4

La DONCELLA estaba nerviosa porque sólo hacía diez días que había entrado en la casa, para sustituir a su hermana, y temía ser despedida a causa de algún disparate. Y ese nerviosismo era tal, que poco le faltaba para echarse a llorar, y entonces no oiría, quizá, lo que el hombre le decía.

«¡Ojalá se estuviera callado míster Donovan!», pensaba.

Hablaba ella por teléfono —a través del aparato blanco instalado en la cocina— con un hombre que había llamado y le decía, en castellano, que debía escribir algo en inglés. La muchacha había finalizado la escuela el año anterior, pero no era capaz de entender y poner sobre papel lo que aquel hombre le dictaba con tanta rapidez. Y con míster Donovan hablando al mismo tiempo, a la pobre se le escapaban palabras.

Tommy Donovan estaba sentado a la mesa de la cocina, saboreando un plato de ají con judías, con una valla de botellas verdes delante de él. Sólo vestía pantalón corto, blanco, y llevaba desnudo el resto del cuerpo. Antes de atacar la comida había bebido un gran vaso de cerveza, exclamando con ojos húmedos:

—¡Ay, Jesús!

Parecía que llorara; vació un segundo vaso y, sin más, agregó:

—¿Sabes una cosa, pequeña? ¡Que voy a vivir!

Luego pidió que sacara, otras dos botellas de cerveza de la nevera. Con lo picante que estaba el ají, sus ojos lagrimearon todavía más, y el hombre continuó con sus exclamaciones blasfemas para dar rienda suelta al placer que aquello le producía, a la vez que usaba la servilleta de fino hilo para sonarse las narices. Los ojos de Donovan tenían un aspecto raro, húmedos de emoción y, al mismo tiempo, con el brillo de la persona drogada. Diríase que miraban, pero no veían. También su cuerpo resultaba extraño: el de un gigante formado de partes de distintos colores, que no encajaban entre sí. En la cabeza, grandes olas de pelo plateado. La cara, coloreada de rojo y cobrizo… Un hombre apuesto, si uno no estaba muy cerca de él y comprobaba que debía de haber cumplido el medio siglo. El cogote y los brazos, tostados por el sol. Los hombros, en cambio, huesudos y estrechos, y el tronco tan paliducho y redondeado que hubiese podido pertenecer a una gruesa mujer norteamericana de pechos muy pequeños. La doncella había visto más de una vez mujeres así.

Cuando sonó el teléfono y ella comenzó a hablar con el hombre que llamaba desde Florida, oyó gruñir a míster Donovan:

—¡Yo no estoy! No estoy en ninguna parte, ¡carajo! Dile, a quien sea, que me fui sin dejar señas… Dile a ese tío, pequeña, que tienes mucho trabajo… ¿Qué demonio escribes?

Y no callaba, pese a los esfuerzos de la chica por entender lo que le decían por teléfono y anotarlo a la vez. El nombre sonaba así como «Mágico», pero luego, al deletrearlo por teléfono, resultaba no ser eso. La chica no hacía más que repetir:

—¡Despacio, por favor! ¡Despacio!

Y Donovan intervenía:

—Dile que se equivoca de número.

La joven luchaba contra las lágrimas. No quería perder la colocación que ya había tenido su hermana, pero al mismo tiempo pensaba que no lo resistiría… Entonces se abrió la puerta y llegó su salvación en forma de mistress Donovan, que procedía del garaje. Lucía un bonito sombrero de paja, y su vestido, sujeto a la cintura pero suelto, permitía ver las formas del cuerpo a cada movimiento. Y esa santa bajada del cielo le dijo a su marido:

—¡Tienes buen aspecto!

Míster Donovan contestó:

—Siéntate a tomar algo. Es la hora del cóctel.

«¡Échame una mano!», pensó la chica, pero no necesitó decir nada porque los ojos de la señora, tranquilos y sombreados por el ala del sombrero, le hicieron comprender que estaba a salvo.

—¿Quién es? —preguntó mistress Donovan con voz suave.

—No entiendo lo que me dice, y quiere que lo anote… —susurró la muchacha, segura de que ya podía dejar fluir las lágrimas.

La señora se quitó uno de los pendientes, tomó el auricular y dijo, a la vez que lo cubría con la mano:

—Hay alguien en la puerta de delante.

Casi en el mismo instante sonó el timbre, y los ojos de la doncella se abrieron. Mistress Donovan la miró con una sonrisa.

—Vi a esa persona al llegar en el coche.

Cuando la joven acudía a abrir, oyó que la señora preguntaba por teléfono:

—¿Qué desea, por favor?

Hubiese querido poder escuchar la conversación. Su hermana le había dicho que se enteraría de cosas muy sorprendentes, al trabajar en esa casa y en la otra de Nueva Jersey, donde los señores pasaban la mayor parte del año.

«Fíjate en la forma que mistress Donovan tiene de tratar a su marido —le había recomendado su hermana—. Resulta más divertido que la televisión. Ambos están casados por segunda vez, y llevan juntos menos de tres años. ¿Le ama ella? A ver si puedes averiguarlo. Duermen separados. Ella es más inteligente que él, pero él no se da cuenta. Vigílale cuando le veas beber, que es cada día. Y fíjate en él cuando vuelva tarde, por la noche. Está convencido de que todas las mujeres se enamoran de él. La hermana de la señora, que se marchó de aquí para casarse y vivir en Nueva York, me dijo: “Nunca le mientas a mistress Donovan, y nunca cuentes a nadie lo que aquí veas y oigas. Habrá cosas que te parecerán imposibles”.»

La doncella se llamaba Dominga. Cuando llegaba a la puerta principal, el timbre volvió a sonar.

Vincent dijo:

—Buenos días. Quisiera ver a míster Donovan.

Dominga vaciló un instante.

—¿De parte de quién he de decirle que es?

—Deseo darle una sorpresa.

—De todos modos debo preguntar su nombre.

El policía habría podido presentar su carnet y su placa, pero eso hubiera sido complicar las cosas.

—De acuerdo —contestó—. Dígale que soy Vincent Mora.

La doncella pareció revivir.

—Muy bien, míster Mora… ¡Haga el favor de pasar!

Vincent esperó en una sala que nadie parecía haber usado jamás. Contempló con curiosidad el centro de estilo taino situado encima de la mesa de mármol, así como las primitivas piezas expuestas en una pieza de mobiliario tan serio… Se preguntó por qué la sirvienta había quedado tan sorprendida, y si la obra de alfarería que tenía a su alcance era más auténtica que el centro, que no costaría más de diez dólares… Y si lo era, ¿quién lo diría?

Percibió el sonido de unos tacones delgados contra el suelo embaldosado del recibidor, tan espacioso que en él habría cabido todo su piso. El taconeo se acercaba. Y no era la doncella…

Era la mujer que conducía el Mercedes que había entrado en la finca al llegar él. Ya no llevaba aquel sombrero de ala ancha… A Vincent le gustó su cabello, a mechas más claras, por efecto del sol, peinado con raya y que le llegaba hasta los hombros con un aspecto muy natural. Tendría treinta y tantos años; de estatura mediana, delgada… La mente policial de Vincent le hizo la ficha… Dientes de artista de cine; ojos castaños de mirada serena, aunque despierta, que le examinaban. Quizá con curiosidad, quizá no.

—¿Míster Mora?

Entró por la puerta y pisó la alfombra oriental, pero sin seguir adelante. En una mano llevaba un papel blanco; la otra parecía cerrada alrededor de un pequeño objeto, destacando la delicadeza de su puño.

—Soy Nancy Donovan… Su servicio telefónico.

—Tardé más de lo que supuse en llegar. Le ruego me disculpe —dijo Vincent.

Nancy Donovan aguardó.

—No tengo teléfono, ¿sabe?

—Ya comprendo —respondió ella.

—Pensé que, si estaba aquí, no le molestaría recibir una llamada para mí. Pero lamento mi retraso. Tuve que tomar un autobús desde Condado…

—Usted no tiene teléfono, no tiene coche… —Entonces, Nancy se fijó en el bastón—. Lo siento —dijo—. Acomódese, por favor.

—Le transmitiré el mensaje si soy capaz de leer mi propia letra —dijo Nancy, una vez sentados los dos—. Su amigo se llama Torres, ¿no?

—Buck Torres, sí.

Vincent encontraba agradable a aquella mujer. Le atraía el dulce tono de su voz, le atraían sus ojos… Le gustaba mucho, la verdad. Estaban sentados uno frente a otro, junto a la mesa de mármol, de tacto tan frío. Una conferencia en una sala del museo de Cultura…

La vio abrir la mano cerrada para dejar sobre esa mesa un pendiente y apartar un poco, con todo cuidado, el centro taino. Tal vez hubiera debido preguntar a mistress Donovan acerca de aquellas piezas, y aprovechar la oportunidad para aprender algo nuevo.

La mujer dejó la hoja de papel encima del mármol, empujándola con delicadeza hacia él. Vincent notó la fragancia de su perfume, se fijó en su letra —corrida y puntiaguda— y, de pronto, vio un nombre en la primera línea, todo en mayúsculas: TEDDY MAGYK.

—Teddy… —murmuró Vincent, al mismo tiempo que se apoyaba en el respaldo del asiento, aparentemente aliviado—. ¡Es curioso! En el autobús me pasó por la mente ese nombre. ¡Teddy Magyk! Sin embargo, no lo relacioné con ese tipo. Me pregunto por qué.

Necesitó pensar unos momentos y tratar de recordar a Teddy en el Datsun alquilado… Le parecía distinto, más adulto…

Nancy Donovan alzó la vista, y Vincent volvió a mirarla a los ojos. Reflejaban seguridad, pero no engreimiento. El policía se inclinó sobre la mesa cuando la mirada de ella volvió a posarse en el papel.

—Esta palabra —señaló—. No entendí bien a míster Torres. ¿Debe ser Ranford?

—Raiford. El presidio del estado de Florida.

—¡Ah, sí, Raiford! —dijo ella—. Teddy Magyk… Me gusta ese nombre… Creo que fue sentenciado a diez o veinte años de cárcel, pero puesto en libertad al cabo de siete y medio, ¿no? Por agresión sexual de primer grado, si mal no recuerdo…

—Por violación —explicó Vincent—. La primera vez que le atrapamos, también por violación; estuvo un par de años en Yardville. Este nombre se recuerda.

—Conozco Yardville —contestó Nancy Donovan—, Está en Nueva Jersey. Usted… pertenece a la policía, ¿verdad? ¿A la de Florida?

—Sí, a la de Miami Beach.

—¿Y vino a Puerto Rico detrás de Teddy?

—Yo diría que al revés. Ese tipo quiere que yo sepa que él anda por aquí, y que me preocupe todo lo posible.

La mujer le miraba de manera abierta. Sus ojos castaños demostraban paciencia, tranquilidad.

—Son bastantes los que salen de Raiford —prosiguió Vincent Mora— y se creen unos tíos fuertes, resistentes. Al fin y al cabo lograron lo que se proponían, ¿no? Aprenden a sobrevivir como serpientes. Nunca quieren hacer frente a un problema y, si logras darles en la espalda, procuran hacértelo pasar lo peor posible. Me imagino que Teddy entra dentro de esa clasificación. Es de ese tipo de hombres. Pasa un tiempo a la sombra y pretende no tener la culpa de haber estado en presidio. Cada lío en que se veía era a causa de lo que había hecho otro. El que le había encañonado la oreja con su pistola, antes de esposarle.

—Y usted fue quien le arrestó —dijo Nancy.

—Fue en el Nemo Hotel de South Beach; en una habitación del tercer piso. Le arranqué de la cama… —Aquí, Vincent hizo una pausa—. Por poco le arrojo por la ventana. Teddy había violado a una vieja de setenta años, después de sorprenderla. Creo que la pobre estuvo nueve1'semanas en el hospital.

Nancy Donovan le miraba a los ojos en silencio.

—A primera vista —continuó Vincent—, usted diría que es una persona inofensiva. No costaría nada imaginárselo conduciendo un triciclo y vendiendo helados por la calle. Pero es un tipo peligroso, y no me parece probable que pueda reincorporarse a la sociedad. No después de sus dos delitos. Más tarde o más temprano, cometerá el tercero.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Nancy Donovan

—Porque así suele ser —respondió Vincent.

Se miraron el uno al otro, por encima de la mesa de mármol, y él presintió que la pregunta siguiente iba a referirse a su propia persona, a su vida privada. Nancy volvió a estudiar la nota.

—Ese hombre se hospeda en el DuPont Plaza —comentó—. Y ese hotel es muy caro. Si acaba de salir de la cárcel…

Vincent movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Además —señaló ella, consultando de nuevo la nota— tuvo que dejar una cantidad en depósito, para alquilar el coche…

—Ha de tener dinero, evidentemente —asintió Vincent—, pero no pudo ganarlo con ningún trabajo.

Nancy le miró de manera especial. Al policía le sorprendió la intensidad de sus ojos. Parecía querer formular una pregunta, sin atreverse.

—Esto nos acerca al asunto —dijo Nancy por último.

Vincent no acababa de entender sus palabras.

—¿Llegamos ahora al tema de mi marido? Me he estado preguntando qué puede tener que ver él con Teddy…

Vincent no pudo contener una sonrisa.

—¡No, no…! Esto no tiene nada que ver con su esposo.

—¿Está seguro?

El policía había de recordar esa frase. «¿Está seguro?» Y la expresión de sus ojos.

—No, mistress Donovan. Vine a verle por otra cosa.

—Me alegra saberlo —dijo la mujer.

Vincent también se anotaría esas palabras. Una manifestación espontánea y algo seca, que no trataba de ser graciosa.

—¿Está su marido en casa? —preguntó Vincent.

De pronto la mujer, vaciló.

—No. Lo siento.

Vincent no la creyó.

—Sólo quiero hablar con él de un asunto. Contrata a una chica como azafata. ¿Qué significa eso, exactamente?

—Como azafata… ¿Es amiga de usted?

—Se llama Iris Ruiz. Tiene veinte años —explicó Vincent—. Procede del campo, pasó dos semanas en Miami, en cierta ocasión, y ya cree saberlo todo.

—En el fondo es buena chica, sin embargo, ¿no? —intervino Nancy Donovan—, y usted no quisiera verla metida en un lío.

—Digamos que es una chiquilla muy bonita, a la que se le ha metido en la cabeza ir a Estados Unidos, pero que no cuenta con suficiente experiencia…

—¡Espere! Creí que la colocación era para aquí.

—No. Para Atlantic City. En el Spade’s Boardwalk.

—Ya veo. Esa chica es algo especial…

—Pregúnteselo a ella, que se lo dirá —respondió Vincent—, No va a Nueva York para vivir con unos primos, y sabe muy bien que no vendría conmigo, en el caso de regresar yo a Miami Beach… —El policía observó que Nancy había levantado las cejas—. Porque nunca me la llevaría. Deseo dejar bien claro que no hay nada entre nosotros dos. Así que se va a Atlantic City.

—Por despecho.

—No. Se muere de ganas de vestir bien y de ser azafata. Lo que me gustaría saber, es si una azafata hace lo que yo creo que hace ella.

—A decir verdad —dijo Nancy Donovan. Ni yo misma sé lo que significa ser azafata. Salvo que usted emplee esa palabra en sentido ambiguo…

—Esto es lo que temo, sinceramente.

—Nosotros tenemos unos ayudantes, hombres todos ellos, que conocen el negocio a la perfección. Su tarea consiste en traernos a los mejores clientes, peces gordos, y ocuparse de ellos, procurar que se encuentren a gusto. Organizan su transporte de un lado a otro, reservan entradas para espectáculos, les presentan a celebridades o a showmen famosos, preparan grandes cócteles… En las fiestas intervienen chicas que podríamos llamar azafatas, algunas de las cuales trabajan en el mismo hotel. Más que nada, sirven de decoración.

—Y si uno de esos clientes especiales, un pez gordo, invita a una de esas chicas a su habitación, ¿qué ocurre?

—A su suite, querrá decir. Pues bien: la chica siempre puede decir que no.

—¿Sin perder la colocación?

Nancy Donovan vaciló de nuevo.

—¿Conoce usted el funcionamiento de los casinos?

—La primera semana de mi estancia aquí —confesó Vincent— perdí sesenta dólares en las máquinas tragaperras.

—Verá: si usted está dispuesto a jugarse cinco mil o más, el hotel le proporcionará prácticamente todo lo que quiera. Mientras juegue, la habitación, las comidas y todas las bebidas son sin cargo. Aunque gane, la casa sigue tratándole igual. Queremos que el cliente vuelva. Porque, si lo hace, al fin y al cabo tendremos, aproximadamente, un veinte por ciento de su línea de crédito, o de la cantidad depositada en casa.

—Por consiguiente, la azafata debe estar a disposición de cualquier jugador con dinero —señaló Vincent.

Nancy le miró.

—Se toma este asunto muy en serio, ¿no? Tenga en cuenta que, haga lo que haga la chica, es cosa de ella. Nadie la obliga a vestir bien, ni a sonreír y conquistar. Pero a algunas jovencitas les gusta.

—Quizá no la obligue nadie —insistió el policía—, pero… ¿sabe lo que eso es, para mi modo de ver? ¿Tomar a una muchacha como Iris, nacida en un barrio de Mayagüez, vestirla y deslumbrarla con todo ese resplandor? ¡Hacer que caiga en una trampa! ¡Y eso va contra la ley!

Nancy se encogió de hombros.

—¿Qué puedo decirle yo? Sus posibilidades de elegir quizá sean limitadas, pero aún tiene una opción… Salvo que usted desee que yo intervenga en algo…, que hable con mi marido…

—No. Tiene usted razón —dijo Vincent—, Lo que haga, es cosa de ella. Es como una niña pequeña, pero no la puedo forzar.

Nancy Donovan pareció tranquilizada, pero su mirada, que seguía posada en él, no resultaba nada alegre.

—Teddy, y ahora Iris… —murmuró—. Está usted muy ocupado, ¿verdad?

—No. Ni siquiera trabajo, en la actualidad —contestó el policía—. Mejor dicho: no debería hacer nada. Estoy de baja.

La vista de Nancy se deslizó hacia la mano de Vincent, apoyada en la empuñadura del bastón.

—¿Qué le sucedió?

—Un hombre disparó contra mí.

—¿De veras? ¿Dónde?

—En Miami Beach —contestó Vincent, y en los ojos castaños de la dueña de la casa descubrió un brillo extraño. Le miraban de la misma forma que él miraba a la mujer. Al fin, Nancy preguntó:

—¿Y qué le ocurrió al que le hirió?

Nancy se hallaba sentada en la terraza, a la luz de una luz de toronjil. Tommy nadaba de un lado a otro de la iluminada piscina, y su carne relucía en el gran óvalo de color verde pálido. La mujer percibía su respiración, los golpes que daba contra el agua. Más allá de la piscina y de las ambarinas luces repartidas por el jardín, detrás del seto de hibisco, de la hilera de palmeras y de la cerca de cadenas, la playa se extendía lisa hasta el Atlántico, y el Atlántico se fundía con la noche. Nancy oía a su marido, pero no le llegaba el ruido del mar.

Le vio salir del agua, desnudo, andar pesadamente hasta la mesa de la sombrilla para recoger su toalla y tomarse una lata de cerveza. Instintivamente le adjudicó el papel de un político, o de un juez de Nueva York que admitiera dinero de todas partes. Su frase favorita, cuando contemplaba su finca, era ésta: «¿Quién se hubiese imaginado que un mick de la avenida Columbus llegaría a poseer una propiedad como ésta?». También respecto de los hoteles solía decir lo mismo, mirando el brillante suelo de los casinos. Nancy tenía la impresión de que ni él mismo acertaba a creerlo, y de que todo había sido una inmensa suerte.

Lo que sí sabía, con su actitud, era que podía nadar cada noche, correr a paso corto una milla, de vez en cuando, y beber toda la cerveza que le viniera en gana, así como tomar también un par de sorbos de algo más fuerte. Tommy solía decir:

—¡Fíjate en Paul Newman! ¡No para de beber cerveza! Puede que no lo parezca, pero para un hombre de mis años estoy en buena forma… ¡Golpéame con toda la fuerza que quieras! —agregaba, dándose palmadas en la barriga—. ¡Venga, golpéame!

Tommy Donovan era fácil de clasificar. Vincent Mora, en cambio…

Nancy veía en Vincent al artista, al escultor que trabajaba con hierro viejo. O que pintaba murales en las paredes de los barrios. O al hombre de mirada siniestra, injustamente acusado, y que visto de cerca ya no permitía dudas sobre su inocencia. Sus ojos… Había preguntado ella: «¿Qué le sucedió?», contestando él: «Un hombre disparó contra mí». Sin darle mucha importancia, con un curioso sentido de la evaluación del tiempo. Ese Vincent podría ser actor. A Nancy le gustaba su sonrisa, y ese aspecto entre salvaje y enigmático, pese a llevar chaqueta y corbata.

«Un hombre disparó contra mí…» ¿Dónde? «En Miami Beach.» Bien. Saldría también de eso. Quince años en la policía, jugando a los ladrones… Le preguntó si creía haber sido buen policía, y él dijo que sí. Quiso saber luego si ahora tenía miedo, después de que le hubieran herido y sabiendo lo que podría ocurrirle, y Vincent afirmó con un gesto y admitió que ahora lo veía todo distinto.

—¿Alguna vez tendió una trampa para cazar a alguien? —inquirió ella.

—Nunca de forma que se notara.

Las preguntas fluían fáciles de la boca de Nancy, y obtuvo respuesta a todas.

Había dejado ella su casa de Narberth, Pennsylvania, para ingresar en el Emerson College de Boston, porque deseaba ser actriz, pero no era capaz de entregarse lo suficiente para producir emociones. Dado que ella, por naturaleza, raras veces lloraba, no era algo que pudiera hacer porque se lo mandaran. Se colocó entonces en una agencia teatral de Nueva York, donde trabajaba ' con artistas de cine y les proporcionaba papeles. Los actores le caían simpáticos, pero… aunque su trabajo le gustaba, lo que hacía era gastar todas sus energías en impulsar las carreras de otros… ¿Y la suya? Nancy había regresado a casa por Navidad cuando, en el Merion Cricket Club, conoció a un buen aficionado a los martinis, llamado Kip Burkette. Era un hombre amable, de cabellos prematuramente encanecidos y presencia pulcra, principal accionista de la empresa Burkette Investments, de Filadelfia. Nancy contrajo matrimonio con Kip, se trasladó con él a Bryn Mawr, fue desde entonces una mujer rica y se acostumbró a ello mucho antes de que Tommy entrara en su vida…

Ahora, Tommy subía los escalones de la terraza, y las gotas de agua caían sobre las baldosas azules…

En un mal momento, demasiado pronto, había comparado a Donovan, el gran hombre de negocios, el ambicioso, con Kip, el caballero de los pies a la cabeza, y se había quedado prendada del estilo vivo y airoso de Donovan, tras diez años de monótona categoría junto a Kip…

Tommy entró en el radio de luz con la lata de cerveza en una mano y la toalla ligeramente enrollada alrededor de las caderas.

—¿Cenamos en casa o salimos?

—Acabo de oír un grito —dijo Nancy—. Supongo que Dominga te vio salir de la piscina y echó a correr.

—«¡Aaaay, ese señor Donovan…!» —la imitó Tommy—, Le faltará tiempo para contárselo a sus amigas. «Es un tío como un caballo.»

—¿Esa frase es de Dominga, o de Iris?

—¿Iris? ¿Quién demonios es Iris?

—Creo que la mandas a Atlantic City…

—¿Iris, dices?

—¿Es para ti, o para los clientes? ¿O quizá para Jackie?

—¡Déjate de historias! No conozco a ninguna Iris. ¿Acaso no recordaría un nombre tan sonoro?

—Sobre todo, llevándolo ella —señaló Nancy—, Tengo entendido que es una real moza. De veinte años, muy vistosa…

—¡Ah, Iii-ris! ¡Ya sé! Iris… De momento no caía en ella. No tiene mal aspecto, desde luego. Cabellos rubios y piel cobriza.

—¿Dónde piensas colocarla?

—No sé. Quizá la ponga a servir cócteles… ¿Quién te habló de ella?

—Su amigo. Vino a verte. Quería saber qué hace una azafata.

—¡Que no me vengan con cosas del honor! Esos tipos me agotan cuando se ponen dramáticos.

—Se trata de un policía, Tommy.

—¿Hablas en serio? ¡Lo que me faltaba! Uno de esos polizontes portorriqueños tan exaltados… ¡Y con una pistola, claro!

No eran los del control de juego ni los encargados de vigilar el casino los que le causaban problemas, sino esos cabrones, esos agentes de poca monta, que se creían grandes personalidades. Tipos como el que ese dichoso policía podría resultar. Tenían algún tornillo suelto, alguna jodida idiotez como si no se hubieran adaptado bien al mundo real. Los policías de categoría, según Tommy, nunca causaban problemas. Uno siempre podía tratar con ellos. Pero los números simples eran difíciles de manejar.

En momentos como aquél, Nancy le escuchaba fascinada. Sin embargo, tenía que aclararle una cosa: el policía en cuestión no era portorriqueño, sino de Miami Beach. Pero Tommy siguió hablando sin cesar, y más tarde, cuando ella volvió a pensar en el asunto, se dijo: «¿Y para qué voy a preocuparme?».

Dos semanas después, recordaría que no había preparado a su marido para enfrentarse con Vincent Mora.