ROMANCE DE DON SEBASTIÁN, REY DE BASTOS[117]

1

Don Sebastián, Rey de Bastos,

iba por el olivar,

los ojos grandes y tristes,

y la barba de azafrán

—de su cabellera, el aire

es comedido galán;

el manto, de piel y pluma

y la corona real—,

sobre su jaca burrera

que se deja el viento atrás,

negra si la noche es negra,

y en las ancas un lunar,

duras las crines de estopa

y la cola de alquitrán,

y relinchos que se quedan

prendidos por donde va.

La primilla suspendida

se olvida de avizorar,

las tórtolas no se mueven

cuando lo sienten pasar,

sólo las perdices pican

el aire con su metal

sin enterarse de nada

y sin quererse enterar.

“Olivos por donde voy,

plata que tenéis me dais,

aceite para el cabello

y aceitunas para el pan,

sombra para mis pesares

y leña para quemar;

ni plata ni fuego os pido

mientras no me deis la paz”.

Los olivos siguen serios

sin volver la cara atrás,

que las lomas están pinas

y ellos tienen que llegar.

Tanto le pesa la pena

y el basto a Don Sebastián,

que se apea de la jaca

y se sienta a descansar

debajo de un grande olivo,

el mayor del olivar.

La corona pone a un lado

y echa la cabeza atrás.

Lágrimas duras de azogue

por las mejillas le caen,

suspiros como pavesas

por la boca se le van:

“¡Ay, amantes sin orillas

de donde lanzarse al mar!

¡Amantes de tierra adentro,

a morir y nada más!

Pena como la que tengo

no la ha sufrido mortal”.

Y apoya sobre la mano

la hermosa testa real;

los cabellos se la cubren

de oro, de miel y azafrán.

El más bello rey de todos

tiene una pena mortal:

de amores se está muriendo

en medio del olivar.

2

La joven Sota de Oros

se levantó peripuesta,

se puso el jubón pajizo

y se alisó la melena,

se caló un bonete raso

con cinturillas de perlas,

se miró luego al espejo

y sonrió satisfecha,

porque el espejo le dijo

con su lisa y blanca lengua

que en la baraja de sotas

no había sota como ella;

luego los gregüescos verdes

en las redondas caderas,

y sobre los lisos muslos

se fue ajustando las medias,

finas si tienen que serlo,

pero las ligas no encuentra.

Maldice su mala suerte,

y el suelo todo de hogueras

se hace a sus pies, sin descanso

dondequiera que los sienta.

“Llegaré tarde a la cita

y Don Sebastián no espera”,

y en el blanco pecho se abre

con las uñas roja puerta

por la que la sangre brota

sin tener la nieve en cuenta.

Se abalanza a la ventana

seguida de sus doncellas:

“¡Miradla, amigas, miradla

quien en el pico las lleva!,

la enemiga de mi dicha

que por los aires se vuela”.

3

El toro del desengaño

su hondo cuerno le ha metido

al Rey, cuya sangre suelta

va corriendo como un río

por el olivar abajo,

dejando a su paso lirios.

La alondra de la esperanza

que en las barbas tenía nido

se remonta y se remonta

por el azul encendido.

Los tristes ojos del Rey

la siguen en su camino

y sus orejas escuchan

perderse el lejano trino:

“¡Ay esperanza que tuve

y alejarse de mí miro!”.

La alondra tiene sus alas

y el toro dos cuernos fijos,

la alondra una voz de ángel,

el toro su negro hocico.

La una le habla desde el aire,

la otra con el cuerno hundido;

la de la alondra le llega

tan delgada como un hilo:

“Mientras se espera se vive;

quien no espera no está vivo”.

Grande y ronco, desde dentro,

el desengaño le ha dicho:

“Esperar sin esperanza,

Don Sebastián, es perdido.

Más te vale estarte muerto

que estar de la muerte al filo;

la esperanza sólo juega

cuando los deseos son niños.

Muérete, Don Sebastián,

la muerte sólo es lo fijo”.

Don Sebastián la cabeza

reclina sobre el olivo.

La jaca lo ve morirse

y lo llama con relinchos.

La Muerte, tan complacida,

aparece por el viso;

como presente de rey

le trae el último suspiro:

“Cuando en los labios lo tenga,

Don Sebastián será mío”.

4

Fuera la Sota de Oros

de su palacio y de sí,

por el campo daba gritos:

“Don Sebastián, alhelí

de mi amor y de mi culpa,

¿cómo estás vivo y sin mí?

Tu joven Sota se muere

porque no te tiene a ti”.

Cuando llegó al olivar

vio una figura gentil,

con cara de albayalde

y las manos de jazmín.

“Doncella, donde usted vaya,

yo con usted quiero ir.”

“Yo no soy yo; soy mi pena,

que es lo que queda de mí.”

“Doncella, para su pena

tengo yo un remedio aquí.”

De la faltriquera saca

un gran tarro de elixir.

“Tragar no puedo, señora,

que el dolor me traga a mí.”

La señora entonces saca

de su regazo un cojín

bordado con aves verdes

sobre un fondo carmesí.

“Doncella, bajo este olivo

un sueño vais a dormir,

mirando las aceitunas

y escuchando el colibrí.

Os dormiréis de doncella;

despertaréis querubín.”

La joven Sota reclina

su cabeza y, sin sentir,

se duerme y sueña que duerme

un sueño que no halla fin.

El Rey de Bastos ha muerto

a cuatro olivos de allí.