En uno de mis muchos y melancólicos vagabundajes por las ruinas de nuestra casa vine a encontrar, medio oculto entre escombros, un manojo de papeles requemados y señalados por la lluvia, que hube de recoger llevado de no sé qué secreto instinto[34]. Tan pronto como me puse a descifrarlos, me di cuenta de que se trataba de los Sonetos de amor por un autor indiferente, cuya noticia me era conocida sin que, en vida de la casa, hubiera conseguido verlos. En diversas cartas y documentos familiares se aludía a ellos, con exclusión discretísima del autor, y siento que la destrucción completa del archivo me impida traer a colación eruditamente las citas. Con los versos ante los ojos, y a mano dichos documentos, hubiera sido más fácil identificar tanto el autor como la musa.
Desde luego, he desechado por inaprovechables las tesis obvias: las que lo atribuían a los poetas familiares conocidos. Hay que desechar la atribución más inmediata, la de D. T.[35], poeta romántico de los de perilla y serrallo, versificador afortunado de distintas leyendas antequeranas, autor de un poema filosófico en cuartetos, Ignoto, y de una inacabada Historia de Antequera, porque las diferencias de estilo son tan acusadas que no vale la pena recalcarlas. Tampoco cabe la de D. J.[36], hermano del anterior y, como él, cantor legendario y su compañero en las lides del tiempo, porque sus obras nos son conocidas merced a los repetidos y fehacientes testimonios que él mismo se encargó de transmitirnos. ¿Entonces? Yo siempre sospeché que tío Ramiro, alguna de cuyas dichas y desdichas tuve ocasión de referir en otro lugar, hubiera dejado tras sí algo más que epístolas y primores genealógicos, y siempre mantuve viva la esperanza de encontrarme de manos a boca, en el rincón menos esperado, con el fruto de su corazón. Creo que estos sonetos no son, ni más ni menos, que eso. Razones de estilo, aparte de estas meramente corazonales, me inclinan a sostener la tesis. En medio de su siglo XIX, mantuvo tío Ramiro una dignidad clásica en su manera, que conviene con la parte formal de sus sonetos. Si atendemos únicamente a ésta, habría que suponerlo alejado de la época en que los escribió, como bebiendo en fuentes que llevaban más de dos siglos de correr, aunque el fuego por debajo, la domeñada pasión, se manifiesten de un modo sordo y constante.
Y sobre todo, más importante que el estilo mismo, la musa se identifica a través de estos sonetos con una claridad que excluye las confesiones. A nadie más que a Beatriz de Vibraye[37] se pudo cantar de esta manera, y nadie mejor que tío Ramiro pudo hacerlo. No haremos hincapié en detalles insignificantes, como el que se refiere al color de los cabellos (la condesa de Suzenet los tenía castaños, “tus hermosas crenchas castañas que adoro”, dice tío Ramiro en una carta, y la musa aquí parece tenerlos rubios), porque los poetas han precedido a las mujeres en el arte de falsificarlos; ni en aguas o flores de aquí y allá aparecen, y que sabemos que ella gustaba. Se muestra aquí mejor pintada que ella misma lo hiciera en el pastel con que cerraba el álbum, que regalara a tío Ramiro lleno de las hazañas de sus ascendientes, los Barnuevos, la mirada perdida y dulce, la frente alta y grande, los labios finos, el pelo caudalosamente partido en mitad de la cabeza, y aquellos trajes blancos que a tío Ramiro enamoraban.
En cuanto a la fecha de composición, los hay evidentemente compuestos a su lado, con toda probabilidad en el castillo de Sauvigny-le-Bois, en 1856, y otros en su ausencia pocos años después.
Me veo obligado a respetar el título bien contra mi voluntad, por ser aquel con que “su autor quiere que se designe”, según un documento contemporáneo. Inexactitud manifiesta, porque los sonetos muestran que el autor no era, por fortuna, un indiferente en materia tan capital, ni a nosotros nos es indiferente quién el autor fuera. Sospecho que compuso muchos más. A las llamas piadosas hay que agradecerles éstos, que el poeta nunca pensó ni quiso ver publicados. Yo tomo como mandamiento esta aparición suya entre ruinas, la recojo como una prueba más de la victoria del amor sobre la destrucción y la muerte, y los publico para su gloria que por siempre viva[38].
José Antonio Muñoz Rojas