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Aquello era la gloria. Se llamaba

ternura, paso de ángel. No tenía

ni un roce, ni una arruga. Se veía

aún la mano de Dios que lo formaba.

Como el ojo de un niño, como acaba

un poeta su verso y todavía

está en el aire errando la armonía,

mi corazón en su delicia estaba.

Viejísimo rumor del paraíso

que en las entrañas maternales suena;

hierro de Dios en nuestra carne inerte.

Freno y espuela en nuestro ijar sumiso,

mano de Dios que nuestro sueño ordena,

cara de Dios que en nuestros ojos duerme.