APARCADO su coche junto a la orilla del mar, Teddy obtuvo una clara imagen de la funeraria de Bertoia desde un árido y feo solar vacío que daba a Oriental Avenue. Aquello parecía más un bar de barriada que una empresa de pompas fúnebres. Un par de tipos negros que vestían abrigos de cuero habían pasado dos veces por el lado del coche, para ver si a su conductor le hacía falta droga. Luego vagarían acechantes por el terreno para volver de nuevo y preguntarle qué hora era, por ejemplo. Pero su objeto era venderle droga, y no tardarían en inquirir si deseaba «colocarse». La ciudad estaba llena de meth. Convenía mantener bien abiertos los ojos del consumidor.
El taxi se detuvo delante de la funeraria, a media manzana de él, y Teddy exclamó en voz alta:
—¡Muy bien!
Dos personas que se protegían con chubasqueros salieron del edificio, en dirección al taxi.
Teddy había telefoneado a la funeraria, y le habían dicho que Iris sería incinerada aquel mismo día. Le habría gustado verla antes, para comprobar qué aspecto tenía después de caer desde una altura de dieciocho pisos —¡plaf!—, pero probablemente no le dejarían ver el cuerpo. Se preguntó si, mediante una propinita, no le permitirían echarle una mirada. Si esa propina era suficientemente generosa, claro. Pero estaba casi arruinado, y su madre había adoptado una postura muy distinta, desde su anterior visita. Parecía otra persona. Era sorprendente comprobar el cambio operado en ella: de una mamá dulce y complaciente, que hubiese hecho cualquier cosa por su hijito, se había transformado en una vieja egoísta, tacaña y severa, de arterias endurecidas y cerebro senil.
Aguardó a que el taxi estuviera una manzana más allá, antes de poner en marcha el coche de su mamá y torcer detrás de él hacia Oriental Avenue.
El Chevrolet Monte Cario, de 1977, grandote y amarillo, había perdido su brillo a causa de la constante acción salina del aire, pese a haber circulado sólo unos treinta mil kilómetros —exactamente 29 681, según el tacómetro—. El muy hijo de puta nunca se acabaría de estropear, pero nunca, tampoco, lo cambiaría por otro. Lo que podía hacer él, era arrojarlo al agua desde el puente de Somers Point, no demasiado alto. Siempre había algún borracho que iba a parar al canal. Lo importante era, naturalmente, no quedar atrapado en el interior del coche… En los últimos tiempos, su suerte tenía altibajos; tan pronto era buena como mala. Lo que necesitaba con urgencia era dinero. De una forma u otra.
Teddy siguió al taxi por Pacific Avenue, dobló hacia la calle de Pennsylvania hasta el Holmhurst Hotel, a media manzana del Boardwalk. Era uno de esos grandes y antiguos edificios de madera, con un porche larguísimo y una galería cubierta en el segundo piso; el tipo de hotel donde los turistas solían pasar sus vacaciones sentados en una mecedora. Desde allí, poco faltaba para oír las máquinas tragaperras que tintineaban en Resorts International, cuya parte posterior daba a un par de zonas de aparcamiento.
El policía entró en el hotel con su maleta a cuestas, pero el taxi continuó allí. ¿Para qué? Teddy esperó calle abajo, sentado en su coche.
Pensaba en la posibilidad de sacarse de encima aquel dichoso automóvil amarillo. El Datsun que había conducido en San Juan sí que le gustaba. Era un buen coche para circular de un lado a otro y abrirse paso entre los malditos autobuses que todo lo obstaculizaban. Llegaban a la ciudad en número de dos mil, para descargar durante seis horas a los pazguatos que se quedaban allá sin un céntimo, sin lo necesario para pagar ni siquiera el seguro, y luego eran devueltos a Elizabeth, a Newark, a Jersey City, a Philly o a Allentown… Y, al día siguiente, nuevas carretadas de turistas… Como los judíos en sus vagones de carga, sólo que a estos viajeros se les animaba con vistosas iluminaciones y ruidosas músicas, y con artefactos automáticos que sonaban como alarmas de incendios. Un anuncio gigantesco puesto en un hotel de la autopista indicaba que sus máquinas tragaperras habían soltado más de sesenta y ocho millones de dólares en un mes. ¿Ah, sí? ¿Y cuánto habían vuelto a meter en ellas esos imbéciles? Eso no lo decían.
Su madre le contó que unos hombres de color entraron en la casa, llevándose una serie de cosas. O bien lograron entrar por la puerta, pese a sus tres cerraduras, o a través de una de las ventanas protegidas con rejas.
—Mamá —dijo Teddy—, te aseguro que por esos sitios no pudo entrar nadie. Ni siquiera lo hubiese logrado uno de los profesionales que yo conocí, y que no hacen otra cosa en su vida. ¿Y qué iban a buscar aquí, además? ¿Tus platos decorados con papagayos?
La madre respondió con voz temblorosa, pero picada:
—Me quitaron mi mejor cenicero, la cesta de la costura y toda mi ropa interior. Vi a uno de esos hombres caminando West Drive abajo con mi colchón encima de la cabeza, en dirección a Ventnor Avenue.
—Pero… ¡mamá! ¿Cómo pudo robarte alguien el colchón, si siempre estás echada encima?
—Tú… tú te crees muy listo —dijo la anciana.
Podía estar despistada hablando, si pensaba por ejemplo en la comida, pero cuando se tocaba el tema del dinero, se ponía a recitar los diversos tipos de interés y muchos otros datos como un contador de banco.
—¿Qué piensas hacer con todo tu dinero? —le había preguntado Teddy un día—. ¡Si no tendrás tiempo para gastártelo!
—No importa —respondió su madre, tranquilamente.
¿Qué demonios de respuesta era ésa? «¡No importa!» Por otro lado, no cesaba de lamentarse de que un tipo de color hubiese entrado en la casa, quizá para robar el papagayo llamado Buddy.
—Los cacos hacen una fortuna en los lavabos para hombres de los casinos, ¿sabes, mamá? Abren la llave del agua, para el tío que va a los servicios, le ofrecen una toalla de papel, con la amplia sonrisa típica de los negros, y reciben un pavo a cambio de ciertas informaciones.
Su madre le miró con asco y dijo:
—¿Cómo sabes todo eso? ¿Con qué gentes te tratas?
Ahora, el policía salía del hotel. Aún llevaba barba, como en San Juan, pero ya no usaba bastón ni parecía necesitarlo. Volvió a meterse en el taxi, y éste arrancó.
Teddy les siguió de nuevo. Doblaron hacia el Spade’s Boardwalk Casino Hotel, y allí se apeó Linda, la chica que había viajado con Iris en el avión.
Por cierto que Iris tenía razón al afirmar que este conjunto era mayor que el de San Juan. Parecía que hubiese pasado la mar de tiempo, desde entonces. El hotel de Atlantic City tenía las mismas palas luminosas verdes como decoración de la fachada, pero ahí acababa todo: una fachada, un modernísimo vestíbulo de hotel y un casino de cristal y cromo, marquesinas verdes… Todo aplicado a un viejo hotel que llevaba allí cincuenta años. Y, en efecto, por detrás asomaba ese hotel antiguo, como un edificio aparte. Había otras construcciones semejantes en la ciudad, con resplandecientes fachadas falsas. Le plantaban una nueva y luminosa cara a un hotel como el Howard Johnson, y de pronto se llamaba Caesar’s Boardwalk Regency.
El taxi describió una U y, ocupado ahora sólo por el policía, enfiló de nuevo Pacific Avenue para encaminarse hacia el sur. ¿Adónde iría? Teddy le siguió. Entre medio del tráfico de primeras horas del anochecer continuaron hasta donde Pacific Avenue se estrechaba y Atlantic Avenue torcía hacia abajo para convertirse en la arteria principal, y por allí se deslizaron ambos coches camino de Ventnor. Quien no fuese nativo del lugar no podía decir dónde terminaba Atlantic City y empezaba la otra población. Teddy creyó adivinar, entonces, adonde iba Vincent Mora. ¡Claro, a Surrey Place! El taxi dobló, y se detuvo delante del edificio de la esquina, desde donde Iris había realizado su último vuelo. Teddy se retiró y paró el coche junto a la acera de Atlantic Avenue. No pudo resistir la tentación de mirar hacia arriba, hacia el piso más alto de todos, pero enseguida bajó la vista para observar cómo el policía se apeaba del taxi y entraba en el edificio.
Típico de un polizonte. No se fiaba de los agentes locales y necesitaba meter la nariz.
—Bien, bien… —dijo Teddy en voz alta—. ¡Buena suerte!
A primera vista, Vincent creyó que el vigilante del edificio tenía, por lo menos, setenta años. Calvo y delgado, pero pulcro y de mirada despierta, Jimmy Dunne parecía un viejo que nunca hubiese crecido.
—Hace treinta años que no bebo alcohol —comentó el hombre—. Sólo café pero, eso sí, en cantidad. ¿Quiere un poco más? Tome. Todo lo que tengo que hacer es telefonear a Norma para que me baje otro termo.
Sentado detrás de su ordenada mesa, Jimmy Dunne colocó ante Vincent el libro de registros. Había aceptado ese trabajo para hacer algo. Le gustaba el trato con la gente y no le venía mal una charla de cuando en cuando, pero poca compañía tenía si le tocaba el turno de noche.
Era una pena lo de aquella chica, sí. El capitán Davies había dicho… ¿O era en el periódico, donde ponía que era de Puerto Rico? Explicó Dunne que había estado allá en 1919, cuando era soldado. Dos años después tocaba la trompeta en la banda de Victor Herbert, que actuaba en el Steel Pier, y ya no se había movido de Atlantic City, que le encantaba.
Vincent estudió al vigilante y llegó a la conclusión de que quizá tuviese ochenta y tantos años. Jimmy Dunne le contó que había estado varios años en una residencia para ancianos de Somers Point, largándose al fin con su trompeta para vivir ahora con su amiga, Norma, en el mismo edificio. La asociación de vecinos aceptó colocarle con tal de que no volviera a tocar su instrumento. De cualquier forma, ya era demasiado viejo para hacerlo. Por fin dijo:
—¿En qué más puedo servirle?
Se hallaban sentados en los sillones de cuero negro que Norma le había comprado, tomando café en unos pocillos de grueso barro que llevaban una «J» en la vidriada superficie.
—El capitán Davies se preguntaba —dijo Vincent— si entre los inquilinos hay algún portorriqueño.
—No —respondió Jimmy Dunne—. En su mayoría son judíos, pero todos muy amables. Los portorriqueños suelen vivir más arriba, cerca del abra.
—Usted entregó al capitán una lista de visitantes.
—Sí, señor. O firman aquí, en la portería, o no suben.
—¿Y qué hay de los suministros?
—Entregamos una lista. La floristería, la tintorería… Todo lo que el conserje de día registró. Por la noche no traen nada, como no sea algo de un restaurante. Por ejemplo, una cena del White House Sub Shop. Al chico le sobraba un bistec al queso, y me lo dio. Un muchacho muy simpático.
—¿Le conocía usted?
—Me resultaba familiar. Pero esos empleadillos cambian constantemente, porque ganan poco. Ves la misma cara durante dos semanas, y luego ya viene otro.
—¿Hubo algo la noche anterior?
—¿La noche anterior…?
Jimmy tomó un sorbo de café.
—La noche del día anterior. ¿Usted entregó al capitán una lista de visitantes?
—Creo que hablamos de ello.
—¿No está seguro de haberla entregado?
—Si el capitán me la pidió, se la entregaría.
—¿Estuvo aquí, la noche anterior?
—Siempre ando por aquí, ya que vivo en el 209. Por eso saben los inquilinos que pueden confiar en mí.
—¿Quién vino la noche anterior?
Jimmy Dunne tomó otro sorbo de café.
—¿La noche anterior? Verá… Cuando cambiamos de turno y el que trabajaba de día trabaja ahora de noche, o viceversa, hay un momento en que uno ya no recuerda si estuvo de guardia tal día o tal noche… Tenga en cuenta que estoy aquí siete días a la semana.
—¿Sólo son dos conserjes?
Jimmy Dunne hizo una pausa.
—Hay algún sustituto, por si uno cae enfermo…
—Quizá había aquí otra persona, aquella noche.
—La verdad es que no lo recuerdo.
—¿Puede mirarlo? Sólo hace un par de días…
—No nos gusta meternos en cosas… Ya me entiende.
—El asunto es muy serio, Jimmy. Una muchacha perdió la vida.
—Lo sé, sí… En esta ciudad pueden ocurrir cosas así. Yo me la quiero mucho, pero… Ahora, ustedes tienen una influencia que no tenían antes. Todo ha cambiado. En otros tiempos, los padres traían aquí a sus hijos varones para que echasen su primera canita al aire. Había mucho movimiento, y se encontraba de todo. Teníamos sitios de categoría, porque abundaba la pasta. También venía gente sencilla, que se traía la comida en una caja de zapatos y la tomaba en la calle o en la playa, sin gastar jamás ni un céntimo. Aquí actuaba Victor Herbert, como le dije, estaba Sousa con su Stars and Stripes Forever…, y no existía diversión que faltara en Atlantic City. Por la escollera corrían caballos… Luego la gente dejó de venir. Ignoro por qué. Se queda en casa, a ver la televisión, o algo por el estilo. Las tiendas ya no hacen negocio, y los hoteles cierran. Por eso montan ahora los casinos… ¡Para levantar la economía! ¡Hay que ver cómo le gusta a la gente el juego! Hay quien se pasa jugando las veinticuatro horas del día.
—Creí que los casinos cerraban a las cuatro de la madrugada, ¿o no?
—A las cuatro, los días laborables, pero los sábados y domingos no cierran hasta las seis, para abrir de nuevo a las diez. En esta ciudad hay vida las veinticuatro horas del día, ¡ya se lo digo! Si usted desea algo… cualquier juego, por ejemplo, a cualquier hora, y no lo encuentra, puede organizado. ¿Me explico?
—Ya… Supongo que usted podría contar muchas historias.
—¡Para ponerle los pelos de punta! Pero también usted debe de conocer muchas…
Vincent permaneció en silencio unos momentos.
—Yo no pertenezco a la policía, Jimmy.
—¿Cómo que no? —exclamó el conserje—. Pero si dijo que…
—Lo que dije fue que hablé con el capitán Davies y él me puso al corriente de los pasos dados. Yo no soy de este distrito territorial.
—¿Ah, no?
—Lo que sucede es que era un buen amigo de la chica muerta. Vine de Puerto Rico para ocuparme de su entierro.
—¡Ah, ya!
—Hablé con la policía… Pero usted ya sabe cómo son esos hombres. Buenos chicos, sí, y nos entendemos bien. Sin embargo, lo único que aceptan son hechos. Las ideas que usted pueda tener, no les interesan. Nada de teorías ni conjeturas.
—¡De sobras que lo sé! —afirmó Dunne—, ¡Sólo los hechos, y nada más! Sí; sé a qué se refiere. Les molesta que uno pretenda jugar a detectives.
—Sólo hay que decir lo que uno sabe con certeza.
—Exactamente.
—Lo que yo me pregunto… —dijo entonces Vincent, después de una pausa—. Esto es sólo entre usted y yo…
—Y la puerta. Escucho.
—Me pregunto si la chica no subiría a ese apartamento la noche anterior, quedándose todo el día arriba sin que nadie lo supiera… Y que, por eso, usted no la viese.
—Hum…
Jimmy reflexionaba al mismo tiempo que repasaba las hojas de registro.
—No quiero molestar a la policía con esto —indicó Vincent—, Se trata, simplemente, de una idea. Pero me gustaría interrogar al conserje que estaba de guardia aquella noche.
—Hum.
—Más para mi tranquilidad particular, que para otra cosa.
Jimmy Dunne tenía la vista fija en sus papeles y en el tablero de corcho de la pared.
—Si dice que no sabe nada…, bien, al menos lo habré intentado… Ese hombre sólo trabaja aquí de vez en cuando, ¿no? ¡Eh, Jimmy…!
—Sí; viene de cuando en cuando.
—Y la policía no habló con él.
—Quizá sí. No lo sé.
—Pero si usted no dijo que él estaba de guardia… ¡Jimmy, esta conversación es únicamente entre usted y yo! ¿Lo comprende? A ese suplente ni siquiera le diría dónde conseguí su nombre. ¡Tiene usted mi palabra!
—De cualquier forma, estoy seguro de que no soltaría prenda. Le conozco.
—Si no habla, pues bien… Pero yo me quedaría más tranquilo.
—Mire: yo no quiero que nadie piense que hablo a sus espaldas. Y mucho menos ese tipo. Es muy raro.
—No conviene estar a mal con él, ¿eh?
—Creo que ya dije lo suficiente.
—Jimmy…
El hombre se enderezó en su sillón, apartando la vista de él para volver a mirarle enseguida.
—No sé cómo llegamos hasta este punto —dijo—, pero no voy a decir ni media palabra más, ni estoy dispuesto a sufrir las consecuencias. ¡Nada de eso!
—No tendrá problemas —replicó Vincent—, Todo lo que tiene que decidir, en su actual estado de ánimo, es esto: ¿prefiere que le acogote la policía, o tratar conmigo?
—Sí… La lluvia nos ayuda a hacer negocio —dijo el taxista que conducía a Vincent—, Una noche lluviosa y con viento, como la de hoy. Pero si no, para ir unas cuantas manzanas más allá, en dirección a Pacific Avenue, la gente toma el jitney, uno de esos autobuses pequeños… Y si usted busca una tía… Las tiene en las esquinas. Mire: ¡ahí hay una! Llevan cualquier cosa encima, menos una señal, claro… O puede recurrir a un servicio de acompañantes. Y una chica le llevará a los casinos de esta zona. ¡Fíjese! Golden Nugget…, Tropicana…, Playboy…, Caesar’s… Luego están Bally’s, Sands, el Claridge, Spade’s Boardwalk… Todos muy juntos.
—Y a horas más avanzadas, ¿qué? —quiso saber Vincent—, Sigue el juego, ¿no? ¿No tienen bastante con veinte horas?
—Depende.
Se detuvieron delante del Holmhurst, el hotel donde se hospedaba Vincent.
—Si usted se aloja aquí, verá que los jugadores acuden al bar después de su «trabajo», entre cinco y seis de la mañana. Pregunte a uno de ellos dónde hay movimiento hasta la hora de volver a abrir los casinos, y se lo dirá. Eso, si usted puede permitirse ese desembolso…
Vincent se permitía a sí mismo un gasto de cien pavos al día. Treinta para la habitación, lo que no estaba mal. Pero, si necesitaba alquilar un coche, se le irían ya treinta o cuarenta más. Procuraba comer módicamente y beber sólo cerveza… Le gustaba el Holmhurst. Resultaba acogedor, con muchos muebles y cuadros en el vestíbulo…; viejos sofás de cuero, alfombras floreadas y un pequeño y simpático bar. Su habitación, en el tercer piso, era agradable. Sin duda la decoraron de nuevo más de una vez, en los últimos treinta años.
Se quitó el impermeable —que llevaba encima desde que el avión aterrizara por la mañana— y telefoneó a casa de Davies, en Brigantine, para preguntarle:
—¿Te dice algo el apellido «Catalina»?
—Sólo conozco la isla de ese nombre.
—O la marca de bañadores —agregó Vincent—. Ricky Catalina es el portero que estuvo de turno la noche antes…
—¡Vaya, hombre!
—¿Qué quieres decir con eso de «¡Vaya!»?
En la línea hubo un silencio.
—¿Entiendes lo que intento hacerte comprender? No hablo de la noche en que Iris fue asesinada, sino de la noche anterior. Ese Ricky estaba de turno.
—¿Quién te lo dijo?
—No lo puedo decir.
—Jimmy Dunne.
—Jimmy tiene miedo de que le interroguéis, y de que su nombre aparezca en los periódicos. No creo que eso haga falta. Lo que te interesa es dar con ese Ricky, quienquiera que sea.
—Es un sobrino de Salvatore Catalina. De Sal de Cat, un tío muy encumbrado. El jefe, en realidad.
—Nunca oí hablar de él.
—Te proporcionaré un informe del departamento criminal de Pennsylvania.
—Entiendo lo que quieres decir… Hablas del sur de Filadelfia; de todos esos tipos que se matan entre ellos para ver quién se hace con Atlantic City. Lo leí en el Time.
—Unos veintidós muertos. De distintas maneras —explicó Dixie—, Coches bomba, como de costumbre, y otros atentados… Todo empezó con el ataque de los jóvenes a los viejos, los «bigotes», porque no querían mover el culo ni dar ningún paso referente al juego. Desde que uno de sus cabecillas resultó herido, los macarroni disparan como locos unos contra otros, y es casi imposible decir quién está de parte de quién.
—Tendrían que ir todos numerados —comentó Vincent.
—¡Y que lo digas! —exclamó Dixie—, Y con las huellas digitales en cada camisa.
—Estoy enterado del asunto, pero no de los nombres —continuó Vincent—. En Miami tenemos nuestra propia pandilla. Una serie de toros corridos, y, encima, los tipos que nos envió Fidel Castro.
—Pues aquí hay cubanos, también… Los bikers, que trafican con drogas, cuecen las metamfetaminas en Pine Barrens y cuentan incluso con instalaciones químicas propias.
—¿Tenéis colombianos?
—Creo que podría dar unas vueltas por ahí y espantarte a unos cuantos. Volviendo a Catalina, es del sur de Filadelfia, aunque ahora está en el penal de Talladega, acusado de tenencia de armas. Le dieron una caza terrible, y por fin resultó atrapado gracias a un chivatazo. Tenía un High Standard Field King en el maletero, debajo de la rueda de repuesto. Sal declaró que lo habían puesto allí los oficiales del Gobierno federal… ¿Quién sabe? Sólo le salieron dos años, ¿sabes?, pero mejor es eso que nada. Conseguimos una cinta magnetofónica de Sal y Ricky. ¡Tienes que oírla! Están en el lavabo de hombres de no sé qué restaurante. Lo olvidé. Sal le da a Ricky una lección sobre los buenos modos de comer en la mesa, y es que el chico come como un cerdo. Sal le dice que no hay que hablar con la boca llena, y que conviene masticar cada bocado cuarenta veces, para asegurarse una buena digestión. Ricky contesta que sabe comer de sobra. «¿Me has de enseñar cómo coño se come, cuando llevo haciéndolo toda mi puta vida?» Entonces se oye un golpe. Sal le ha arreado un tortazo en la cara. Y la voz de Sal, siempre serena y tranquila: «Haz caso de lo que te digo, Ricky».
—¡Vaya con Ricky! —comenta Vincent.
—Tendría entonces unos veinte años, y su cutis era un desastre. Ahora parece habérsele arreglado bastante, pero sigue siendo una birria. En cuanto a Sal, se cree que es George Raft. Usa trajes caros, aunque igual se pasea con el cuello de la camisa abierto. Quizá sea un poco afeminado. Por eso le llaman Sal el Gato o a veces, incluso Sally, o Sal «Gatita» Catalina. Pero, si le sueltas algo de eso en cara, te mata. A pesar de lo que te he dicho, no es malo del todo. Puedes hablar con él. Ricky ya es otra cosa. Ricky Catalina, el Tronera. O Rickie el Enfermizo. No estaría de más que alguien le pegara un tiro, en esa endemoniada guerra que llevan.
—¿Vas a decirme que ese tipo hace de portero alguna vez?
—Esos individuos se dedican a la extorsión, a la usura, a la prostitución, se meten en carreras de caballos para hacer manejos y se dedican a cualquier juego ilegal. Dicen que Sal lo hace todo por teléfono, desde Talladega. Y que Ricky es el cobrador. Si alguien se retrasa en un pago, mandan a Ricky…
—Pero si aquella noche vigilaba la puerta —dijo Vincent—, no pudo estar arriba cobrando. Algo habría allí, ¿no? ¿Una fiesta entre personas que no querían ser molestadas?
—Una fiesta, partidas de naipes, alguna exhibición sexual, juegos diversos… Sin unas reglas fijas.
—¿A deshora?
—Sí, o con unas reglas menos severas que en los casinos. Un tipo puede jugaren calzoncillos, por ejemplo, mientras se zampa un bistec al queso. O desea manejar las cartas en un juego de black-jack. Porque en los casinos de Nueva Jersey no dejan tocar los naipes para nada, ¿sabes? Las reglas son mucho más severas que en Nevada.
—¿Sin unas reglas fijas, dices…?
—Sí; no se atienen a lo que es regla en un casino. Pueden estar igualmente equipados, pero saltándose los sistemas.
—¿Puede eso estar dirigido de escondidas por un casino?
—No. Lo dudo mucho. Pero quizá sí por alguien del casino… Vincent, nos estamos apartando de mi área… Lo mío son los homicidios, toda muerte súbita o inesperada. Lo que hagan esos otros tipos, ya sea cosa de chantaje o de tráfico de drogas, cae dentro de la sección de delitos económicos. Y todo lo relativo a problemas de casinos, estafas y robos, es asunto de la División de Control de Juego, de la policía del Estado.
—Pues la muerte de Iris fue bien súbita.
—Por eso me tocan a mí las averiguaciones.
—En consecuencia, debes hablar tú con Ricky —señaló Vincent—, y no dejar que lo haga otro.
—Será lo primero que haga mañana —prometió Dixie—. Si es que todavía anda por ahí. Me llevaré un par de agentes conmigo, para que le detengan.
—Dix… —comenzó Vincent, a punto de mencionar lo del abrigo de Linda, pero se contuvo. Quizá fuese mejor esperar—. Nada, nada… Hablaremos mañana.
Después sostuvo otra conversación con Linda. La muchacha, que había empezado a entrar en calor en el taxi, le había sonreído varias veces. Quizás hubiera alguna esperanza. A él le gustaba, y a ella no le parecía indiferente. Pero, además, Vincent tenía el presentimiento —uno de esos presentimientos que le mantienen a uno muy despierto— de que Linda sabía mucho más de lo que decía. Durante la mayor parte del trayecto desde la funeraria hasta Spade’s, permaneció muy callada.