XXXIII

Una vez más, Señor, me condenas perdiéndome

las gafas; una vez más me pones en trance

de maldición y pecado. Por favor, devuélvemelas.

No es, Señor, que me las pierdas, es que me las escondes

y me dejas sin ver. Es que nos quieres ciegos? Que no veamos

el horror que nos rodea, tantas cosas terribles

como hay que ver cada día? Es una muestra de tu misericordia

dejarnos sin ver? Por qué no te llevas

la mirada, ese ave? De todo nos priva nuestra

desesperación de ciegos, hasta de ese olor

del jazmín vespertino, de la escapada de puntillas

de la tarde, de aquellos que tú bien sabes

su nombre, porque tú eres su invención,

tú le pusiste nombre, amor,

y aquí ando las veinticuatro horas del morir de cada día

sin ver, hasta donde lleguen los hastas,

hasta que un toque en el hombro y una voz diga:

“No busques más lo que tienes delante”.