Te escribo, Alfonso para decirte
que tu libro llegó. ¿Llegar un puerto?
Desde este tren donde viajo, el navajazo del poniente
enternece los visos de las lomas
al encenderse, haciendo su juego
de sangre, el de la vida, por el cielo.
Pero era de tu libro, entreleído
entre la noche y el desvelo, llevado
de su mano, de lo que quería escribirte.
Alfonso, sabes muchas cosas, dices
muchas de ellas. Para leerte a estas alturas
(hablo, claro, de alturas de los años,
mejor descendimientos), hemos
de estar con los dardos dispuestos,
los lebreles alerta, no se nos vaya
aquélla, la esperada. Muchas son
tus sabidurías. Tu verso
es para la voz viva; así se me ha entregado,
o entregado alguno de sus sentidos. Vienen
lentamente los sentidos de la poesía.
La poesía (leo ahora) es una encarnación
que le da cuerpo a lo anterior, invisible
e inaudible, súbitamente revelado.
¿Retórica? Sin retórica, la palabra
se muere, ni hay letra que nos salve.
Ahora desenvaina el sol un rayo
para dejar al seis de marzo caer sobre los campos,
entre Andújar y Córdoba, donde el río
le da su espejo, que es el morir, una tarde
cualquiera. Decía que tu verso
es para dicho en alta y viva voz.
Esta mañana me amaneció escuchándolo.
Tras los años descubro (nunca es tarde)
que para leer tu verso
la voz es necesaria. Amanecí
leyéndote. Tardó tu libro
en llegar, ¡oh, la pereza de los envíos!
Llegó a punto a la cita del goce,
esta mañana misma, seis de marzo.
P. S. ¡Ah, se me olvidaba! ¿Cómo
se te ocurre eso de las distancias?
Dime si dentro del corazón existen.
Y, de aprender, sólo una cosa podría
enseñarte: perplejidad, que es donde habito.
Y ni siquiera.