ISIDRO sentía simpatía por Teddy. Era míster Turista, el sueño de todo taxista. El viajero que no sólo quiere ver todo lo que aparece en la guía, sino contar a diario con el mismo taxista, porque confía en él y cree todo lo que éste le cuenta. Y que también desea agradarle al taxista.
Ese Teddy compraba recuerdos que enviaba a su madre, residente en Nueva Jersey. Escribía postales a un tipo de Florida, con una extraña dirección llena de números. A Teddy le gustaba ir sentado delante, y no paraba de preguntar:
—¿Qué es eso? ¿Y aquello?
Siempre con la cámara a punto. E Isidro le explicaba:
—Aquello es La Perla. Sí, la gente vive allí en sus casitas… Eso es San Cristóbal. Y aquello de allá, Fortaleza… Y aquí estamos en la plaza de Colón…
—¿Y eso qué es? El edificio con rejas en las ventanas.
—¿Aquello? Era la antigua cárcel de la ciudad. Se llamaba La Princesa. Ahora, la cárcel está en Bayamón.
Isidro tuvo que detener el coche para que Teddy obtuviese fotografías de la entrada, como si se tratara de un lugar histórico.
—Conque era la cárcel, ¿ey?
Teddy no decía nunca «eh», sino «ey». Todo cuanto veía le interesaba.
—La policía lleva coches blancos y negros, ¿ey? Creo que en la mayor parte de los Estados Unidos, la policía los utiliza blancos y negros…
Tomó fotos de los estrechos callejones del antiguo San Juan, del hotel Caribe Hilton y de la tienda de bebidas alcohólicas situada poco más abajo en la misma calle. ¿Algo raro, una tienda de vinos y licores? Fotografió también el viejo hotel Normandie, por delante del cual pasaron, y que antes parecía un barco pero ahora estaba cerrado y casi en ruinas. A una manzana de este hotel se hallaba la playa pública de Escambrón. Tan pronto como el turista la vio, la declaró su sitio favorito.
Sin embargo, no era precisamente un lugar ideal para turistas. Isidro dijo:
—Si quiere conocer la playa más hermosa, le llevaré a Isla Verde.
Pero no; a Teddy le había hecho gracia ésa. Isidro supuso que era debido a las chicas jóvenes que allí lucían sus bañadores. El turista adaptó a su cámara un teleobjetivo y comenzó a retratar a las muchachas con discreción, sin llamar la atención para nada. Decididamente, a Isidro le caía simpático su turista.
Llevaba el dinero —así se lo contó Isidro a su mujer— en un cinturón de tela azul, debajo de la camisa.
—Sólo saca su dinero cuando está en el taxi, a mi lado —explicó—. Entra en una tienda, compra algo para su madre, que vive en Nueva Jersey, y regresa al taxi para guardarse el cambio en su cinturón. Tiene confianza en mí…
Isidro había vivido nueve años en un sótano de Nueva York, y sentía gran alivio de encontrarse de nuevo en su tierra. Su mujer, que nunca había salido de Puerto Rico, no dijo nada.
Cada mañana, Isidro esperaba a su cliente en la avenida Ashford, junto al hotel DuPont Plaza. Teddy siempre estaba a punto.
El taxista le preguntaba qué tal había dormido, y el turista solía contestar:
—¡Oh, de maravilla! ¡Con esa brisa que me llega desde el océano…!
Teddy estaba convencido de que ese océano era distinto del que tenían en Nueva Jersey, aunque las aguas tenían que ser las mismas, ya que todos los océanos se relacionaban entre sí.
—¿Sabe qué? —dijo el turista un día—. A lo mejor me oriné en esas mismas aguas cuando estaba en Nueva Jersey, hace ya tiempo, ¿ey? Me refiero a mi época de adolescente. Me divertía mear encima de cualquier cosa. O ponerme a soltar el chorro en un callejón, cuando pasaba una chica. Pretendía no haberla visto, y de pronto la mojaba… Si uno sube a una montaña y suelta una meada en un riachuelo, ¿Dónde va a parar? ¡Al océano! Millones y millones de personas lo habrán hecho durante miles de años.
Y, sin embargo, el mar no cambia nunca, ¿no es así? ¿Había pensado alguna vez en esto?
Lo que Isidro pensaba, era que su turista estaba un poco chiflado.
—Inocentón, pero anormal en cuanto a sus aficiones. Sin embargo, es una ganga —le comentó a su mujer. Y ésta no dijo nada.
Al tercer día de ir a la playa, el turista se echó a nadar. Era fácil distinguirle en el agua, porque el sol se reflejaba en las gafas oscuras que siempre llevaba puestas. El hombre se divertía chapoteando, formaba una taza con las manos y golpeaba el agua con fuerza… ¡Y qué blanco era! Cuando salía del mar en su taparrabos rojo, parecía querer protegerse con los brazos y esconder su cuerpo… Resultaba curioso ver un cuerpo tan blanco, observar sus venas y la forma de los huesos.
Isidro, procedente de Loíza, ciudad donde confeccionaban máscaras del África occidental, era negro y no había en él ni una gota de sangre taino o española.
—Fue al venir en busca de la toalla —le contó Isidro a su mujer— cuando descubrí el nombre en su brazo, ¡aquí! —Y se señaló la parte alta del suyo derecho—. ¿Sabes qué lleva escrito? ¡Mr. Magic! En letra muy negra, perfilada de un color que un día debió de ser rojo, pero que ahora es sólo rosado y apenas se ve. ¡Vaya con mi míster Magic!
La mujer le aconsejó:
—Cuídate de él.
—¡Pero si es un chollo! —protestó Isidro—. ¡Fíjate cuánto dinero me da!
Y mostró a la mujer varios billetes de veinte dólares. Pero no se lo explicó todo. Resultaba difícil hablar con la lavadora y el televisor en marcha, en el mismo cuarto. Además, a ella no parecía interesarle demasiado. No obstante, aquella noche repitió otra vez:
—Cuídate de él.
En la calle de la Tranca del viejo San Juan había prostitutas que cualquiera podía ver. En Condado, esas mujeres se situaban enfrente de La Concha, otro hotel vacío. Pero ninguna se acercaba a Teddy, ya que Isidro iba a su lado, ocupándose de él, y las prostitutas conocían el Chevrolet negro del taxista. Por la manera en que Teddy miraba a las furcias que lucían sus cuerpos, Isidro supuso que deseaba pasar el rato con una, pero que era demasiado tímido para decirlo. En consecuencia, no puso los ojos en blanco ni preguntó cuál de aquellas mujerzuelas le gustaba más. Quería ofrecerle ese placer sin que pareciese un negocio. Le interesaba atender bien a su turista.
Aquel tercer día de playa, empezó a vislumbrar la posibilidad de arreglar el asunto. Mientras su cliente iba de un lado a otro haciendo fotos, Isidro tuvo tiempo suficiente de observar a las chicas. Parecían muy perezosas y, a la vez, inquietas, moviéndose de forma inútil al son de la música de sus aparatos de radio. Diríase que no tenían nada especial que hacer, sino que esperaban que sucediera algo para distraerse.
Isidro creyó reconocer a una de las mujeres y trató de hacer memoria. ¿Cómo se llamaba? Una noche había salido muy tarde del Caribe Hilton, cansada, para retirarse a su casa de la calle del Parque. El taxista recordaba que le dio su nombre y el número de teléfono, a la vez que decía: «Pero mándeme sólo hombres que se alojen en el Hilton, en el Condado Beach, en el DuPont Plaza o en el Holiday Inn».
Tenía el cabello castaño claro, y la piel de un tono dorado oscuro, y… ¡qué cuerpo! Pero fue su melena lo que le ayudó a reconocerla; la forma en que le caía sobre los hombros y casi cubría uno de sus ojos. Se apartaba el pelo con las puntas de los dedos cuando miraba fijamente a alguien, como si lo hiciese a través de una cortina. Como hacía ahora al hablar con el hombre del bastón.
Iris Ruiz. Ése era su nombre. Isidro la había llamado varias veces para proporcionarle clientes, aunque sin encontrarla en casa. Iris Ruiz. La que ahora hablaba con el hombre del bastón.
De pronto recordó que Iris había estado con aquel mismo hombre el día anterior, y también el otro. El hombre ocupaba la misma silla de aluminio, leía un libro y tenía el bastón apoyado en el respaldo. La chica, Iris, permanecía arrodillada en la arena mientras conversaba con él, y parecía muy seria. El desconocido alzaba la vista de vez en cuando, para hacer un gesto afirmativo o decir algo, unas cuantas palabras nada más, porque pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, aunque escuchara a la joven.
Se le veía bronceado por el sol. No llevaba demasiado cuidado el pelo, ni la barba, pero no por eso dejaba de tener un cierto atractivo, y por lo moreno que era, bien podía ser portorriqueño. Un artista, quizás, un actor, alguien del Instituto de Cultura, tal vez, o un miembro del Partido para la Independencia… Pero eso se debía únicamente a su aspecto, a su tipo. Sin necesidad de oírle hablar, Isidro supo que era estadounidense.
El hombre se apoyó en los brazos de la silla para levantarse. Su cuerpo era delgado, enjuto, y llevaba puesto un short de color canela, que antes había sido un pantalón al que le habían cortado las perneras. Decididamente, no era portorriqueño. Iris le tomó del brazo, para ayudarle. El hombre cojeaba un poco, y se servía del bastón para hacer descansar su pierna derecha. De cualquier forma, no era un inválido, sino que parecía estarse recuperando de una lesión. A Isidro le pareció observar que tenía algo en la cadera, pero sin duda estaba bastante repuesto, pues jugueteaba con el bastón, y parecía que le hacía gracia servirse de éste. La pareja se dirigió hacia el carrito de un vendedor de piña.
Isidro aguardó unos instantes —disfrutando con la vista de las nalgas de la muchacha cuando la pareja pasó frente a él— antes de seguirles hasta el carrito donde el vendedor cortaba la piña con rápidos golpes, sirviendo tajadas a sus clientes. El taxista vio lo ojos de la chica cuando sus miradas se cruzaron casualmente, y ella fijó la vista en otra parte, con total indiferencia, sin demostrar reconocerle. En ese momento tuvo la prueba de que aquel hombre no era de Puerto Rico, en efecto, pues le oyó decir de forma sosegada:
—¿Sabes lo que hace la gente de mi país?
—¿Ya estamos otra vez con ésas? —exclamó Iris, aunque sin irritarse.
—Pierden el culo trabajando todo el año —continuó el tipo barbudo, sin inmutarse, mientras saboreaba un trozo de piña—. Ahorran para poder venir a pasar una semana en Puerto Rico y desnudarse en la playa, y al llegar aquí han de darse mucha prisa para ponerse morenos y, de vuelta a casa, poder lucir el sano color bronceado durante unos cuantos días.
—Yo ya nací morena, y este bronceado no se pierde nunca, vaya donde vaya… Pero ¿qué importa eso, Vincent? Lo que yo quiero es estar donde la gente se mueve y hace cosas, ¡no donde los turistas vienen a pasar una semana…! Miami Beach, donde tú trabajas, parece estar bien, ¿ves? Creo que me gustaría.
Isidro les siguió hasta el borde de la arena.
—Pero tú nunca me dices nada de lo que piensas —dijo Iris—. Escucha, Vincent… Acaban de ofrecerme algo interesante. Conozco al propietario de un hotel; no, de dos hoteles… Quiere que vaya a los Estados Unidos, a trabajar para él. Tendría que vestir bien, tratar con señores de negocios…
—¿Para hacer qué?
—Quieres saber muchas cosas.
El turista regresó con su cámara, e Isidro se encaminó al taxi con la sonrisa a punto.
Antes de volver al DuPont Plaza, se detuvieron en el establecimiento fotográfico de la avenida Ashford, donde revelaban los rollos para el día siguiente. Perfecto, porque al pasar por delante de La Concha vieron a un par de prostitutas que, por sus relucientes pantalones y sus cabellos rubios, propios de gringas, parecían estudiantes.
—¡Ay! —exclamó Isidro—. Echarles una mirada está muy bien, pero el hombre que desea acostarse con una mujer, tiene que ir con cuidado y saber cuáles están sanas, para no contraer una enfermedad.
—Supongo que usted conoce a unas cuantas, ¿ey? Siendo taxista… —apuntó el turista.
—Sí, desde luego —asintió Isidro.
—Pues yo paso de putas —dijo el turista—. No quiero tener nada que ver con ellas.
—Hace muy bien, ¡muy bien! Esas chicas cobran por hacerlo. Pero hay otras que no: usted no les paga, les hace un regalo, y ya está.
—¿Qué clase de regalo?
—Puede dejarles dinero.
—Entonces, ¿dónde está la diferencia?
—Una cosa es pagar —explicó Isidro—, y otra muy distinta es que la chica se compre luego un regalo. Se ahorra la molestia de elegirlo usted.
—¿Conoce usted a alguna que, sin ser puta, tenga ganas deshacerlo? Ya me entiende —preguntó Teddy.
—Veamos —dijo Isidro—. ¿Una chica que sea muy mona, de piel clara y que use un perfume agradable?
—¡Ey, eso suena bien! —exclamó el turista—. Pero no quiero que se moleste.
—¡No es ninguna molestia!
—Verá —señaló entonces Teddy—; es que no voy a necesitarle más, Isidro. Ahora ya conozco todo esto. Pienso alquilar un coche, ¿sabe?
Aquella noche, su mujer tampoco supo consolarle. Isidro se preguntaba cómo había podido perder a tan buen cliente, a su turista soñado. La mujer le recomendó que rezara a santa Bárbara para darle gracias por verse libre de aquel míster Magic.
A la mañana siguiente, Isidro dijo:
—Tengo una idea: iré a verle y trataré de hacerle comprender que me necesita.
La mujer no hizo ningún comentario, pero cuando se fue en su negro taxi de la marca Chevrolet, con el que había recorrido casi trescientos mil kilómetros, regresando siempre sano y salvo a casa, vio a su mujer en la puerta, en unión de sus cuatro hijos. Era algo que nunca había sucedido.
El plan era éste: recoger las fotografías del turista, llevárselas y negarse en redondo a cobrar lo que habían costado. Un riesgo, sí, pero también una inversión. «No, no. Acéptelo como un regalo por mi satisfacción de conducirle por todas partes, y por su generosidad…» Algo así. Y luego: «Es una pena que no visitara la isla. ¡No se pierda Luquillo! o El Yunque, en plena selva tropical. O Utuado, donde viven los alfareros…».
Las malditas fotos le costaron más de veintisiete dólares.
Permaneció un rato sentado en el taxi, después de recogerlas, pensando en las palabras convenientes. Abrió uno de los sobres; no por curiosidad, sino para entretenerse. Eran fotos tomadas por el turista en la playa, durante los tres últimos días. Veinticuatro fotos de colorido muy bonito. Isidro las fue mirando poco a poco.
No había llegado ni a la mitad, cuando volvió a repasarlas. ¡Qué interesante…! Echó de nuevo una rápida mirada a las primeras fotografías, antes de continuar. Quería tener la certeza de que la persona retratada en casi todas ellas era la misma, y que no había salido por casualidad. Isidro se sentía cada vez más animado, pero también nervioso, y acabó soltando una carcajada. Las fotos del segundo sobre eran más sedantes: vistas de la parte antigua de la ciudad, de Fortaleza, de la Casa del Callejón…
Sin embargo, todas las fotografías del tercer sobre eran, nuevamente, de la playa de Escambrón. Un vendedor de helados, un hombre exponiendo piezas de joyería sobre una estera…
Chicas, muchas fotos de chicas, y luego diversas instantáneas con tal exceso de luz que apenas se veía nada… Pero de las cuarenta y dos fotos obtenidas en la playa, veinte. —Isidro las contó— eran de Iris Ruiz. Parecían incluso más de veinte, mirándolas una detrás de otra: Iris en diferentes posturas. Era evidente que, cada vez que iba a la playa, Teddy se había dedicado a fotografiar a la muchacha con el teleobjetivo.
Iris conversando con el hombre del bastón, gesticulando, sentada de diversas maneras. Iris echada al lado de Vincent, encima de la toalla. De pie detrás de él, con las manos apoyadas en su cabeza mientras el hombre intentaba leer su libro. Besándole. De paseo con él…
«¡Uf, tío!», se dijo. Isidro vio esas fotos y tuvo la mejor idea de su vida. Se encaminó a casa de Iris Ruiz, en la calle del Parque, y llamó a la puerta de su piso.
Iris se disponía a salir. Llevaba un bolso blanco debajo del brazo, y mostraba un rostro ceñudo. De momento, Isidro creyó que aquel mohín se debía a que no le había reconocido, pero pronto comprobó que eso de fruncir el ceño era costumbre en ella. Cuando se presentó y le recordó unas cuantas cosas, la joven movió la cabeza y dijo en inglés:
—Creo que se equivoca.
Isidro indicó entonces:
—Por mí no te preocupes, pero… —y la siguió escaleras abajo— debo hablarte de ese tipo, porque vale la pena. ¡Se encuentra uno así entre un millón! Escucha… ¿Adonde vas? Sube a mi taxi, ¡te llevo gratis!
Eso de hacerla subir a su taxi formaba parte del plan, claro. Luego le entregó el sobre de las fotografías, dejando que lo abriese ella misma. Sin duda con curiosidad, porque a todo el mundo le gusta ver fotos.
Iris miró cinco o seis, volvió a fruncir el ceño y dijo, siempre en inglés:
—¿Por qué me enseña esto! ¡No quiero ver nunca más a ese individuo!
Y arrojó las fotos contra el parabrisas.
Isidro tuvo que parar el taxi, agacharse para recoger las que habían caído al suelo, limpiarlas contra la pernera de su pantalón y ver si no estaban estropeadas. También él tenía expresión de disgusto en la cara, cuando gruñó:
—¿Qué pasa? No te enseño fotos de él, de tu amigo, quien quiera que sea…
—Dejó de ser mi amigo.
—Muy bien, pero… ¿qué me importa él? Yo sólo te muestro las fotos donde apareces tú —agregó Isidro, que se esforzaba por resultar menos brusco, y comentó—: En todas ellas, estás como para comerte.
Volvió a poner las fotos en manos de la chica e insistió:
—En cuanto a ese Teddy, nunca vi a otro hombre con una mirada semejante en los ojos. ¡Creo que te adora!
—¿Ah, sí?
—Escucha, es un chollo, te lo aseguro. Bien educado, huele bien, lleva las uñas limpias… Me imagino que te llevaría a cenar a «Howard Johnson».
—Pienso irme muy pronto a los Estados Unidos. Es cosa de días.
—Lleva los billetes de cien dólares en un cinturón, debajo de la camisa…
—¿Dónde se aloja? —preguntó Iris de repente.
Fueron al DuPont Plaza. Pero el turista no estaba allí. El portero dijo:
—¡Ah! ¿Aquél? Salió con su cámara fotográfica a cuestas.
Isidro recorrió lentamente la avenida Ashford. Nervioso, intentando concentrarse en los turistas. Con una Iris ceñuda detrás, que le decía que iba a llegar tarde a su cita…
De pronto apareció Teddy con su camisa floreada y su aparato colgado del hombro. Salía de Walgreen’s. Isidro dio gracias a Dios. Desde luego, la presencia del americano era agradable.
—Parece uno de esos que le tienen miedo a la oscuridad —dijo Iris.
—Te encantará, como a mí —replicó Isidro.
—¿Quiere creerlo, o no? —le contó Isidro a Teddy—, Le vio en la playa y tiene deseos de conocerle.
Los dos estaban delante de Walgreen’s. Numerosos turistas iban y venían por su lado. Teddy se ajustó las gafas para mirar con timidez hacia el taxi.
—¿Cómo dio con ella?
—Cuando fui a por las fotos. Fue una suerte, ¿no? Me reconoció por haberme visto con usted. Yo le dije, claro, que le conocía. Y que suponía que a usted también le gustaría encontrarse con ella.
—¿Qué dijo, exactamente?
—Quiso saber si yo le llevaba a usted en mi taxi. «¡Claro! —contesté yo—. ¡A lo mejor querrá retratarla!»
Isidro vio una gran ocasión y se tomó la libertad de guiñarle un ojo al turista, añadiendo:
—Es una chica estupenda. Ahora tiene una cita en Isla Verde, pero creo que luego estará libre.
Y le condujo a su taxi.
De momento, Isidro se llevó un chasco. Iris no se movió del asiento delantero, para demostrar que era una joven seriecita, y ni siquiera se volvió del todo. Con la barbilla apoyada en el respaldo, entretuvo —eso sí— al turista con sus ojos y su lengua. Isidro esperaba que supiera lo que hacía. Tanto él como ella se portaban de modo tan cortés, que no daba crédito a sus oídos.
—¿Disfruta con sus vacaciones?
—¡Mucho!
—¿Le agrada Puerto Rico?
—Es realmente encantador.
—Y el clima es bueno, ¿verdad?
—¡Perfecto!
¡Dios santo! Isidro se moría de ganas de mirar por el retrovisor y decir: «¡Pero, hombre, si usted hizo veinte fotos a esta chica! ¿La desea o no?». Pero se calló. Por lo menos, el turista volvía a utilizar su taxi. Ahora, Iris le contaba que pronto viajaría a Estados Unidos. A Atlantic City.
—La compañía a la que precisamente acudo esta tarde, me ofrece una colocación.
«Y tú te las sabes todas», pensó Isidro.
Lo sorprendente fue lo que entonces dijo Teddy:
—¿De veras? Pues yo soy de allá cerca. Nací en Camden, Nueva Jersey. Mi madre vive en Margate, que está tocando a Atlantic City. ¿Conoce esa ciudad?
Iris contestó que no. En cambio, había estado en Miami, y lo cierto era que no le había gustado mucho.
El turista explicó:
—Si desde Atlantic City camina el Boardwalk abajo, llegará a Ventnor, y luego a Margate. En realidad, todo es una misma cosa. ¿Me entiende? Una sola ciudad. Yo también viví una temporada en Miami, y me ocurrió lo mismo que a usted: no me gusta.
—Yo pensaba ir a vivir a Miami Beach —explicó Iris—, pero cambié de idea. Prefiero Atlantic City.
—Allí hay mucho más que hacer —dijo el turista.
«Dile lo que piensas hacerle a ella», pensó Isidro, de cara al espejo.
—Quieren que trabaje de azafata —señaló Iris—. Hay mucho movimiento social en la compañía.
—De azafata… —repitió Teddy—, Hay unas cuantas en Atlantic City.
—El propio jefe, míster Tommy Donovan, me ofreció la colocación. Es dueño de un hotel muy grande que hay en Isla Verde. Ahora voy allá. Está loco por que trabaje para él. Así me lo dijo.
«¡Anda, espabílate!», pensó Isidro. Ya no sabía qué hacer.
Abandonaron la carretera principal y pronto se hallaron junto a la playa, delante del hotel y casino que parecía una mezquita entre palmeras. Al menos, en parte. Tres pisos de estilo neomorisco con arcos y una cúpula en forma de pala: un corazón invertido de cara al cielo. Letreros de todos los tamaños anunciaban, aquí y allá: Su descanso en Isla Verde.
—¡Qué sitio, ey! —comentó el turista.
El hotel, todo él de cemento acanelado y vidrio oscuro, se elevaba con sus quince pisos en el extremo oriental del casino.
—Pues no es nada, en comparación con el hotel de Atlantic City donde voy a trabajar de azafata —dijo Iris.
Con ello quiso dar a entender al turista que era muy poco para ella. La muchacha dejó el taxi sin molestarse en dar las gracias a Isidro.
—Puedo facilitarle su dirección —indicó el taxista—. Calle del Parque, número 52. Muy cerca de su hotel.
El turista la siguió con la mirada hasta que Iris hubo entrado en el casino. Sólo entonces cambió de sitio y tomó asiento junto al chófer. Abrió uno de los sobres, miró las fotos durante unos momentos y dijo:
—Vayamos a dar un paseo.
Isidro había recuperado a su turista y estaba tan contento, que confesó:
—Recogí las fotografías con el fin de poder hablarle y, quizá, volver a serle útil.
Teddy parecía satisfecho y no dejaba de contemplar el paisaje mientras se dirigían a Carolina por la autopista.
—¡Hay tanto que ver en esta isla! —prosiguió Isidro—. Antes, todo estaba cubierto de cañas de azúcar. Ahora, ya lo ve, han hecho aparcamientos. Y allá enfrente construyen casas de pisos.
El turista miró por su ventanilla y luego, al volver lentamente la cara, Isidro comprobó que, detrás de las oscuras gafas de sol, la expresión de sus ojos era muy seria. Se le veía interesado, pero sin entusiasmo. No preguntaba, como de costumbre: «¿Qué es eso? ¿Y aquello?». En cambio dijo:
—¿Por qué se imagina que deseaba conocerla?
—Bueno, es una chica simpática, muy guapa, y parece educada… Podemos ir hacia el norte, a Loíza, que es donde yo nací. Allí, si quiere, puede comprar una de las famosas máscaras de vejigante, para su madre…
El turista no contestó.
—O le puedo llevar a El Yunque. ¿No lo oyó nombrar? Hay preciosas selvas tropicales…
—Vayamos —asintió el turista, e Isidro respiró.
Al menos tendría a su turista durante el resto del día y podría mostrarle las vistas, algunas cosas dignas de ver a lo largo del camino y, de paso, hacer alarde de su experiencia como conductor: venga a tocar el claxon al tomar cerradas curvas de montaña, introduciéndose por oscuros túneles de milenarios árboles llamados tabonucos, siempre procurando escapar del tremendo ruido de los autocares… Porque todo el mundo iba a El Yunque, el lugar más visitado de la isla.
—¡Vea cómo eran las selvas, antes de que existiera el hombre! Unas selvas donde las ranas viven en los árboles, y en las ramas crecen plantas con flores…
Pero el turista ni siquiera alzó la cámara.
—¿No piensa hacer fotografías?
—Puedo comprar postales de esto.
No estaba de buen humor. Ni siquiera quiso entrar en el Rain Forest Restaurant, porque no sentía apetito. Y al llegar al Visitor Center, dijo:
—¡Apartémonos de esos malditos autocares!
Isidro retiró una barrera colocada en la carretera a causa de un corrimiento de tierras. El suelo estaba resbaladizo en algunos puntos, pero no había peligro. Nadie se ocupaba de quitar el barro. Aquello pareció atraer más a Teddy. Por lo menos, no había gente. Era como una jungla en las nubes. El turista dijo:
—Dejemos el coche y demos un paseo.
—Muy bien.
Isidro encontró en el acto un sitio para el coche, en uno de los caminos laterales que daban a la carretera. Por si pasaba uno de los guardias del parque.
—A esos tipos les gusta darse importancia —explicó—, y chillarles a los conductores.
Teddy eligió un sendero donde un indicador decía: Vereda de El Yunque. Lo dejaron atrás y, por fin, se hallaron en un espacio abierto cuyo extremo caía a pico más de cien metros, y abajo, encima de las copas de los árboles, había una capa de neblina. Una hermosura. Isidro tuvo la sensación de que, si saltaba, aterrizaría sobre una suave esponja verde. Entonces vio que el turista abría la funda de la cámara, extraía el aparato y se lo colgaba del cuello. Y que, después de contemplar un momento el paisaje, le miraba a él y levantaba la cámara, apartándose del precipicio.
—Sonría —dijo.
Isidro adoptó la postura que le pareció adecuada, y trató de sonreír. A sus espaldas no tenía más que nubes. Creía que era la primera foto que el turista sacaba de él.
—¿Quiere que le haga una a usted? —preguntó.
—No; no se mueva.
Teddy tomó una segunda foto y, de pronto, inquirió:
—Y ahora dígame qué se propone.
Algo iba mal. Lo leía en el rostro del turista. No estaba muy serio, pero tampoco se le veía amable. Su cara no reflejaba alegría ni disgusto; no reflejaba nada. Se quitó las gafas de sol, se las guardó en el bolsillo de la camisa y dijo:
—¿Le preguntan muchas cosas acerca de mí?
Fue como si el hombre se hubiese quitado un disfraz e Isidro le viese ahora por primera vez. Los ojos del turista parecían pequeños clavos que se hundieran en él, acusándole de haber cometido una falta, de no haber sido capaz de observar nada. Durante un segundo cruzó su mente el recuerdo de su mujer, cuando le hablaba por encima del ruido de la lavadora y del televisor.
El taxista se sintió desconcertado, y eso, a la vez, le inquietó.
—¿Cómo? ¡Nadie me preguntó nada!
—¿No? ¿Ni le pagaron?
—No sé a qué se refiere, míster…
Lo único que sabía Isidro, era que aquel hombre había dejado de ser su chollo.
—Dígame la verdad: ¿es cierto que la chica se dirigió a usted?
—Sí; deseaba conocerle.
—¡Siga!
—Dije que bueno… Creí que a usted le gustaba mucho.
—Creía eso, ¿ey? ¿Y por qué?
—¡Hombre, por las fotos que usted había sacado de ella!
Vio que el turista le miraba con fijeza, que esbozaba una sonrisa, movía la cabeza de delante atrás y decía:
—¡Ah, mierda…! Miró las fotos que recogió esta mañana, ¿no?
Isidro hizo un gesto de afirmación. ¿Por qué no admitirlo? El turista ya no parecía enfadado.
—Pero no las estropeé. Sólo les eché una ojeada.
—Usted supuso que me gustaba Iris, y pensó aprovecharse… ¡Todo fue idea suya!
—Si le gusta o no, es cosa suya. A mí no me importa.
El turista seguía con su pequeña sonrisa, y de repente dijo:
—¡Jodido imbécil! No le sacaba fotos a ella.
Isidro vio que el turista introducía una mano en la funda de la cámara y extraía… una pistola automática, de las pesadas. Un turista como él tendría que haber llevado rollos de fotografía y, si acaso, una loción bronceadora, pero… ¡nunca una pistola! ¿O acaso no era un turista? Si era un tío raro, si estaba pirado, bueno, eso, a fin de cuentas, no era tan malo. Pero hacerse el loco, ponerse gafas oscuras a modo de máscara, asustar a la gente… No, no tenía sentido que quisiera asustarle a él. Por eso gritó:
—¡Pero usted bien que la había retratado!
—Sí, y también al tipo que estaba con ella.
Isidro calló un momento, sin acabar de entender lo que sucedía; pero entonces comprendió, vio lo que el extranjero iba a hacer, y volvió a gritar:
—¡Un momento…!
El turista le disparó en la cabeza, casi entre los ojos. Prestó atención al eco y disparó de nuevo hasta tener a la víctima en el suelo. Luego empujó su cuerpo por el barro hasta el borde del precipicio, y lo arrojó a la capa de nubes que había abajo.
Teddy se tomó un «julepe escarchado a la Selva Tropical» en el restaurante. No estaba mal. Después compró un papagayo de artesanía, pintado a mano, para su mamá; se encaminó a continuación a uno de los grises autobuses de línea en el que había un grupo de visitantes, y llegó de regreso a San Juan a eso de las seis, la hora en que el tráfico en la avenida Ashford es más intenso. ¡Había que ver a qué volumen ponían sus aparatos de radio los portorriqueños, caramba! El día había sido, para él, como una patada en el culo. Pero aquello le despabiló. Le hacía bien dar vueltas por ahí, sin rumbo fijo, e ir meditando su plan, para poder acabar saliéndose con la suya.