8

El VIEJO míster Bertoia le dijo a Vincent que no, que no había que cerrarlo. Respiró y echó el aire por la nariz.

—¡Pobre chica! Llevo cincuenta años en este sitio, pero cada vez que veo una muchacha tan joven muerta, me parte el corazón. El ataúd tiene que permanecer abierto, claro —añadió de cara a su hijo, de mediana edad—. Cualquier amigo o familiar puede querer ver a la difunta, y no se conformará con un ataúd cerrado.

El segundo míster Bertoia aclaró que no era un ataúd, sino una simple caja. Y lo dijo delante de Vincent Mora. La tez del viejo estaba curtida y llena de arrugas. El policía pensó en un albañil o en un guía de montaña que hubiese pasado toda su vida al aire libre. El hijo, en cambio, tenía la cara paliducha y se estaba quedando calvo. No apartaba sus manos de la espalda, como un funcionario de segunda, siempre en su sitio; el ayudante cuya recta mentalidad está constantemente al acecho.

Manifestó éste entonces:

—Permíteme recordarte que la pelvis y la columna vertebral y las caderas…, todo lo tiene prácticamente pulverizado. En realidad, podría decirse que no le queda ni un hueso entero en todo el cuerpo.

—Sí, pero la cara está bien —replicó el viejo Bertoia.

—La cara sí; en efecto. Enseña a la chica, si quieres —se avino el hijo, aunque con un encogimiento de hombros—. Pero el cuerpo… no se lo mostraría ni a su peor enemigo.

El viejo le echó una mirada fulgurante, soltándole además un aluvión de palabras en italiano.

El Bertoia de mediana edad se enderezó y dijo:

—Solamente trataba de explicar las condiciones en que se halla el cadáver. ¿Quieres que lo rellene un poco? Bien. Lo arreglaré, y también le voy a repasar la cara, para que haga mejor efecto. Pero eso me dará algún trabajo, y no estaba especificado en el contrato…

—Este caballero lo desea así —subrayó el viejo—. ¿O es que no lo entiendes?

—Bien. Sólo me permití recordar que tenemos un contrato —insistió el hijo—, y que la factura la paga la chica que trajo el cuerpo. Creo que se llama Linda Moon —añadió, tras reflexionar un poco—. Si es que ése es su verdadero nombre, claro… Todavía nos debe dinero.

—¿Cree usted que podré ver el cadáver hoy mismo? —preguntó Vincent.

—¡Naturalmente que sí! —intervino el viejo—. Enseguida.

Pero el hijo no se movía.

—El aspecto del difunto es sólo una parte del asunto. Hay que hablar también de los gastos. Esa joven que dijo llamarse Linda Moon firmó un contrato por unos servicios mínimos, que incluyen la cremación. Aún no ha elegido la urna.

Echó una mirada a la desnuda caja de brillante plástico imitando madera, iluminada por un fluorescente.

—Lo que ahora vamos a hacer es precisamente lo que nadie ha pagado.

Vincent le escuchaba mientras contemplaba la triste caja, el gastado suelo de linóleo, las vacías filas de sillas metálicas plegables, las persianas cerradas… En la pieza hacía frío. Al ver que el joven Bertoia se dirigía a una puerta, dio unos pasos hacia él. El hombre se volvió y dijo:

—¿Qué desea?

Finalmente, Vincent pudo llevárselo al vestíbulo decorado con cuadros de marco dorado. A un lado, el Buen Pastor, y al otro, el Sagrado Corazón de Jesús. Por encima del hombro de Bertoia, el policía vio al viejo que vigilaba desde la puerta de la pieza donde Iris descansaba en su caja de plástico.

Vincent dijo:

—En este mundo no hay nada gratis, ¿verdad? Ya comprendo que tendré que pagar todo lo que usted haga. Pero no tema, porque lo cobrará. Antes de que yo salga de aquí, tendrá su cheque. Lo que ahora le suplico, es que vaya adentro y abra esa jodida caja. ¿Cree que puede hacerlo por mí?

Vincent contempló los alrededores a través de las persianas. Todo eran casuchas viejas y solares vacíos, y en las desiertas calles con nombres de Estados o de océanos se alzaban solitarios los postes de teléfonos. Vio casas que parecían graneros, con ventanas voladizas y maderos entramados, construidas en una época en que los turistas acudían a veranear y en todas partes se alquilaban habitaciones a pocas manzanas de la playa. Con sólo salir al Broadwalk, se podían recorrer kilómetros y kilómetros de playa, según explicó el viejo Bertoia a Vincent. Al policía, aquella zona le pareció poco menos que arrasada por la guerra. Diríase que la gente había huido, prácticamente con la ropa puesta.

—¿Ve allá abajo, detrás de los postes de teléfonos? —señaló el anciano—. Son los casinos. Hoteles con miles de habitaciones, y con un casino en el que se podría jugar a fútbol, de no ser por el techo. El techo es de cristal, ¿sabe? Desde arriba le vigilan para que no haga trampas… ¡Fíjese en esos edificios que suben casi hasta el cielo! Son las seis de la tarde y está nublado. Claro, aún es marzo. Los casinos no tardarán en estar listos, y a mí me obligarán a vender… ¿Quién quiere una funeraria cerca de un casino? Mi hijo se trasladará a Linwood, donde tiene una casa de estilo colonial. Yo no sé adonde iré. Son ya nueve, diez, once, doce los edificios que levantan…

«La invasión de los casinos», pensó Vincent.

El hijo de Bertoia salió de la pieza con los puños de la camisa doblados hacia arriba, anunciando que ya había terminado. Padre e hijo se alejaron, y Vincent quedó solo con Iris.

Con una chica que habían dicho que era Iris… El rostro que vio en la caja tenía cierto parecido con uno que él recordaba, pero éste parecía salido de un cuaderno para pintar. El empresario de pompas fúnebres lo había decorado a base de rojos y rosados, con una sombra purpúrea en los cerrados párpados, y el resultado era penoso. Por unos instantes, Vincent tuvo la tentación de pintarrajearle la cara a Bertoia… De cubrirle la piel de blanco, ponerle pestañas postizas negras, redondas manchas encarnadas en las mejillas y una boca como un payaso, que le obligase a sonreír quieras que no. ¡Aquella pobre chica no podía ser Iris! La que él había conocido estaba viva…

Sin embargo, el informe policial escrito con bolígrafo negro decía bien claro que había sido hallada a la una y diez de la madrugada sin señales visibles de vida. Según el sumario, el cuerpo llegó muerto al Shores Memorial de Somers Point, cosa que confirmaba el médico forense. Por consiguiente, Iris estaba muerta. Y es que nadie puede caer desde el decimoctavo piso de un rascacielos y chocar contra el pavimento sin morir en el acto.

Vincent todavía llevaba consigo la maleta. Cubría sus ropas, propias de Florida, con un chubasquero. Había salido de San Juan hacia Tampa-St. Pete, para volar desde allí a Atlantic City y luego tomar un taxi hasta Northfield, en Nueva Jersey —«frente a la costa», como lo llamaban, más allá de Atlantic City, en Absecon Island—, para dirigirse a la Brigada Criminal, donde le esperaban. Deseaban verle, formularle preguntas. Vincent se dio cuenta al entrar en las oficinas. Los policías se mostraron pacientes a su manera. Y corteses. Vincent sabía lo que hacían, pero no por qué. Finalmente, un capitán apellidado Davies dijo:

—Si una joven muere con el nombre y las señas de un hombre escritas en un sobre que lleva metido dentro de sus bragas, necesitamos hablar con él.

Lorendo Paz no había mencionado nada de eso.

—Pedimos a los de Puerto Rico que no lo hiciesen —explicó Dixie Davies—, pero nos hablaron de usted, y entonces le localizamos. De no haberse presentado, lo hubiésemos citado.

Vincent vio su nombre y dirección —los apartamentos Carmen, de San Juan— en un sobre blanco, ahora arrugado y con manchas de sangre.

—Apareció dentro de las bragas de la chica, doblado dos veces. Era la única prenda que llevaba puesta.

—Esto lo escribió Iris —declaró Vincent—, Estoy seguro.

—También nosotros lo supusimos —dijo Dixie—, pero… ¿por qué lo guardaría en sus bragas?

—No lo sé.

—¿Intentaba comunicarnos algo? ¿Conseguir ayuda de la policía?

—Lo dudo.

—¿Tenía aquí algún amigo portorriqueño?

—No, que yo sepa.

—¡Mierda! —murmuró Dixie Davies—. Confiaba en que usted pudiese abrirnos una puerta.

Vincent tuvo la impresión de que, respecto de lo ocurrido en Northfield, era Dixie Davies quien acababa de abrir una puerta. Unos minutos con aquel hombre, solos los dos policías en una sala de interrogatorios pintada de verde pálido, lejos de ruidos y teléfonos, bastaron para que Vincent volviese a hallarse en su terreno. Con el «astro» de la patrulla de homicidios podía relajarse y recobrar, además, la confianza en sí mismo. Porque eran iguales. Dixie pesaba diez kilos más que él; se le veía curtido, llevaba un grueso bigote y estaba más presentable con su traje marrón que el Vincent Mora recién llegado de Puerto Rico, barbudo, moreno de tanto sol, que cubría sus ropas veraniegas con un impermeable y todavía cojeaba un poco. Sin embargo, eran iguales, y los dos se daban cuenta de ello. Era como si fueran dos colegas que hubieran trabajado juntos durante diez años. Por eso cuando Dixie dijo eso de que «confiaba en que pudiese abrirnos una puerta», a Vincent se le escapó una sonrisa: él hubiera dicho lo mismo.

El colega describió los pasos dados en el caso de Iris Ruiz. Vincent le escuchó, procurando retener los detalles para más tarde… O para aquel mismo momento. En la funeraria. O solo en su habitación. Llevaba pocas horas en la ciudad.

Vincent repasó en su mente todo lo registrado por la policía territorial, y lo no registrado, porque había huecos en la historia. Y se imaginó a Iris cayendo en medio de la oscuridad. Sola. Le pareció ver sus ojos y también el suelo, que se levantaba hacia ella, como la desdichada muchacha debió de verlo en su soledad, tratando de apartarlo… Lo que no logró figurarse, fue a Iris cayendo por sí sola del balcón. Tuvo que haber alguien con ella, arriba, a eso de la una de la madrugada.

En su vagina había restos de semen.

El médico forense no sabía decir si había sido asaltada, sexual o físicamente. Muestras de sangre, raspaduras de uñas y partes de sus órganos vitales habían sido enviadas al laboratorio oficial de Newark. Ahora esperaban el resultado de los análisis, para conocer la causa aparente de la muerte, antes de pasar a determinar si se trataba de homicidio o suicidio…

—También pudo estar drogada —señaló Dixie—. Ácido, polvo de ángel… Pudo creer que era capaz de volar. Pero la cosa cambia si estaba muerta antes de chocar contra el suelo. Si, por el contrario, se demuestra que se mató a consecuencia del golpe, hay que considerar también la posibilidad de un accidente.

—Alguien la levantó para arrojarla al vacío —dijo Vincent—, Alguien que había ido a verla, que entró en el edificio y subió a su apartamento.

—Pero la chica no vivía allí —advirtió Dixie.

Vincent comprendió que el caso era más complicado de lo que él se imaginaba.

—Nadie ocupa el piso —continuó Dixie Davies—, que se suponía vacío. El apartamento está amueblado, pero sin inquilino. Iris ocupaba una habitación alquilada en Caspian Avenue. La primera pregunta es: ¿cómo entró en el apartamento? No hay indicios de que la puerta hubiera sido forzada. Segunda pregunta: ¿qué hacía Iris Ruiz allí? ¿Quieres conocer mi opinión, basada en lo que hablé con los de Puerto Rico, que la tienen fichada? Probablemente tenía un amante, aunque tampoco se puede asegurar. Si ese hombre la mantenía, el asunto se va a enredar aún mucho más… ¿A quién buscamos? ¿A un tío metido en drogas, quizá? Y si ese hombre pasaba la noche con ella, ¿por qué no se la llevó a su habitación del hotel? ¿O quizá era un amigo? De una forma u otra, por el semen que ha aparecido en su vagina nos consta que Iris acababa de follar con alguien, ¿no?

Vincent no contestó.

—La chica servía cócteles en Spade’s Boardwalk y trabajaba de día, de diez de la mañana a seis de la tarde. Eso no descarta, claro, que pudiera ser sonámbula. Hablamos con el personal y nos dijeron que había faltado dos días seguidos sin excusarse.

—¿El día de su muerte y el anterior? —inquirió Vincent.

—No. La encontraron a la una y diez de la madrugada. Ese día no cuenta. Faltó al trabajo los dos días anteriores, sin telefonear para decir que estaba enferma, ni nada.

—¿Hablasteis con Donovan? —quiso saber Vincent.

—Tiene unos tres mil quinientos empleados —dijo Davies—, No creo que les siga la pista a todos,

—Donovan la contrató personalmente, y se la trajo de San Juan.

—¿Ah, sí? —exclamó Dixie Davies, interesado—. ¡Le pondremos en la lista!

—Prometió colocarla de azafata.

—Tal vez lo fuera. Hay que averiguarlo.

—Si vosotros no lo hacéis, me encargaré yo —dijo Vincent.

Dixie le miró, pero no dijo nada.

—La chica que identificó el cuerpo se alojaba en la misma casa que ella. Sólo se conocían desde hacía dos semanas. Iris trabajaba de día. La otra lo hace de noche. Forma parte del conjunto musical del hotel. Declaró no conocer apenas a Iris Ruiz.

—¿Cómo la encontrasteis, a ella?

—Llamó al departamento de desaparecidos. A la mañana siguiente, a eso de las nueve, unas ocho horas después del suceso. Esa chica, que se llama Linda Moon, nos telefoneó. Toca en el hotel, como ya te dije.

Vincent trató de hacer memoria, porque el nombre le resultaba conocido. Al cabo de un momento dijo:

—Volvamos al escenario… Si nadie vivía en ese apartamento y ninguno de los inquilinos sabe nada ni oyó nada, como no fuera un grito, quizá…

—Nada de gritos —dijo Dixie—. Yo hubiese gritado, creo; hubiese intentado salir huyendo.

—De modo que no hubo ningún grito —repitió Vincent—, Vayamos por partes… ¿Adonde habéis llegado, en las investigaciones?

—Hablamos con el portero; un viejo de uniforme. Estamos comprobando todas las entregas hechas aquel día, procuramos entrar en contacto con todas las personas que trabajaban con Iris o que podían conocerla. Necesitamos averiguar todo lo posible.

—¿Te sabría mal que metiera la nariz en lo que habéis conseguido? —preguntó Vincent—. Te prometo no hacer nada sin decírtelo antes.

—Yo nunca rechazo una ayuda profesional —contestó Dixie—, siempre que no se entere el jefe.

Lo que de momento sabían con seguridad, era lo siguiente: que Iris había caído desde el balcón del apartamento número 1802 de un edificio de apartamentos altísimo situado en la esquina de Surrey Place y Atlantic Avenue, de Ventnor.

Que el apartamento era propiedad de una empresa de Trenton que fabricaba artículos de limpieza y abastecía, por ejemplo, a porterías. Un empleado de esa compañía dijo que el apartamento estaba vacío, y que no había estado alquilado desde la temporada anterior; al menos, que él supiera… Que, en efecto, la compañía tenía contratos con diversos hoteles de Atlantic City, entre ellos, con Spade’s Boardwalk…

Que el apartamento estaba relativamente limpio y parecía libre, excepto que una de las camas había sido hecha de nuevo. Alguien habría dormido en ella, porque se notaba distinta de la otra; no tan limpias y estiradas las sábanas. La ropa usada estaba ahora en el laboratorio.

Vincent se imaginó a Iris en un dormitorio…

Que detrás de la puerta del cuarto de baño había colgado un vestido negro, de cóctel. Y, en el suelo, unos zapatos plateados de tacón alto. Además, sobre el borde del lavabo, se encontró una bolsa con objetos de tocador.

Vincent vio a Iris en un balcón…

Que en el armario del dormitorio cuya cama había sido usada apareció colgado un abrigo de lana negro, cruzado. En el cajón superior de la cómoda de la misma habitación había algunas joyas de fantasía: pendientes de cristal tallado, dos brazaletes, un collar… Baratijas.

Vincent vio caer a Iris.

Una joven que llevaba impermeable entró en la pieza sin apartar la vista de la caja mortuoria. Tendría cerca de treinta años. El cabello oscuro, peinado hacia atrás. El cutis, pálido. El rostro, de facciones delicadas y correctas. Iba sin maquillar, como si en un día tan triste y lluvioso no tuviese interés en resultar más atractiva. Aun así, al observarla, Vincent recordó una vistosa fotografía de esa misma chica, con un nombre debajo: Actuación en el Sultan’s Lounge de Linda Moon. Y volvió a verla, en su mente, envuelta en una suave luz azul que difuminaba tenuemente aquellas bonitas facciones. Era ella, sin duda. Tenía que serlo. El policía la vio detenerse a poca distancia de la caja.

—¿Por qué la mandaste abrir?

—Deseaba verla —contestó Vincent—. Convencerme de que era Iris, y no cualquier otra persona.

—Es Iris —afirmó la joven—. No sé cómo tengo el valor de volver a mirarla…

Sin embargo, se aproximó todavía más, aunque con paso lento, al ataúd de plástico, y allí permaneció sin moverse.

—¡Dios mío! —exclamó de pronto en un susurro—. ¿A quién se le ocurrió maquillarla de esa manera?

—Deberían arrestarle —concluyó Vincent.

Linda Moon se volvió hacia él y dijo, con sorpresa:

—Tú eres el de Puerto Rico, ¿verdad? El amigo de Iris. Al entrar, no te reconocí.

Seguidamente miró a su alrededor, se dirigió a las filas de sillas plegables vacías y, sin sacar las manos de los bolsillos del chubasquero, tomó asiento antes de alzar la vista de nuevo.

—¿Dónde está tu bastón? —preguntó.

—Lo olvidé —respondió Vincent.

También él se sentó, dejando una silla libre entre ambos. Linda volvía a mirar la caja mortuoria.

—Patético, ¿no? —musitó—. ¡Que se la tenga que ver por última vez en semejante caja de plástico!

Vincent estudió su perfil: sus oscuros cabellos estirados hacia atrás permitían contemplar bien sus facciones, sus mejillas hundidas, la suave línea de su nariz, sus largas y oscuras pestañas… Esa mujer sabía bastante acerca de él, y su relación con Iris había sido lo bastante estrecha como para hacerse cargo de los gastos funerarios.

—Eres Linda Moon —constató el policía con una voz que sonó a abogado o funcionario de justicia.

—No te causé una gran impresión entonces, ¿eh? —preguntó Linda de repente—. Tendrías que verme actuar ahora. Luzco un conjunto de color naranja, con volantes.

Pero sus ojos, muy serios, no se apartaban de la caja.

—Te oí interpretar dos cosas relacionadas con el tiempo: primero, Stormy; luego, Sunny

Linda le miró.

—Después tocaste Where’re the Clowns.

—Send in the Clowns, se llama. Creí que en ese momento ya no estabas.

—Me quedé un rato en el bar para escucharte. Estuviste magnífica.

—Estarías hecho polvo, después de la conversación que mantuvisteis…

—¿Quieres que te hable de Iris y de mí? Será cosa de dos minutos.

—Sin embargo, estás aquí.

—Para enterrarla; pero te me adelantaste. —Y mirándola a los serenos ojos azules de largas pestañas, añadió—: No sabía que fueseis amigas.

—Nos conocimos aquella noche. Volamos juntas y decidimos alojarnos en la misma casa.

—Pero tú pagas todos los gastos…

—No se va a hundir el mundo por eso. Todavía debo trescientos dólares, que no tengo en este momento.

—Yo me haré cargo de eso —dijo Vincent—. Y te daré un cheque por lo que pagaste.

—No tienes que darme nada —replicó ella—. Si quieres que nos repartamos los gastos, de acuerdo; no voy a discutir por eso.

—Así que sólo la conocías desde hace dos semanas, ¿no? —preguntó Vincent.

—Y tú, ¿cuánto hace que la conocías? Dijiste que podrías explicarme toda la historia en dos minutos.

—No te pongas nerviosa.

—No estoy nerviosa. Simplemente, estoy hecha una mierda. ¡Todo esto es tan patético! La niña bonita que buscaba diversión, y ya lo ves: ¡dos personas velándola!

Vincent permaneció en silencio unos momentos. Luego preguntó:

—¿Qué hay de Donovan? ¿No vino?

—¿Estás de broma?

—¿Te explicó algo?

—¿Referente a Iris? ¿Para qué? ¡Vaya ideas que tienes! ¿Crees que puedo obligarle a que pague su parte?

—Iris estaba convencida de que venía contratada como azafata. ¿Significa eso lo que yo me imagino, en el ambiente de los casinos?

—Ella servía cócteles.

—Durante el día —dijo Vincent, y tras una pausa añadió—: ¿Qué hacía en aquel apartamento?

—Lo ignoro.

—¿No te explicaba lo que hacía?

—¿Sabes de qué hablamos, las pocas veces que nos vimos? ¡De trapos! Iris pedía prestadas muchas cosas, y nunca las devolvía.

—Por ejemplo, un abrigo de lana negra.

Linda no hizo ningún comentario.

—¿Dijiste a la policía que era tuyo?

Después de unos segundos, Linda contestó:

—No; todavía no.

—¿Por qué no?

Vincent creyó oír el silencio; el débil sonido sibilante del radiador, que poco a poco iba en aumento. Linda Moon volvía a contemplar fijamente el ataúd de plástico. Necesitaba algo en que fijarse.

—Linda…

Ella seguía con las manos en los bolsillos del impermeable y las piernas cruzadas. Llevaba unos tejanos muy ceñidos, y las botas, marrones, se veían gastadas y húmedas. En la habitación aún hacía frío.

—¿No necesitas ese abrigo?

—La policía no lo mencionó —dijo Linda—, Deben creer que era de Iris.

—¿Qué hacía en ese apartamento? —insistió Vincent.

—No lo sé.

—¿Veía mucho a Donovan?

—No tengo ni idea.

—¿Le nombraba, al menos?

—Ya te he dicho de qué solíamos hablar.

—Sin embargo, acabas de decir que Iris era una niña bonita que buscaba diversión…

Linda continuaba con los ojos clavados en aquel deprimente ataúd de plástico, y Vincent notó que el ruido del acondicionador de aire iba en aumento. La muchacha se volvió hacia él e hizo otra pequeña pausa. Sus hermosos ojos azules se mantenían serenos, pero ya no estaban tan abiertos como antes.

—Eres así como muy escurridizo tú, ¿no? —dijo al fin Linda—. No sé cómo no lo recordé cuando empezaste a hacerme preguntas… En el avión Iris me habló de ti. No mucho, pero lo suficiente. Me dijo que abandonaba al americano tan enamorado de ella, un policía llamado Vincent.

—En Miami Beach —puntualizó Vincent—, no aquí. En Atlantic City no soy más que un ciudadano como cualquier otro. Oye, Linda —agregó, tocándole el brazo—: creo que puedo ayudarte.

—Un momento…

—No tienes con quien hablar, necesitas un amigo —dijo Vincent—. ¿A que no me equivoco? Además necesitas de alguien que te devuelva el abrigo, antes de que se te hiele el culo, porque… ¡vaya frío el que hace aquí, en Nueva Jersey! ¿O no?

—Me encantaría que me recuperases el abrigo. Pero, aparte de eso, no necesito ayuda de nadie —respondió Linda.