Señor, ¡cómo has venido azul sobre la tierra,
tras tantos días oculto tras tu lluvia y tu viento!
Difícil como un monte, Señor, te vela a veces
tu propio poderío. Y vamos ciegos, lentos,
lo mismo que un camino borrado por las yuntas.
Mas hoy tu sol, tu azul, el aire de tu paso,
un temblor que decía, Señor, que te acercabas,
hacía todo vibrante, el tronco y el renuevo,
orlaba las veredas con la flor, la esperanza,
y un calor que venía de lo hondo de tus hornos
calentaba la tierra. ¡Qué vaso rebosante
la tarde, derramándote, Señor, en su dulzura
sobre tus mismas cosas! Mi corazón estaba,
como siempre, al acecho, y temblaba en la espera,
siempre espía de tus pasos.
Esto es largo y oscuro.
La palabra no sirve. La palabra se quiebra.
A veces te balbuce la lengua, y queda todo
en silencio y tiniebla. A veces, la mirada
de un niño te recoge: una luz repentina
que remata los árboles; la hierba que suspende
una gota que tiembla: haces de nuestra carne
espejo de un instante, y luego todo sigue.
Se siente tu ruido, tu terror, tu belleza.