XXXI

Mientras llueve, me acuerdo de la huerta,

lejana fuera, tan cercana dentro,

en donde los granados y las vides

abren sus bocas y derraman ricas

sus racimos. Recorro las veredas

por donde me llevabas de la mano,

y aquel tronco final donde dejabas

tu cuerpo reclinar, mientras las hojas,

doradas al otoño y a la tarde,

se detenían en ti, pensando acaso

que eras un árbol más de la hermosura

que le salía a la tierra sin sentirlo.

Yo murmuraba: Rosa. Y no sabía.

Contestabas: José. Mas sin mirarme.