El RESTAURANTE llamado El Cidreño ofrecía cocina criolla y era popular entre los investigadores de la brigada criminal pertenecientes a la jefatura de policía de la avenida Roosevelt de Hato Rey.
Entraban en el local o lo vigilaban desde sus mesas. En esta ocasión, por ejemplo, les llamaba la atención un tipo barbudo que hablaba con Lorendo Paz, a quien parecía informar. Valía la pena mirarle. El pelo, la camisa de trabajo que sin duda le habían dado en Bayamón… Atrapado en un asunto de drogas, sin duda, se había caído luego por una ventana —el motivo por el que usaba bastón— y, tras un mes de caponera, se habría declarado dispuesto a colaborar. Pero Lorendo Paz, siempre correctamente vestido y hoy luciendo el traje de color crema, se llevó la servilleta al bien recortado bigote para luego dejarla con una sonrisa, conversando con el individuo como si fuesen buenos amigos. Los policías que observaban la escena desde sus mesas llegaron a la conclusión de que, como confidente o DEA, necesitaba vestir de aquella manera: camisa de junkie, vaqueros y sandalias de goma… Pero si estaba bajo protección o era informador, ¿qué hacía hablando en público con un investigador de la brigada criminal? Finalmente, un policía famoso por su determinación dejó su pollo con plátano, se encaminó a la mesa ocupada por Lorendo Paz y el tipo de la barba, y dijo:
—Necesito hablar luego contigo, Lorendo.
Éste contestó:
—Desde luego. Por cierto, que deseo presentarte a Vincent Mora. Pertenece a la policía de Miami Beach, al departamento de detectives. Hace mucho que nos conocemos. Desde la escuela del FBI. Vincent lleva aquí casi dos meses, con permiso de convalecencia. Un ladrón le pegó un tiro en la cadera.
—¡Oh…!
Después de eso, los investigadores echaron una mirada y se preguntaron si el individuo de la barba, aquel Vincent, valía la pena. ¿Un ladrón había disparado contra él? ¿Y qué le había sucedido al ladrón? Si decían que había escapado, quizá no fuese un ladrón el que le pegó un tiro, sino un marido afrentado. Los investigadores se divertían con tal posibilidad mientras comían sus fríjoles con arroz y su pollo con plátanos, haciendo conjeturas sobre la forma en que habría tenido efecto el tiroteo. La suposición favorita consistía en un Vincent que saliera por una ventana, desnudo, y… ¡pam!
Vincent Mora. Ese hombre no parecía portorriqueño, aunque por su apellido pudiera serlo. Y… con el dinero que cobraban los policías estadounidenses, ¿por qué no se compraba ropas mejores? ¿Y qué demonios hablaría tan intensamente con Lorendo?
Vincent hablaba de Iris Ruiz.
Lorendo puso cara de cansado, lo que no le costó ningún esfuerzo, y le dijo a Vincent que hinchaba tanto lo de Iris Ruiz porque necesitaba hacer algo que fuese importante para él y concerniese a la vida de una persona, pero no porque Iris fuese un caso especial. En San Juan había miles de Iris Ruiz.
Vincent le miró con los ojos entreabiertos. Entonces Lorendo subió de categoría a Iris Ruiz. Desde luego, no había otra como ella. Una chica fantástica, sí. Con unos ojos como para dejarte sin respiración. Tenía estilo, clase y personalidad, y cada semana iba al médico para comprobar su estado de salud.
Vincent meneó la cabeza, y Lorendo dijo:
—Lo que ahora te pasa a ti, lo hemos visto los dos suficientes veces… No es raro que un policía sienta algo por una prostituta. Desea convertirse en su salvador, cambiarla, volver a hacer de ella lo que fue…, ¿no?, antes de que descubriera el dinero que podía proporcionarle cierta cosita peluda.
—No me gusta oírte hablar así —protestó Vincent.
—¡Ah…! ¿Qué es lo que te atrae de ella, pues? ¿Su manera de ser? ¿Su inteligencia?
—No sé lo que ocurrió —confesó Vincent—. Desde que me hirió aquel tipo, siempre ando excitado. Ya en el hospital, con sólo mirar a las enfermeras. Pero no se trata ya de las enfermeras, sino de prácticamente todas las mujeres. Verlas y desnudarlas en mi mente, todo es uno. No me sucede con todas, pero sí con más de las que te figuras.
——¿Y a quién no le pasa eso? —exclamó Lorendo—. No hace falta que te peguen un tiro.
—Pero es que me sucede una y otra vez. ¡Continuamente, Lorendo!
—Es la edad. ¿Cuántos años tienes ahora?, ¿cuarenta?
—Cuarenta y uno —contestó Vincent, con un gesto de asentimiento.
—Es la edad, ¡seguro! También pudo influir lo de tu herida, claro… Uno se da cuenta de que no vivirá eternamente, y no quiere perderse nada.
—Quizá… ¿Te hirieron alguna vez?
—No. Tuve suerte.
—Pero puede ocurrir cuando menos lo esperes —señaló Vincent—. Yo estaba fuera de servicio. Volvía a casa… —Y continuó—: Sabes que podría retirarme dentro de quince años. Incluso podría quedarme ahora mismo aquí y cobrar, durante el resto de mi vida, las tres cuartas partes de mi paga… Tendría de sobra para comprarme montones de filetes de bacalo frito y de gambas rebozadas, así como encontrar un bonito lugar junto a la playa. Podría vivir aquí. ¿Por qué no? Y contaría con los medios necesarios para casarme de nuevo. Eso es lo que hace la gente: ¡casarse! Pero no me casaría con Iris. Tal cosa no me pasó nunca por la cabeza.
—Bien. Veo que aún tienes posibilidades.
—¿Sabes lo que se desayuna esa chica? ¡Tostadas y una Coca-Cola!
—Lo que tú necesitas, es volver al trabajo —dijo Lorendo—. Crees que ella tiene un problema, y el problema lo tienes tú. Te muestras cariñoso con una muchacha de ésas, le das todo cuanto quiere y, entonces, todo marcha bien. Pero… si no cedes en algo, ¿qué sucede?
—Lloriquea, rompe cosas…
Lorendo le miró pasmado.
—Te digo, Vincent —insistió—, que esa pequeña te tiene agarrado por el bicho… ¿No te das cuenta?
—Sólo habla de trasladarse a Estados Unidos.
—¡Naturalmente! El sueño de todas esas mujeres es casarse con un tío rico. No buscan otra cosa. Métete en ese lío, y… ¡ya me dirás tú cómo sales!
—Iris se va, Lorendo… Dice que ese Donovan, dueño del hotel, le ofrece colocación como azafata en Atlantic City.
—¡Ah, Tommy Donovan…! —exclamó Lorendo—. Por fin llegamos a algo claro.
—Pero no aquí, ¿eh? ¡En Atlantic City!
—Ya te oí. Construyeron ese hotel el pasado año. Costó cien millones de dólares.
—Quiero hablar con él.
—Ve a su hotel. El autobús T 1 te llevará.
—Nunca está en su despacho —dijo Vincent—. O se encuentra reunido. Y su teléfono particular no aparece en la guía.
—Por eso me invitaste a comer. Quieres que averigüe ese número, ¿no es cierto?
—Y su dirección. Necesito verle cara a cara.
—No lo creo —replicó Lorendo—, ¿Vas a ver a ese tipo, presidente de una de las principales compañías privadas de Puerto Rico…, que se dedica a la explotación de terrenos…, está metido en los casinos, además, y… vas a hablarle de Iris?
—Diste en el clavo —dijo Vincent, a la vez que apartaba el plato lleno de caparazones de gambas para apoyarse en la mesa—, Explícame por qué un hombre como ése quiere llevarse a Atlantic City a una chica como Iris. Como azafata, sea la clase de azafata que sea…
—Porque —respondió Lorendo—. Donovan puede hacer lo que le venga en gana. ¡Eso es lo que te molesta a ti! Cada vez lo veo más claro. Le tienes rabia a Tommy Donovan. No importa que tú no quieras a Iris para ti: ¡no estás dispuesto a permitir que la tenga él! Vincent… —prosiguió Lorendo—. No olvides que Iris es una puta, y todas ésas van donde hay movimiento.
—Ella deja esa vida.
—¿Lo crees en serio?
—Dame la dirección de Donovan —pidió Vincent—, ¿Me harás ese favor?
Mientras pagaba la cuenta, Lorendo esperó fuera, hablando con el agente que se había acercado a su mesa. Este saludó a Vincent con un gesto con la cabeza, cuando salió, echando de paso una mirada a su bastón de rota y a sus sandalias de goma. Lorendo dijo:
—Vincent, mi compañero decía que le gustaría saber qué fue del hombre que disparó contra ti.
—Murió camino del hospital —contestó Vincent, mirando directamente a los ojos del hombre—. Creo que había perdido las ganas de vivir.
Calle del Parque, número 52. Escaleras arriba.
Teddy llamó a la puerta con los nudillos, e insistió e insistió hasta que se abrió cosa de un par de pulgadas y, por encima de la pequeña cadena, le miró una bonita muchacha de cara soñolienta. Por lo que le permitieron ver los revueltos cabellos, tenía los ojos algo hinchados.
—Hola. ¿Me recuerda?
—Estaba dormida —contestó Iris.
—Nos vimos ayer en el taxi. ¿Cómo resultó su entrevista? Usted dijo que se iba a Atlantic City, y pensé que… que quizá pudiese hacerme un favor.
—¿Por qué no vuelve en otro momento?
Teddy mostró a Iris un arrugado billete de cien dólares, doblado dos veces, que sostenía entre las puntas de dos dedos, y lo apoyó en la cadena de la puerta, delante de las narices de la chica.
—Necesito que entregue algo de mi parte. Es decir, si se va.
La joven pareció despertar a la vista del billete.
—Todavía no lo sé seguro —dijo—. Tal vez mañana o pasado.
—Eso sería perfecto. Mire, el cumpleaños de mi madre es muy pronto. Tengo algo muy especial para ella… —explicó, tocando la funda de la cámara que llevaba colgada de un hombro—, pero no lo recibirá a tiempo si lo envío por correo. Había pensado… Verá, de Atlantic City a Margate, que es donde ella vive, hay muy poca distancia. ¿Jugó usted alguna vez al Monopoly? Mi madre está en Marvin Gardens.
—¿Y qué quiere? —inquirió Iris con el ceño fruncido.
—Coja un taxi, y llega allí en unos minutos.
—¿Por ese dinero?
—Vale la pena. Mamá va a cumplir setenta años.
A Teddy le sorprendió que una muchacha portorriqueña fuese tan cauta. Él solía entrar en los apartamentos sirviéndose de la vieja excusa de la encuesta. «Buenos días…, pertenezco a International Incorporated —y enseñaba un carnet falso—. Estamos realizando un estudio para averiguar lo que las señoritas jóvenes como usted piensan de la actual tendencia a…» Esas chicas se tragaban cualquier cosa.
El hombre retiró el billete cuando Iris cerró la puerta para soltar la cadena, y al instante estuvo dentro. La vivienda se hallaba casi a oscuras, y en ella reinaba el silencio. Como a Teddy le gustaba. Los ruidos de la calle llegaban ya muy amortiguados. La estancia olía ligeramente a perfume o incienso. Iris mantenía cerrada su bata de seda verde, pero luego, más relajada, bostezó, y la bata se entreabrió sin que ella se diese demasiada prisa en volver a ajustársela. Teddy observó que sólo llevaba debajo unas diminutas bragas blancas. Pese a que nadie le había invitado, se dejó caer en una silla tapizada de pegajoso plástico. ¡Ya estaba dentro! Al introducir la mano en el estuche de la cámara, poco le faltó para soltar su retahila: «¿Me permite preguntar qué profesión tiene su marido? Se encuentra trabajando, ¿no?». Pero reaccionó a tiempo y dijo, a la vez que sacaba el papagayo de artesanía envuelto en papel de seda:
—No tengo ninguna caja ni nada adecuado para enviarlo.
Le interesaba perder algunos minutos para cerciorarse de que estaban solos en el piso. En cierta ocasión, de pronto había salido un tipo peludo y corpulento del dormitorio, sin más prendas que el calzoncillo y la camiseta… Iris bostezó de nuevo. Los cabellos le caían sobre la cara. Tenía un atractivo especial, con aquel aspecto de soñolienta. La joven se estiró, arqueando la espalda. Al volver a abrirse la bata, Teddy pudo descubrir un oscuro pezón, grande y marcado. También eso le gustó.
—¿Cómo está su amigo?
—¿Mi amigo? ¿Quién es?
—El tipo con quien va cada día a la playa.
—¿Ése? ¡Ni siquiera es amigo mío! Oiga…, ¿cuándo piensa pagarme?
—Quizá me equivoque. Le vi una vez. ¿No se llama Vincent Mora?
—Vincent, sí.
—¿Vive aquí, con usted?
—¿Se ha vuelto loco?
—Tuve la impresión de que sus relaciones con él eran muy estrechas.
—¿Qué ha sido del billete que tenía usted en la mano?
—Aquí sigue —dijo Teddy, mostrándoselo.
—¿Qué es lo que debo entregar a su madre?
—Esto —y le enseñó el paquete—. Es un papagayo. A mamá le gustan mucho. Tiene uno de verdad, que suele posarse en una percha colocada fuera de la jaula. ¿Sabe qué dice?
Iris meneó la cabeza.
Teddy hizo un esfuerzo con la garganta para imitar al ave:
—Dice «¡Hola, May! ¡Hola, May! ¿Quieres beber algo?». Eso dice a su manera, sí. Se llama Budy. En casa de mi madre hay platos y tazas y ceniceros con dibujos de papagayos. Y en la repisa de la chimenea hay papagayos de porcelana. Incluso recuerdo un almohadón de satén en forma de papagayo. A mi madre le encantan… Pues sí: yo creía que usted y Vincent vivían juntos.
Iris contestó:
—Nada de eso, José.
Teddy esbozó una sonrisa.
—Tiene gracia… Pero ahora dígame: ¿es cierto que Vincent se aloja cerca del Hilton, en la calle inmediata? ¿En los apartamentos Carmen? Es lo que averigüé cuando llamé a su oficina.
—Sí; vive en esos apartamentos.
—Allí hay también un establecimiento de bebidas, ¿no? No vi ningún rótulo ni nada, y no estaba seguro.
—Vincent ocupa el piso inferior —repuso Iris, sin apartar la vista del billete de cien dólares.
—Cerca de la playa —comentó Teddy, al mismo tiempo que recorría la pieza con la vista—. Usted vive aquí sola, ¿ey?
—Hasta que me traslade a Estados Unidos. Ansío irme de una vez.
—¿Trae hombres a esta casa?
Iris arrugó la frente y le lanzó una mirada furibunda: «Se levantó de mal humor», pensó Teddy.
—¿Por qué me hace esas preguntas? ¿Quiere que me encargue de llevarle el regalo a su madre? Bien. Entonces deme el dinero.
Teddy dobló el billete con el pulgar y otros dos dedos, y luego le dio forma cuadrada.
—¡Ahí va! —rió, y se lo arrojó.
La muchacha soltó la bata y cogió el billete, demostrando que el mal humor no influía en sus reflejos. Probablemente había recibido dinero de maneras muy originales. El hombre observó que se lo metía debajo de la goma de las bragas.
—Vuelvo enseguida —dijo Iris, y salió de la habitación.
Teddy aguardó unos instantes y luego la siguió a través del pequeño recibidor que, en su lado izquierdo, daba a la alcoba. La observó desde la puerta. Ella estaba de espaldas a él, se sacó el billete de las bragas y lo introdujo en el cajón superior de una cómoda. En el suelo había prendas de vestir. La cama estaba en completo desorden, con las sábanas hechas un lío. Pero era una cama, e Iris se encontraba tocando a ella. ¡Qué sencillo!
La joven se volvió y miró a los ojos a Teddy, sin dar muestras de sorpresa.
—¿Me disculpará? Deseo acostarme otra vez.
¿Debía ceder? No; se presentaba demasiado fácil. Lo mejor siempre había sido ver el terror reflejado en los ojos de las mujeres, al darse cuenta de que no se trataba de una encuesta y de decir, simplemente, lo que las amas de casa preferían…
Esto era distinto. Bien mirado, era una averiguación. Ahora ya sabía dónde vivía Vincent Mora. Y si procedía con cuidado, si no se dejaba cegar, podría divertirse con la chica. Con la pareja del policía. Probar cómo resultaba. Por eso dijo:
—¿Y si me acostara contigo?
—¡Por favor! —exclamó Iris—, Estoy muy cansada.
Teddy se levantó la camisa para enseñarle el cinturón repleto de dinero, que parecía un salvavidas de nilón azul.
—¿Sabes qué es esto?
La expresión de la muchacha cambió. Su boca estaba ligeramente abierta, como si vacilara antes de decirlo. Por fin preguntó:
—¿Es el flotador que usa para nadar?
Teddy sonrió.
—Eres lista, pequeña. ¿Lo sabías?
Ella no apartaba la vista del extraño cinturón.
—¿Qué guarda ahí dentro?
—Veamos —dijo Teddy, apoyando la barbilla en su pecho mientras corría la cremallera de aquella curiosa cavidad—. Llevo un peine, una navajita que uso para limpiarme las uñas, una cajetilla de tabaco, pastillas de menta… A ver qué más sale… Unas sandalias de goma…, cosas de mamá, sin duda…
Teddy alzó la vista y guiñó un ojo al decir eso, pero ella permaneció seria. Continuó el hombre su inventario y consiguió dar una nota de sorpresa a su voz al exclamar:
—¡Caramba! ¿Qué es esto? Parece un fajo de billetes…
—Espero que no crea que, por darme dinero, le voy a dejar acostarse conmigo… —dijo Iris.
—¡Nada de eso, José…\ —contestó Teddy con otra risita. «¡Mierda!», pensó—. Desde luego, quiero acostarme contigo, cariño, y antes de irme te dejaré un regalo… Supongo que me entiendes.
—Ya. Porque me adoras, ¿no?
—No sólo eso —confesó Teddy—. Vas a ser la primera después de siete años.
Iris le miró ceñuda.
—¿No lo has hecho desde entonces?
—Con una mujer, no —dijo Teddy—. Estuve… ausente.
Aquella tarde, después de almorzar con Lorendo Paz, Vincent se duchó. Aún recordaba lo hablado a la salida del restaurante, respecto del tipo que disparara contra él. «Murió —había dicho—. Creo que había perdido las ganas de vivir.»
Una conversación entre policías. Sin cumplidos; espontánea. Probablemente, los policías necesitaban quitar importancia a una cosa así. Sin embargo, podría haber preguntado sobre el posible modo de espantar a los delincuentes con objeto de mantenerles con vida… ¿Qué opinarían sobre esto los demás? Ocupado su pensamiento en el problema, no tuvo suficiente cuidado y resbaló al salir de la ducha, golpeándose la cadera contra la pared de azulejos. ¡Qué dolor! Tuvo que sentarse en el borde de la cama para ponerse los pantalones caqui que acababan de traerle de la lavandería. Decidió combinar esa prenda con una camisa azul, corbata también azul pero más oscura, y la chaqueta de hilo que le había costado noventa pavos en la avenida Ashford y hacía juego con el pantalón, aunque era más clara. Quería estar lo más elegante posible para su entrevista con míster Donovan.
Se miró en el espejo del cuarto de baño. Acercándose un poco más, tomó las tijeras y se recortó un poco la barba. Incluso tuvo tentaciones de quitarse las hebras de plata que asomaban entre medio del resto del pelo. Vincent se dijo, en el silencio de su apartamento, que se hacía viejo… Tendría que afeitarse la barba para que con ella desapareciesen las canas. Por otra parte le gustaba la barba, y eso, para él, era un compromiso. Si se decidía a permanecer en Puerto Rico, la vida seguiría igual. En realidad no sabía qué quería. De dejar la policía y continuar aquí, ¿lo haría porque el tipo disparó contra él, o porque él disparó contra aquel tipo? ¿Iba a ver a Donovan porque le preocupaba Iris? ¿Debía volver a su oficio y a su anterior vida llena de movimiento? Le resultaba difícil analizarse a sí mismo.
La cadera aún le dolía cuando, apoyado en su bastón, atravesó el patio de los apartamentos Carmen, que servía de pequeño lugar de estacionamiento al comercio de bebidas alcohólicas. En San Juan, la gente aparcaba en las aceras. O digamos que aparcaba donde le venía en gana. Vincent se abrió paso entre los coches. Se preguntaba qué era mejor, si caminar hasta Fernández Juncos, aunque sintiera molestias, para tomar allí el autobús de la línea T 1, o hacerse llevar a Isla Verde por uno de los taxis que siempre aguardaban junto al Hilton. Sin un coche a su disposición, la vida era muy incómoda. Vincent se habría conformado con otro Plymouth Reliant gris, por muy tronado que estuviese.
El tipo del sombrero de paja y gafas de sol estudiaba un mapa extendido sobre el techo de su coche. Levantó la vista y dijo:
—Disculpe…
Como si no estuviera seguro de si debía ser disculpado o no.
Vincent recordó haberle visto en la playa: era el turista que iba en un taxi negro y tomaba fotos.
—Creo que me extravié.
El policía estuvo a punto de contestar: «No, no se extravió para nada». Su adiestrada mente le decía que el turista le había esperado, lo que podía significar que le había seguido o que sabía de antemano dónde tenía su domicilio. Ese turista no andaba perdido. No había en sus ojos la lógica expresión de fastidio o desamparo. El hombre sonreía como queriendo decir: «¡Mira qué guapo soy!». Y Vincent pensó: «¡Y una mierda! Este tío va de duro por la vida». Individuos como ése le ponían muy nervioso.
—Vengo de Condado Beach —explicó el turista—. Por el puente había tráfico en ambas direcciones, pero ahora han dejado un solo carril, y no sé cómo regresar.
No era mala idea la de ese tipo. Tal vez fuese interesante conocerle mejor. Vincent dijo que le mostraría el camino, y se introdujo en el coche. Luego se arrepintió, porque el turista conducía de manera desastrosa. El policía notó que el hombre le miraba, veía iluminarse la parte posterior de los automóviles en medio del tráfico y tuvo que sujetarse de continuo con los brazos, cuando el turista pisaba el freno. Éste dijo de pronto:
—A los portorriqueños les gusta poner la radio a todo volumen, ¿no? ¿Se da cuenta? Además, conducen de puta pena. Por cierto… ¿No nos habíamos visto en alguna parte? Creo que en la playa, pero no aquí, sino antes.
Vincent le dejó seguir.
—¿Fue en Miami, quizá?
—No lo sé —contestó Vincent—. Posiblemente.
—Usted es de allí, ¿ey?
—De Miami Beach.
El turista se tomó tiempo.
—Usted es policía, ¿no?
Vincent fijó la mirada en él, para asegurarse de que recordaba al tipo, y después volvió a dedicar su atención al tráfico.
—Si nos vimos antes, hábleme de ello —dijo.
—Tengo entendido que le hirieron.
A Vincent no le gustaba nada aquel individuo. Prefirió callar y escuchar su voz, su lento modo de expresarse, sus palabras estudiadas…
—Supongo que eso de recibir unos balazos debe de doler bastante, ¿ey?
Vincent continuaba atento al tipo de gafas oscuras y sombrero de paja. A sus espaldas, el sol se ponía en alguna parte. De súbito preguntó el turista:
—No tiene ni idea de quién soy yo, ¿verdad?
Vincent estuvo a punto de aventurarse a decir algo, de manera poco comprometida, e incluso a hacer una apuesta. Pero se contuvo y respondió:
—Lo siento. Ayúdeme a recordar…
—Hace siete años y medio.
—¿De qué?
—De nuestro encuentro.
—Tuerza hacia la izquierda al llegar al próximo semáforo. Tenemos que atravesar la avenida Ashford, si quiere acercarse a la playa.
—La primera vez que nos vimos, no pude fijarme bien en usted —explicó el turista—, pero luego tuve tiempo… Cuatro días seguidos —agregó, después de doblar hacia el lado indicado.
—Ah, en la Audiencia Territorial de Dade —dijo Vincent.
—¿Eso es lo que cree recordar?
El policía respondió:
—Déjeme en la esquina, por favor. Gracias por traerme.
—¿Le pongo nervioso? —prosiguió el turista.
—¡Su forma de conducir, hombre!
El semáforo de la avenida Ashford estaba en rojo, y el turista detuvo el coche al lado izquierdo de aquella vía de una sola dirección, por lo que Vincent tendría que cruzar la calzada.
—Le dejaré hacer memoria, Vincent —indicó el tipo—. Hasta que nos veamos de nuevo.
Y se quitó el sombrero y las gafas de sol, para que Vincent pudiese reconocerle mejor.
Vincent Mora sacó su pierna izquierda del coche, antes de ponerse de pie en la acera. Cambió la luz del semáforo. Detrás de él sonaron las bocinas. Inclinándose sobre la puerta añadió, de espaldas al tumulto callejero:
—¿Sabe por qué no le reconozco?
—¿Por qué? —quiso saber el turista.
—¡Porque todos los jodidos ex presidiarios de mierda sois iguales!
Cerró la puerta de golpe, echó a andar con su cojera a cuestas y entró en el establecimiento de Walgreen.
Vincent telefoneó a Buck Torres, de la policía de Miami Beach, con cobro revertido.
—¿Qué ocurre? —contestó Torres—, ¿Hay algún problema?
Vincent preguntó cómo iban las cosas, y Torres respondió que como siempre, teniéndose que enfrentar con tantos gilipollas. Conversaron durante un minuto, mientras Vincent observaba el paso del tráfico, consistente sobre todo en jóvenes portorriqueños en sus automóviles, que torcían hacia la avenida Ashford para darse una vuelta por la zona turística de Condado; todos con sus aparatos de radio al máximo volumen.
—Oye, Torres —dijo Vincent al fin—. Ponte en contacto con Hertz, de mi parte. Interesa averiguar quién conduce un Datsun blanco, matrícula de Puerto Rico, número veinte B dos ochenta, y dónde declaró alojarse. ¿De acuerdo? Ahora cierra los ojos y piensa en un tipo caucasiano de treinta y tantos años, de un metro setenta y pico de estatura y unos setenta kilos de peso; pelo liso, del color del agua de fregar los platos, nariz larga y delgada y un lunar debajo del pómulo derecho. Un tío rastrero, al que enviamos a la cárcel hace siete años y medio.
—No logro recordar a ese fulano —dijo Torres.
—Llama a Hertz y consigue el nombre. ¿De acuerdo? Debieron de soltarle hace un par de semanas, por su carita de mierdoso.
—Si acaba de salir, ¿cómo logró una tarjeta de crédito? —inquirió Torres.
—Lo ignoro —repuso Vincent—, pero conduce un coche alquilado. Si robó el carnet, tanto mejor. Llega a Puerto Rico y se pega la gran vida. Pero a mí me tocará recorrer todos los hoteles de esta ciudad, y la pierna me duele.
—¿Le viste y te pareció reconocerle, o qué?
—El me conoce a mí —señaló Vincent—, Sabe dónde vivo, está enterado de que me hirieron… Sospecho ser la razón de su presencia aquí. Porque yo fui quien le jodió la vida.
—Claro, Vincent. Es culpa tuya…
—¿Puedes enterarte de algo y llamarme lo antes posible?
—Todos están fuera, menos yo. ¿Por qué no vuelves a telefonear tú desde ahí?
—¿Dónde te figuras que me alojo? ¡No tengo teléfono!
Vio deslizarse hacia la avenida Ashford varios relucientes coches japoneses. La parada del autobús se hallaba tres manzanas más allá. El trayecto hasta Isla Verde podía durar media hora. De pronto dijo:
—Oye, Buck… Tengo un número que quizá te sirva —y extrajo un papel del bolsillo de su chaqueta—. Pero tú me llamarás dentro de una hora. ¿De acuerdo?
Torres contestó:
—Añoras el trabajo, ¿no es así, Vincent?