XXVII

Acaso, Rosa, te he esperado tanto

que tengo, de esperarte, las raíces

del esperar tan secas que da miedo.

Acaso, Rosa, no existiese nunca.

(Y decirlo es morirme poco a poco,

mientras lo voy diciendo.)

Rosa, Rosa.

Lo digo sólo por saberme vivo,

oler a casa propia y bien templada,

saber que muerte y que quedarse solo

nada tienen que ver.

Dios de las rosas,

¡qué hermosura de nombres derramaste

para consuelo de los pobres hombres,

sólo por la virtud tuya capaces

de decir: esta Rosa. Y sean jardines!