TEDDY jugó con Vincent todo el día siguiente. Era su plan. Al menos, el principio.
Aparcó el Datsun junto a la playa, para que Vincent no dejara de verle. No demasiado pegado a la arena, sino a la sombra de unos pinos australianos. ¡Qué día tan hermoso! Despejado y radiante como de costumbre en esas playas. Si Vincent se presentaba, él se largaría. No tenía ganas de conversación, pero sí procuraría preocuparle y, a la vez, sacárselo de encima. El policía, sin embargo, no se acercó. Permanecía solo en su silla de playa. Alguna de las chicas se detuvo unos momentos para hablar con él, pero nada más.
Aquella misma tarde, Teddy aparcó cerca del Normandie Hotel para ver pasar a Vincent, con su silla y su bastón, por el otro lado de la calle. Parecía no cojear tanto como el día anterior. Todo cuanto hizo el policía fue mirar hacia él. Teddy tuvo ganas de gritarle: «¡Ey!, ¿qué se ha hecho de tu amiga? Te gusta esa gatita, ¿ey? ¡Pues a mí también, caramba…!». Pero se aguantó.
Después siguió a Vincent hasta los apartamentos Carmen y paró el automóvil enfrente, no lejos de la entrada del Hilton. Era capaz de aguantar sentado allí todo el tiempo necesario, y a gusto, después de vivir en el bloque de celdas de Florida, con aquel calor y los malos olores de los demás presos. Era curiosa aquella variedad de olores. El peor procedía de aquellos hombres que se echaban colonia encima del sudor. ¡Había para vomitar! Otros tipos olían bien, en cambio.
Vio que Vincent bajaba para entrar en el establecimiento de bebidas. Le hubiese costado reconocerle, después de los años transcurridos, con la barba que llevaba ahora… Pero un examen de las fotos le había confirmado que, en efecto, se trataba de él.
La noticia de la herida de Vincent Mora había llegado a Raiford poco antes de que le dejasen en libertad. Aquel día reinaba el buen humor entre unos muchachos que tomaban el aire en el patio. Sólo les faltaba helado y pastel. Los presos de Raiford se enteraban de todo y eran muy amigos de lo chismes. Le contaron que un junkie le había dejado fuera de combate, pero que —¡mierda!— seguía vivo. Teddy abandonó el presidio, y en las calles de Miami Beach no tardó en enterarse de dónde residía Vincent Mora. También averiguó que había estado casado, ya que un individuo que vendía drogas procedentes del hospital le había visto allí, con ocasión de la muerte de su esposa, etcétera, etcétera. El resto de la información lo había obtenido llamando directamente al departamento de detectives de la policía, con sólo decir que no encontraba a Vincent en casa, que era su amigo y deseaba saber cómo seguía. Una voz que sonara sincera, y los policías lo soltaban todo. Eran tontos.
Cuando Vincent salió de la tienda, miró al otro lado de la calle, y Teddy ya se disponía a arrancar. Pero el policía ni le hizo caso y volvió a subir a su piso.
Entonces, a Teddy se le ocurrió que también él podría beber algo. Se dirigió al establecimiento y compró medio litro de ron blanco, un par de latas de gaseosa y un paquete de vasos de papel parafinado. Al regresar al coche, se encontró allí con dos portorriqueños, tipos flacos y más altos que el término medio de sus compatriotas; más altos que él y con bigote corto y estrecho. Parecían gemelos; los dos vestían la típica camisa con pliegues y bolsillos, colgando por encima del pantalón. Teddy se dijo que le resultaban familiares.
Uno de ellos abrió su cartera, enseñó su carnet y anunció:
—¡Policía!
De modo que eran agentes… Por eso le parecían familiares. Para Teddy, todos los policías portorriqueños eran iguales. Unos tipos delgaduchos, con bigotito.
—Supongo que aparqué en mal sitio, ¿ey? —preguntó—. Ahora mismo me voy.
Pero uno de los agentes abrió la portezuela del otro lado, levantó el asiento y le hizo señal de que se colocara atrás, mientras el otro se sentaba al volante. Al entrar éste en el vehículo, Teddy vio un bulto y la punta de la negra pistolera que asomaba por debajo de la camisa.
—¡Ey, un momento! —exclamó—. ¿Adonde vamos?
El policía que se disponía a conducir hizo un gesto de buscar la llave, y preguntó por ella en español, según le pareció a Teddy.
—Pero… ¿qué cojones hacéis? —protestó—. Si aparqué en lugar prohibido, ponedme una multa… ¿Será posible que aquí detengáis a la gente por aparcar mal? Estoy conforme con pagar la multa en el acto. ¡No me hagáis perder tiempo!
Se levantó la camisa para alardear con su cinturón repleto de dinero, pero los dos policías, ya instalados en el coche, no le hacían caso.
Entonces, Teddy se atrevió a tocar a uno de ellos en el hombro y, al volverse éste, preguntó:
—¿No podríamos arreglarlo con unos cuantos dólares? ¿Cuánto queréis?
Pero ni por ésas. Los agentes arrancaron sin dignarse mirarle de nuevo, aunque no dejaban de charlar en ese castellano portorriqueño semejante al martilleo de una ametralladora mientras conducían el coche a través del denso tráfico hacia el este de San Juan.
Teddy pensó en el taxista muerto en el bosque tropical. ¿Habrían descubierto su cuerpo? Sin embargo… No, no parecían llevarle a la comisaría… El hombre empezó a temer que aquellos pájaros no fueran realmente policías.
Enfilaron una carretera que seguía la costa, por la que no circulaban otros vehículos. Teddy no vio, a su izquierda, más que playas desiertas y el océano que asomaba entre los bosquecillos de palmeras. Muy bonito, pero la carretera era un desastre, llena de baches que le hacían darse de cabeza contra el techo.
—¡Cuidado, gilipollas!
El policía le lanzó una dura mirada a través del retrovisor. Le había entendido. Debían de hallarse ya a treinta y tantos kilómetros de San Juan. Declinaba la tarde y parecía próximo el crepúsculo cuando, por fin, llegaron al término de la carretera. Teddy vio entonces, por el parabrisas, la parte posterior de un automóvil gris que allí aguardaba. Más allá había una caleta o la desembocadura de un río, de unos cien metros de anchura con mangles en las orillas.
Al otro lado, la vegetación estaba salpicada de escasas chozas. Aquello parecía África.
El coche gris avanzó hacia adelante, y Teddy distinguió, de pronto, la barcaza metálica en el extremo del camino: una especie de balsa sucia y de poco fondo, con barandillas a ambos lados y bastante herrumbrosa toda ella. El automóvil gris subió a bordo, y el segundo coche le siguió a través de la traqueteante rampa hasta entrar en la barcaza que tenía espacio para seis coches, aunque ese día sólo hubiera dos. Un negro, situado fuera de la barandilla, sujetaba un par de cabos delgados. Por detrás del vehículo de Teddy apareció otro negro, que se unió al primero. La barcaza había empezado a moverse. Teddy observó que se abría paso, lentamente, entre las hojas de mangle que asomaban del agua. Los dos negros se pusieron a tirar de los cabos, y la embarcación salió despacio hacia unas aguas más claras. No avanzaba más de media milla por hora. ¡Cielos! Río abajo, a poca distancia, el río o abra formaba un meandro y desaparecía de la vista… en dirección a aquellas montañas envueltas en nubes, donde un taxista yacía muerto.
Los dos portorriqueños se apearon del coche. Uno de ellos dobló el asiento hacia adelante, de modo que también Teddy pudiera salir. El ex presidiario se colocó al lado del vehículo para observar a los dos negros que tiraban de los cabos al unísono, sin prisas, para —mierda— no ir a ninguna parte. Les miraba porque apenas podía creer lo que veía: unos hombres tirando realmente de unos cabos y arrastrando coches que, fuera de esa plataforma, podrían correr a casi ciento setenta kilómetros por hora. Cuando estuvieron en medio del río, los dos negros dejaron de hacer fuerza y se pusieron a fumar sendos cigarrillos, aunque sin soltar los cabos. Teddy pensó que se tomaban un descanso. Claro, habían trabajado diez minutos, por lo menos…
La barcaza empezó a deslizarse en dirección al mar. Allí reinaba la calma. Uno de los portorriqueños se acercó a él y se puso a hablarle. Teddy le miró de soslayo, estudiando su boca en busca de una palabra familiar en ese castellano atropellado y captar, al menos, su entonación. ¿Le tomaban el pelo, o qué? Se dirigió a uno de los negros y preguntó:
—¿Entiende lo que me dice?
Pero el hombre del cabo no contestó.
Entonces le dijo algo el segundo portorriqueño. Parecía que le interrogara sobre algo. Teddy ya no se acordaba del automóvil gris —probablemente un Chevrolet— que tenían delante, hasta que de súbito se abrió una de sus puertas y, por detrás del portorriqueño, vio salir a Vincent Mora.
—¡Dios santo! —exclamó, como si se hallara ante una visión.
Mora le echó una breve mirada y se acercó hasta quedarse entre los dos coches.
—Míster Magic… —dijo entonces—, ¿Qué tal vamos, Teddy?
Luego desvió la vista hacia el panorama, como si el tipo no le interesara.
Se preguntaba qué pretendía aquella gente. De manera que le habían engañado… ¡Muy bien! Por lo visto, ese Vincent le había reconocido al fin, quizás a través de algunas investigaciones. Los policías disponían ahora de esas mierdas de ordenadores… Uno de los agentes portorriqueños volvió a hablarle, formulando una pregunta, pero Teddy continuó con sus oscuras gafas de sol fijas en el barbudo hijo de puta que un día le atrapara y que se expresaba en un perfecto inglés americano.
—¿Le importaría decirme qué hace?
—Yo no hago nada —respondió Vincent Mora, jugueteando con su bastón—. Parece ser que estás en manos de la policía portorriqueña, ¿no?
—Ya… —gruñó Teddy—. ¿Y le importaría decirme qué hacen?
—Cansarte, ponerte en apuros… ¿Es que no lo ves?
—¿Y por qué? ¡Yo no hice nada!
—Bueno… Te conocen. Quieren preguntarte algunas cosas.
—¿Y para eso me han traído hasta aquí? ¿Y usted qué pinta en este asunto? ¿Les sirve acaso de intérprete?
—Exactamente.
—¡Una mierda!
Uno de los policías portorriqueños le dijo algo a Teddy. Éste observó que Vincent escuchaba y luego hacía gestos de afirmación.
—Dice que debes ir con cuidado, vayas donde vayas. Y que venir a un sitio como éste…
—¡Corte el rollo! ¿Cree, acaso, que pedí que me trajesen aquí?
El policía portorriqueño volvió a hablar sin expresión en la cara. Se refería, por lo visto, a unos hechos. Vincent le interpeló.
—Quieren saber si estuviste alguna vez en Caguas.
—¿Qué demonios es eso de Caguas?
—La carretera que parte de San Juan en dirección al sur y pasa por Hato Rey, va a Caguas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué?
Habló de nuevo el portorriqueño, y Vincent le dijo a Teddy:
—Por el camino de Caguas se ve Oso Blanco.
—¿De veras? —contestó Teddy—. ¿Y qué coño es ese Oso Blanco?
—El talego. Lo llaman Oso Blanco. Se ve al lado izquierdo, cuando uno pasa por allí. No es un conjunto blanco, sino de color de canela. Enorme, con dobles cercas de más de seis metros de altura y alambre de púas encima, y torres de control todo alrededor. No puede pasarte inadvertido.
Volvió a hablar el policía portorriqueño. Vincent le dijo a Teddy:
—Según este agente, Raiford puede parecer una especie de Disneylandia al lado de Oso Blanco.
—¡Y una mierda! —replicó Teddy.
Mora buscaba tomarle el pelo, y él lo sabía.
—Eso es lo que el agente dijo —insistió Vincent.
—¿Y me traen hasta aquí para semejante idiotez?
—Quieren que mañana mismo tomes un avión.
—¡Anda, vamos…!
—Lo saben todo de ti, y no les gustas. —Vincent se puso frente a él: no les separaban ni tres palmos—. A mí tampoco me gustas, ¿sabes? No soporto tu presencia. Dicen que debes abandonar la isla mañana mismo, antes de las cuatro y media de la tarde, ¿entiendes?
Teddy estaba muy nervioso. Hubiese querido golpear a Vincent, apartarle de un empujón.
—¡Y una mierda! —repitió—. Puedo quedarme aquí todo el tiempo que me dé la gana.
—Si continúas en Puerto Rico después de la hora que te he dicho, puede que encuentren algo en tu maleta, y entonces… tal vez tengas que pasarte media vida entre rejas. ¿Te apetecería?
—¡Asquerosos polizontes, hijos de puta! —jadeó Teddy—. ¡Todos sois iguales!
—¡No! —señaló Vincent—. No todos somos iguales. Si estos chicos vuelven a verte, te acusarán de algo: tráfico de drogas, agresión premeditada… Y te encerrarán. Tú y yo, en cambio, volvemos a vernos… Bien, la cosa cambia, ¿no crees?
Teddy tuvo que esforzar la vista y mirar intensamente a través de sus oscuras gafas de sol para fijarse en la barbuda cara del policía y escudriñar lo que había en sus ojos. Y lo único que dijo fue otra vez «¡Mierda!», porque aquellos ojos no expresaban odio, sino únicamente tristeza o cansancio. No eran los ojos que recordaba de siete años y medio atrás.
Vincent le habló:
—Sé dónde estuviste, Teddy; sé lo que aprendiste allá. Me consta que sabes manejar un cuchillo y zanjar las diferencias… Sé perfectamente que eres un traidor hijo de la gran puta, y sé lo que quisieras hacerme ahora.
—Usted lo sabe todo, ¿ey?
—Sé que no pienso ir hacia atrás en lo que me reste de vida, ni preocuparme por un tirado que sólo ansia desquitarse. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¡Lárgate, que no quiero volver a oír hablar de ti!
Teddy estaba a punto de replicar, pero el curvo extremo del bastón de Vincent se apoyó en el caballete de su nariz.
—No hables —le advirtió el policía.
Teddy no se movió. Ahora, la mirada de Vincent Mora era distinta. No había deseo de venganza en ella: sólo serenidad. Pero le perforaba como ya lo hiciese otra vez, al abrir él los ojos para encontrarse con una pistola en la cara, en la habitación del hotel de South Beach, y con la amenazadora figura encima. Ansió gritar con todas sus fuerzas: «¡Si tú no sabes nada, mierda! ¡No sabes nada de nada!». Gritárselo a la cara al maldito policía, sí…
Pero apretó las mandíbulas para no emitir ningún sonido y, cuando Vincent dijo que hiciera un gesto afirmativo conforme se marcharía para no regresar más, obedeció y movió la cabeza de arriba abajo. Porque los ojos del policía le decían que, de no hacerlo, estaba dispuesto a matarle.