto de macho, de hombre importante a hombre importante, y la cabeza del jugador hacía mecánicos gestos de afirmación, pero su rostro permanecía totalmente inexpresivo.
—¿Se conocen?
—Eso parece.
—¿Quién es ese hombre?
—Es colombiano.
—¿No es de Carolina del Sur?
—No; de la otra —contestó Francés—. Jackie le mandó recoger en Miami, con el avión de la compañía…
—¿Figura en el fichero?
—¿En mi fichero? ¡Habla en broma! Ese hombre está forrado.
El jugador era de mediana edad; un hombre menudo y flaco, de oscuras facciones de mestizo. Sus cabellos relucían, y la camisa almidonada destacaba extraordinariamente contra su
traje negro.
—Me gustaría tener una foto de él —dijo Nancy.
Francés pulsó un botón, y delante de Roger apareció, en el monitor, un primer plano del jugador.
—Usted podría trabajar aquí —le dijo a Nancy.
—Trabajé en Bally’s unos años.
—Ya lo sabía. Y adquirió lo que se llama vista —señaló Francés, a la vez que, apoyando una mano en su brazo, apartaba a Nancy de los monitores—. Yo no sólo veo muchas cosas desde aquí, mistress Donovan, sino que la gente me cuenta todo lo imaginable, porque confía en mí y no sabe cómo salirse, en determinadas situaciones.
—¿Qué gente?
—Los cajeros, por ejemplo. Hombres con los que trabajé durante años y a los que considero casi de la familia. Qbservan ciertas irregularidades y vienen a contármelo, porque quieren que quede registrado, ¿me entiende? Me refiero a lo que se permiten ciertas personas de… arriba, no los empleados sencillos. A ésos los vigilo veinte horas al día.
—¿Qué hace Jackie? —preguntó Nancy.
—¿Lo ve? ¡Sabe de qué hablo!
—Tengo una idea.
—Yo trabajo para usted y para Tommy, mistress Donovan. Pero en otro tiempo trabajé para jackie. Todo cuanto sé, lo aprendí de él. Quiero decir, los detalles más sutiles… Ésta es la única razón por la que ahora hablo de esta forma. Sentiría mucho que se viera perjudicado o, incluso, que perdiese su licencia… Y eso podría ocurrir… A causa de ciertas personas con las que trata. No me refiero a celebridades ni a los verdaderos grandes jugadores. Cuidar de ellos es lo suyo, y le gusta.
—Lo mismo le sucede a Tommy —dijo Nancy—, Los dos forman un tándem… ¿No diría usted lo mismo?
—Bien… Tommy se halla en una posición distinta, y lo pasa bien. ¿Y por qué no? —respondió Francés con una débil sonrisa—. Jugábamos juntos de pequeños, usted ya sabe… Crecimos los dos en el viejo barrio de West Side…
—¡Quién lo hubiese dicho! —suspiró Nancy—. Un mick de Columbus Avenue…
—¡Eso mismo! A veces me dice: «Ahora no te eches atrás, Fran. ¿No ves que, hoy día, todo son artes y oficios?… Fíjate en la funeraria de Hurley Hermanos… ¿No me cambian ahora el nombre de la empresa y le ponen “Muerte y Otras Cosas”? Y no puedes entrar en un bar sin que tu cabeza choque contra los helechos que hay en las cestas colgadas del techo. ¿Dónde irían ahora nuestros padres a tomar una copa? Sabes que, tanto el tuyo como el mío, eran conductores de metro…».
—También yo lo sé, sí —asintió Nancy.
—Tommy me llama «Mullen la Equivocada», porque me fui a Las Vegas y trabajé allí durante quince años, para acabar aquí en Atlantic City. «Podrías haber tomado un autobús de esos que hacen excursiones, y llegar aquí al cabo de tres horas», dice.
—Es un caso —respondió Nancy.
—Lo pasa bien, ¿no? Pues… ¡Qué diantre! Para Tommy, esto es como un juguete, y no tome a mal que lo diga así.
—¡Por favor, Francés!
—No le quito ningún mérito. Es una persona brillante, encantadora. No hace falta que se lo diga…
—¿Pero qué? —inquirió Nancy.
—Pues bien… Jackie… Usted ya sabe cómo es… Con tantas fotografías de personas célebres que tiene en su despacho… Ese pobre chico del Bronx siente la necesidad de pavonearse. En realidad, Jackie es un fanfarrón.
—Entre otras cosas —destacó Nancy.
—Y lo malo es que se mezcla con tipos que no le convienen nada, y Tommy no se da cuenta. Jackie confía en su discreción, además, pero… se trata de unos tipos que se dejan ver demasiado.
—Como ese individuo de Colombia —señaló Nancy—. ¿Cómo se llama?
—Disculpen… —Terry miró desde su pupitre de monitores—. Aquí sale un hombre con barba. ¡En esta pantalla!
—¿Es éste? —preguntó Francés.
Nancy movió la cabeza en sentido afirmativo y se acercó a la pantalla indicada, en la que Vincent Mora aparecía de perfil, entretenido con una máquina tragaperras. Como si se tratara de un rito, introducía la moneda con todo cuidado, le daba a la manivela, esperaba a que girase la aguja, y… ¡nada!
Oyó cómo Roger le decía a su compañera:
—Yo no le reconozco. ¿Y tú?
Y Terry contestaba:
—No, pero resulta interesante.
Cuando Vincent se cansó de la máquina, Nancy dijo:
—¡Seguidle!
Se dirigió a un teléfono colgado de la pared, pulsó varios botones y volvió a mirar a Vincent, que aparecía en diversos monitores.
—¡Hola! ¿Eres Milly?… Soy mistress Donovan. Comprueba si se hospeda aquí un señor llamado Vincent Mora.
Mientras esperaba la respuesta, vio cómo Vincent se detenía para ver caer en una bandeja las monedas de una de las máquinas. Luego le dijo algo a una mujer que recogía las monedas de veinticinco centavos en una bolsa de papel parafinado. La mujer, muy seria, se volvió hacia él y esbozó una sonrisa, a la vez que hacía un movimiento de afirmación.
Al observarle, también Nancy sonrió un poco.
—Gracias, Milly —dijo, y colgó el auricular.
—¿Conocemos a ese hombre? —preguntó Roger.
—Parece perdido —dijo Terry—. Como si hubiese venido a refugiarse de la lluvia y viera un casino por primera vez en su vida.
El impermeable era largo y le llegaba hasta debajo de las rodillas. Vincent se paró junto a una mesa de black-jack y observó el juego de los tres hombres durante un rato, antes de extraer de su cartera un billete de veinte dólares para comprar cuatro fichas rojas.
Nancy vio cómo sacaba un par de ases en la primera ronda y los separaba para apostar dos fichas rojas en cada uno. Salieron entonces rey y reina, y pagaron 3 a 2 por la jugada. En total, sesenta dólares para Vincent.
—¡Mira qué bien! —exclamó Roger.
—Quisiera tener una foto de él —dijo Nancy.
Siguió el juego desde la cabina con renovada atención y vio que apostaba los sesenta dólares y ganaba ciento veinte, jugando al dieciocho. Nancy presenció cómo apostaba después doscientos cuarenta dólares y ganaba con el diecinueve, cuando el dealer había subido a dieciocho. Finalmente le vio apostar diez dólares y cómo al perderlos, el hombre recogía sus fichas y se alejaba de la mesa.
—Sigámosle —dijo Nancy.
Vincent apareció en diversas pantallas, desde distintos ángulos.
—Le salió bien la cosa —comentó Francés, y al momento añadió—: ¡Miren quién está en la ventanilla, delante de él!
Era el jugador colombiano, que se hallaba de espaldas a la cámara. Jackie Garbo aparecía a su lado, de perfil.
—No me importaría tener una foto de esto —señaló Nancy.
—¿Del hombre del impermeable? —preguntó Roger—. Ya le saqué una.
—No, del que está cobrando.
—A ése también le saqué.
—Quizá podamos ver lo que ha ganado.
—Le entregarán un cheque la mar de hermoso —dijo Francés, mirando a Nancy—. Como le indiqué antes, debiera hablar con Tommy.
—Sí; tal vez lo haga —contestó Nancy, sin dejar de vigilar el monitor.
El cajero no entraba en pantalla. Jackie Garbo charlaba con el colombiano: gesticulaba mucho con las manos y sonreía, mientras que su interlocutor permanecía inmóvil.
—Había un accionista de otro casino —explicó Francés— que se encontró con que la Comisión de Control le dejó en la estacada cuando llegó el momento de renovar su licencia. Y… ¿qué hizo el hombre? Su hija se casó con cierto tipo de procedencia muy oscura.
Cuando el cajero volvió, entregó al colombiano un formulario, a través de la ventanilla, para que lo firmara. Luego, el cajero separó las copias del papel, enganchó el cheque a una de ellas y lo entregó con una sonrisa. El colombiano se volvió…
Roger alzó la vista de la cámara Polaroid y se preparó para obtener la foto, pero dijo:
—Ése del impermeable se ha puesto entre medio.
Nancy no hizo ningún comentario. Sólo tenía ojos para Vincent, preguntándose…