IRIS SE ENCONTRABA en la sala de espera del aeropuerto. Faltaba poco para que anunciasen el vuelo a alguna parte de Florida, desde donde podría continuar hacia Atlantic City.
—Sígueme —había dicho Tommy Donovan— cuando hagamos transbordo en Tampa-St. Pete. Ya sabes que no quiero perderte. Pero no me hables, ¿entendido? Estaré con otra persona.
Claro: iba con su mujer. Su esposa era atractiva y vestía muy bien. —Iris la vio sentada a cierta distancia, leyendo una revista—, pero ya no poseía el encanto de la juventud. Si no había cumplido los cuarenta, poco le faltaba. Tenía las piernas cruzadas y parecía vivir sin preocupaciones. ¡Eso cualquiera, con su dinero…!
Tommy hacía cola delante del establecimiento libre de impuestos.
—¿Llevas abrigo? —le había dicho—. Allí hará frío.
Iris tenía un jersey de color rosa con lentejuelas, en la maleta, y un impermeable negro doblado encima de las rodillas, por si el tiempo era malo. En una bolsa de mano también llevaba un ejemplar de la revista Mademoiselle, para ojearlo en el avión. Necesitaba elegir lo que luego compraría en Atlantic City. Apenas podía aguardar el momento. Poco le importaba que allá hiciera frío, ya que pensaba comprarse un abrigo de pieles, blanco y largo, para lucirlo con una bufanda de seda verde. Haría bonito… Tommy le compraría todo lo que ella quisiera.
Dos meses atrás había conocido a Vincent en la playa, y desde entonces empezó a cambiar su vida. Pero luego había dejado de cambiar. Un mes atrás había conocido a Tommy Donovan, y su vida había empezado a cambiar de nuevo… Y seguía ese mismo camino.
Estaba ella en el vestíbulo de Spade’s Isla Verde Resort, en la parte dedicada a casino, cerca de la puerta del Sultan’s Lounge. Un grupo musical, con ropas de satén anaranjado, interpretaba salsas, calipsos y mambos, produciendo un ruido considerable. Era tarde. Allí no había turistas, salvo en el casino, y alguien le dijo que, si entraba, no era para echar una mirada, sino que debía jugar.
De pronto se le acercó él y, tomándola del brazo, la introdujo en el Sultan’s Lounge sin decir palabra. Su americano voluminoso, de cara colorada y cabellos de un blanco argénteo… la hizo sentar antes de ir a hablar un momento con el barman. Vestía un traje de seda negra. Iris lo vio por el brillo que producía en la oscuridad. A los pocos minutos, una de las muchachas vestidas de odalisca les sirvió una botella de champán. Consistía el atuendo de la joven en sostén y bragas, collares dorados y una deslumbrante joya en el ombligo. El hombre bebió un sorbo de champán sin apartar la mirada de Iris, pero sin decir nada. Era mayor, aunque no lo suficiente para tener el pelo tan blanco. Resultaba demasiado corpulento para imaginárselo encima… También Iris tomó un poco de champán. Era bueno. Volvió a beber él, sin apartar la vista de la chica, hasta que por fin dijo:
—Voy a llevarte conmigo a Atlantic City.
Iris ya había oído hablar de esa ciudad. A miss América, por televisión. Entonces murmuró él:
—Una chiquita con tu aspecto tiene que perder el culo trabajando durante la temporada…
Iris comenzó a imaginarse un elegante apartamento en el barrio de Condado, cuya puerta abría con su llave el rico americano de los cabellos plateados. Instantes después, se vio navegando con él en un yate… ¿Por qué no? No necesitaba para nada a un policía de Miami Beach. El tipo parecía caído del cielo… Salvo que daba por sentado que era una furcia, y eso la ofendía. Por eso dijo:
—Le agradezco que me tome por una persona de ese tipo. Discúlpeme.
Corrió el pequeño riesgo de hacer ver que se iba. Le sorprendió la actitud de él, que también se levantó.
—Necesito hablar contigo —dijo—. Ven conmigo arriba. Allí estaremos más tranquilos.
—¿Se refiere a su habitación?
—Habitaciones, querida, habitaciones.
—¿Sigue creyendo que pertenezco a esa clase de mujeres?
—Mira… —respondió él—. Soy tu amigo. Tommy. Pronuncia mi nombre: Tommy.
Parecía un poco chiflado. Iris dijo:
—¿Tommy…?
—No así, con tan poca seguridad —protestó riendo—. Así: ¡Tommy!
«Loco de remate», pensó Iris, pero repitió:
—¡Tommy!
Y esbozó una sonrisa. No le sonó mal. Parecía que ya fuesen amigos.
—Iris —dijo él.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Incluso conozco tu futuro, querida…
Ella tuvo la sensación de que alguien le soplaba en el cogote, produciéndole un escalofrío. Pero no le resultó desagradable, porque la mirada de Tommy le decía que su intención era buena. Cuando se iban, la camarera dijo:
—¡Buenas noches, míster Donovan!
Ya Iris le pareció que coqueteaba un poco con él.
El barman corrió al extremo de la barra, para saludar también. Los ruidosos chicos del grupo musical, los de las camisas de satén de color naranja, agitaron la mano para decirle adiós, y varios empleados del casino les saludaron en el vestíbulo, haciendo reverencias.
—Le tratan con mucho respeto —comentó Iris.
A eso contestó Tommy que hacían bien, no en vano era él el dueño de aquel jodido negocio. Iris comprendió que, a partir de aquel momento, su vida ya no volvería a ser la de antes.
Donovan había comprado cajetillas de tabaco en la tienda libre de impuestos. La vendedora tenía que darle el cambio. A través de la sala de espera, Iris observó que el hombre echaba una mirada a su mujer, para cerciorarse de que estaba distraída, y que luego la buscaba a ella con la vista. Iris se acompañó el pelo hacia atrás, con una mano, para que Tommy pudiese contemplarla mejor, y él hizo un breve gesto de saludo antes de dedicar de nuevo su interés a la vendedora de tabaco. Le gustaba hacer pequeñas señales, indicando de este modo que entre ellos existía un secreto. De cualquier forma, Iris tenía la certeza de que todos los del hotel sabían que se acostaba con ella. A través de su despacho se entraba en un estudio donde había un amplio sofá blanco, compuesto de varios elementos, que se transformaba en una cama cuadrada: él solía llamarla «su corralito». Le hacía poner una toalla debajo del cuerpo. Entonces se ponía encima y la penetraba, apoyando su peso en los brazos, rígidos, con objeto de poder mirar hacia abajo, a la vez que trataba de hundir el estómago para verse a sí mismo haciéndolo. Nunca había intentado probar nuevas posturas, desde que Rae Dawn Chong demostrara a aquel joven troglodita, en una película, cómo encender fuego y hacerlo luego cara a cara. Tommy era un hombre tan importante que siempre tenía prisa.
Había entregado a Iris el billete de avión, pero no dinero ni cheques de viaje, ya que todavía no trabajaba para él. Pero luego tendría que darle lo necesario para la ropa que debía llevar como azafata: un vestido rojo, otro verde brillante…
La noche anterior, al ir al hotel de Tommy para recoger su billete de avión, Iris llevaba un vestido negro de cóctel, atractivo pero ya un poco tronado. Después de una espera interminable, se halló en un reservado del Sultan’s Lounge entre Tommy y un tipo grueso, de cabellos rizados, llamado Jackie Garbo. El grupo caribe, La Tuna, había terminado ya sus actuaciones en la casa. Ahora, la fotografía colocada en el vestíbulo desde hacía dos semanas mostraba a una joven, Linda Moon, que tocaba el piano, interpretando a la vez canciones lentas y suaves. Tommy la llamó:
—¡Vuelve a tocar Here’s That Rainy Day!
La chica le miró durante unos segundos por encima del piano, antes de interpretar la pieza por tercera vez.
Iris procuraba estar más cerca de Tommy que de Jackie, para que Tommy no tuviese celos. La pierna de Jackie Garbo se apretaba contra la de ella, comprimidos como estaban los tres en el curvo compartimiento, mirando desde la oscuridad a la joven pianista que actuaba envuelta en un cono de luz rosada. Linda Moon cantaba en voz baja y sin esforzarse.
Tommy preguntó a Jackie Garbo:
—¿Qué te parece?
Iris notó la mano de Jackie en su muslo, contra el que daba golpecitos siguiendo el compás de la música. Bien, se mostraba amable… Jackie Garbo trabajaba para Tommy en Atlantic City, como encargado del casino de aquella ciudad. Le respondió a Tommy:
—¿Quieres un piano en los salones de allí?
—La chica vale —señaló Tommy—, Trabajó seis semanas en el Condado Beach. Ahora deseaban presentar algo nuevo, y yo me la quedé.
—Es buena, sí —asintió Jackie—, pero hará dormir a nuestro público. Con unas cuantas composiciones como ésta, los clientes se quedarán como verdaderos troncos.
—También sabe tocar piezas de más ritmo.
—Eso espero —dijo Jackie Garbo—. Si no quieres que la gente se duerma en el vestíbulo de un hotel, no les pongas butacas. Pues es lo mismo. En los salones es donde se anima a la clientela, sobre todo para que juegue más.
—A mí me gusta —dijo Tommy—, La chica vale.
—Si te gusta, contrátala —continuó Jackie Garbo—, Puede tocar desde el mediodía hasta las cuatro de la tarde, cuando de todas maneras no hay nadie… ¡Oye, se me ocurre una cosa! —agregó, con un chasquido de los dedos—, ¿Qué te parecería meterla en aquel grupo loco, que ahora no sé cómo se llama… aquél de los jodidos tambores…? La Cuba, me parece, o algo así.
—¿Te refieres a La Tuna?
—¡La Tuna, sí! ¿Por qué no lo intentamos? Esos chicos… Si te pones a oírlos, no te puedes dormir en dos días, te queda la cabeza hecha polvo. Si quieres hacerle un favor a esa tía, ponía al frente de La Tuna; arrincona el piano y ponle unas maracas en las manos, haz que haga mucho ruido y enséñale a mover el culo como está mandado. A los de La Tuna les hace falta una tía.
—No es mala idea —admitió Tommy—, Pero no creo que ella acepte. Es una tía dura…
—¿Quieres decir que no? ¡Propónselo, carajo!
Iris notó que la mano de Jackie Garbo trataba de pellizcarle el muslo. Esa misma mano regordeta y menuda que antes asía la copa de champán. Y al no conseguir lo que se proponía, esa mano avanzó hacia arriba en plan de exploración, para comprobar si Iris llevaba bragas. La muchacha se dijo que el director de un casino debía de ser un tipo importante. Ahora, Garbo preguntaba si Linda Moon tenía aspiraciones, o si se conformaba con permanecer entre esos dichosos nativos.
Tommy explicó que no pensaba proponerle nada así, de repente. Era necesario que se hiciese a la idea lentamente. Jackie Garbo señaló:
—¿Sabes cuántos pianistas hay por ahí?
A Iris no le hacía ninguna gracia ese Jackie Garbo. Ni su mano, ni la manera que tenía de expresarse. Tampoco entendía cómo hablaba de semejante forma con su jefe, el dueño de los hoteles. O cómo tenía el valor de hablar de ella en su presencia, como si su mano supiese que Iris estaba allí, pero todo el resto de su persona lo ignorase. Por ejemplo, diciendo:
—Esta Iris lo va a hacer muy bien. ¡Te lo aseguro yo! ¡A que no sabes quién va a alucinar, con sólo verla?
Tommy hizo un gesto de inteligencia y dirigió un guiño a la muchacha, pero… ¿qué secreto encerraba aquel guiño? Se diferenciaba de otros anteriores. El guiño le fue hecho a ella, pero en realidad era para Jackie Garbo.
Cuando Linda Moon acabó de interpretar la pieza, se reunió con ellos y tomó asiento al otro lado de la mesa. Apoyó una mano encima de otra y dijo que no deseaba tomar nada. Tommy dijo que estaba contento de ella, pero añadió:
—Pensaba proponerte pensar en algo que no fuese únicamente tocar el piano…
Linda respondió:
—De tener algo mejor, no me contentaría con amenizar veladas tocando el piano, míster Donovan. Sólo lo hago cuando no me ofrecen nada más interesante.
—¡Deja de llamarme míster Donovan! Ya sabes cuál es mi nombre. Quiero que pienses en la posibilidad de tocar con un grupo. Necesitas refuerzos.
—Yo ya soy un grupo, míster Donovan: cuento con un teclado, sintetizadores, dos muchachos de Nueva York que podrían llegaren un abrir y cerrar de ojos, guitarras, batería… También puedo actuar con guitarra y caja de ritmos… Dispongo de partituras pop y top forty, cosas originales. Tiene que escucharnos, míster Donovan.
—¡Tommy! —insistió éste—. ¿Y cómo se llama el grupo?
—«Moon» —contestó Linda—; ¿le gusta? Simplemente «Moon».
—Sí, no está mal…
—Quisiera ver esa caja de ritmos —dijo Jackie Garbo—, ¿Tocáis muy fuerte?
Linda le miró y exclamó, sin mover las manos:
—¡Arrastramos al público, Jackie! Si eso es lo que quieres, puedes llevártelos a todos de culo. ¿Apuestas algo? Garantízame ocho semanas, y te aseguro que me pedirás otras ocho.
Iris observaba a Linda, que estaba muy tranquila y que no parecía temer en absoluto a aquellos tipos.
Tommy dijo:
—Lady… —y agregó con una sonrisa que no encerraba broma—. Veremos lo que podemos organizar juntos.
Inmediatamente después, Tommy Donovan y Jackie Garbo abandonaron la mesa. Iris continuaba mirando a Linda cuando ésta se sirvió un poco de champán y lo probó.
—No necesitan contratarte, si no quieren. Quiero decir que ya trabajas para ellos —dijo Iris por encima de su copa—. Pero no parece asustarte lo que puedan hacer contigo…
—¿Y qué es lo peor que pueden hacerme? —respondió Linda—. ¿Obligarme a tocar cada vez Shake, Rattle and Roll? Conozco el ambiente de la sala y lo que la gente espera. ¿Quién actúa en el salón principal? ¿Tom Jones? ¿Liberace? Eso te da una idea. Interpretaré tres piezas de esas de siempre por cada una que yo tenga ganas de tocar, y si eso no da resultado, puedo buscar otra solución, ¿no? En un casino, la cosa es atraer a gente importante… Y ahora he de volver a mi piano.
Iris trató de entender las palabras de Linda. Pero entonces apareció Vincent y tuvo otras cosas en que pensar.
Tommy salió con sus cigarrillos de la tienda libre de impuestos. Fue hasta donde estaba su mujer, todavía enfrascada en la revista, y se sentó a su lado. Iris seguía observando. Intentaría averiguar si entre el matrimonio existía amor. No lo creía. Pero de pronto no pudo verles: delante de ella se había situado una camisa floreada. La muchacha alzó la vista cuando Teddy dijo:
—Vaya, vaya… —sonreía, con su cámara a cuestas y un sobre con el pasaje—, Y yo que te creía lejos de aquí.
Lo primero que Iris pensó fue que el tipo iba a pedirle el papagayo de artesanía y los cien dólares, pero no fue así. Teddy parecía muy contento de encontrarla allí, y daba la impresión de no acordarse del dinero.
Los cincuenta dólares que le había dado por acostarse con ella eran aparte: se los había ganado ella. Cuando estaban en la cama, él le había preguntado si era capaz de llorar y poner cara de angustia. «Si supiera llorar en cualquier momento, me habría hecho artista de cine y no necesitaría dedicarme a esto», fue la respuesta de Iris.
Eso a Teddy le había molestado: sacó una pequeña navaja de su extraño cinturón, del que no se había desprendido, y colocó la punta de la hoja sobre la nariz de la mujer, a la vez que le decía: «¿Qué, te la rajo de arriba abajo?».
La escena que montó entonces Iris hubiera sido digna de un Oscar: no resultaba difícil fingir miedo con una navaja encima de la nariz… Pero al cabo de un minuto, o poco menos, él volvía a sonreír tan tranquilo para demostrar que era un tío simpático. Pero no lo era. Iris nunca había conocido a un tipo tan rastrero.
Allí, en el aeropuerto, seguía sonriéndole, mientras proponía:
—¡Ey! ¿Qué tal si nos sentamos juntos?
Iris vaciló, apartando la vista de él para decidir rápidamente lo que le convenía hacer, y en éstas descubrió a Linda Moon haciendo cola para entrar en la tienda libre de impuestos, esperando para comprar tabaco. Con inmenso alivio, dijo:
—Lo siento, pero estoy con una amiga Teddy seguía con la sonrisa dibujada en los labios.
—Otro día será, ¿ey? —dijo.